13: Tempestad (II)
El pelo rubio de Eric se hallaba empapado, pegado sobre su frente, tenía mandíbula tan tensa que pensé que si se la tocaba me cortaría. Volvió a mirarme e intentó ahogar el dolor reflejado en sus pupilas; con un rápido movimiento se despojó de la chaqueta de caza que portaba y la colocó con delicadeza sobre mi cuerpo. Estaba empapada, pero me ayudó a sofocar la vulnerabilidad asfixiante que el hecho de tener el pecho al descubierto me provocaba.
Tras esto, se encaminó hacia el frente con un paso firme y feroz. Giré la cabeza hacia esa dirección, movimiento que me hizo experimentar una gran punzada de dolor, me encontraba totalmente indispuesta.
George estaba tirado en el suelo a unos pasos de nosotros, su nariz sangraba y se acariciaba el mentón con cuidado. Supuse que Eric lo había derribado de un puñetazo.
—No esperaba verle por aquí, lord Beckford —tartamudeó George, cuyo coraje se había desvanecido como el sol en septiembre.
Desde mi posición solo podía apreciar la gran espalda de Eric, la cual se transparentaba a través de la camisa blanca que se adhería sobre su piel, como una fina capa, a causa de la lluvia. Hasta de espaldas era imponente.
—No me diga. —La voz del rubio estaba cargada de rabia—. Le pido disculpas por haberle interrumpido la diversión. —Percibí como se remangaba los puños de la camisa.
Una sonrisa temerosa se dibujó sobre el rostro de mi ex prometido.
—Está a tiempo de unirse si quiere —ofreció con recelo.
La risa de Eric se mezcló con el replicar del agua.
—¿De verdad? —Me dedicó una mirada por encima del hombro, confundiéndome.
La sonrisa de George se ensanchó, convencido por su respuesta de que el hombre que tenía delante quería formar parte de la perversión que se disponía a hacerme.
—Por supuesto, pero debe prometer que si se queda embarazada solo yo puedo reclamar al niño como mío —dijo, provocando que las tripas se me revolviesen.
Quería creer que Eric jamás sería capaz de hacerme algo como aquello, no cuando me había cubierto con su propia chaqueta de una manera tan dulce, sin embargo, la desesperación y el terror me gritaban que ningún varón era digno de confianza. Sentí mi pecho subir y bajar de manera ansiosa. Esto no podía estar sucediendo.
—Déjeme hacerle una pregunta, Bairon —Las cejas negras del apelado se elevaron sutilmente—. ¿Tengo acaso cara de depravado?
—¿Disculpe? —contestó este de manera refleja.
El puño derecho de Eric se cerró con fuerza.
—No me gusta tener que repetirme. —No le veía la cara, pero pude intuir, gracias al tono que utilizó, que se encontraba sonriendo como el depredador despiadado que era—. Pero como veo que es algo lento, ya que ni siquiera comprende el significado de un puñetazo, se lo volveré a preguntar: ¿tengo cara de depravado?
El brillo de alivio que había abrazado las facciones de George se apagó de golpe, tras esto comenzó a proferir una serie de balbuceos inteligibles.
Eric soltó una amarga carcajada, el aire se volvió más pesado.
—Le diré algo, lord Bairon, creía que no existía nada que me pusiese más enfermo que un hombre sin agallas. Pero me acaba de demostrar lo equivocado que estaba. No hay nada peor que un hombre que solo sabe ser valiente cuando sabe con seguridad que no corre ningún peligro —conforme hablaba, se iba acercando a él—. Además, ¿tiene el descaro de «invitarme» a unirme a esta aberración? ¿Qué es lo que usted cree saber de mí para tan siquiera soñar con que sopesaría la oferta? Es patético.
George se puso en pie e intentó no achantarse ante la fiera que estaba acechándolo.
—Cualquier hombre con ojos en la cara desearía tener a Margot tal y como se encuentra ahora —su voz vacilaba—. He visto como la miras Eric, la deseas. Si me dejas ir, puedes quedártela, no niegues que...
El rubio no le dio oportunidad de terminar, pues su puño aterrizó sobre la mandíbula de este, derribándolo de nuevo.
—¿Ahora me trata como a un allegado? —Eric escupió aquella pregunta como si se tratase de mismísimo veneno—. Recuerde su posición, Bairon.
Los músculos de su espalda lucían tirantes, rebosantes de adrenalina.
—Ella no es una mercancía con la que se pueda negociar —volvió a tomar la palabra—. Y me trae sin cuidado lo que cualquier hombre, incluyéndome, pueda desear. Solo ella tiene la potestad de decidir sobre sí misma y nada de lo que pudiera conseguir comportándome como un bárbaro podría llegar a complacerme tanto como su genuina aprobación.
Las manos de Eric se cernieron sobre el cuello de George, levantándolo a la fuerza del suelo, para, seguidamente, volverlo a derribar de un fuerte golpe. Mi visión era algo borrosa, pero creí ver como algo de sangre se resbalaba entre los nudillos blanquecinos de Eric.
Este último volvió a dedicarme una mirada por encima del hombro y lo que vio en mí debió nublarle el juicio, puesto que le propició un par de golpes más a mi agresor. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que Eric no se iba a limitar a darle una paliza a George, sino que se proponía acabar con él. Esa revelación me horrorizó.
Tan solo quería irme a casa, tenía tanto frío.
—Eric —lo llamé con el único hilo de voz que mi garganta fue capaz de proferir.
Fue un sonido tan fino que no creí que hubiese sido escuchado, sin embargo, en cuestión de segundos, unos ojos amarillos, con los que ya estaba más que familiarizada, me enfrentaron, escrudiñando cada parte de mi ser con desesperación.
—¿Estás bien? —preguntó angustiado.
—Quiero irme, Eric, quiero irme —le rogué, abrumada, sin entender muy bien por qué me hallaba tan sumamente afligida.
El rubio frunció el ceño con tristeza y acercó una de sus manos hacia mi rostro, dejándola a escasos milímetros de este, pero sin llegar a tocarlo, como si temiera que al hacerlo me fuese a quebrar. De repente, la apartó, para proceder a cargarme en brazos; el olor a lluvia mezclado con un aroma varonil explotó en mis fosas nasales. El pecho de Eric era cálido y robusto, me invadió una gran sensación de protección.
—Ha tenido suerte hoy, Bairon, no prometo ser tan benevolente si le vuelvo a ver —espetó antes de dar media vuelta y comenzar a caminar.
Mi cabeza se hallaba cobijada en su tórax, ya que cualquier movimiento, por mínimo que fuese, me hacía rabiar de dolor. Por lo tanto, no veía nada, así que inferí que nos habíamos montado sobre un caballo gracias a los movimientos que él hacía.
—No quiero que nadie me vea así —murmuré.
El agarre de Eric sobre mi cuerpo se intensificó de manera protectora.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó.
—A casa —sollocé.
No recibí más respuesta que un gruñido gutural por su parte; contuve el llanto e intenté espantar los pensamientos negativos de mi mente, sin éxito. Todo lo que me rondaba por la cabeza era la molestia que tenía que haberle supuesto el tener que salvar a una niñata llorica como lo estaba siendo yo. Era un lastre para todo aquel que formaba parte de mi vida.
La lluvia amenizó conforme nos acercamos a mi residencia campestre. Eric, se bajó de la montura, que no era otra que Giselle; y me recostó sobre unos árboles cercanos a la mansión; teniendo cuidado de no lastimarme. Nunca hubiese podido imaginar que unas manos tan grandes pudiesen ser tan delicadas.
—Espérame aquí, ¿vale, Margot? —De nuevo fue a acariciarme el rostro, pero, al igual que antes, decidió no hacerlo en el último instante.
Vi cómo se encaminaba hacia la casa, tan llena de vida en su interior, para desaparecer en sus entrañas.
Perdí la noción del tiempo que permanecí esperando, pues me sentía desfallecer en pequeños intervalos, la cabeza me palpitaba con fuerza; tan solo quería dormir y que toda esa pesadilla se acabase.
""
Me desperté a causa de un leve, pero persistente, traqueteo. El dolor se instauró en mis sienes instantáneamente. Sin embargo, para mi sorpresa, no sentí frío; por lo que eché un vistazo a mi ropa, percatándome de que me habían cambiado por completo el atuendo. En ese momento vestía un simple vestido amarronado, bastante cálido, que me recodaba al estilo que solía llevar Helena.
Desvié la atención a mi alrededor, analizando dónde me encontraba: se trataba de un carruaje de caoba negra, bastante lujoso. El corazón empezó a palpitarme con fuerza en el pecho en el momento en el que mis curiosos ojos se posaron sobre el hombre que ocupaba el asiento de enfrente.
Los mechones dorados que conformaban su cabello aún conservaban algo de humedad y, pese a que también se había cambiado de ropa, alguna que otra gota de agua resbalaba por su piel, perdiéndose en las profundidades del cuello de su camisa. Aquellos ojos felinos que tanto le caracterizaban me observaban con cautela, como si tuviese miedo a asustarme con el mero sonido de su respiración.
—¿Dónde estamos? —inquirí.
Mi voz sonó algo ronca, quizás debido a la sobreexposición a la lluvia. Mi acompañante se pasó una de sus manos por el pelo, en un intento fallido de acomodarlo de manera menos salvaje.
—En mi carruaje.
—¿Y adónde nos dirigimos? —intenté que las palabras no temblasen en mi boca.
—La estoy llevando de vuelta a Londres, señorita Darlington —explicó él con cautela—. No se preocupe, su madre está enterada.
Intenté reincorporarme un poco, pero los brazos me fallaron, imposibilitándome la tarea.
—¿Se lo ha contado todo? —Su única respuesta fue un asentimiento con la cabeza—. Bueno, al menos esta vez me ha quitado ese peso de encima.
Reí de manera irónica, sin una pizca de gracia y con un gran amargor en la garganta. Volví a probar suerte e hice fuerza con los brazos para reacomodarme en el asiento; de nuevo, me fue imposible.
—¿Necesita ayuda? —me preguntó Eric, lo que me hizo posar la mirada en las magulladas manos que me tendía.
—No es necesario —contesté, con el alma partida en dos, al comprender que esas heridas habían sido causadas por mi culpa.
Un silencio abrumador cayó sobre nosotros, mientras esquivábamos nuestras respectivas miradas, refugiándonos en el constante caer de la lluvia que nos brindaban las ventanas. No sabía hacía cuánto habíamos partido, pero Londres se hallaba a medio día de camino de nuestra residencia campestre, por lo que sabía con certeza que aún me quedaban unas largas horas en aquel carruaje.
Y tenía la corazonada de que sería incapaz de guardar la compostura frente aquel hombre por mucho más tiempo.
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