5: Murmullos
Hacia un día digno del mes de febrero. Frío, opaco y aburrido.
En su defensa debía admitir que no era de las jornadas más nubladas que había tenido el placer de ver; los rayos de sol se filtraban a través de las nubes. La punta de mi nariz se hallaba congelada.
—Debes estar bromeando, Margot —la voz de Wendy se alzó unos cuántos tonos por encima de lo que estaba socialmente bien visto.
—Chist —la regañé—. Se supone que no quiero que nadie más aparte de ti se entere.
No había mucha gente a nuestro alrededor, puesto que lady Harston estaba a punto de dar el discurso que daría comienzo a la festividad que tan ostentosa y meticulosamente había preparado. Aun así, no debía bajar la guardia.
—Pero ¿¡cómo quieres que guarde las formas después de escuchar tal disparate!? —exclamó, esta vez susurrando.
—Tampoco es para tanto —intenté restarle importancia, no sé si para convencerla a ella o a mí misma.
Los ojos azules de mi amiga se clavaron en mí, atónitos, como si las palabras que acababan de salir por mi boca fueran el mayor sinsentido que había escuchado en toda su vida.
—Claro, porque todos los días te alías con el hombre que más te saca de tus casillas de todo Londres para que finja cortejarte y así poder evitar a tu ex pretendiente —afirmó con sarcasmo—. No sé por qué me he escandalizado tanto.
No pude suprimir la sonrisa. La verdad era que, dicho así, sonaba hasta cómico.
—Wendy, sabes que en otras circunstancias jamás habría aceptado —aclaré, intentando que mi voz no se rompiera—. Sé que soy una cobarde, pero no puedo volver a...
La pelirroja entrelazó el brazo derecho con el mío y me obligó a comenzar a caminar.
—Sigo sin pensar que sea una buena idea —dijo—. Sin embargo, va a ser muy divertido ver cómo intentas fingir que lord Beckford es de tu agrado, incluso, que te gusta —se rio.
Me limité a acompañarla, bastante agradecida de que le hubiera dado la vuelta a la dirección que estaba tomando la conversación. Ella siempre sabía cómo animarme.
—No creo que mis dotes interpretativos sean tan convincentes.
—Bueno, eso está por verse.
Iba a contestarle, pero la voz de lady Harston interrumpió nuestra conversación, al igual que todas las demás. Comenzó a agradecer nuestra asistencia y a decir que esperaba que disfrutáramos de las actividades que había preparado para nosotros.
Era ya tradición que, en todas las temporadas, la familia Harston eligiera un día para poder mostrar sin tapujos cuán adinerado era su linaje, con el fin de lograr el cometido en el que sus cuatro hijas fallaban tan estrepitosamente: atraer a solteros con potencial de marido.
Nunca había preguntado, porque sabía que la respuesta me horrorizaría, pero era consciente de que, para poder organizar una jornada entera, tan colmada de comida y actividades —entre ellas caza, hípica y tiro con arco— como aquella, y que finalizaba con uno de los bailes más elegantes de la temporada; la familia Harston debía gastar una buena parte de su asignación anual. Lo más entristecedor de todo ese asunto era que, año tras año, sus hijas terminaban la temporada igual de solas que la empezaban y no por elección propia, que se diga.
No es que Charlotte, Beatrice, Jane y Evelyn Harston fuesen muchachas mal parecidas, pues cada una contaba con su cierto atractivo, sin embargo, la personalidad que tenían y la falta de astucia no jugaban en su favor. Exceptuando a la más joven, Evelyn –cuyo único problema era una desmedida timidez–, las demás eran impertinentes, malcriadas y déspotas. Sin mencionar que la conversación más inteligente que se podía mantener con ellas era sobre el clima. No me gustaba menospreciar así a mi propio género, pero ellas eran la personificación de todos y cada uno de los prejuicios que yo, como mujer orgullosa, deseaba erradicar.
No entendía cómo todavía no se las habían arreglado para encontrar a un hombre que fuese buscando exactamente su perfil para casarse: ricas, bellas y simples.
Lady Harston terminó de hablar y la gente comenzó a esparcirse; los caballeros comenzaron a agruparse en las prácticas de tiro con arco, para calentar antes de la cacería programada para la tarde, mientras que las mujeres decidieron dirigirse a las mesas colmadas de tentempiés y té, estratégicamente colocadas frente a las dianas con el fin de poder apreciar ese despliegue de virilidad.
Detestaba tener que sentarme y, simplemente, observar; adoraba el tiro con arco, era más que buena en aquel deporte considerado tan poco femenino. Padre se había encargado de que su única hija fuese brillante en cada uno de los aspectos en lo que debía serlo un buen heredero.
Era poco convencional, pero él, al haber presenciado como el embarazo de mi madre casi le arrebata la vida y saber que era muy poco probable que pudiera volver a quedarse encinta, decidió que yo iba a ser una sucesora tan digna como lo hubiese sido cualquier varón. Por ello, me educó como tal y dejó bien claro en su testamento que su legado pasaría al hombre que se desposara conmigo. No a ningún familiar lejano. Fue la última treta con la que consiguió eludir a la ley antes de morir; nada me llenaba más de orgullo que saber que si hubiese podido, me lo habría dejado todo a mí, sin intermediaros de por medio. Ese era el único hecho que a veces conseguía hacerme tambalear en mi determinación de permanecer soltera.
—Señorita Darlington —una voz me llamó, provocando que mi atención saliese de las dianas y volviera al entretenido coloquio en el que las demás damas se habían sumido.
—Sí, señorita Harston —respondí, con fingido interés.
La que había reclamado la atención era la mayor de todas las hermanas, Charlotte, que lucía un vestido blanco que no casaba bien con el color de rubio de su cabello.
—Se rumorea que ha estado usted muy ocupada esta última semana —el tono que utilizó no escondía ningún tipo de reserva.
—No sé a qué se refiere —contesté con tranquilidad mientras me servía algo de té—. Esta semana he estado bastante aburrida en casa.
—¿Entonces no ha recibido ninguna visita que destacar? —preguntó.
Hice un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco, ¿tan difícil era tener vida privada en aquella ciudad?
—No que recuerde. —Supuse que no tendría el descaro de seguir indagando.
—Pues he escuchado que lord Beckford fue a visitarla. —Qué ingenua de mí, esa familia no sabía lo que eran los modales.
Sentí de inmediato como todas las jóvenes y ladies a nuestro alrededor centraban su atención en nosotras.
—¡Oh! —exclamé con fingida sorpresa—. Está en lo cierto, ¿cómo he podido olvidarlo? Si vino con el ramo de rosas más bellas con el que me han obsequiado en la vida. —Oculté la sonrisa que quería escapar de mis labios.
Era bien sabido que Charlotte Harston había quedado prendada del conde desde la primera vez que lo vio el año de su debut. En contraposición también se sabía que lord Beckford jamás la había mirado por segunda vez en ningún evento. No tenía claro cuál había sido el propósito de Charlotte al sacar el tema, quizás intentar humillarme; sin embargo, era obvio que no había caído en que era la mayor experta en darle la vuelta a cualquier situación desfavorable para mí. Y, obviamente, tampoco sabía que había propiciado la oportunidad perfecta para hacer público mi reciente interés hacia Eric.
—¿Rosas? —preguntó una lady a la cuál no conocía.
—Así es —reafirmé.
—¿Rojas? —esta vez fue Charlotte quién habló.
—De qué otro color si no. —Llevé la taza hacia mis labios y le di un sorbo al té, que me calentó todo el cuerpo—. Un poco atrevido para mi gusto. No soy muy partidaria de que un caballero sea tan conciso con sus intenciones de primeras, soy de las que piensan que el encanto yace en el misterio. Pero bueno, como mujer, tampoco podía rechazar un ramo tan encantador como aquel.
Escuché como Wendy a mi lado suprimió una carcajada y hubiera jurado poder ver el humo que salía de la cabeza de Charlotte.
—No creo que las intenciones del conde fueran más allá de querer mostrar su apoyo hacia su reciente situación —dijo lady Harston, que no dudó ni un instante en salir en defensa de su hija mayor. La manera en la que pronunció la última palabra me dio escalofríos—. Supongo que no tiene que estar pasando su mejor momento ahora que lord Bairon ha vuelto a Londres.
Ahí estaba, el momento que más temía acababa de llegar. Los murmuros se cernieron a mí alrededor e intenté que no se me notará lo que aquel comentario cargado de veneno había suscitado en mí.
—¿Por qué debería ser así? —comenté, fingiendo despreocupación—. Es verdad que no es la persona a la que le tenga mayor estima, sin embargo, no soy de guardar rencores.
—Quizás usted tenga una memoria volátil, pero no creo que pueda decir lo mismo de mí misma. —Los ojos gélidos de mi adversaria se clavaron en los míos, en otro tiempo, hubieran conseguido hacerme temblar—. Pocos escándalos me han conmocionado tanto como el suyo, qué temporada más interesante nos brindó su debut.
Contuve el aliento.
Si alguien en la ciudad había empezado a olvidar la dudosa sombra que pesaba sobre mi reputación, lady Harston con tan solo una frase, había conseguido avivar aquel recuerdo en las mentes de todos los presentes. Sentí como las miradas condescendientes se empezaron a retorcer sobre mi garganta. No iba a permitir que me amedrentaran. No de nuevo. Así que abrí la boca, sin saber muy bien qué iba a decir, pero con intención de defenderme con uñas y dientes.
—Perdonen que interrumpa —una voz grave se alzó tras mi espalda, la reconocí de inmediato y sentí la tensión desvanecerse un poco de mi cuerpo—. ¿Podría reclamar la atención de la señorita Darlington un momento?
Giré la cabeza y elevé la mirada para darme de bruces con una sonrisa que era la encarnación de la caballerosidad. Como lo detestaba.
—¡Qué alegría verlo, lord Beckford! —exclamó lady Harston, olvidando por completo la disputa que estábamos teniendo hacía solo unos instantes—. Por favor tome asiento...
—Me temo que voy a tener que rechazar su oferta —como siempre, hizo uso de un tono cordial—. Preferiría pasear, si no es inconveniente para usted —dijo dirigiendo toda su atención hacia mi persona mientras me tendía una de sus grandes manos.
—Sería un placer —contesté, aceptando su oferta al mismo tiempo que la mano que me esperaba expectante.
Incluso mientras nos alejábamos sentí la mirada de varios pares de ojos perforándome el cráneo. Cuánta maldad podía reunirse en un espacio tan reducido.
—De nada —susurró mi acompañante cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente de la carpa.
—Podría haber manejado la situación perfectamente yo misma —repliqué sin dedicarle ni una mirada de reojo.
—No lo dudo —comentó—. Pero un poco de ayuda no viene mal de vez en cuando, ¿no cree?
Apreté los dientes, maldiciendo el momento en el que había decidido que la compañía de aquel hombre era mejor que la de un grupo de mujeres con lengua afilada.
—Creo que el único motivo por el que se ha acercado ha sido porque se ha cansado de no dar en el blanco ni una sola vez, no por altruismo —le ataqué.
—Me halaga. —No tuve que mirarlo para notar la sonrisa en su voz—. No sabía que me prestara usted tanta atención.
—No se lo lleve a lo personal, he estado observando a todos los hombres mediocres que se han reunido hoy aquí. —Por supuesto, él era uno de ellos—. Debería daros vergüenza el querer ir de caza esta tarde, con esas habilidades no podríais atrapar ni a un cervatillo cojo.
Eric se detuvo de golpe y me recorrió con esa mirada felina de arriba abajo, implacablemente.
—¿Insinúa que usted podría hacerlo mejor?
—No insinúo, afirmo.
La ceja derecha de mi acompañante se elevó con sutileza ante mis palabras, no sé si por asombro o arrogancia.
—Dudo mucho que sus delicadas manos puedan siquiera tensar el arco de manera correcta —se mofó, sin dejar que el semblante impasible que se gastaba se perturbara ni un ápice.
Pero yo vi el brillo en sus pupilas, un brillo que me estaba retando, que se estaba riendo de mí. Debía admitir que siempre había sido demasiado orgullosa y que no había cosa en el mundo que me cabreara más que intentaran hacerme de menos. Y más aún si era Eric Beckford el que lo hacía.
—¿Qué se apuesta, milord?
—¿Disculpe?
—He dicho que qué se apuesta, milord —remarqué la última palabra con disgusto—. Si le demuestro que soy la mejor arquera que hay hoy aquí, qué me dará.
La expresión le cambió de manera radical, sus rasgos se oscurecieron con una emoción que no supe distinguir. Volvió a pasear su mirada sobre mí.
—Qué es lo que quiere —preguntó con curiosidad.
—Mmm... —sopesé—. Si gano, deberá bailar esta noche una pieza con la mayor de las Harston. Se dice que lleva esperando que se lo pida más de cuatro años —No pude evitar que una sonrisa cargada de malicia poseyera mi rostro.
—Es usted maquiavélica.
—Eso dicen —afirmé con desinterés.
—Y si pierde —dijo acercándose a mí. El brillo dorado de sus ojos se intensificó—. ¿Qué me dará usted?
Me quedé desconcertada, tenía tan claro que iba a ganar que no había pensado en prometer nada de vuelta. El rumor del miedo empezó a cosquillear en la boca de mi estómago, Eric era mi peor enemigo y, pese a que en aquel momento se pudiera decir que estábamos en algo parecido a buenos términos, sabía que no desperdiciaría la oportunidad de poder ponerme en evidencia. Tal y cómo pretendía hacer yo cuando ganará aquella apuesta.
—Qué es lo quiere —lo parafraseé.
Por la manera en la que curvó la comisura izquierda de la boca, supe que, fuese lo que fuese que estuviera pensando, no era bueno.
—Eso, señorita Darlington —dijo sin despegar la vista de mí—. Lo descubrirá si pierde. Y, si valora su integridad, debería asegurarse de que eso no ocurra.
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