14: Silencio
El silencio nunca había molestado, solía deleitarme con él cada vez que me rodeaba. Sin embargo, jamás se me había ocurrido pensar que existían diferentes tipos de silencio y que no todos tenían porqué ser agradables. Por ejemplo, el silencio que reinaba en aquel carruaje no era otra cosa que pesado. Con cuerpo. Si hubiese querido, se hubiera podido materializar y tomar asiento a mi lado. Aunque quizás el conde hubiese sido una mejor compañía.
Pensé que el ambiente no podría haber adquirido otro tinte, aunque quisiera; los acontecimientos que se habían cernido sobre mí eran demasiado perturbadores como para que eso fuese posible. Y que Eric no hubiese proferido ni una sola palabra por un periodo de tiempo innecesariamente largo, tampoco era de ayuda.
Lo miré de reojo, haciendo acopio de fuerzas para atreverme a hablarle. Él se encontraba recostado sobre la ventana, con la mirada perdida en los paisajes pluviales que esta brindaba. Su semblante era serio. Hubiese pagado una gran suma de dinero para saber qué era lo que se le pasaba por la cabeza en esos instantes.
—¿Quién me ha cambiado? —pregunté, despegando los ojos de él, en un intento de amenizar la incomodidad.
—Vuestra criada —contestó con rapidez—. Su madre lo dispuso así, mientras ella os cambiaba y secaba en mi carruaje, lady Darlington les comunicó a los invitados que yo tenía que volver a Londres a poner en regla unos asuntos urgentes. Me pidió que os dijese que, en lo que respecta a vuestra ausencia, ella y la señorita Fernsby se encargarían.
La explicación del conde no me sorprendió, pues, desde el momento en el que me había dicho que mi madre ya estaba enterada de lo sucedido, sabía que habría predispuesto las cosas para que el asunto fuese tratado con la mayor discreción posible, sin que levantara sospechas. Siempre había sido una estratega muy capaz en el campo de batalla llamado sociedad.
Pese a esto, me vi obligada a luchar contra todos los sentimientos que las palabras de Eric despertaron en mí, no me merecía la madre, ni la amiga que tenía; no cuando solo resultaba ser una fuente constante de problemas.
Trasladé la atención de nuevo al hombre que se hallaba sentado frente a mí, cuya mirada también se encontraba, en esos momentos, puesta sobre mi persona.
Estaba tenso, pero no de una manera que denotase desazón, más bien parecía querer expresar tantas cosas, que la presión de no saber por dónde empezar, lo superaba. Sentí como el corazón se me acongojaba en el interior del pecho, no creía poder soportar lo que fuese que él tenía que decirme.
—Lo siento —me atreví a manifestar.
La dorada mirada de Eric se apagó ante mis palabras, convirtiéndose en un pozo de tristeza que jamás pensé ver en alguien tan vivaz como él.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por lo que le dije mientras paseábamos —mi voz tembló con sutileza, hecho que no pasó desapercibido para él—. Sobrepasé mis límites, espero que sea capaz de perdonarme.
Percibí como sus manos hicieron un sutil gesto, pero, fuese lo que fuese lo que Eric había sentido el impulso de hacer, lo suprimió. Su mandíbula se encontraba visiblemente marcada, denotando enfado.
—No puedo creer que tras todo lo ocurrido eso sea lo que más le preocupe. —La ira que expresó contaba con regusto de impotencia—. No tiene porqué disculparse por un incidente que carece de importancia.
Entendí el trasfondo de su malestar enseguida: se sentía culpable. Lo supe porque yo misma había experimentado esa misma sensación en incontables ocasiones. Además, tenía razón, pero mi mente intentaba pensar en cualquier cosa que difiriera de lo ocurrido para evitar que me derrumbase. Detestaba sentirme vulnerable.
Sentí como algo cayó sobre mi muñeca derecha, mojándola, fue entonces cuando me percaté de había comenzado a llorar. Las lágrimas descendían por mis mejillas sin cesar, sin que yo pudiese controlarlas, ni suprimirlas.
La cara de Eric se trasformó por completo.
—Margot... —susurró con delicadeza.
El escuchar mi nombre salir de sus labios provocó una reacción sobre mis emociones arrolladora. El corazón se me retorció en el pecho, intentando exprimir cualquier otro sentimiento diferente al dolor, y un llanto desgarrador, proveniente directamente de mis entrañas, me poseyó sin previo aviso.
Sabía que lo había dicho sin pensar, un error provocado por la compasión que le había provocado el verme llorar, sin embargo, me hizo sentir bien. Como si todo el sufrimiento que llevaba ocultando durante tantos años por fin tuviese permiso para manifestarse, como si el bravo mar de tortura en el que había estado luchando por no ahogarme finalmente se calmase.
Los sollozos me rasgaban por dentro cada vez que salían de mi cuerpo.
Un cálido brazo se colocó con cautela sobre mis hombros. No me había percatado de cuándo Eric se había sentado a mi lado, pero eso dejó de importarme en el momento que me apoyó con suavidad sobre su pecho, consolándome.
El característico aroma que poseía me acunó.
—Soy yo el que debe disculparse —dijo con aflicción.
Su toque sobre mi cuerpo era sutil, como si temiese que podría romperme si se extralimitaba. Sin embargo, en aquellos momentos, necesitaba que dejase los formalismos a un lado, quería que sus grandes manos me abrazaran sin preámbulos, todo mi ser imploraba volver a sentir la protección que él siempre le trasmitía.
—He pasado tanto miedo, Eric —sollocé, sin preocuparme de la etiqueta.
Supuse que mis palabras surtieron un efecto parecido al que las suyas en mí, ya que su agarre se intensificó de manera amable, reconfortándome. Permanecimos así hasta que mi llanto se atenuó y fui capaz de recobrar algo de compostura; tras esto, me separé de su calidez para intentar recomponerme un poco. Él no se movió de su nueva posición, expectante.
—Gracias —dije con la voz aún algo entrecortada.
Se trató del agradecimiento más sincero que había proferido en toda mi vida y ambos sabíamos que no me refería al consuelo que me acababa de proporcionar. Si él no hubiese aparecido en escena, aún estaría sola, moribunda y desolada en el bosque que una vez había sido uno de mis lugares favoritos. Intenté suprimir, sin mucho éxito, el temblor que sacudió mis nervios. Tan solo imaginar lo que podría haber vuelto a suceder, provocaba que quisiese vomitar.
—No llegué a tiempo, no tiene nada que agradecerme —el tono que utilizó fue desgarrador.
Fruncí el cejo, a la vez que limpiaba las lágrimas remanecientes en mi rostro.
—Me salvó, por supuesto que debo agradecérselo —espeté.
—No —reiteró él—. Ese bastardo no debería haber sido capaz de tocar tan siquiera un pelo de vuestro cabello. No debería haber sido capaz de acercarse a menos de diez metros de usted. Las cosas hechas a medias no merecen gratitud.
—No puede culparse de algo que no sabía —dije con seriedad, percatándome del tono tan íntimo que la conversación había adquirido, aunque, pese a todo pronóstico, no me molestó.
La mirada ambarina de Eric me recorrió, deteniéndose sobre las diversas heridas y magulladuras que me cubrían. Su expresión era estoica, ruda.
—Puedo y lo hago —fue su única respuesta, dejando claro que era una cuestión indiscutible desde su punto de vista.
—¿Cómo me encontró? —inquirí, cambiando de tema, no me sentía con fuerzas para enzarzarme en una disputa.
—Me hallaba en el bosque, con los demás hombres, de vuelta a su residencia, puesto que la tarde se había encapotado y se había decidido aplazar la caza —comenzó a relatar—. Sin embargo, me separé del grupo al ver a un corcel que deambulaba en soledad; me extrañó que su jinete no estuviese con él. Cuando conseguí atraparlo, me percaté de que en la silla de montar estaban grabadas las iniciales «M.D.», no tuve que darle muchas vueltas para inferir que su dueña no debía ser otra que usted. Sin embargo, la agitación que presentaba el animal y su ausencia me inquietó, así que decidí seguir el rastro que había dejado el caballo. Fue así como la encontré.
—Ya veo —comenté, sin tener muy claro qué otra cosa podía decir ante su reciente declaración.
Diferentes emociones se arremolinaron en mi interior, todo debido a que ya me era imposible fingir indiferencia a la constante preocupación que aquel hombre siempre expresaba cuando se trataba de mí. ¿Por qué hasta habiendo sido terriblemente grosera con él, seguía dejando su enorme orgullo a un lado si presentía que podía estar atravesando cualquier tipo de dificultad?
El silencio nos volvió a rodear y, con cada segundo que pasaba, iba adquiriendo un aire cada vez más incómodo. Me sentía totalmente descolocada en su presencia.
—No se preocupe por mí —comencé a hablar, en un intento desesperado de calmar el ambiente—. Voy a estar bien, ya me recompuse una vez y volveré a hacerlo.
Siendo sincera, no pensé demasiado las palabras que salieron de mi boca, pues no entraba en mis planes hacer tal confesión, sin embargo, la necesidad de decir algo se había sobrepuesto a mi lado racional.
Mis palabras le asestaron un gancho directo a Eric, que no pudo evitar que su rostro se descompusiera, una vez más. Sus facciones pasaron por diferentes tonalidades, empezando por el asombro, seguido del desconcierto, para terminar con una sombría y obtusa tristeza.
—El año de su debut —murmuró—. Lord Bairon no mintió... Él la mancilló de verdad.
La desoladora revelación a la que llegó causó que cerrara los ojos y respirara profundamente un par de veces, con el fin de no volver a desmoronarme.
Solo fui capaz de asentir a modo de respuesta.
Esperé ver reflejada la decepción en las pupilas de aquel hombre, esperé ver esa mirada compasiva que, hasta madre, no era capaz de disimular, esperé incluso apreciar un juicio mordaz batirse entre el dorado y el marrón de su mirada. Sin embargo, no esperaba ver admiración. Y eso fue exactamente lo que los ojos de Eric reflejaron, haciéndome sentir la mujer más valiente sobre la faz de la tierra; concediéndome el placer de, por una vez en mi vida, creerme una guerrera que había sido capaz de sobrevivir a una gran guerra.
El silencio que reinó en ese momento fue benevolente, dejando claro que él no iba a preguntar más de lo debido y que si quería o no compartir algo más era solo y únicamente decisión mía.
No sé por qué, pero aquel mudo gesto fue más alentador que cualquier frase que Eric pudiera haberme dicho, por lo que me armé de valor y di rienda suelta al arrebato de sinceridad que me poseyó:
—Mi debut en sociedad fue un año más tarde de lo que, formalmente, dicta la tradición, debido al fallecimiento de padre. Quizás debí haber interpretado aquel inusual retraso como un mal augurio —intenté bromear—. La vida en sociedad me abrumó desde el primer momento, pues no tardé demasiado en comprender que la realidad en la que había estado viviendo bajo las faldas de mis padres no era más que una gran mentira.
» La gente no era amable, los hombres no creían que una mujer pudiese hablar de temas trascendentales más allá del tiempo y las demás debutantes no buscaban entablar amistad con las que consideraban rivales. Y yo recibí demasiada atención masculina, pese a no ser la que más debiese haber brillado al ir con una temporada de retraso; eso disgustó a muchas ladies que optaron por aislarme deliberadamente en cada ocasión que se les presentaba.
» Me sentía sola, desubicada, tan solo era capaz de entablar algo de conversación con ciertos grupos de varones, pero no sin acabar siendo menospreciada por mi sexo, aunque, bueno, aprendí a conformarme con eso. Esas aliviadoras pequeñas charlas que tenía en los bailes se esfumaron cuando una noche salí a tomarme un respiro detrás de unos arbustos y escuché como un grupo de hombres cotilleaba sobre si era o no un buen partido de manera bastante hiriente. A raíz de ahí, la idea de recibir cualquier invitación a un evento me aterrorizaba.
Los sagaces ojos de Eric se oscurecieron ante esa última afirmación, al comprender que, sin pretenderlo, él había avivado el desasosiego que sentí en aquella época de mi vida. Aun así, no abrió los labios para protestar, por lo que yo proseguí:
—En ese escenario ansioso y lóbrego, apareció George Bairon —intenté no temblar al pronunciar su nombre—. Un hombre gentil, atractivo, mayor, de buena familia, que me hacía sentir que mi opinión era tan válida como la de cualquier otro. Todo era fácil. Me avergüenza reconocer que, tras el fallecimiento de padre, parte de mi confianza se fue con él; por eso estaba sedienta de aprobación, por pequeña que fuese. Echando la vista atrás me gustaría abofetearme a mí misma, fui tan ingenua. Hasta creí estar enamorada de ese monstruo.
» Es absurdo lo sé, solo hubiese tenido que prestar verdadera atención a la persona que tenía delante, a los recientes rumores que se cernían sobre sus vicios por el juego y los burdeles. Pero cuando quieres a alguien, supongo que enloqueces, te despojas de todo el raciocinio que una vez pudiste tener.
» Tras una serie de visitas, palabras engatusadoras y algún que otro juramento de amor de eterno, me pidió formalmente la mano. Acepté, pero supongo que no debió bastarle con mi compromiso, que necesitaba asegurarse de que nadie más podría reclamarme o hacerme cambiar de parecer. Por eso me convenció para vernos a solas. Yo accedí sin poner demasiada resistencia, incluso, diría, que estaba emocionada. Me escabullí de casa por la noche y nos encontramos en el jardín trasero de su residencia.
» Desde el principio lo noté extraño, su comportamiento que, por lo usual, era afable y cariñoso, se hallaba alterado, ávido. En cuanto aparecí me cogió por la muñeca con fuerza, pero aflojó el agarre y se disculpó en cuanto se lo dije. Me arrastró abruptamente entre la maleza y comenzó a besarme con fervor. Recuerdo haber fantaseado con ese momento en incontables ocasiones, en pensar a qué sabrían sus labios o cómo me tocaría. Sin embargo, fue una gran decepción el descubrir que no se sentía como había imaginado. Lo detesté. Me hizo sentir sucia.
» Por mucho que le rogué que parase, él hizo caso omiso a mis suplicas. Desgarró mi vestido, me sostuvo con fuerza para que me fuese imposible escapar, me tocó y me hizo cosas en sitios donde yo no le di permiso para que lo hiciera —una lágrima solitaria resbaló por mi mejilla—. No fui capaz de pelear, ni tan siquiera de gritar, la desgarradora revelación de que el hombre al que amaba era solo mero teatro, me hizo entrar en estado de conmoción.
» Cuando terminó me ordenó volver a mi hogar y guardar silencio, confesándome también que no debería haber confiado jamás en alguien cuya fortuna estaba arruinada. Deambulé desorientada por las calles, no recuerdo muy bien cómo lo hice, pero conseguí llegar a casa sin que nadie me viese. Helena, mi criada, me encontró a la mañana siguiente desfallecida, llena de sangre y magulladuras, en la puerta trasera.
» Madre consiguió hacerme confesar y llevó el asunto con una discreción exquisita, hoy en día solo ella, Wendy y Helena saben la verdad sobre lo que pasó esa noche; a diferencia del resto de la sociedad, que piensa que tan solo se trató de un falso rumor que lord Bairon comenzó debido a que había rechazado su mano al enterarme de que solo iba tras mi dinero. No fue fácil que creyesen nuestra versión, pese al bien sabido dudoso estilo de vida de lord Bairon; tuve que aparentar y fingir como la mayor experta, mientras lidiaba con el temor de haber quedado en cinta, pues, si ese hecho resultaba cierto, debería casarme con lord Bairon. Gracias al cielo, la fortuna me sonrió. Aunque, bueno, bien sabe que todavía yace una dudosa sombra sobre mi reputación, de la cual no me podré deshacer jamás y que, tristemente, es cierta.
Nada más concluir mi relato, un vendaval de arrepentimiento empezó a ulular en mi corazón. Me había aventurado a confesarle a ese hombre mi secreto más clandestino, sin tener la certeza de que él sería capaz de guardarlo.
La filosa mirada de Eric no se había despegado de mi persona en ningún punto de la historia, escuchando pacientemente y evitando proferir cualquier tipo de sonido que pudiese distraerme. Me percaté de que sus puños se hallaban cerrados, apretando con fuerza.
—Margot —me llamó, utilizando directamente mi nombre, por segunda vez, lo que provocó que todo mi interior se sobresaltara—. Espero que pueda perdonarme.
—¿Por qué? —inquirí, desconfiada.
El gran pecho de Eric se hinchó, denotando que había tomado una respiración profunda. Estaba nervioso.
—Porque me acaba de confiar esta terrible historia y yo... —La indecisión poseyó sus labios.
—¿Y usted qué? —parafraseé, temiéndome lo peor.
Las pupilas de Eric me perforaron el alma.
—Y yo tan solo puedo pensar en besarla hasta que todas sus heridas hayan sanado.
El corazón se me detuvo.
Silencio.
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