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22: Dudas

Nunca hubiese imaginado que la idea de casarme me pudiese llegar a hacerme tan dichosa.

Supuse que era uno de los efectos secundarios del enamoramiento, cosas que antes encontrabas detestables adquirían una nueva perspectiva ante tus ojos causando que te preguntaras porque habías sido tan reacia toda tu vida a algo sin ningún tipo de razón aparente.

Eso era justo lo que me estaba ocurriendo a mí por culpa de Eric Beckford.

Muchas veces me encontraba a mí misma preguntándome cómo no me había percatado del increíble sentido del humor que el conde poseía, ni de la belleza de sus ojos, ni tan siquiera de la amable personalidad que escondía. Otras, simplemente, reflexionaba sobre la relación que habíamos ido construyendo con el paso de los años y sobre cómo había sido tan testaruda como para negar la increíble atracción que sentíamos el uno por el otro.

En aquella ocasión en concreto, mientras Helena terminaba de darle los últimos retoques al peinado que luciría esa noche, me hallaba recordando el furtivo encuentro que habíamos compartido noches atrás. Eric no se había demorado mucho en irse tras el momento de intimidad que me había brindado, para evitar incrementar las posibilidades de ser atrapado en mi alcoba. Sin embargo, el peligro no nos había impedido pasar el mejor de los ratos charlando sobre nimiedades sin sentido entre beso y beso antes de su partida.

Si cerraba los ojos aún podía sentir esa brisa veraniega, que conformaba su aroma, arroparme con dulzura.

Debía admitir que el lado íntimo de Eric había sido una grata sorpresa, jamás hubiese podido imaginar que entre tanta apariencia y altivez pudiese haber enterrada un alma como la suya; cuánto más averiguaba sobre él, más me gustaba.

Sin embargo, aunque me hallase irrevocablemente prendada de él, no era capaz de pensar en otra cosa que no fuese que aún no sabía nada sobre la vida personal del conde. Sí, había oído hablar de su familia de forma vaga, como todo Londres, pero no al nivel que debería hacerlo su futura esposa.

Estaba convencida de que Eric no tenía nada que esconder, sin embargo, necesitaba asegurarme. Ya había pecado de ingenua una vez y no volvería a cometer ese error.

Esa noche, durante la celebración de nuestro compromiso, me aventuraría a preguntarle sobre el tema, el cual, presentía, que era bastante delicado para él y que, a su vez, era la razón principal de esa fingida perfección que siempre mostraba en sociedad.

Mas, si Eric conocía hasta el detalle más privado de mi pasado, lo justo es que fuese recíproco. Estaba segura de que, al final, él accedería.

Una vez lista, admiré mi propia imagen delante del espejo. Helena había hecho un trabajo digno de admirar con el recogido y la elección del vestido de color rosado que casaba a la perfección con mi tono de piel. Todos mis atributos resaltaban, pese a no ser una mujer voluptuosa. Me pregunté si Eric tendría la decencia de elogiarme o se burlaría de manera educada de mi, nada habitual, elección de colores.

Madre irrumpió en mis aposentos para apremiarme, ya que debíamos coger el carruaje para llegar antes que nadie a la residencia de los Beckford, donde se iba a celebrar la fiesta. Ella insistía en la necesidad de estar allí para recibir a los invitados junto a Eric.

Entre reniegos y prisas, pusimos rumbo a nuestro destino algo más tarde de lo que ella había planeado.

Durante el trayecto los nervios se manifestaron en la boca de mi estómago. La posibilidad de conocer a la familia del conde en aquella velada me inquietaba. Era bien sabido que el hermano pequeño de Eric era un aficionado a las apuestas en burdeles poco fiables, mientras que su madre no había vuelto a pronunciarse en sociedad desde el fallecimiento de su marido. Sin embargo, al tratarse de un evento tan importante, suponía que lo más adecuado era que ambos estuvieran presentes.

Cuando sentí el carruaje detenerse, le dije a madre que se apeara ella primero del vehículo, con el fin de ganar unos segundos más de calma antes de sumergirme en la tortuosa tempestad de la realidad. Mas, mis planes se vieron truncados al escuchar una amable y refrescante voz darle la bienvenida a madre.

—Suponía que sería la primera en llegar. —Su característica opulencia se podía palpar en el aire sin necesidad de verlo—. Bienvenida, lady Darlington.

—Es lo que dicta el buen hacer —respondió con desenvoltura madre—. Muy amable, lord Beckford.

Respiré hondo y me puse en pie, no sin antes maldecir la intranquilidad que el conde estaba empezando a causar en mí antes de cada uno de nuestros encuentros. Atravesé la puerta del carruaje y una picarona sonrisa me recibió al otro lado.

Su cabello, algo más despeinado que de costumbre, reflejaba las luces del ocaso de una manera casi mágica. Tan detestablemente encantador como siempre.

—No estaba seguro de si te dignarías a aparecer —bromeó mientras me tendía la mano para ayudarme a descender los escalones que me separaban del suelo.

—Jamás me hubiese perdido una ocasión como esta—respondí con forzada dicha a la vez que aceptaba su invitación.

La sonrisa de Eric se ensanchó.

—¿Para poder disfrutar de mí compañía?  —preguntó una vez que ya me hallaba en tierra firme.

—No —contesté con rapidez—. Para poder poner a prueba tu paciencia —dicho esto me agarré a su brazo de manera cordial, poniendo rumbo hacia el interior de la casa.

Madre ya nos esperaba dentro de la residencia de los Beckford, la cual era algo más grande que la nuestra y contaba con un concepto arquitectónico más barroco. Pese a su excesivo revestimiento, la mansión era digna de admirar; supuse que habían hecho falta una cantidad ingente de velas para hacerla resplandecer de la manera en que lo hacía aquella noche.

—Nunca dejas de llevarla al límite, querida —respondió con ese tipo de elocuencia que sugería algo más de lo que se estaba diciendo.

—Eres un ser retorcido —le susurré al mismo tiempo que nos adentrábamos en su hogar.

—Solo para ti —dijo sobre mi oreja antes de deshacerse de mi agarre para ir a ayudar a madre a despojarse de sus pertenencias, dejándome, a conciencia, aturdida en medio del recibidor.

Aquel hombre iba a suponer mi ruina.

Tras una breve y desenfadada charla inicial, los invitados fueron llegando. Yo me encontraba entre Eric y madre, la cual no había permitido que el conde nos excusara de la tarea del recibimiento; me había tenido que morder la lengua cuando él se había mofado en voz baja sobre el hecho de que la testarudez debía ser un rasgo característico en mi linaje. No era capaz de darle un minuto de tregua a mis pobres nervios.

Por otro lado, no había indicios claros sobre si la familia de Eric acudiría a la celebración o no, por lo que, cada vez que el mayordomo anunciaba la llegada de alguien, los músculos del estómago se me contraían. No tenía ni idea de cuánto duraría aquella tortura.

Cuando la asistencia de condesa de Norfolk fue anunciada, suspiré de manera notable, necesitaba que Wendy me rescatase con urgencia. Sin embargo, la condesa, con su elegante porte y bastón, apareció sin compañía.

—Siento que mi querida sobrina no haya podido asistir, se sentía indispuesta —aclaró una vez que nos hubo saludado y felicitado por nuestra inminente boda.

Conocía a Wendy tan bien que no fui capaz de creer las palabras de su tía. No era conocedora de la extravagancia en la que mi amiga andaría envuelta aquella noche, pero estaba segura de que no se trataba de un constipado; tendría que asegurarme de hacerle pagar por aquel abandono de última hora sin aviso previo.

Me hallaba tan enfrascada en decidir qué tipo de excusas para justificar su ausencia tomaría por válidas y cuáles no, que no escuché el anuncio de que otro invitado había llegado, ni me percaté de cómo todo el cuerpo de Eric se tensaba. No fui consciente de la tormenta que se avecinaba sobre mí hasta que unos almendrados ojos de color negruzco se interpusieron en mi campo de visión.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal a causa de la juzgadora mirada que me escudriñaba sin pudor; la dueña de aquellos ojos de pantera era una señora ya entrada en años, cuyas arrugas le hacían aparentar una expresión de disgusto constante, dando la impresión de que todo lo que le rodeaba le repugnaba. Y no estaba segura de que no fuese así de verdad. Su atuendo estaba conformado por un vestido de corte conservador, de color negro, que hacía palidecer aún más su piel; y su cuello estaba adornado por una gran gargantilla de zafiros granates. Por último, su cabello, con la escarcha de los años ya asomando en él, estaba recogido en un insulso, pero elegante, moño bajo. Había algo en su semblante que me parecía inquietantemente familiar.

—Eres demasiado flaca —ladró sin ningún tipo de decoro—. Y de caderas estrechas. Por supuesto, acorde con su estirado gusto.

Iba a contestarle de malas maneras, debido a aquellos comentarios tan fuera de lugar e hirientes, mas, la mano de madre me agarró del antebrazo con sutileza, impidiéndomelo. La miré confundida, pero ella ya había adoptado la expresión que guardaba para las personas que no eran de su agrado: una radiante sonrisa.

—Un placer volver a verla —la saludó con fingida amabilidad—. Lady Beckford.

Noté como el color abandonaba mi rostro e intenté controlar la expresión, sin mucho éxito, al reconocer a esa mujer de mirada fría como la madre de Eric.

—Mi querida hija, por mucho que coma no engorda —prosiguió madre—. Pero que le puede hacer, ha heredado los magníficos y esbeltos genes de su padre. —A simple vista, podía parecer un simple comentario, pero la sonrisa de madre escondía condescendencia; por supuesto que no iba a permitir que nadie me faltase el respeto.

—Pues espero que ella viva un poco más —espetó.

—Madre —la voz de Eric interrumpió la conversación de manera brusca—. Es suficiente.

No me había dado cuenta, pero el conde se había colocado de manera sutil entre su madre y nosotras. Miré a mi propia madre, la cual, pese a ser una experta en guardar las formas, no había sido capaz de esconder el desasosiego que ese último frívolo comentario por parte de lady Beckford le había causado.

—Hijo —lo saludó de manera cordial, denotando que no le pesaba en la conciencia la insolencia de sus últimas palabras.

—¿Qué haces aquí? —escupió con odio Eric, sin perder en ningún momento las formas.

—Por si se te ha olvidado, esta también sigue siendo mi casa —la voz de aquella mujer sonaba como el más mortal de los venenos salpicando en un campo de flores—. Y, ya que no me has invitado, he venido por mis propios medios a conocer a tu futura esposa.

El lenguaje corporal del conde gritaba furia, tan solo había presenciado esa faceta suya en el bosque, por lo que deduje que la relación que debía tener con ella no debía ser agradable. Aunque, con tan solo haber escuchado un par de sus comentarios, entendía el porqué.

—Cuando alguien no es invitado es porque no es bienvenido —dijo con una amable sonrisa que podría haber asustado al más feroz de los lobos.

Sin embargo, su adversaria estaba hecha del mismo material que él, por lo que ni tan siquiera pestañeó.

—Sé que no me has invitado porque creías que al ver a la mujer que has escogido por tu cuenta me decepcionaría —le contestó sosegadamente, tras esto, volvió a posar su mirada sobre mí y añadió—: Y, no te equivocabas, lo estoy.

No permitió que nadie le arrebatase la última palabra, por lo que dio media vuelta y se mezcló con el resto de los invitados, no sin mirarlos por encima del hombro conforme caminaba.

Un silencio sepulcral nos envolvió. El aire se había vuelto pesado y difícil de respirar.

Madre se excusó, diciendo que lady nosequé, a la cual llevaba muchos años sin ver, reclamaba su presencia. Por supuesto, tanto Eric como yo supimos que había sido una tonta estratagema para dejarnos solos tras aquella incómoda escena.

El conde le relegó la tarea de recibir a los demás invitados al mayordomo, seguidamente, me tendió su brazo derecho, el cual yo acepté sin proferir palabra.

—Me da igual lo que piense —la grave voz de Eric acabó con el mutismo.

Levanté la mirada para enfrentarme a esos cálidos ojos ambarinos que poco tenían que ver con los de su predecesora.

—Es tu madre —espeté—. Puede que te dé igual lo que piense, pero no te es indiferente.

—Me da igual y me es indiferente —puntualizó—. A ella no le gusta nadie, ni siquiera se gusta a sí misma.

—Bueno —fue todo lo que pude decir en respuesta.

Jamás me había considerado una mujer con inseguridades físicas, sin embargo, que resaltaran de manera tan ruin las partes de ti que menos te gustaban, delante de tu prometido, habría hecho tambalearse la confianza de cualquier persona.

Eric iba a añadir algo más, pero un hombre de su misma edad nos interrumpió, saludando a su amigo y felicitándolo por su compromiso. Aproveché la ocasión para excusarme y alejarme de todo aquel barullo; el conde me dejó ir con el recelo impregnando su mirada, sabía que no me encontraba bien.

Era una experta esquivando a la gente, por lo que no me fue difícil escabullirme por uno de los ventanales que daban al jardín. Necesitaba aire fresco para terminar de recuperar la entereza que, la que se iba a convertir en mi futura suegra, me había arrebatado sin titubear; por supuesto había oído rumores sobre su mal carácter, pero jamás hubiese podido imaginar lo despiadada que era. Ni siquiera lady Harston se aventuraría a decir tales desfachateces sin pestañear.

La noche estaba revuelta, al igual que mis sentimientos.

Y no es que aquel encontronazo hubiese provocado que albergara dudas sobre mi compromiso, mas, me preguntaba cuántas cosas, que formaban parte de la vida de Eric, desconocía. Porque, sí, era conocedora de que Dickens le parecía un pretencioso, de que no soportaba el té de menta y de que, si podía elegir, le gustaba vestir con tonalidades claras. Sin embargo, el saber todas esas pequeños detalles sobre él carecía de sentido si no sabía que su madre le hacía sentir tan avergonzado como furioso.

De nuevo, el amargo sentimiento de no conocer al hombre con el que estaba a punto de casarme me embargó como un torbellino en pleno agosto. Por lo que decidí apaciguar los nervios y la mente paseando por el inmenso jardín de la residencia.

No tardé mucho en encontrar un banco no muy alejado de donde me encontraba y decidí tomar asiento. La luna brillaba llena e imponente en el cielo, acariciando con su luz las nubes que enturbiaban el cielo. Pensé que era una buena metáfora, pues también había nubes que enturbiaban la luz del amor tan cálido que sentía en mi corazón.

—Deberías saber ya que no es buena idea escabullirse sola de una fiesta —una voz sonó a mis espaldas, escalofriantemente cerca de mí.

De un brincó, me puse en pie y me alejé del banco; al darme de vuelta unos ojos rasgados por el efecto del alcohol me dieron la bienvenida.

—Si os acercáis un paso más, gritaré —amenacé, retrocediendo aún más.

El hombre frente a mí sonrió de manera despectiva.

—No te preocupes, solo estoy aquí para felicitarte, Margot —su tono denotaba que estaba bebido, un miedo visceral me poseyó.

—Váyase —advertí una vez más mientras intentaba no temblar.

George Bairon levantó las manos a modo de rendición a la vez que reía sin gracia.

—Felicidades —repitió—. No esperaba que dieras con alguien peor que yo, pero me has demostrado que eres capaz de todo.

Sus palabras provocaron que frunciese el ceño.

—¿A qué se refiere? —pregunté cautelosa.

Los ojos le brillaron con emoción, supe que fuese lo que fuera a decir, no iba a ser nada bueno.

—¿No lo sabes? —rio—. Tu amado prometido... —Hizo una pausa innecesariamente dramática—. Está sin blanca.

Apreté los dientes.

—Mientes —la rabia me poseyó, por lo que, por primera vez en años, lo tuteé.

—¿Cuándo se trata de insultarme te dan igual los honorarios? —se burló sin gracia—. Eres tan engreída que mereces que solo te quieran por interés.

—Mientes —volví a decir, no estaba dispuesta a escuchar a aquel bastardo difamar el nombre de Eric.

—Si no me crees por qué no se lo preguntas tú misma. —La seguridad de su sonrisa me inquietó—. El amable y considerado conde Beckford ha despilfarrado tanto dinero intentando cubrir las interminables cuentas de su hermano que no le ha quedado más opción que engatusar a la niñata malcriada y rica de Cambridge, qué ironía.

—No pienso escuchar nada más —espeté, retomando mi camino de huida—. Espero que sea lo suficientemente inteligente para irse de aquí por dónde quiera que haya venido.

Dicho esto, comencé a andar a paso ligero hacia la residencia, aunque, me calmé al percatarme de que aquel individuo no se había atrevido a seguirme. Lo que me hizo preguntarme si tan solo se había colado en la fiesta para asustarme, aunque lo que verdaderamente me aterraba era la posibilidad de que nunca fuese capaz de deshacerme de su presencia.

—Suerte con tu feliz matrimonio —gritó desde la lejanía.

Esas palabras rebotaron en mí con la fuerza de un huracán, desestabilizándome. Debía encontrar a Eric lo más rápido posible y contarle todo lo ocurrido; él se encargaría de atrapar a lord Bairon y de desmentir todas las falacias sin sentido que había dicho sobre su persona.

Sin embargo, cuando me disponía a subir las escaleras que daban a un balcón que conectaba con el salón de baile, la voz de lady Harston, la cual se hallaba ahí envuelta en una conversación con un par de ladies más, me detuvo.

—Sí, he oído que lord Beckford se ha estado recortando en gastos últimamente. —Me apegué al muro de piedra que había bajo el balcón para evitar ser vista—. No me extrañaría que los rumores de que ha perdido gran parte de su fortuna intentando subsanar la reputación de su familia fuesen ciertos.

Unas risas malvadas fueron la respuesta a ese último comentario.

—Sí, yo he escuchado que está invirtiendo el dinero que le queda en esta absurda boda —dijo una voz aguda que no fui capaz de reconocer.

—Menos mal que mi pequeña Charlotte desistió en su encaprichamiento por él —volvió a tomar la palabra lady Harston—. No soportaría que mi hija se casara con un hombre arruinado que solo la quiere por su dote.

De nuevo risas.

No fui consciente de lo fuerte que estaba apretando las uñas sobre las palmas de mis manos hasta que las noté sangrar a causa de la presión ejercida. Debía mantener la calma, no me creería nada que no saliese de la boca de Eric, confiaba en él y era la primera que sabía los rumores no solían ser otra cosa que meras conjeturas sin base ni fundamento.

Debía hallar un aseo para poder limpiar la sangre de mis manos y buscar a Eric, debía enfrentarlo y hablar con él, debía escuchar de sus propios labios que no tenía por qué preocuparme, debía avisarle de que lord Bairon campaba a sus anchas por su propiedad, debía...

El mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, me deslicé por el frío muro de piedra, mareada, hasta acabar sentada en el césped, sin importarme que el vestido se manchase de tierra, y puse las manos sobre mi cara para ahogar el llanto, llenándome, así, la cara con la sangre que brotaba de las heridas que me había hecho sin querer.

Sabía que estaba siendo irracional, que todo aquello no eran más que falacias y que pronto se solucionaría; sin embargo, no pude evitar sentir una opresión en el pecho que me privaba de todo aliento.

Una cálida mano se posó sobre mi hombro y me obligó a apartar las manos del rostro con el fin de averiguar de quién se trataba. Unos profundos y grandes ojos azules me dieron la bienvenida, horrorizados.

—Margot —exclamó—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Es eso sangre? —Wendy me tomó en sus brazos rápidamente.

No fui capaz de hacer otra cosa que abrazarla mientras rompía en un llanto silencioso.

—Lord Bairon —tartamudeé—. Está aquí y me ha dicho que... Me ha dicho que... —Los sollozos volvieron a apresar mi garganta, impidiéndome completar la frase.

El lenguaje corporal de Wendy se disgustó en cuanto escucho ese nombre. Tras esto, me miró con la determinación grabada a fuego en sus pupilas, avisándome de que ya había urdido un plan.

—Vale, menos mal que he venido en un carruaje a parte —comenzó a parlotear, presa de los nervios—. Porque no iba a venir, ¿sabes? No soportaba la idea de que mi mejor amiga me dejase sola en el mundo de la soltería, pero luego he decidido que debía venir por ti, ¿irónico, no crees? Así que nos vamos  y cuando te calmes hablaremos.

Asentí.

Con algo de esfuerzo, conseguimos ponernos en pie y comenzar a andar, rodeando la casa de Eric, con el fin de no ser vistas; sin embargo, a medio camino, alguien me llamó, provocando que ambas nos parásemos.

—¡Margot! —la voz de Eric sonó rota y ansiosa.

Me separé de Wendy y me di media vuelta para enfrentarlo. Él no tardó ni medio segundo en acabar con la distancia que nos separaba al ver que había sangre salpicando mi rostro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó con el dolor reflejado en cada parte de su anatomía.

—¿Es verdad? —le dije mientras intentaba luchar contra mis nervios.

El conde me miró confundido, su respiración estaba agitada, al igual que todo él.

—¿El qué?

—Que estás arruinado —lloré—. Dime que es mentira, que lord Bairon se equivoca, por favor, Eric —supliqué, convenciéndome de que él me iba a sonreír y me aseguraría que estaba todo bien.

Pero me miró en silencio.

Y la vi.

Vergüenza.

Era verdad.

—Por favor —repetí mientas me negaba a soltar aquella cuerda a la que tanto me había costado aferrarme—. Por favor.

Mis ruegos nunca obtuvieron respuesta.

Wendy me cogió del brazo y tiró de mí.

—Vámonos —ordenó.

Opuse resistencia una última vez.

—Eric —supliqué.

De nuevo silencio.

Sentí como me rasgaba sin remedio ni cura, como las lágrimas descendían por mi rostro mezclándose con mi propia sangre.

Wendy volvió a tirar de mí, pero esa vez no me resistí.

Me rendí, por completo.

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