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2: Confrontación

No me había percatado en qué momento de la conversación, si es que se le podía considerar así, mi madre se había escabullido, dejándome sola ante el peligro. Un peligro de impecable pelo rubio y sonrisa animal, que lideraba la cadena alimenticia de la sociedad londinense.

No existía persona en Inglaterra que no hubiese oído hablar de él: hijo mayor de una acomodada familia de gran renombre, heredero del condado, ojo astuto para los negocios, lengua sagaz e impasible, físico de muy buen ver y... soltero. El caballero más codiciado entre las madres de la alta esfera.

—No tiene a ninguna jovencita a la que honrar con su presencia esta noche, ¿milord? —inquirí desesperada, con la mirada clavada al frente.

Me había convencido de que, si lo ignoraba, tarde o temprano, se acabaría yendo.

—Es lo que estoy haciendo —contestó con desenfado, dirigiendo la vista hacia el mismo punto que yo.

Ahogué la mueca que quiso instaurarse en mi rostro, lo aborrecía.

—Pues podéis ahorraros vuestra galantería —mascullé—, no hay nadie al que pueda a impresionar aquí.

Me percaté de reojo de cómo elevaba una de sus cejas ante mi comentario mientras se acercaba la copa a la boca. Tras un interminable trago tomó la palabra:

—Veo que su carné de baile está en blanco. —Hizo una breve pausa—. De nuevo.

Conté mentalmente hasta diez, intentando mantener la compostura.

Desde la primera vez que lo conocí, Eric Beckford se había propuesto sacarme de quicio en cualquier evento en el que tuviéramos la suerte de coincidir. Al principio, me había parecido un hombre peculiar, en el buen sentido, pues, entre todo el género masculino, tenía que admitir que era de los pocos que conseguía mantener una conversación interesante a la vez que fluida, haciendo un uso exquisito del humor mordaz. Sin embargo, tras un par de encuentros, comencé a notar cómo él evitaba entrar en los coloquios en los que yo participaba y que, en caso de que le fuese imposible escapar de estos, me convertía en la diana de su arrogante mal humor.

Aunque, el hecho decisivo por el que decidí declararle la guerra fueron las hirientes palabras que le había escuchado decir por casualidad una noche cuando me escabullí del salón de baile hasta el jardín y me escondí tras unos arbustos con el fin de tomarme un respiro de los intentos desesperados de madre por emparejarme:

«...jamás podría considerarla una opción. Margot Darlington es sin duda la mujer con menos atractivo conyugal de toda la temporada».

El grupo de caballeros con el que estaba se había reído ante su declaración y alguno le había intentado contradecir utilizando como argumento mi belleza y estatus. O eso creía, pues había dejado de prestar plena atención tras su comentario, ya que estaba centrada en morderme con fuerza la lengua para mantener la boca cerrada. Tarea difícil. Odiaba que un hombre me humillase, pero aún más que no tuviera la decencia de darme la oportunidad de defenderme.

Y, aunque con el paso del tiempo él había dejado de evitarme –parecía ser que encontraba más disfrute en molestarme que en ignorarme–, yo ya había tomado la decisión de convertirlo en el antagonista de mi vida social.

—¿Está intentando pedirme un baile? —pregunté con tedio.

—Eso sería atentar contra mi propia autoestima, señorita Darlington. —Su grave voz no contenía ni un atisbo burla, pese a serlo.

—No sabía que usted supiese lo que es el pudor —ataqué sin ningún tipo de remordimiento.

—No es pudor la palabra que yo utilizaría —replicó con rapidez—. Más bien, dignidad.

Apreté los dientes, ¿acaba de sugerir que el hecho de pedirme bailar sería algo indigno para alguien como él?

—Su despliegue de falta de modales es hilarante, milord. —Me aseguré de que esa última palabra dejase un regusto ácido.

—Siempre es un placer hacer reír a una dama. —Noté como su atención se posó en mí por un instante—. En el caso de que hubiese alguna cerca.

Puse los ojos en blanco y abrí la boca para protestar, pero la cerré en el acto. Decidí que el silencio era toda la contestación que sus palabras merecían.

Y así permanecimos, sin intercambiar sonido, hasta que por fin la música cesó. Estaba deseando que Wendy terminase de despedirse de un, sin duda, adolorido lord Craston y acudiera en mi rescate. Los nervios me estaban matando, no aguantaba ni un segundo más al lado de aquel hombre tan prepotente.

Sin embargo, cuando vi la azulada mirada de mi amiga atravesar la multitud mientras se apresuraba, todo lo rápido que el decoro le permitía, hacia mí, supe que algo iba mal. Horriblemente mal. Wendy era de las que adoraban recrearse un par de minutos en sus pequeñas victorias, por lo tanto, su arrebato de urgencia solo me llevaba a pensar lo peor.

—Margot —dijo justo cuando me alcanzó. El tono de apuro que utilizó confirmó mis recientes sospechas—. Margot, tenemos que irnos.

—¿Qué ocurre, Wendy? —pregunté preocupada.

Sus ojos se tiñeron de un sentimiento que conocía de primera mano: compasión.

Había tenido que lidiar con aquel tipo de miradas durante mucho tiempo, tanto, que apenas recordaba cuando había sido la última vez que el rostro de una persona no se colmaba de lástima al conocerme. Era el lastre que debía arrastrar de por vida, ya que la gente nunca olvidaba. Ni dejaba olvidar.

—Lo he visto —afirmó mi amiga.

No necesité que especificase a quién se refería. Ya lo sabía.

—Pero es imposible, se fue de Londres, huyó... —empecé a murmurar en voz alta.

Una presión conocida se instauró en el centro de mi pecho. Intenté no perder la compostura, si era inteligente, conseguiría ser discreta y escapar antes de que se armara una conmoción, puesto que sabía que nada sería mejor recibido por la alta sociedad que un buen escándalo a los postres.

—Creo que te busca, Margot. Tenemos que irnos —repitió la pelirroja, sacándome del caos que se había formado en mi mente.

—Pero... ¿a dónde? Madre no querrá irse hasta que suene la última canción... —Abrí los ojos ante ese pensamiento.

Si madre se enteraba de que él había tenido el descaro de presentarse en aquella fiesta, no podría responder ante sus actos. Debía encontrarla y salir de allí, lo antes posible.

Siempre me había dicho que, en caso verme envuelta justo en esa situación, estaría más que preparada para enfrentarme a ella, pero, que decepción el descubrir que mi valentía estaba construida a base de mentiras. Necesitaba más tiempo. Necesitaba suturar heridas que no habían dejado de supurar en los tres últimos años.

—Viene hacia aquí —me susurró Wendy, con voz tensa, en un último intento desesperado de sacarme del salón.

Sin poder evitarlo, mi cuerpo se quedó paralizado en el momento que discerní la mirada grisácea que me acechaba desde la distancia.

El hombre que casi había conseguido que mi reputación acabase arruinada por completo y que me rompió el corazón en mil pedazos, se encontraba allí, a unos pocos metros, preparado para atacar. Los años le habían tratado bien, conservaba aún ese recóndito atractivo con el que había conseguido engatusarme en el pasado.

Intenté recordarme que ya no era aquella niña ingenua y crédula, demasiado fascinada con el abrumador mundo social al que acababa de acceder, como para percibir el veneno de las serpientes que lo conformaban. Que el único sentimiento que ahora él suscitaba en mí era la repugnancia.

Todo mi alrededor se detuvo cuando percibí que caminaba hacia donde me encontraba, provocando a su paso que las cabezas de los presentes lo siguieran.

Debía huir. Las palmas de las manos me empezaron a sudar. Tenía que irme. Los pies no me contestaban. Necesitaba escapar. No conseguía moverme...

Unos ojos color miel se interpusieron en mi campo de visión, levantando un muro de piedra entre la catástrofe y yo. No reaccioné cuando el dueño de estos hizo una elegante reverencia al mismo tiempo que tomaba mi mano enguantada y la conducía hasta su frente.

—¿Me concedería esta última pieza, señorita Darlington?

Al tratarse de mi única oportunidad de fuga, mi lengua se movió antes de que me diese tiempo a pensar realmente lo que estaba a punto de hacer.

—Sería todo un honor, milord.

De esa manera, me vi arrastrada hasta la pista de baile junto a la última persona de la sala con la que hubiese nunca imaginado romper mi pacto de abstinencia.

—Es un vals —murmuró mi compañero.

—¿Disculpe? —pregunté utilizando el mismo tono.

—Es impropio de usted abstraerse de lo que sucede a su alrededor.

Aquel comentario terminó de disipar la neblina que turbaba mi sentido común y me envió de vuelta al presente.

—El último baile de la velada —volvió a tomar la palabra—. Es un vals —clarificó.

Dicho esto, se colocó frente a mí, tendiéndome la mano a la espera de que correspondiese el gesto con la mía.

Fue entonces cuando me di de bruces con el embrollo al que me acababa de arrojar: había escapado de una confrontación con el hombre que protagonizaba mis peores pesadillas, para acabar de la mano con el que me atormentaba en la realidad. Además, estábamos a unos segundos de coronar la fiesta con, nada más y nada menos, que un vals.

La música comenzó a sonar por el salón y pude sentir que todos los ojos de los presentes estaban clavados en nosotros, no sabía si porque esperaban el final del baile con ansia o, en contraposición, el comienzo de este.

Estaba atrapada entre la espada y la pared, por lo que no tuve otra opción más que aceptar la ayuda que, por algún extraño motivo, Eric Beckford había decidido ofrecerme.

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