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13: Tempestad (I)

No solía admitir que estaba equivocada, pero unos cuantos minutos cabalgando junto a Giselle, mi yegua, la cual poseía un pulcro pelaje blanco, salpicado por pequeñas motas castañas; me habían bastado para darme cuenta de que mi comportamiento había sido vergonzoso. Había actuado como una jovencita malcriada que no soportaba que le negaran lo que ella creía que era suyo por derecho.

Eric Beckford no me debía nada. Por lo tanto, no podía pretender que mis exigencias fuesen escuchadas, porque, seguramente, yo también habría hecho oídos sordos a las suyas. Y más cuando ni siquiera había tenido el valor de preguntarle de manera directa qué era realmente lo que quería de mí, de aquel trato estúpido y sinsentido.

Me avergoncé al recordar la manera tan infame en la que lo había provocado para conseguir que contestase preguntas que ni siquiera había tenido la decencia de proferir. Volví a rememorar la mirada que me había dedicado, como la tristeza y la confusión se habían arremolinado entre el amarillo y el marrón que conformaban sus ojos. Desalentado, cansado, incrédulo.

El juego en el que siempre habíamos estado oscilando mediante espadas de doble filo y miradas indiscretas, había dejado de ser divertido. A él le había dejado de divertir. Y eso provocaba que el aire me quemase en los pulmones.

Diversión.

Se trataba de la palabra indicada para describir la relación que Eric y yo habíamos construido a lo largo de los años. Sentí como las lágrimas luchaban por escapar de mis ojos.

Había pasado tanto tiempo enfrascada en construir un muro a mi alrededor lo bastante alto para que me protegiese, que había olvidado echar un vistazo al exterior de vez en cuando.

Tal vez si lo hubiese hecho me habría percatado con más rapidez de que, exceptuando a Wendy, aquel hombre tan exasperante era el único que conseguía amenizarme la tortura de los eventos sociales durante las temporadas londinenses. Siempre tenía un comentario fuera de lugar con el que crisparme los nervios o una fingida y radiante sonrisa que me obligaba a pensar cómo devolverle la descortesía. Y, pese a no querer admitirlo, eso me divertía.

Tampoco me desagradaba presenciar la gracia que gastaba para salir airoso de cualquier situación desfavorable para él, ni como no dudada en intervenir cada vez que intuía que yo podía estar en apuros.

Un sabor amargo me sacudió el cuerpo al darme cuenta lo atenta que había sido su mirada cuando se trataba de mí.

Desaceleré el trote de Giselle, intentando calmar a la par mis pensamientos. No entendía muy bien por qué todo aquello me afectaba tanto de repente, sin embargo, mi mente no paraba de proyectar imágenes de los últimos meses: la manera deliberada en la que me había hecho enfadar la única vez que habíamos bailado para que me despojara de los nervios, la afilada cordialidad con la que había tratado a lady Harston, las incansables vistas a mi casa tras el altercado con lord Bairon...

Quién no lo conociese pensaría que su preocupación hacia mi persona era genuina, ¿lo había estado malinterpretando todo ese tiempo? Un torbellino de preguntas comenzó a tomar fuerza en mi interior.

Frené por completo a mi yegua, me bajé de ella, cerré los ojos con fuerza y respiré hondo.

No podía seguir huyendo. Desde el principio había sabido que, tras aquel pacto, Eric escondía algo más y, pese a que me había repetido incontables veces que no me importaba, la verdad era que sí lo hacía. Necesitaba respuestas, aunque eso supusiese tener que afrontar que había sobrepasado mis límites en la última disputa que habíamos tenido.

Jamás hubiese imaginado que el pensamiento de una simple conversación me atemorizaría tanto. Pero estaba cansada de los rodeos y de las medias respuestas decoradas con ironía vacía, así que no me iba a permitir vacilar.

Me di un momento antes de darle un suave tirón a las riendas para girar a mi montura, con el propósito de volver a subirme a ella y partir hacia la casa de campo que habíamos dejado atrás. Sin embargo, el crujir de la maleza a mis espaldas me detuvo.

Me giré de manera instintiva y una horrible sensación se acomodó en la boca de mi estómago al divisar qué había producido aquel sonido.

—Vaya, no tenía la intención de que me descubrieras tan rápido. —Una sonrisa que hizo temblar hasta el último recoveco de mi ser se instauró en el rostro del intruso.

Di un paso atrás antes de contestar.

—¿Qué hace aquí?

Los grisáceos ojos de este se abrieron.

—¿Todavía me sigues sin tutear, Margot? —Hizo una breve pausa dramática—. Eso me desagarra el corazón, ¿sabes? No sabía que podías ser tan rencorosa.

No me había percatado hasta aquel instante de que la presencia del sol en el cielo había sido absorbida por unas nubes negruzcas que alertaban de una posible tormenta, todo a mi alrededor empezó a adquirir un aire tétrico que amenazaba con paralizarme.

—Nadie le ha invitado —dije con rudeza, sin permitir que la voz me temblase—. Debería irse.

La maleza a mi alrededor parecía haber perdido todo el color que una vez había podido albergar, asemejándose al aspecto que adquiría en otoño. Los ruidos del bosque se tornaron espeluznantes.

—Supuse que se trataba de un error, ¿cómo no ibas a invitar a tu antiguo amante? —Conforme hablaba se iba acercando más a mí, la rabia chispeaba en sus ojos.

La tensión se galopó sobre mis músculos y me obligué a moverme, si conseguía montarme en Giselle, podría escapar de allí sin que él pudiese seguirme. Por lo que, sin titubear, me hice con una de las riendas de mi yegua y puse un pie en la hendidura que facilitaba la montura. Me impulsé, saboreando el aire que me rodeó, gritaba victoria... Hasta que un dolor agudo me taladró la cabeza.

George Bairon había sido más hábil que yo, pues, en un rápido movimiento, había conseguido agarrarme del moño. Con mi pelo enredado entre sus dedos, dio un gran tirón que me precipitó con fuerza sobre el suelo, provocando que mi vestido se rasgara y que las lágrimas se me saltasen.

Giselle se asustó debido al forcejeó y huyó hacia las profundidades del bosque mientras relinchaba.

—¿Pensabas abandonarme otra vez? —El gris de su mirada había adquirido una tonalidad demente—. ¿Tan rápido? No creo que eso sea de buena educación, Margot.

El miedo estaba atascado en mis cuerdas vocales, pero me las arreglé para contestarle:

—No tengo porqué tener educación con tipos de vuestra calaña.

No me arrepentí de haberle escupido aquellas palabras, ni siquiera cuando su respuesta vino en forma de puñetazo. Noté como la nariz me empezó a sangrar, sin embargo, no me permití achantarme, pese a encontrarme algo aturdida y con lágrimas brotado a borbotones de mis ojos. Me arrastré hacia atrás por el suelo, agravando los rasguños que la caída me había provocado en las piernas.

—Cuida tu lenguaje o no habrá nada que te diferencie de una fulana. —Sus palabras se retorcieron sobre mi cuello, alterándome la respiración.

Para mi desgracia, eso no pasó desapercibido para él.

—¿Me tienes miedo? —Una carcajada agria escapó de su garganta—. Piensa que el destino está siendo benevolente contigo, Margot. Tenía pensado asaltarte esta noche, cuando estuvieras bajo la falsa seguridad de tu habitación, iba a ser el escándalo del siglo. ¿Te lo imaginas? Tu examante atrapado de nuevo en tus aposentos —volvió a reír—. Así que agradece que nos hayamos topado aquí, donde nadie puede vernos.

El mero hecho de imaginarme aquella escena me dio ganas de vomitar, qué mente más retorcida había tenido siempre, nunca nada le parecía lo suficientemente extravagante.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté.

El recogido se me había desecho, provocando que mi larga melena morena se háyase medio suelta, adhiriéndose a los sudores fríos de todo mi cuerpo.

George volvió a acortar la distancia entre nosotros. Se posó sobre sus rodillas y me agarró la mandíbula con sus manos, desencadenando un gran dolor en mi interior. Tenía la boca colmada del sabor metálico de mi propia sangre.

—Siempre fuiste tan curiosa —se rio—. Por eso eres una presa tan fácil para hombres como yo, Margot. Solo tuve que avivarla a fuego lento y pude hacer contigo todo lo que quise. Si solo hubieses mantenido la boca cerrada, hoy todo lo que posees sería mío. —Se encontraba tan cerca de mí que pude discernir en su aliento un leve olor a alcohol—. Pero eres un premio demasiado grande como para dejarlo escapar y, ya que me despojaste de todo, aquí estoy, para reclamar lo que me pertenece, por segunda vez. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Si sigues conservando algo de inteligencia, te portarás bien.

Observé petrificada el rostro que una vez había creído amar con tanto fervor. Me entristeció saber que jamás pude discernir en él la máscara que lo cubría, había sido tan ilusa en el pasado. Pero ya no era una niña ingenua de diecinueve años que acababa de perder a su padre; nadie iba a conseguir doblegarme con amenazas, tendría que matarme si lo que quería era sumisión.

—No me haga daño —sollocé.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.

—Veo que por fin aflora la niñata cobarde que eres en verdad —su agarre sobre mis mejillas se intensificó—. Tutéame —exigió.

Noté como las aletas de mi nariz se hinchaban a causa de la ira.

—¡Vamos! —gritó—. Quiero ver como esos labios pronuncian mi nombre.

La presión de sus dedos en mi rostro era casi insoportable.

—George —dije, tragándome la repulsión que su nombre me provocaba.

Sus ojos resplandecieron con lujuria. La lluvia comenzó a caer.

—Siga soñando —dije antes de escupirle en la cara y proporcionarle una patada en la entrepierna.

Mi contrincante aulló de dolor, cayendo al suelo, lo que me proporcionó unos valiosos segundos en los que conseguí ponerme en pie y comenzar a correr. No tardé en deshacerme de los zapatos, aunque el terreno del bosque me hiriese, en cuanto este se mojase a causa de la tormenta, el calzado solo me ralentizaría. No pude hacer lo mismo con el vestido, que se enganchaba con cada rama y saliente del camino. Sin embargo, aunque cayese o me enredase, nada me podía detener, seguía corriendo, el instinto de supervivencia primaba en mí.

No podía volver a pasar por aquello. Me había costado meses recuperarme de aquel trauma, si es que en algún momento había conseguido superarlo. Todavía quedaban resquicios de aquella pesadilla en mí, aún cuando me bañaba me seguía frotando con la esponja hasta sangrar, intentando despojarme del fantasma de las manos de aquel monstruo sobre mi cuerpo. Nada en mi vida había vuelto a ser igual tras la noche que, muy tontamente, había accedido a verme a escondidas con mi amado lord Bairon sin supervisión.

Mi respiración cada vez era más irregular, la lluvia no me dejaba orientarme con claridad y la mente me seguía palpitando a causa del golpe. Había perdido la noción del tiempo que llevaba corriendo, minutos, quizás horas; la desesperación cada vez primaba más sobre los otros sentimientos.

Noté una mano posarse en mi espalda y empujarme con fuerza de nuevo al lodo del suelo. El golpe no me dolió debido a la adrenalina producida por el terror.

—Sucia fulana —rugió George montándose sobre mi espalda mientras me volvía a agarrar del pelo, provocando que levantase la cabeza—. A dónde crees que vas.

—¡Soltadme! —ordené enloqueciendo, a la vez que forcejeaba para librarme de su agarre.

—Te he dado la opción de hacerlo por la buenas, Margot, y no has querido, así que carga con las consecuencias, niñata. —Con un rápido y doloroso movimiento me dio media vuelta, enfrentándonos cara a cara.

—¡Sois una rata, lord Bairon! Jamás seré vuestra —grité a todo pulmón, mientras él estaba ocupado intentando mantener alejadas mis uñas de su rostro.

—¡Tutéame! —Presionó una de sus rodillas contra mi vientre, haciéndome rabiar de dolor.

El llanto que tanto llevaba reprimiendo se desató. Sus grandes y rasposas manos me rasgaron la pechera del vestido, dejando expuestos mis senos ante la lluvia. Pese a que no dejé de patalear en ningún instante, a él no parecía importarle.

—Mírate, tan encantadora como recordaba —rio, estaba segura de que ese sonido me perseguiría hasta el último de mis días—. Esta vez espero que te quedes encinta.

—Me suicidaría antes de traer al mundo a un engendro suyo —bramé a la vez que lloraba.

La ira poseyó todas sus facciones, causando que a mis ojos se viera aún más aterrador de lo que ya era.

—¡He dicho que me tutees, zorra! —Su mano se cernió sobre mi cuello, ejerciendo la presión justa para que sufriera una sensación de ahogamiento constante sin llegar a desmayarme.

—Sobre mi cadáver —conseguí articular.

—Bueno, cuando lleves en el vientre a mi sucesor y seas mi mujer, no te quedará otra que hacerlo, Margot.

Noté como la mano que tenía libre se abría paso a través de mis faldas, rasgándolas más, si eso era posible. Quería gritar y no podía. La muerte lucía un lujo en contraposición a la tortura sentir su tacto sobre la piel. Iba a volver a pasar.

Al menos aquella vez no se lo había puesto fácil, había peleado tanto como me había sido posible.

Cerré los ojos, derramando lágrimas que se diluían con la lluvia y la sangre de mi rostro. Quería intentar imaginar que no estaba allí, que estaba en un lugar más agradable, bajo el techo de mi casa, tomando el té con Wendy y madre, pero nada surgía efecto. Apreté aún más los párpados cuando sentí como la mano de George tocaba entre mis piernas.

«No soy yo, no estoy aquí, no soy yo, no estoy aquí», me repetía mentalmente.

De repente, la presión desapareció y el aire volvió a llenar mis pulmones libremente, me sorprendió el poder que la sugestión podía llegar a tener. Sin embargo, no sentir nada era igual de horroroso, así que abrí los ojos para que la realidad me volviese a golpear. Pero no fue la cara de George la que encontré.

Sino una mirada ambarina que ardía con el fuego del infierno, mientras unas cejas amarronadas la enmarcaban denotando inmensa preocupación.

Le tendí la mano, pidiéndole ayuda en silencio a la vez que volvía a romper en llanto.

Los hoscos rasgos de Eric se ensombrecieron ante mi suplica, dirigiendo la mirada al frente.

—Se acaba de cavar su propia tumba, Bairon —rugió.

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