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20: Cosas sin importancia

—Margot, ¿no tienes apetito? —la dulce voz de madre me despertó del letargo en el que me hallaba sumida.

Parpadeé un par de veces y desplacé la mirada desde el rebosante plato de comida que yacía frente a mí, hasta las esmeraldas de sus ojos.

—No demasiado —mentí.

Me moría de hambre, sin embargo, los nervios que se habían atrincherado en la boca de mi estómago me impedían probar bocado.

—Pues debes comer, querida, no me gustaría que te convirtieses en una de esas novias que se matan de hambre —comenzó a parlotear madre, perdiendo por completo mi atención.

En aquellos instantes no había nada más importante para mi mente que el hecho de que Eric iba a irrumpir aquella noche en mi habitación. No tenía muy claro en qué punto de toda aquella historia había comenzado a perder la cordura, pero supe que no había vuelta atrás cuando, esa misma mañana, le había enviado una breve nota al conde indicándole que mis aposentos se encontraban justo enfrente del inmenso olmo que se alzaba con orgullo en nuestro jardín trasero.

También me había convencido de que nos limitaríamos a aclarar ciertos temas que habían conseguido provocarme insomnio durante toda la noche anterior. Y es que, me había percatado de que, si bien las encantadoras palabras de Eric habían insinuado que me amaba, él jamás se había dignado a decirlo en voz alta. Debía admitir que yo, presa por la excitación del momento, tampoco había manifestado mis sentimientos de manera clara; por lo tanto, teníamos mucho de lo que hablar.

Porque si Eric no correspondía el amor desbocado que me había obligado a sentir por su persona, no volvería a ponerme la mano encima. Ni siquiera me casaría con él, aunque eso supusiese caer en el más sonado de los escándalos, porque ya me daba igual. Si aquel hombre insufrible y vanidoso no sentía lo mismo por mí, no volvería a aparecer en sociedad.

Y no porque le tuviese miedo a las serpientes que la conformaban, si no porque no soportaría volver a presenciar la resplandeciente aura de Eric Beckford si sabía que nunca brillaría para mí.

No me sentía lo suficientemente fuerte como para soportar que me volviesen a romper el corazón.

Por lo tanto, si tan solo estaba usando artimañas para seducirme, debía ser claro antes de que mis sentimientos se ahondaran por él. Aún me encontraba a tiempo para poner freno a todo aquello.

—Pensaba que te había educado mejor, Margot —farfulló madre malhumorada—. Espero que solo te atrevas a no prestarme atención a mí, no soportaría que te renegasen otras personas.

Puse los ojos en blanco ante su reproche.

—Madre, tan solo estaba pensando en la boda —dije, a sabiendas de que esa frase le despejaría el ánimo de inmediato.

Una sonrisa de oreja a oreja, que sacó a relucir sus blancos dientes, se trazó sobre su rostro.

—Esa declaración me haría la mujer más dichosa de toda Inglaterra, si no fuese porque sé que es una triste excusa —se mofó con esa gracia que solo las madres poseían.

Posé el tenedor sobre el plato y la miré sin saber bien lo qué decir.

—Margot —volvió a tomar la palabra, utilizando un tono maternal—. No tienes por qué hacerlo si no te sientes preparada o no quieres... Sé que siempre te he atosigado para que encuentres marido y, de verdad, creo que no te equivocarías desposándote con lord Beckford, sin embargo... Yo solo quiero para ti lo que tú quieras para ti misma.

El corazón se me encogió.

—No te preocupes, madre —dije mientras alargaba la mano para coger la suya—. Creo que sí quiero casarme con él.

Mi genuina confesión despertó un brillo incandescente en su ser, las arrugas junto a sus ojos se suavizaron y apretó con fuerza mi mano. No hizo falta nada más para que ella entendiera el verdadero significado de mis últimas palabras, por lo que ambas nos sumergimos en una agradable cena.

""

La tenue luz de un candelabro era todo lo que iluminaba la habitación. Los minutos corrían y la interminable espera estaba acabando con mis pobres nervios. No estaba muy segura de si Eric se dignaría a aparecer o si, en caso de lo hiciese, conseguiría trepar hasta dónde me encontraba.

Nuestra propiedad de Londres no era, ni por casualidad, igual de inmensa que nuestra casa de campo en Cambridge y, gracias a las vigorosas ramas del olmo, llegar hasta mi habitación no debería ser demasiado complicado para alguien con la complexión atlética que sospechaba que Eric escondía entre camisas y chaquetas de etiqueta.

Sin embargo, lo que realmente me preocupaba era el después. No podía asegurarme a mí misma que mis férreas convicciones no pasaran a ser metal maleable entre sus dedos en el momento en el que el conde decidiera hacer despliegue de sus dotes de depredador. Me había dado cuenta de que últimamente me había convertido en presa fácil para sus mortales encantos.

Me renegué mentalmente por tener tan poca fe en mí misma, debía recordar que había sido capaz de plantarle cara los tres últimos años de manera mordaz, por lo que no debía dudar de mi propias capacidades.

Un leve ruido entre la maleza me catapultó fuera del sitio seguro en el que había conseguido refugiarme dentro de mi mente y provocó que tensara cada uno de mis músculos. Sin embargo, conseguí hacer de tripas corazón y me obligué a dirigirme hacia el pequeño balcón que presidía la ventana. No tardé demasiado en divisar a Eric oculto entre la maleza de la rama que se hallaba más próxima a mí, preparado para saltar; vestía una camisa de gasa blanca y unos pantalones anchos y desaliñados, que le aportaban un toque informal muy atractivo.

Me hice a un lado y él dio un brinco limpio que lo transportó a pocos centímetros de mi posición, me pregunté entonces si es que había algo en el mundo que Eric Beckford no supiese hacer a la perfección.

Tan pronto como se incorporó, una sonrisa lobuna poseyó sus labios.

—¿Sabes lo inapropiado que es para una señorita como tú estar despierta a estas horas de la noche? —se burló con seriedad.

—Discúlpeme, lord decencia —contrataqué, cerrando los brazos en cruz sobre mi pecho.

La mirada primitiva de Eric se paseó por el camisón de seda rosada que había escogido aquella noche y, pese a que una bata de la misma tonalidad cubría cualquier trozo innecesario de piel que pudiese quedar expuesto, percibí lo satisfecho que parecía estar ante la visión que estaba contemplando.

—No imaginaba que tuvieses el pelo tan largo —comentó, acercándose a mí y cogiendo entre sus dedos uno de los ondulados mechones castaños que conformaban mi cabello.

Intentando ocultar la agitación que ese sencillo gesto había causado en mí, me separé de él de manera brusca. El que me viese con el pelo suelto era un hito igual de íntimo que el roce de pieles desnudas, quizás más, por lo que no pude evitar que un leve sonrojo de instalará sobre mis mejillas.

—Agradecería que no te tomases tantas libertades —repliqué con la cabeza altiva, en un intento desesperado de que él no se percatara de mi vergüenza.

El semblante de Eric ronroneó ante mis palabras, como si el rechazo y la soberbia por mi parte, tras haber compartido un momento de intimidad, fuese justo lo que estaba esperando. Como si le divirtiese. Percatarme de ese último hecho me enfurruñó, detestaba que se mofase de mí

—¿Debería esperar a que tú las tomases conmigo? —susurró con la diversión acariciando la pregunta.

—Jamás tendría el descaro. —Un brillo juguetón resplandeció en los ojos del conde.

—Deberías procurar no enzarzarte en discusiones que no puedes ganar —dijo—Señorita quiero que me toques por todas partes.

Una ira iracunda salpicada con una gran dosis de pudor recorrió cada parte de mi cuerpo, sin compasión. En ese momento decidí que jamás volvería a ser apresada por la demencia de la lujuria, a fin de evitar pronunciar frases de lo más vergonzantes con las cuales Eric podía regodearse a mi costa más tarde.

—¿A qué has venido? —inquirí, cambiando radicalmente de tema, pues había comprendido que no iba a ser capaz de vencer a mi oponente en juego de la indecencia.

Por primera vez, desde que el conde había llegado, su fachada titubeo. Percibí como su arrogante confianza y su resplandeciente ego vacilaban, como si se tratasen de la flama de una vela que ha sido mecida por el más vendaval de los vientos.

Su nuez de Adam se movió antes de responder:

—Quería verte antes de la fiesta de compromiso. —Sus facciones adquirieron un aire misterioso.

—¿Por qué? —volví a lanzar una pregunta de manera impasible, debido a la maraña de nervios que se había asentado en la boca de mi estómago.

Necesitaba respuestas.

Estaba convencida de que Eric no era de ese tipo de hombres que se dejaban guiar por sus deseos. El conde era de los que sopesaban cualquier mínima acción antes de realizarla. Por lo tanto, el hecho de irrumpir en mi habitación en plena noche, arriesgándose a ser visto o atrapado, no había sido una decisión impulsiva. Así que solo pude llegar a la conclusión de que debía haber una razón de peso por la cual él había decidido a aventurarse a realizar semejante insensatez, cuando la fiesta de compromiso se celebraría en tan solo unos días.

—Quería cerciorarme de que seguías convencida de tu decisión —respondió de manera escueta.

Levanté una ceja.

—¿Crees que me echaría atrás llegados a este punto? —No pude evitar sentirme ofendida ante su insinuación.

Miles de pensamientos intrusivos me rondaron por la cabeza en cuestión de segundos: ¿Acaso era él el que se arrepentía? ¿Nuestro momento de intimidad había conseguido disipar todo interés que pudiese albergar por mí?

Noté como Eric se acercaba a mí, su semblante era serio, por lo que sus hoscos rasgos y su grandeza no hicieron otra cosa que intimidarme, aunque, por supuesto, no permití que él se percatase. Levanté aún más la mirada, sabiendo que mis facciones se afilarían todavía más con este gesto.

—No lo sé, Margot —susurró—. ¿Lo harías?

Me percaté de que mi respiración se había acelerado, al igual que mi pulso.

—¿Tan poco valor tiene mi palabra para ti? —No supe el dolor que me provocaba ese pensamiento hasta que lo manifesté en voz alta.

—No —espetó él casi de inmediato—. Tan solo me aterra la posibilidad de haberte espantado.

La mano derecha de Eric se posó sobre mi rostro, acariciándolo con dulzura y yo me dejé embaucar por un momento por su raposo y electrizante tacto antes de responderle:

—¿Por qué crees pienso que te has aprovechado de mí? —Más que una pregunta, era una afirmación.

Yo lo había pensado y él ya era consciente de ese hecho.

Me volvió a sorprender la sensibilidad de Eric para leer con tanta facilidad a cualquier persona de su alrededor. Por supuesto que, debido a mi nefasta experiencia con el sexo masculino, era fácil averiguar que, pese a mis deseos de querer confiar en él, siempre quedaban los resquicios de un trauma no superado.

Aun así, el corazón se me calentó en el pecho al ver como aquel hombre se esforzaba tanto por reafirmarme sus buenas intenciones, por hacerme sentir segura a su lado. Aunque siempre se disfrazara con fingida opulencia y confianza, era una buena persona, cargada de miedos e inseguridades como cualquier otra.

—No debí dejarme llevar por mis deseos el otro día —comenzó a parlotear con un tono titubeante, nada característico en él—. Espero que puedas perdonarme si en algún momento te sentiste presionada...

No me quedó más opción que callarlo con las únicas palabras que mis labios estaban sedientos por pronunciar:

—Estoy enamorada de ti —dije de manera clara—. Así que, por favor, deja de disculparte por cosas de las que no te arrepientes, no te sienta bien.

El agarre de Eric se volvió tibio, más acogedor si cabía. El brillo veraniego que solía acompañarlo volvió a iluminar su semblante, disipando los temores que lo habían estado carcomiendo segundos atrás. Me miró extasiado, como si mi presencia fuera etérea y él se encontrara en un letargo del que no estaba dispuesto a despertarse.

—Lo suponía.

Encarné una ceja, fingiendo fastidio mientras intentaba disimular la gracia que la situación me causaba sin mucho éxito. Por supuesto que Eric Beckford no podía despojarse de su característica confianza en sí mismo ni en los momentos en los que más vulnerable se sentía.

—No sea tan prepotente, milord —bromeé en voz baja.

Una sonrisa lobuna que le hizo recuperar la arrogancia a su semblante se dibujó en su rostro.

—Concédame el placer de serlo por unos instantes, se lo debo a la parte de mí que jamás confío en que fuese capaz —explicó él mientras se acercaba aún más a mí.

—¿De qué? —murmuré.

—De conseguir que usted correspondiese a mis sentimientos —dijo en voz baja sobre mis labios—, señorita Darlington.

—Prefiero Margot —repliqué.

Y me besó.

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