12: Tormenta
Como buenas anfitrionas, madre y yo ya llevábamos más tiempo del que pudiese calcular paradas en la entrada principal de nuestra residencia campestre, recibiendo a los invitados.
Los pies, calzados con uno de los mejores pares de tacones que poseía, habían dejado de responderme desde hacía más de dos horas, se limitaban a enviarme calambres a lo largo de todo el cuerpo de tanto en tanto, suplicándome unos minutos de descanso. Sin embargo, debía mantener el porte por madre, ya que ella no se había permitido quejarse en ningún instante. Debía estar a la altura.
Cinco cabezas de diferentes tonalidades de rubio se apearon del siguiente carruaje, reprimí un suspiro de disgusto; las Harston habían llegado. La progenitora encabezaba la fila que conformaban sus hijas, las cuales caminaban dándose aires de superioridad. Todas menos la pequeña, Evelyn, que siempre lucía un diminuto patito que no podía seguirle el ritmo a esas víboras que serpenteaban ostentosamente sin ningún tipo de pudor. Cada vez que la observaba un sentimiento parecido a la compasión corría por mis venas, se notaba a leguas que no era aceptada por ningún miembro de esa familia; quizás por haber sido agraciada con una dulce belleza –a la que sus hermanas no podían aspirar–, a la cual no sabía sacarle partido a causa de su gran timidez.
—Bienvenida, lady Harston —saludó madre, fingiendo de manera magistral una cordial sonrisa.
Esta se paró a analizarla antes de devolverle el gesto. En cuestión de segundos por esos ojos azules, del hielo más glacial, se arremolinaron todo tipo de sentimientos negativos. Había capítulos que la gente nunca podía cerrar. Y Vanessa Harston parecía que jamás iba a ser capaz de dejar ir el pasado que compartía con mi madre.
—Lady Darlington. —Hizo una elegante reverencia—. He de admitir que me sorprendió saber que se proponía celebrar un baile de tales proporciones —el tono de voz que utilizó estaba cargado de acidez.
—Ya sabe que a una no le gusta deshacerse de las buenas costumbres —respondió con gracilidad madre.
—Como no se había pronunciado en el mundo social tras el fallecimiento de su esposo, pensaba que se había retirado por completo —sonrió de la manera más rastrera que podía sonreír un ser humano.
Se me revolvieron las tripas al escucharla, qué puñalada más infame era el usar el nombre de mi difunto padre para atacar a madre. Y más cuando se trataba del hombre que ambas habían amado.
Pero Elisabeth Darlington estaba hecha del material más resistente del planeta, ni un solo pelo de su negra cabellera se movió ante sus palabras. Es más, se limitó a proferir una amable sonrisa, cargada de sentimientos positivos, sin achantarse en ningún momento.
—No había cosa en el mundo que Benjamín adorara más que un baile —el cariño se palpó en cada una de las letras de esa oración—, y, tristemente, casi lo había olvidado.
Los glaciales ojos de Vanessa chirriaron con auténtico odio. Detestaba que madre fuese la única persona en todo Londres a la que su lengua afilada era incapaz de doblegar. O, tal vez, tan solo se sentía humillada al recodar el amor que habían compartido mis progenitores.
La única respuesta que pudo proferir fue una desganada reverencia antes de adentrarse, seguida de sus insufribles hijas, en la mansión. Sin embargo, nuestra atención había sido capturada por la mirada castaña de la más joven de las Harston, que se había parado en seco frente a nosotras.
—Yo... Esto... —tartamudeó.
Madre la observaba expectante, con una sonrisa maternal escondida en sus comisuras, denotando que sentía cierta simpatía por aquella muchacha que lucía tan atemorizada por culpa de una simple interacción.
—Disculpen... —prosiguió, armándose de valor—. El comportamiento de mi madre, espero que lo disculpen.
Su voz resonó tan fina como el solo de un triste violín, e igual de armoniosa.
—No sufra por eso, querida —le contestó madre, genuinamente—. Tengo años suficientes como para decidir qué cosas dejo que me afecten. Además, es encantador ver que el temperamento de lady Harston no ha sido edulcorado por el tiempo.
Los labios rosados de Evelyn se curvaron en una tímida sonrisa; tras esto, se abrieron, denotando que quería añadir algo más, pero la voz insistente de su progenitora la reclamó con un mordaz aullido, por lo que la joven hizo una elegante reverencia y se marchó.
No pasó inadvertido ante mis ojos que la verdosa mirada de mi madre la siguió hasta que desapareció en las entrañas de nuestra residencia, tampoco evité escuchar como murmuraba para sus adentros:
—Pobre chiquilla.
Concordé con ella en silencio.
El desfile interminable de personas a las que madre había escrito duró un par de horas más. Cuando se acercó el mediodía Cedric, el mayordomo, nos informó que tan solo quedaba un invitado de la lista por aparecer. Mis pobres pies rabiaban de dolor, así que no me corté al maldecir a quién quiera que fuese aquella persona por retrasare de esa manera. Y, al parecer, mis insultos debieron resonarle en los oídos, ya que un carruaje asomó por el sendero de la colina que conducía directo a la entrada donde nos encontrábamos esperando.
Noté como madre se adecentaba el vestido granate conforme el trote de los caballos se acercaba, gesto que hubiese sido tomado por cualquier otra persona como un mero formalismo; pero yo era su hija y sabía mirar más allá. Estaba nerviosa. No tuve que darle muchas vueltas a mi imaginación para inferir el porqué:
Se había atrevido.
Por supuesto que se había atrevido a invitarlo.
Y, por supuesto, debía llegar el último.
Las puertas caoba del carruaje, rematadas con oro, se abrieron de par en par, dando paso a esa sonrisa arrogante que no había dejado de perseguir a mi subconsciente desde que Wendy había venido a tomar el té.
Vestía un traje azul marino, que se ceñía a la grandeza de su cuerpo, de la más exquisita calidad. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de nosotras, se despojó del sombrero de copa, que cubría los hilos dorados que conformaban su cabello, y se inclinó ante la anfitriona de la velada.
—Lady Darlington —el tono que utilizó hubiese hecho pensar a cualquiera que no conociese la situación que la que estaba siendo cortejada era mi madre.
—Lord Beckford, ya comenzaba a sospechar que no aparecería —respondió madre, suprimiendo una mueca de satisfacción.
—Para la desgracia de su hija, en ningún momento dudé en rechazar la invitación. —Ni un minuto había tardado en comenzar a arremeter fuego contra mí.
No había sabido nada de él desde nuestra salida al hipódromo. Ninguno habíamos tenido la decencia de mandarnos tan siquiera una carta; supuse que la incomodidad que había estado sintiendo no se había limitado a hostigarme solo mí. Sin embargo, en ese momento, parado frente a mí, puede denotar como el arrogante brillo veraniego que siempre lo rodeaba había recuperado toda su fuerza. Eso solo podía significar problemas.
Durante aquellos próximos tres días, tendría que tener cuidado de no quemarme.
""
Si me hubiesen pedido que describiese la mayor tortura a la que se me podía someter, hubiese relatado, sin parpadear, la escena en la que me veía envuelta esa tarde:
Una larga mesa, situada en medio del jardín trasero, inundada de rostros desconocidos que se dedicaban a comentar temas de lo más insulsos, mientras me veía obligada a sonreír con desparpajo y contestar con amabilidad. Eso sin mencionar que había tenido la gran suerte de caer sentada entre Charlotte y Evelyn Harston.
Wendy, situada justo en frente mía –y vistiendo un sublime vestido verde agua–, evitaba por todos los medios cruzar miradas conmigo, ya que su risueño carácter no le permitía disimular la gracia que le causaba mi situación. Qué humor tan despiadado teníamos a veces.
Estaba deseando que la hora que quedaba para que los hombres se adentraran en el bosque a cazar pasara con la mayor brevedad posible. Porque eso significaba que sería libre para deshacerme de aquel abombado vestido rosa y de esos zapatos que seguían martirizando a mis pobres pies.
Además, no creía ser capaz de seguir lidiando mucho más con las miradas indiscretas que ambas hermanas Harston me dedicaban cada cierto tiempo, cada una por sus propios motivos, supuse. Me estaban crispando los nervios.
—Señorita Darlington —una voz melancólica, proveniente de mi izquierda, me sacó de mis fantasías.
Miré a Evelyn Harston, que me observaba con esa sofisticada mirada castaña que tanto la caracterizaba. Su cabello, de una tonalidad más clara que el oro, se hallaba recogido en un simple moño, del que habían escapado unos pocos mechones que le endulzaban aún más el rostro, si es que eso era posible.
—Creo... —las palabras parecieron atragantársele en la garganta. Tuvo que hacer una sutil pausa antes de proseguir—: Me parece que lord Beckford la reclama.
Guió mi atención hacia el lado derecho de la mesa con un disimulado gesto. Efectivamente, no tardé en colisionar con aquella sonrisa lobuna que no auguraba nada bueno. Hice un soberano esfuerzo por no tensarme.
Sus gruesos labios comenzaron a articular en silencio una palabra, de tres sílabas:
«Vámonos».
Para después ser poseídos por un gesto travieso, que provocó que mi lado racional me aconsejase contestarle con otras tres silenciosas sílabas:
«Ni loca».
Eric negó con la cabeza con diversión, antes de ponerse en pie, capturando la atención de muchos de los presentes.
—Hace un día espléndido como para quedarse aquí sentado —dirigió su atención hacia mi persona, causando que el pulso se me acelerase—. Señorita Darlington, ¿sería tan amable de mostrarme los alrededores de su precioso hogar?
Y utilizó aquella radiante sonrisa a la que nadie podía negarle nada.
Eric Beckford había hecho esa pregunta de forma pública porque sabía que era la única manera en la que no podría reusarme a hacer lo que él quería. Por supuesto, también era consciente de que algún que otro invitado se uniría a la iniciativa que acababa de sugerir, evitando escándalos innecesarios. Además, como regalo, les había demostrado a todos los presentes que el interés que sentía por mí seguía latente en su persona.
Tan meticulosamente estratégico como siempre.
No me quedó más alternativa que aceptar, acción que provocó que Charlotte Harston, situada a mi derecha, chirriara los dientes, asegurando que a ella también le apetecía estirar las piernas. Comentario que provocó que le suplicara a Wendy con la mirada que viniese también. Ella ahogó una carcajada y sus ojos brillaron a modo de afirmativa.
Al levantarme y caminar hacia el final de la mesa, con el propósito de comenzar el paseo, seguida de unas diez personas que habían decidido que la propuesta del conde era maravillosa; el brazo derecho de Eric me recibió curvándose en una «d» invertida, invitándome, sin necesidad de ofrecerlo con palabras, a entrelazar mis manos a su alrededor.
Contuve el aliento, sin saber muy bien qué hacer.
—No se lo lleve a lo personal —musitó él—. Solo se lo ofrezco porque me he percatado de que no le ha dado tiempo a cambiarse el calzado.
La manera en la que me habló me descolocó.
Le pasaba algo. Lo había notado desde el momento en el que esa mirada felina se había posado en mí cuando lo habíamos recibido. Bajo aquella fachada de perfección que siempre vestía, tras la estela de brillo que parecía dejar a su paso, escondido en esas sonrisas amplias y joviales; ahí estaba. No sabía muy bien de qué se trataba aún, sin embargo, supe que no debía dejarlo pasar. Además, ¿desde cuándo me prestaba tanta atención?
—No se preocupe, milord —le contesté—. No acepto caridad, y menos si esta es deshonesta.
Percibí al instante que mi ataqué no le había sentado bien por la forma en la que levantó sutilmente los hombros. Su semblante, al contrario, permaneció inmutable. Se limitó a retirar la oferta de su brazo de la manera más elegante que encontró y comenzó a andar.
Debía admitir que, si mi lengua era mordaz de por sí, cuando me esforzaba, esta se convertía en un acero tan filoso que podría rebanar hasta la coraza más inquebrantable. Y eso es lo que estaba haciendo. Quebrantar la careta que el hombre que caminaba a mi lado nunca olvidaba en casa. No era ilusa, era consciente de que no iba a ser tarea sencilla, se trataba de un arte que el conde llevaba puliendo más tiempo del que seguro sería capaz de reconocerme jamás. Sin embargo, era la única manera de conseguir que flaquease.
De conseguir respuestas.
Encima, contaba con la ventaja de que el jardín trasero de nuestra residencia campestre no era otra cosa que inmenso. Eso me proporcionaría tiempo suficiente para intentarlo.
—Milord —lo llamé, provocando que girara la cabeza para observarme—. No he recibido noticias suyas tras nuestra salida.
La amarronada ceja derecha de Eric se alzó, denotando incredulidad.
—Bueno, no pensé en ningún momento que usted deseara recibir nada de mí. —De nuevo aquella sonrisa soberbia le poseyó los labios—. Además, no puede exigir algo que usted jamás haría.
—No es que me queje de no haber recibido noticias suyas —dije sosegada, sin permitir que su provocación me afectase. Yo también sabía jugar al juego de la indiferencia—. Créame, han sido las mejores semanas de este año.
—¿Entonces por qué ha sonado como un reproche?
—Porque ya que fue usted el que nos embarcó a ambos en esta insensatez, al menos debería tener la decencia de informarme, de tanto en tanto, de sus movimientos. —Me armé de valor para proseguir, sabiendo que estaba a punto de cruzar límites que no deberían ser cruzados—: No me gustaría verme relacionada con usted si resulta que sale a la luz que en sus tiempos libres se dedica a derrochar su fortuna en un burdel cualquiera.
Eric Beckford era muchas cosas, pero no el tipo de hombre que acababa de insinuar que era. Pero también sabía que no había cosa que le molestase más a aquel hombre que difamaran el apellido de su familia por culpa de las acciones de su incontrolable hermano menor.
Las facciones de Eric, ya ásperas cuando se hallaban relajadas, se acentuaron, otorgándole un aura aterradora. Sin embargo, el torbellino de emociones iracundas que atravesó su rostro en cuestión de segundos se vio aplacado por una mirada que me hizo sentir una culpa inconmensurable en mi interior. Una mirada de rendición, que lo despojó de todo el buen humor que había reunido para enfrentarse a su estadía en nuestra residencia; que me hizo ver que estar a mi lado le sobrepasaba. Que era una batalla que no podía seguir luchando.
—Seguro que las mujeres de un burdel cualquiera poseen más empatía que usted —Eric no se contuvo—. El tener sentimientos es algo que, desde luego, brilla por su ausencia en usted, señorita Darlington.
No pude evitar sentirme herida.
—No se atreva a hablar de virtudes, cuando las suyas no son más que puro teatro, milord —intenté no levantar la voz—. Al menos yo me muestro tal y como soy, no como una pretensión de lo que me gustaría llegar a ser.
Eric tensó la mandíbula, dolido, y apartó la mirada.
—Si me disculpa, debo ir a cambiarme para salir a cazar —se despidió, con los ojos clavados en algún punto en la lejanía, sin vacilar.
Se dio media vuelta y, antes de irse, volvió a tomar la palabra:
—Cuando salga de su burbuja, quizás entienda que no todos gozamos de ese privilegio.
Y se marchó, no sin antes intercambiar algún saludo con los caballeros que nos seguían en la caminata o dedicarles la más veraniega sonrisa a las señoritas y ladies que nos acompañaban. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no mostrar lo descompuesta que me había dejado esa discusión.
Terminé el paseo y corrí hacia mis aposentos, obviando las insistentes preguntas de Wendy que, como de costumbre, no había pasado por alto la atmosfera que nos había rodeado al conde y a mí.
Necesitaba librarme del nubarrón que no dejaba de atosigarme la mente, necesitaba aire, necesitaba respirar.
Por lo que me apresuré a los establos, en busca de mi yegua favorita. Nada me hacía sentir más yo misma que la libertad de cabalgar a través del viento. Y supuse que todos mis problemas se atenuarían con el silencio del bosque.
Nada más alejado de la realidad.
Solo que aún no lo sabía.
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