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10: Tira y afloja

No me había dignado a proferir palabra desde que había puesto un pie fuera de mi hogar. Me hubiese gustado pensar que Eric, rezumante a mi lado, estaba respetando mi voto de silencio porque sabía que me había forzado a salir, sin embargo, ese era un pensamiento pretencioso. Lo sabía.

Simplemente se trataba un hombre que, para mi desgracia, sabía leer con facilidad el estado de ánimo de quienes lo rodeaban, por lo tanto, era consciente de que, si era él el que intentaba entablar conversación primero, solo iba a recibir negativas por mi parte. Así que se estaba limitando a ser paciente. Y que luciera tan apacible ante una situación que quería que fuese incómoda para él me estaba crispando los nervios.

Por lo tanto, solo fui capaz de mantener mi empeño de no dirigirle la palabra sin que mi temperamento explotase hasta que terminamos de comer y nos subimos en su carruaje, rumbo al recinto donde se celebraba la carrera.

El detonante fue un cándido comentario que le hizo a mi dama de compañía sobre el buen tiempo con el que gozábamos aquella jornada.

—¿Es acaso usted humano, milord? —dije, mirándolo de manera directa a los ojos.

Eric me devolvió el gesto, con su recurrente semblante serio, pero que siempre dejaba entrever lo que disfrutaba sacándome de quicio.

—Casi me había olvidado de que era usted mi acompañante en el día de hoy y no esta bella dama. —Helena, sentada a mi lado, se revolvió ruborizada ante las palabras del conde.

Dentro de mí, en cambio, se revolvió la ira.

—No sé cómo lo hace, pero siempre se las arregla para agriarme el humor —le sonreí de la manera más despectiva que encontré.

—¿Acaso le pone celosa que halague a otras mujeres en su presencia, señorita Darlington? —La sonrisa lobuna que poseyó su rostro me provocó escalofríos.

Analicé el calor iracundo que había corrido por mis venas hacia unos instantes y llegué a la conclusión de que lo había provocado aquella manera mordaz de descolocarme siempre que se le presentaba la ocasión. Nada de celos. Esa no era una emoción que yo pudiera sentir por alguien como él.

—Que considere que algo de lo que usted haga pueda llegar a ponerme celosa no es más que otra prueba de la desmesurada estima que se tiene a sí mismo, milord —lo ataqué—. Por si no se ha percatado, mi enfado lleva prolongándose varias horas. Concretamente, desde el momento en el que se presentó en mi casa, confabuló con mi madre y me sacó a rastras de ahí.

—Y yo que pensaba que no me dirigía la palabra porque los nervios de la primera cita se lo impedían —dijo, de manera juguetona—. ¡Ingenuo de mí!

No permitió tan siquiera que el fantasma de una sonrisa le poseyera los labios, pero sus ojos brillaban con el resplandor de un niño que se regocija ante la idea de tramar la más endiablada travesura.

—Milord, ambos sabemos por qué me hallo aquí sentada, y no es por el puro placer de su compañía —aclaré, aunque la situación no necesitaba ser aclarada para ninguno de los dos—. Sin embargo, dígame, ¿cuál es su motivo?

Todavía no entendía la razón por la que él, un conde que, seguro, atesoraba su tiempo como el mayor de sus bienes, había gastado todas y cada una de sus mañanas en intentar reunirse conmigo. Algo no encajaba.

—La gente empezaba a murmurar que usted había perdido el interés en mí a raíz de la reaparición de su ex prometido —declaró sin titubear.

Sus palabras dejaron un manto de oscuridad sobre él que no pude comprender.

—¿Entonces debo interpretar su repentina insistencia como la respuesta a un mero rumor o como la fragilidad del ego masculino ante la posibilidad de ser humillado públicamente? —comenté, fingiendo desinterés mientras miraba por la ventana.

Sabía perfectamente que al hombre que tenía enfrente le traía sin cuidado la opinión de la gente, pues, de otra manera, nunca me hubiese propuesto embarcarme con él a bordo de semejante insensatez. Sin embargo, había algo dentro de mí que no me permitía desaprovechar la oportunidad de intentar provocarle de la misma manera que él hacía conmigo.

Noté como Eric se pasó la mano por aquel pelo dorado, siempre tan bien peinado, provocando que se le alborotara con sutileza.

—Es usted desoladora cuando quiere —fue su única respuesta.

El no obtener una contestación a la par de mi comentario me descolocó, lo que me llevó a volver a reposar mi atención en su persona. En aquel momento era él el que había encontrado cobijo en el paisaje que brindaba una de las ventanas del carruaje.

No pude formarme una opinión clara sobre su estado de ánimo, pues, había adoptado la expresión estoica que siempre usaba cuando no deseaba ser molestado. Lo único que pude analizar fue su perfil, presidido por aquella nariz recta, ligeramente curvada hacia la mitad. La grandeza de su cuerpo era imponente incluso estando sentado.

Era la primera vez que sentía que uno de mis ataques le había logrado molestar de verdad, sin embargo, no estaba experimentando la satisfacción que debería haberme causado esa victoria. Por algún extraño motivo, el resto del trayecto se colmó de un silencio perturbador, que deseé que fuera asesinado innumerables veces por el comentario más hiriente que el conde pudiese dedicarme. Supuse que solo me sentía cómoda dentro de la relación condescendiente que habíamos construido con el paso de los años.

Cuando, por fin, el carruaje se detuvo y las puertas de este fueron abiertas la tensión, que ni siquiera había notado apelotonarse sobre mis hombros, se disipó. Helena se apeó del vehículo con la ayuda del cochero y Eric la siguió.

Yo fui la última en ponerme en pie. Sacudí un par de veces el vestido azul cielo que vestía con el fin de deshacerme de las arrugas que pudiese haber adquirido durante el viaje y, al hacer esto, no presté realmente atención a la mano a la que me agarré para bajar del carruaje. No hasta que me di de bruces con unos ojos felinos que habían recuperado el resplandor de toda su maldad, si es que este se había esfumado alguna vez.

El calor de su mano traspasó la seda que protegía la mía y me atraganté con mi propia saliva al darme cuenta de que esa sensación no me disgustaba.

El contacto duró los segundos que tardé en bajar el último escalón que me separaba de la tierra batida, pero no pude deshacerme del fantasma de su tacto hasta que estuve sentada en uno de los tres palcos que rodeaban la pista donde se iba a celebrar la carrera.

El recinto era amplio y ovalado, pensado para que los caballos pudiesen correr sin tropezarse los unos con los otros. No era la primera vez que visitaba un hipódromo, pues ver ese tipo de carreras había sido uno de los pasatiempos favoritos de mis progenitores cuando padre aún vivía. Madre todavía hacía alguna visita esporádica, sin embargo, aunque no lo había manifestado, sabía que para ella ya no era lo mismo. Sin nadie que le crispara los nervios cada vez que perdía una apuesta, la diversión se había desvanecido.

Yo solía acompañarla cuando se decidía a ir, por lo tanto, ni la jerga utilizada, ni la manera de apostar me resultaban desconocidas. Así que lo primero que había hecho al llegar, en un intento desesperado de mantener la cabeza ocupada en otra cosa, había sido enterarme de quién era el favorito y apostar una pequeña suma de dinero a su favor. Por lo tanto, ahí me encontraba, lista para la carrera, con el papel que iba asegurarme la victoria en mano.

—No he parado de recibir visitas —habló de repente mi acompañante, catapultándome bruscamente fuera de mi mente.

Miré a Eric algo confundida, sin estar muy segura de qué estábamos hablando.

—Quería saber por qué he sido tan insistente —volvió a tomar la palabra—. Desde el baile de los Harston no he parado de ser incordiado por ladies que quieren mostrarme lo deslumbrantes que son sus hijas en cualquier actividad considerada extravagante. Una tortura, se lo aseguro.

Imaginarme una gran fila de mujeres haciendo cola solo para demostrarle al conde que sabían recitar poesía mientras hacían malabares me resultó una escena de lo más cómica, pero no me permití reír.

—¿Y ha decidido que el mejor lugar de todo Londres para escabullirse es mi casa? —pregunté con ironía.

Sus ojos me escrudiñaron sin piedad.

—Sé que no hay cosa en el mundo que deteste más que mi presencia —comenzó a decir—. Por lo tanto, si tengo que rehuir de un castigo que usted me ha traído, tenga por seguro que no se me ocurre mejor sitio en el que estar que a su lado.

Contuve el aliento y me obligué tranquilizarme para no abofetearle en aquel mismo instante con el fin de borrarle esa sonrisa tan insolente que me dedicaba.

Casi se me había olvidado, con toda aquella patraña en la que nos habíamos sumergido, de con quién estaba tratando. Yo no había llegado a despreciar a Eric Beckford sin razón, él se lo había buscado, con cada acción, con cada palabra que me había dirigido a lo largo de los tres últimos años. Era el tipo de hombre que, si el trato que habíamos hecho empezaba a dejar de beneficiarle, se encargaría personalmente de buscar las artimañas necesarias para que yo tampoco pudiese hacerlo.

Sin embargo, por algún motivo, esa revelación se anudó en mi estómago y no me sentí capaz de poder digerirla con facilidad. Quizás debido a que, por momentos, quería pensar que el tipo que tenía delante no se asemejaba tanto a la imagen despiadada que me había forjado sobre él.

—Empiezo a creer que se siente con más potestad sobre mi estado de ánimo de lo que debería, milord —le ataqué, levantando un muro inaccesible entre ambos.

Hasta ese momento no me había percatado de lo relajada que había logrado encontrarme en su presencia, de lo baja que había tenido la guardia.

—Solo juego con las migajas que usted me da, señorita Darlington —musitó él malhumorado.

El color de sus ojos había oscurecido.

No recordaba cuándo había sido la última vez que nos habíamos peleado tan fervientemente. Tal vez, en la temporada previa.

La tempestad de discordia que se avecinaba sobre nosotros se vio interrumpida por el pistoletazo de salida que anunciaba el inicio de la carrera. Ambos desplazamos la atención al circuito, postergando la pelea, pero sin dejar de tenerla en mente. Fue como firmar un armisticio de unos cuantos minutos.

Para mi más amarga desgracia, el caballo favorito, por el que había apostado, se torció una pata en medio de la última curva. El público enloqueció, incluyéndome. Odiaba perder, herencia de la vena competitiva de Elisabeth y Benjamín Darlington, por lo tanto, me daba igual si faltaba a la compostura y a los modales, pues la efervescencia de la emoción producida por la apuesta siempre se imponía a ellos.

El ganador fue el jinete que montaba al número diecisiete. Desde entonces, para mí, ese iba a ser el número del diablo.

Me recompuse, volviéndome a sentar en mi sitio y acicalándome el cabello, e intenté que las mejillas no se me colorearan de rojo debido a la vergüenza de haberme comportado de una manera tan indecorosa y soez frente a un hombre que podría jugar esa baza contra mí a partir de aquel instante.

Miré de reojo a Eric, el cual había permanecido sin moverse de su asiento durante toda la carrera. Lucía apacible mientras sonreía de medio lado. Eché un vistazo al papel que estrujaba entre sus dedos.

Diecisiete.

Aquel maldito hombre era el mismísimo Lucifer.

Mi gesto no pasó desapercibido a sus sentidos, tan agudos como siempre, por lo que no tardó en clavar sus pupilas en las mías.

—Veo que hoy no es su día —comentó, rebosante de soberbia y arrogancia.

—No intenté jactarse de mí por un simple golpe de suerte —le reproché.

Parecía ser que su reciente victoria le había devuelto aquel buen humor tan insufrible que poseía, pues se atrevió a decirme:

—Yo no dejo nunca nada a manos del azar, señorita Darlington. Solo apuesto si tengo la certeza de que voy a ganar.

Por supuesto, las comisuras de sus labios se curvaron en una media luna tras esto.

—Es imposible que supiera qué caballo iba a salir victorioso —le rebatí—. El diecisiete ni siquiera estaba entre los cinco favoritos.

—No me fío de las estadísticas, solo de mi instinto y buen ojo —argumentó—, el favorito llevaba arrastrando la fisura de la pata trasera unas cuantas carreras. Los otros cuatro no tenían manera de ganadores. El diecisiete, al ser el caballo más joven, era la apuesta más segura.

Su lógica no tenía ningún tipo de fundamentación, ¿cómo podía descartar a cuatro caballos que estaban en racha solo porque «no tenían manera de ganadores»?

—Puede que esta vez su instinto haya dado en el clavo, pero eso no le asegura que siempre vaya a ser así.

Vi a aquellos ojos ambarinos reírse de mí.

—Creo que, si en mis veintiocho años no me he equivocado nunca, le puedo tener algo de confianza. —Apreté los dientes, era un pretencioso.

Mi lengua cobró vida, debido a la rabia que había estado reprimiendo en mi interior desde antes de que diera comienzo el espectáculo, y, sin poder contenerme, me hallé a mí misma formulando una cuestión que debería haberse quedado sin resolver:

—¿Entonces por qué apostó por mí?

Todo el gran cuerpo de Eric se tensó, sutilmente, pero lo hizo. Sus párpados se abrieron, al tiempo que ambas cejas se le levantaban, delatando la impresión que le acababa de causar mi pregunta. Era la primera vez que algo de lo que yo decía lo pillaba con la guardia baja, sin poder disimular en el rostro lo que se le pasaba por la mente.

—En la fiesta de los Harston —puntualicé—. Si dice que usted solo hace apuestas seguras, ¿por qué apostó a mi favor? Ni siquiera sabía si era verdad que yo podía disparar.

La expresión del conde se tornó seria, impasible, como si contestarme le supusiera contener una lucha interna con la que no podía lidiar.

—Aposté por usted porque siempre supe que ganaría.

Esa vez fui yo la que no pudo disfrazar el asombro que me había causado lo que acababa de escuchar. Sus palabras hicieron eco en mi interior, despertando un calor amable que apaciguó el fuego del enfado. Enmudecí.

Eric había desviado la mirada hacia el circuito, con una expresión enigmática que había enterrado la arrogancia y prepotencia con la que siempre se vestía estando a mi alrededor.

—Al fin y al cabo, nos guste más o menos, somos socios —añadió de manera despreocupada—. Debemos tenernos confianza.

Eso no era nada nuevo. Desde que habíamos pactado nuestra colaboración, él no había dudado en intervenir a mi favor en cada ocasión que lo había requerido. Era un hecho irrefutable.

La tarde pasó rápido, con unas cuantas carreras más, en las cuales yo no aposté, ya que no me encontraba de humor. Eric, en cambio, ganó todas y cada una de ellas. Era el mayor depredador con el que me había topado nunca, allá donde iba, arrasaba todo a su paso.

Una vez en el carruaje de vuelta a casa, no podía dejar de darle vueltas a un último interrogante que tenía la certeza de que no me iba a dejar pegar ojo en toda la noche. Si es que lo acontecido aquel día no era ya suficiente para mantenerme en vela.

El conde volvió a ayudarme a bajar del vehículo personalmente.

La atmósfera entre ambos se había terminado de enrarecer tras mi arrebato de curiosidad impertinente. Él había aparentado comportarse con la grandilocuencia que acostumbraba, sin embargo, no había logrado que ninguno de los dos nos lo termináramos de creer. Tampoco tenía muy claro qué era lo que se había escurrido sobre nosotros para sentir aquella incomodidad que me inquietaba desde la punta de los pies hasta el último pelo de mi cabello castaño; no se asemejaba a ninguna emoción que hubiera podido experimentar con anterioridad.

El ocaso empezaba a caer sobre los hogares que adornaban el paisaje, Helena se hallaba en el umbral de mi morada, esperando a que llegase a su lado. Sin embargo, había algo que necesitaba solventar antes de poner fin a aquella salida tan desastrosa.

Supe, en el instante en el que me giré y abrí la boca, que me arrepentiría del acto que estaba a punto de cometer, sin embargo, nunca me había llevado bien con la incertidumbre.

—Si no hubiese acertado a la diana —hablé, los ojos de Eric, resplandecientes debido a la puesta de sol, no tardaron en encontrar los míos—. ¿Qué es lo que me hubiese pedido?

El silencio se hizo entre nosotros durante unos interminables segundos. Por un instante me pareció que el hombre que me enfrentaba se convertía en el fantasma de un cadáver, derrotado y sin fuerzas, que no había sido capaz de recomponerse tras la batalla que habíamos luchado durante la jornada.

Pero esa visión no fue más que un espejismo, pues, en lo que dura un parpadeo, la endemoniada sonrisa de Eric volvió a estar presente en él y su fachada permaneció pintada de la más reluciente confianza.

—Nada —aseguró—. No llegué a pensarlo. Siento decepcionarla.

Dicho esto, se subió al carruaje y este se puso en marcha.

Yo me quedé un momento observando cómo partía el hombre que mejor dominaba la mentira de toda Inglaterra.

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