25: La decisión
La sala se encontraba a rebosar de gente.
Supuse que era lógico, ya que las invitaciones habían sido enviadas hacía semanas y, pese rondar rumores sobre una pelea, la boda no se había cancelado de manera oficial. Así que, ya fuese por el dulce morbo de un escándalo o por puro desconocimiento, casi todo el mundo que había sido invitado a asistir a la ceremonia había aceptado de buen gusto.
Volví a mirar una vez más hacía la entrada de la capilla. Nada.
Me reí de nuevo de mí mismo mentalmente. No sabía qué era exactamente lo que estaba esperando, vestido con un esmoquin negro, cuyo cuello no me dejaba respirar, y presidiendo mi sitio correspondiente en el altar frente a un grupo de gente que no me importaba lo más mínimo.
Pensé que debería hallarme suplicándole a Margot de rodillas que no me abandonase.
Desde el momento en el que había huido de mi estudio, hacía ya dos días, no había parado de recriminarme ni un segundo todas las cosas que me había olvidado de decirle. Por supuesto que lo más seguro era que nada de lo que pudiese añadir a mi historia hubiese sido clarificador en la decisión que ella debía tomar, pero quería creer que, de alguna manera, calmarían la tempestad de tristeza que yo mismo había sembrado en su corazón.
Quería hablarle de todas las noches que había pasado en vela pensando en su desamparada mirada; quería confesarle que la primera vez que la cogí de la mano para llevarla a bailar había sentido tantos nervios, que estuve a punto de caerme en varias ocasiones; quería asegurarle que al besarla sentí, por primera vez en mi vida, que todas las malas decisiones que había tomado durante toda esta eran las correctas, ya que eran las que me habían conducido a estar ahí en ese momento.
Había tantas cosas que quería decirle que a mí mismo se me olvidaba la anterior cuando pensaba en la siguiente. Tan solo deseaba haber tenido algo más de tiempo.
Sin embargo, cualquier deseo que pudiese albergar no era más que una extensión de mi propio ego, pues no me hallaba en posición de anhelar nada. Margot debía elegir lo que creyese más conveniente para ella y, ambos sabíamos, que no ese no era yo.
No cuando había sido un sucio cobarde.
Volví a mirar la puerta. Nada.
Los minutos pasaban, uno tras otro, y los invitados comenzaban a impacientarse y a murmurar entre ellos. Seguramente lo que fuese que estuviesen diciendo era cierto, mas yo no era lo suficiente hombre como para admitirlo, ya que, en el momento en el que tomase la palabra para avisar que la boda no se iba a celebrar, todo se habría acabado.
Así que decidí prolongar mi fantasía un poco más.
Sentí los fríos ojos de madre posarse sobre mí desde su asiento, regodeándose de mi situación; ella siempre había disfrutado con mis desgracias y era consciente de que solo había hecho acto de presencia en aquella boda debido a que habría escuchado los rumores sobre un escándalo. Si iban a plantar a su hijo mayor en el altar, por supuesto, ella debía presenciarlo con sus propios ojos.
Recoloqué la posición de mis manos en un desesperado intento de distraer la mente. Era desagarrador entender, después de tantos años, que mi vida había girado en torno a la imposible aprobación de esa mujer tan despiadada. Había aprendido a manejar las finanzas, a ser la perfección en persona en los actos sociales, a esconder mis propios deseos y sentimientos, a aceptar que mi obligación era cuidar de una inexistente familia mientras viviese... Todo, para nada. Porque ella nunca había tenido la intención de quererme.
Así que maldecí el haber malgastado tantos esfuerzos en algo que jamás había tenido la oportunidad de ganar. Sobre todo, porque había sido esa inservible lealtad a personas que no me valoraban la que me había llevado a perder lo único que realmente había deseado en toda mi existencia. Pero ya era demasiado tarde para lamentarme, mis mentiras no tenían excusa.
El corazón se detuvo en mi pecho, al igual que los susurros de la gente, cuando la gran puerta de madera de la capilla se abrió. Durante unos instantes, nadie entró, pero, de repente, presencié como una reconocible figura, esbelta y elegante, se aventuraba a atravesar el marco de la misma con paso firme, seguida de cerca por su madre, lady Norfolk y la señorita Fernsby.
Tuve que cerciorarme de que ella estaba allí de verdad mediante las reacciones de los demás presentes, los cuales se habían puesto en pie a causa de su llegada, puesto que no descartaba la opción de que se tratase de una mera ilusión provocada por mi traicionera mente.
Ella caminaba con la cabeza bien alta, como siempre, rezumando esa mordaz confianza que conseguiría hacer temblar las rodillas de cualquier rey. Vestía un suave vestido de seda blanca, que no se apegaba a su figura, pero que realzaba de manera sublime su altura. El velo le cubría parte del rostro, mas se podía apreciar el fuego en su mirada. No tuve muy claro porqué, pero estaba seguro de que acaba de discutir con su madre sobre el hecho de que no quería que nadie la acompañase al altar. Así era ella.
Puede que hubiese decidido aparecer en la capilla, pero quería dejarme bien claro que solo estaba siendo benevolente conmigo mediante la ausencia de un acompañante y del tradicional ramo de flores. Me avisaba de que todavía no había tomado la decisión final.
No pude evitar que una sonrisa escapase de mis labios. Estaba dispuesta a hacerme sufrir hasta el último momento. Y eso me encantaba de ella.
Cuando ocupó su sitio frente a mí, lo único que dijo fue:
—La costurera se ha retrasado.
Ahogué la carcajada que trepó por mi garganta, tan satírica como siempre. Las sagaces esmeraldas que habitaban en su mirada resplandecieron con ira al percatarse de mi buen humor.
—Bueno, no es muy común que la novia elija su vestido horas antes de la boda —utilicé de manera consciente el tono de voz que sabía que ella detestaba.
Percibí como la comisura derecha de sus labios se tensaba, le había molestado.
—Tampoco es común que el novio tire por tierra la boda semanas antes de la misma —replicó con desparpajo.
Estaba a punto de contestarle, con el fin de enzarzarme en una disputa con ella, pero el sacerdote carraspeó, recodándonos a ambos dónde nos encontrábamos.
Una enorme sonrisa poseyó mis labios sin que pudiese remediarlo.
Tan solo Margot Darlington podría conseguir que olvidase que estábamos a pocos minutos de casarnos.
""
La ceremonia dio comienzo y, para ser sincera, no fui capaz de prestar atención a nada de lo que el sacerdote decía.
Mi mente solo podía pensar en los nervios que me recorrían al recordar que me había presentado en mi propia boda sin tener clara la respuesta que le iba a dar al clérigo.
Cómo bien me había dicho madre días antes, amar se trataba en confiar. Sin confianza no se podía construir una relación. Yo amaba a Eric, era un hecho que, por más que intentaba negarme a mí misma, no podía desmentir; sin embargo, no tenía claro si podía confiar en él. Por supuesto que su arrebato de sinceridad casi había logrado convencerme, pero me aterrorizaba la posibilidad de volver a equivocarme. No sería capaz de recomponerme si me casaba con un hombre que no me amaba de la misma manera en la que yo lo hacía.
Aquella mañana, al verme vestida de novia, un miedo visceral casi me había impedido asistir a la ceremonia, pues había sentido que me encontraba sobre el borde de un acantilado del que no quería saltar.
Jamás hubiese imaginado que arriesgar por alguien pudiese ser tan vertiginoso.
Wendy había conseguido ponerme de nuevo los pies en la tierra y, literalmente, me había arrastrado hasta el carruaje que nos había llevado hasta la iglesia. Tras esto, madre y yo habíamos discutido a causa de mi empecinamiento sobre que nadie me acompañase hasta el altar. No podía permitir que ese hombre se hiciese demasiadas ilusiones respecto a mí.
Al entrar en la capilla, todo mi alrededor se había desvanecido al verlo, tan apuesto como siempre, esperando por mí. Mi alma se había reparado un poco al darme cuenta de que Eric Beckford hubiese aguardado por mi llegada todo el tiempo que hubiese sido necesario. Incluso si los invitados se hubiesen marchado o si el sacerdote hubiese cancelado la ceremonia, él me habría seguido esperando.
—Eric George Beckford, ¿aceptas a Margot Rose Darlington como esposa, en la salud y en la enfermedad, para cuidarla y respetarla hasta que la muerte os separe?
Las palabras del clérigo me hicieron tomar conciencia de dónde me encontraba. El momento que más temía había llegado y, estaba tan poco preparada para enfrentarlo, que sentí que iba a romper en llanto.
El hombre que tenía delante me miró, con esos característicos cálidos y felinos ojos, antes de contestar:
—Sí, acepto. —El sacerdote se disponía a hablar cuando el conde volvió a tomar la palabra—: Aunque no prometo no dejarla morir de un resfriado.
Se hizo el silencio. Por supuesto, ya que nadie era capaz de entender su retorcido sentido del humor, ni de inferir que había pronunciado esas palabras, tan fuera de lugar, con el fin de destensar los nervios que estaban a punto de conseguir que vomitase. Sin embargo, yo, que ya me hallaba curada de espanto y acostumbrada a la dedicada atención del conde, no tuve otro remedio que estallar en carcajadas.
Aquel tipo tan arrogante jamás sería capaz de remendar sus grandilocuentes y exasperantes modales.
Tras mi ataque de risa descontrolado, del que Eric se notaba que estaba orgulloso de haberme provocado, conseguí recobrar la compostura ante los cientos de ojos desconcertados que se encontraban observándonos.
Tuve que apremiar al clérigo, el cual también nos observaba como si acabásemos de perder la cabeza, para que prosiguiera con la ceremonia. Este se aclaró la garganta antes de continuar.
—Margot Rose Darlington, ¿aceptas a Eric George Beckford como esposo, en la salud y en la enfermedad, para cuidarlo y respetarlo hasta que la muerte os separe?
La pregunta que tanto me atormentaba se vio reducida a cenizas en el mismo momento que fue formulada en voz alta; puesto que la respuesta salió de mis labios de manera inmediata.
Había estado tan centrada en mis inseguridades y en mis dudas que había perdido de vista lo que realmente deseaba, sin embargo, parada en aquel altar, frente al hombre que una vez había protagonizado mis peores pesadillas; tuve clara mi decisión.
Detestaba todo lo que él representaba, aborrecía su forma de tratarme y despreciaba la diversión que siempre conseguía a mi costa. Por eso, cuando pronuncié el «sí, quiero», no me pilló de sorpresa, ya que me había dado cuenta de que imaginar una vida en la que mi némesis no intentase acabar con mis delicados nervios me parecía insoportablemente insulsa.
Los ojos de Eric se iluminaron con el fuego de mil candelabros al escuchar mi respuesta y, antes de que el sacerdote le diera permiso para besar a la novia, él ya se había desecho del velo que escondía parte de mi rostro y había colisionado sus labios contra los míos.
Se trato de un beso demasiado privado como para exponerlo en público, sin embargo, a mi marido nunca le habían importado los formalismos y decidió que, si toda nuestra historia iba a ser reducida a un escándalo, debíamos coronarla de la mejor de las maneras.
Cuando puso fin al beso que nos había enlazado de por vida, Eric se acercó a mi oreja y me susurró:
—Deberías devolverme el anillo —sonrió—. Hasta que no te lo ponga no podré llamarte esposa, querida.
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