18: Arrogancia y exasperación
«Querida Margot:
No he podido evitar preguntarme si su enfado a causa de nuestro indeseado compromiso se ha extinguido o si, al contrario, me permitiría seguir avivando el fuego del mismo.
Eric B.»
Releí por decimoquinta vez aquella carta.
La caligrafía era exquisita, con unas letras curvas y altas, dignas de la mano de un conde. Y su contenido era tan inapropiado como su autor, el cual, no se había atrevido a tutearme, pero sí a hacerme una indecorosa propuesta que había hecho hervir cada gota de sangre de mi cuerpo.
Me renegué mentalmente, de nuevo.
No había conseguido sacarme el beso que habíamos compartido de la cabeza, por más que lo había intentado. Cada vez que cerraba los ojos sentía sus ásperos labios recorrer los míos, por lo que aquellas palabras solo habían logrado alentar el deseo que Eric había despertado en mí. Y me ponía del peor de los humores saber que él lo sabía perfectamente, de otra manera, jamás las hubiese escrito.
Suspiré al recordar la respuesta que le había mandado:
«Le espero el próximo miércoles para tomar el té en mi casa.
Margot D.»
Ya era miércoles y no había recibido una confirmación por su parte, pero, aún así, yo había optado por vestirme con un vestido verde, a juego con mis ojos, que sabía con certeza que resaltaba las pocas curvas de mi afilado cuerpo, dándole un aire más maduro y atractivo. También había mandado a madre, junto a Helena, a hacer algunas compras a la ciudad, excusándome a causa de todo lo que debía planear para mi inminente boda, que se había fechado a mediados de junio y para la que faltaba menos de un mes.
Por otro lado, me había cerciorado de que Wendy se hallara ocupada eligiendo flores para el evento junto a su tía, la cual había aceptado encantada la propuesta, pese a las insistentes quejas de su única y excéntrica sobrina.
Me había autoconvencido de que necesitaba estar a solas con Eric, no porque quisiese, si no porque quería aclarar todo aquel asunto sin que nadie nos molestase. No solo el beso había calado con profundidad en mis entrañas, sino también sus palabras, pues todavía no comprendía cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacía mí.
Siempre había dado por hecho que nuestra relación se basaba en el odio mutuo que nos profesábamos, sin embargo, su arrebato de sinceridad me había hecho preguntarme si él alguna vez había llegado a detestarme realmente e, incluso, si alguna vez había llegado a hacerlo yo.
Mas, en aquel instante, sentada sobre el borde de la cama, me arrepentía de todas las decisiones impulsivas que había tomado a causa de la neblina que había turbado mi buen juicio. Eric me iba a dejar plantada y ni siquiera se había dignado a avisarme.
Reí ante la situación. Casi había logrado engañarme. No pensaba casarme con aquel hombre, ¡lo aborrecía! ¿Cómo tan siquiera había dejado rondar por mi cabeza que la idea de que, tal vez, le tuviese cierto cariño? ¿E incluso amor? Esas no eran emociones que un tipo arrogante y exasperante como él pudiese despertar en mí.
Unos suaves toquecitos en mi puerta me hicieron sobresaltar.
—Señorita —habló la afable voz del mayordomo—. Su prometido la está esperando en el salón principal, dice que habían concertado una cita.
El corazón me dio un vuelco.
—Ah, sí, es verdad —afirmé, fingiendo demencia—. Iré a recibirlo, llévanos una tetera, por favor.
Tuve que morderme la lengua para recordarme que, bajo ningún concepto, debía perder las formas y abalanzarme escaleras abajo para comprobar si lo que decía Cedric era cierto o si aquel bastardo del conde se las había ingeniado para jugármela de nuevo. El encuentro debía parecer lo más fortuito posible.
Me dirigí con paso sosegado, postergado, diría incluso, sin tener muy claro si quería llevar a cabo aquel enfrentamiento. Cuando mi mano se cernió sobre el picaporte dorado que abría la puerta de la sala en la que se suponía que estaba Eric, el mundo se vino abajo. No estaba segura de querer saber la verdad.
En contra de todos mis miedos, lo giré y abrí la puerta.
Una brillante sonrisa me recibió.
Él se encontraba apoyado sobre el piano de cola que adornaba la estancia, vestido con un traje casual de color negro, con las hebras de su cabello dorado peinadas a la perfección hacia atrás y con esa actitud despreocupada que tanto lo caracterizaba. Sus ojos me escudriñaron con detalle en el mismo instante que irrumpí en la habitación.
—Pensaba que te habías olvidado de nuestra cita —habló con arrogancia.
Por algún extraño motivo, el que actuara con naturalidad, me calmó y, pese a que sus palabras no me molestaron, fruncí el ceño como solía hacerlo a modo de respuesta a sus desacertados comentarios.
—No tengo la costumbre de esperar visitas que no se dignan a confirmar su asistencia —dije con sequedad.
Los iris del conde brillaron, iba a decir algo, pero se vio interrumpido por la presencia de Cedric, que nos traía la tetera que le había pedido. Sirvió el té sobre las tazas que había puesto en la mesa de centro con anterioridad, invitándonos a tomar asiento, y tras esto se marchó, dejándonos a solas y a puerta cerrada.
El silencio nos rodeó, sin embargo, esa vez no estaba dispuesta a dejar que me achantara.
—¿Tan difícil era contestar con un mísero «sí»? —ataqué de manera directa, retomando el tema.
Eric tomó un sorbo de su taza y la posó sobre el plato, prolongando la acción intencionadamente.
—No me gusta hacer promesas que no sé si seré capaz de cumplir —fue su única respuesta.
El calor de un posible enfado me acarició.
—Es decir, que has decidido venir en el último momento —afirmé mientras intentaba guardar las formas.
Él paseó la lengua sobre su labio inferior con sutileza.
—Sí —declaró contundentemente.
La emoción que había sentido acababa de ser asesinada sin piedad por una ira iracunda que jamás había experimentado antes.
—¿Por qué? —pregunté, intentando contenerme.
El ámbar que habitaba en sus ojos adquirió un espesor más oscuro.
—Porque no estaba seguro de si quería verte —espetó con una naturalidad que crispó todos mis nervios.
Puse la taza de nuevo en la mesa al instante.
—¿Te arrepientes de haber venido? —inquirí, temiéndome lo peor.
—Sí —contestó de manera clara.
Sentí como el color abandonaba mi cuerpo. Me estaba dejando claro que se arrepentía de haberme besado, de haberme mandado aquella carta. Me fustigué mentalmente por haber confiado en un hombre y me prohibí admitir lo herida que me hallaba en aquellos instantes, por lo que sustituí el llanto que picaba en mis ojos por indignación y odio.
—Sabes —dije a la vez que me ponía en pie con fuerza—. No me interesa estar en compañía de quienes no desean la mía.
Me di media vuelta, con el fin de abandonar el salón, mas la mano de él me agarró del antebrazo, impidiéndomelo.
—No pongas palabras en mi boca que no han salido de ella. —Me obligó a enfrentarlo de nuevo, por lo que tuve que alzar la mirada, puesto que él también se había levantado.
—Acabas de dejar bien claro que no quieres estar aquí —repliqué, intentando obviar lo que su toque provocaba en mí.
—Pero no porque no desee tu compañía.
—¿Entonces por qué? —pregunté de malas formas mientras trataba de zafarme, sin éxito, de su agarre.
Noté como tomaba una gran respiración, puesto que su pecho se hinchó visiblemente.
—Porque la deseo demasiado —respondió, su voz había enronquecido.
Lo miré fijamente, incrédula.
—Eres un mar de contradicciones —musité con acidez—. La franqueza brilla por su ausencia en ti.
Un aura oscura lo rodeó.
—¿Debo ser aún más claro? —ronroneó—. Entonces déjame aclararte, querida, que me arrepiento de estar aquí porque entre el inmenso repertorio de vestidos que apuesto que posees has decidido ponerte ese —Noté como me acercaba un poco más a él—. Porque has entrado en la sala con la ferviente mirada de un depredador, que ha conseguido despojarme del poco valor que me quedaba en cuestión de segundos. —Su otra mano se posó sobre mi cadera—. Porque no estoy seguro de poder seguir controlándome si paso un segundo más a solas contigo.
La mirada felina de Eric me hizo temblar.
—¿Tu atracción hacía mí se limita a lo físico? —pregunté en un arrebató de valentía, sin permitirle a mi voz titubear.
Él alzó las cejas, sorprendido ante mis palabras, que debieron turbarle la mente, puesto que me soltó y puso distancia entre nosotros. No supe si debía tomarme ese gesto como una afirmación.
—¿Eso es lo que crees? —en esa ocasión fue el conde el que formuló la pregunta, algo parecido al dolor se reflejó en ella.
—No lo sé, Eric —contesté con cautela—. Siempre he pensado que no nos soportábamos, que el odio era mutuo, y estaba conforme con las cosas tal y como eran. Pero, de repente, te presentas en mi casa para proponerme un trato disparatado con el pretexto de que es beneficioso para ambos y me convences. Con el paso de las semanas comienzas a extralimitarte por el bien de nuestro pacto: te preocupas por mí, me buscas, recuerdas con detalle todo lo que me molesta para hacerme rabiar, me alejas, te enfadas y acudes en mi ayuda siempre que lo necesito, ¡hasta me pides matrimonio! Luego, me besas y afirmas que no puedes controlarte a mi lado. ¿Qué quieres que crea, aparte de que has comenzado a verme como la mujer que soy?
Eric posó sus dedos sobre la sien mientras endurecía la mandíbula, en un gesto que denotaba lo desesperado que se encontraba.
—Margot —mi nombre en sus labios adquiría un aire diferente cada vez que lo pronunciaba—. Siempre te he visto como la mujer que eres.
Me iba a aventurar a responderle, pero el volvió a tomar la palabra:
—Como ya te dije, desde el primer momento en el que te vi supe que debía mantenerme alejado de ti —El semblante omnipotente que siempre gastaba comenzó a resquebrajarse—. Porque sabía que te convertirías en la ruina de mi existencia tan pronto como puse los ojos en ti, en esa sonrisa despampanante, en esa mirada avispada. Y, durante estas semanas, me has demostrado que siempre tengo razón, Margot.
—¿Porque soy tan insoportable que te he arruinado la vida?
Eric, al encontrarse mirando al suelo, abatido, no pudo ver la sonrisa en mis labios ni percibir la dicha en mi voz.
—Dios mío, ¡eres la mujer más exasperante que he conocido jamás! —Levantó la vista, con la impotencia reluciendo sobre todo él—. ¡Estoy intentando decirte que estoy...!
Lo besé.
Lo cogí de la camisa para impulsarme y lo besé.
Al principio, Eric no me correspondió al beso, pues se hallaba tenso y sorprendido, pero, al entender lo que estaba sucediendo, se relajó. Y también me besó.
No tenía muy claro por qué lo había hecho o qué era lo que me había llevado a cometer tal insensatez. Lo único que sabía con certeza era que, en contra de todos mis principios y mí misma, amaba a ese cretino.
Quizás siempre lo había hecho o, tal vez, durante las últimas semanas, había conseguido encandilarme paulatinamente bajo su hechizo, no tenía la más remota idea y tampoco me importaba. Lo único que sabía con certeza es que estaba cansada de ocultar y fingir, de prohibirme y mentirme. Estaba harta de dejar que el miedo controlase mi vida, de nunca poder hacer lo que de verdad sentía por temor a las habladurías o las apariencias. Así que profundicé aquel besó.
Eric me recibió encantado, tanto que me levantó en peso, cogiéndome desde las caderas y me sentó sobre el piano de cola. Sus manos ascendieron por mi torso, acariciándome por todas partes, encendiendo algo en mí que no sabía que un hombre pudiese despertar en una mujer.
Cuando llegó a la altura de mi pecho, no pude evitar que todo mi ser se tensara a modo de autodefensa. Eric lo notó de inmediato y puso algo de espacio entre nosotros. Sus pupilas se hallaban dilatadas, al igual que las aletas de su nariz, algunos cabellos le caían sobre la frente, concediéndole un aura endiabladamente atractiva. Sin embargo, la preocupación se superponía a cualquier otro sentimiento sobre sus hoscos rasgos.
—No pienso tocarte si no estás preparada, Margot —sentenció muy seriamente—. Tan solo tienes que decírmelo.
No pude evitar sonreír. Fue la primera sonrisa genuina que le había dedicado a nadie en mucho tiempo. Posé mis manos sobre su marcada mandíbula, gesto que provocó que notase su incipiente barba raspar las yemas de mis dedos.
—Eric, quiero que me toques por todas partes.
Si no hubiese sido un hombre tan imponente, hubiese jurado que lo sentí temblar bajo mi tacto.
Depositó un suave y dulce beso sobre mi cuello.
—Entonces pienso hacerte suplicar que pare, querida —susurró contra mi oído.
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