4: Favor
—Bueno, creo que es mejor que me vaya —declaró madre.
—No es necesario...
Pero mis palabras fueron dichas en vano, pues, antes de que pudiera siquiera terminar, ya había cogido a Helena de los hombros y la había arrastrado fuera de la sala junto a ella.
Por lo tanto, ahí me encontraba, encerrada en mi propio hogar con el hombre que menos quería ver de toda la ciudad. Bueno, esa afirmación no era cierta, en todo caso, ocuparía el segundo lugar.
La visita colocó el ramo que traía consigo sobre una pequeña mesa auxiliar, que Helena utilizaba para dejar las bandejas. Tras esto, enfundó su mano derecha en el bolsillo y me observó con aquellos ojos que resplandecían como el ámbar. Peligrosos. Su semblante no dejaba entrever nada de lo que quiera que se le estuviese pasando por la cabeza en aquellos instantes. Como de costumbre, estaba vestido de manera impecable.
—Buenas tardes, señorita Darlington. —En esa ocasión, ni siquiera se esforzó en fingir un poco de decoro, por lo que el tono que utilizó fue demasiado condescendiente.
—¿Qué quiere? —pregunté, sin intentar ocultar lo molesta que me hallaba.
Me dedicó una sonrisa lobuna, supuse que la situación le causaba cierto placer, pues, al no haber nadie a nuestro alrededor no tenía por qué guardar las apariencias. Debía recordar reprocharle a madre el que se hubiese saltado el protocolo y nos hubiese dejado completamente solos, sin vigilancia.
—Supongo que no tiene sentido que caigamos en formalismos. —Apoyó levemente el hombro sobre el marco amarfilado de la puerta—. He venido a cobrarme el favor que me debe.
No pude evitar que una de mis cejas tomase vida propia y se elevara con sorpresa. Era consciente de que en algún momento él haría uso de esa carta, pero tampoco creía que hubiese algo que yo pudiera ofrecerle y, aún menos, que se presentaría en casa para cobrársela. Ni que vendría con el ramo de las rosas más espectaculares que había tenido la oportunidad de admirar.
—Déjeme aclararle que yo no accedí a deberle nada —repliqué.
—Lo hizo en el momento que aceptó mi mano —contraatacó.
Esa vez no me reprimí, le dediqué la mirada más mortal que recordase haberle lanzado nunca a nadie.
—Y qué le garantiza a usted que yo vaya a hacer lo que quiera que vaya a pedirme. —Oculté la sonrisa ganadora que jugueteaba en mis labios.
—Bueno... —dijo pensativo—. Podría amenazarla con contar que nos hemos reunido sin supervisión durante un periodo de tiempo indecoroso... —El corazón se me detuvo—. Sin embargo, no comparto el interés londinense por los escándalos y, personalmente, creo que hay formas más elegantes de conseguir lo que se quiere.
No pude evitar soltar un suspiro de alivio.
—¿Y cuáles son? —inquirí, recelosa.
—Por ejemplo, sugerir un trato que beneficie a ambas partes de los involucrados. —Sus ojos se oscurecieron, adoptando un color marrón—. Y si me viese implicado con una jovencita que quiere evitar a toda costa volver a verse envuelta en un escándalo, siendo yo un hombre que aborrece el matrimonio, le propondría un pacto que, estoy seguro, no podría rechazar.
Intenté ocultar el impacto que me había producido esa revelación. ¿Eric Beckford tampoco quería casarse? Jamás lo hubiese podido imaginar, puesto que era un galán de primera, siempre dispuesto a dedicar un dulce halago a las señoritas que lo abordaban o a elogiar la elegancia con la que se expresaban las ladies que coqueteaban con él.
—¿Y cuál sería esa propuesta? —No confiaba en él, pero la curiosidad siempre había sido mi peor enemiga.
Eric dio un par de pasos, acortando la prudente distancia que nos separaba, aún manteniendo los límites.
—He captado su interés, ¿señorita Darlington? —pude discernir la falsa incredulidad en la pregunta. Había venido a sabiendas de que lo conseguiría. Ese era el tipo de hombre que era.
—Si no mide sus palabras, puede perderlo de inmediato —declaré.
Creí ver risa en sus ojos.
—Tiene un carácter que conseguiría doblegar hasta un rey —se mofó. Levanté el mentón a modo de advertencia, mi paciencia se agotaba—. Está bien, no me seguiré andando por las ramas. Le pido que me disculpe si se siente ofendida por la pregunta que le voy a hacer: usted quiere evitar a toda costa cualquier interacción con lord Bairon, ¿no es así?
Respiré hondo, sabía que mi pasado, o lo que se había presupuesto de él, no era ajeno para ningún londinense que se preciase; aún así, dolía. Ardía en el centro de mi pecho.
—Así es —afirmé con severidad.
—Bien. —Estaba segura de que fue mi imaginación, pero casi sentí como la culpa se arremolinaba en sus pupilas—. Y, si las habladurías no son falsas, he oído que, al igual que yo, la idea de casarse no entra en sus planes de futuro.
Asentí.
—Entonces —volvió a tomar la palabra—. Sería favorable para ambos que siguiéramos la línea de los cotilleos que se han cernido sobre nosotros esta última semana.
—No le entiendo, milord —admití.
Debía haber perdido la cabeza por completo si había pensado que yo accedería a ser cortejada por él.
—Tenía su inteligencia en más alta estima. —Apreté los dientes. Si en dos minutos no conseguía convencerme lo echaría a patadas de mi hogar. Él sonrió—. Piénselo, mientras la sociedad crea que está interesada en mí, aunque lord Bairon se acerque a usted, nadie le tomará importancia, porque, ambos sabemos que la perspectiva de un nuevo escándalo es más suculenta que uno ya pasado. Además, no creo que él tenga la osadía de acercarse a una mujer que está siendo formalmente cortejada por mí.
Me molestaba tener que darle la razón.
—¿Y usted que ganaría? —Todavía no las tenía todas conmigo.
—¿Le parece poco el hacer pensar a todo Londres que voy detrás de una de sus gemas?
—¿Disculpe? —Me acababa de dejar descolocada por completo.
—Usted —aclaró—. Por si no se ha percatado, es bastante famosa entre el género masculino, pues cuenta con estatus y belleza, virtudes de las que a todo hombre le gustaría presumir en su esposa. Por lo tanto, si el pueblo cree que estoy intentando cortejarla y que, por alguna razón, usted está mostrando un mínimo de interés, al menos por esta temporada, ninguna mujer que se precie intentará avasallarme.
No sabía si tomarme aquellas palabras como un halago o como una ofensa.
—No me convence, no quiero volver a ser el centro de atención —espeté.
—Lo va a ser de una manera u otra. —De nuevo, tenía razón.
—No conseguiremos engañar a nadie, es bien sabido que nos aborrecemos mutuamente. —Y era verdad, ninguno de los dos habíamos intentado ocultar nunca la antipatía que nos profesábamos.
—Lo que es algo que juega a nuestro favor, pues les haremos dudar de su buen juicio, preguntarse qué es lo que han pasado por alto todos estos años. —Aquel hombre era el mejor embaucador con el que me había topado en mi corta vida.
—Para eso nos tendrían que ver juntos. —Esa era el matiz de toda aquella insensatez que más me perturbaba. No soportaba la compañía masculina.
—Con que compartamos alguna charla desenfadada en los eventos sociales y, quizás, algún que otro baile, bastará. No sé si es consciente de que cualquier mínima brecha en su coraza despertara el interés de la gente. Es decir, desde lo ocurrido, todo caballero que ha intentado acercarse a usted ha vuelto con el rabo entre las piernas. Le confesaré que es de las pocas cosas que me divierten de verdad en esas fiestas tan insulsas y llenas de formalismos sinsentido.
De nuevo, no supe cómo encajar sus palabras. Tampoco cómo interpretar el que compartiéramos más opiniones de las que pensaba.
—¿Le han dicho alguna vez que es usted un engatusador de primera, milord? —ataqué, intentando no pensar en lo que estaba a punto de hacer.
—Puede —comentó—. ¿Eso es un sí?
Puse la mente en blanco, bloqueando las innumerables razones por las que debería negarme, por las que no debería confiar en Eric Beckford, mi némesis.
El miedo ya había ganado la partida, era una cobarde que no estaba preparada para volver a tener que enfrentarse a fantasmas del pasado. Y, hasta ese momento, viéndome a punto de aceptar el descabellado trato, que lord Beckford, por culpa de un simple vals, me exigía, no había sido consciente del verdadero peso de las cadenas que arrastraba. Estaba desesperada.
Así que asentí, firmando lo que podría ser mi sentencia de muerte. Eric me observó, con su usual seriedad, aunque algo en sus ojos capturó mi atención. ¿Sorpresa? ¿Satisfacción? ¿Miedo? No supe interpretarlo. Lo que estaba claro es que él se encontraba hundido en la misma desesperación que yo por algo que, obviamente, no me había contado mientras me vendía toda aquella parafernalia. No tenía intención de indagar porque tampoco me importaba.
Extendió su mano, como cualquier caballero que está en medio de una negociación, tratándome de igual a igual, volviéndome a dar la oportunidad de escapar, pues si yo me retractaba en aquel instante, él no podría hacer nada.
Contra todo pronóstico, entrelacé los dedos de mi mano desnuda sobre su muñeca, él acompañó mi gesto haciendo lo mismo. De esa manera, el trato quedó sellado.
—Supongo que la veré en la fiesta del té que organiza lady Harston, querida. —Esa última palabra tocó un sitio recóndito en mi interior que ni siquiera sabía que existía.
—Absténgase de usar apelativos, milord —renegué—. Allí estaré.
Una sonrisa de medio lado fue su única contestación.
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