1: Némesis
Londres, 1817
—Madre, ¿cuándo voy a poder dejar de asistir a estos bailes sin sentido? —Mi voz resonó por toda la habitación mientras Helena, mi doncella personal, me apretaba el corsé con fuerza.
Los preciosos ojos aguamarina de mi querida madre no se despegaron ni un segundo de los dos vestidos que había extendidos sobre el colchón mientras me contestaba con monotonía:
—Cuando encuentres esposo, querida.
Resoplé.
—No quiero encontrar uno.
—Entonces, hasta el día de mi funeral, tendrás que seguir atendiendo a bailes.
Escuché cómo Helena ahogaba una carcajada y la fulminé con la mirada a través del espejo.
Esa situación ya se había convertido en rutinaria a lo largo de los tres últimos años, por lo que sabía que enfrascarme en una discusión con mi progenitora, para intentar escabullirme de mis responsabilidades sociales, era una batalla perdida. Acababa tocada y hundida como la Armada Invencible. Sin embargo, aún conservaba la esperanza de que, en algún momento, a mi madre le pudieran los nervios y pusiera fin a aquella sempiterna búsqueda.
No iba a casarme. Jamás. La muerte lucía más atractiva en contraposición al yugo del matrimonio con un hombre que me ninguneara por el resto de mis días. Pensamiento cortesía de la vena dramática que mi madre me había traspasado.
—En ese caso, ya debería empezar a vestir el luto —murmuré con resignación.
Para mi desgracia, nada escapaba a los oídos de Elisabeth Darlington.
—Ves, es ese tipo de humor tuyo, querida, el que espanta a los hombres —contestó mientras se ponía a mi lado.
—Lo que los espanta —la contradije—, es que una mujer sea más desenfadada que ellos. Además, sabes que me consumiría compartir mi vida con alguien insulso, ¿es eso lo que quieres para tu única y amada hija?
Percibí como las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba sutilmente.
—Nada me horrorizaría más —concordó conmigo—. A excepción de tu soltería —terminó, consiguiendo que pusiese los ojos en blanco.
Fui a abrir la boca para protestar, pero mi madre posó las manos sobre mis hombros, dedicándome una tierna mirada a través del espejo.
—Mírate —volvió a tomar la palabra—. Eres una mujer hermosa, fuerte e inteligente, tu padre estaría orgulloso si pudiese verte. —Noté el dolor en sus palabras—. Solo quiero tu felicidad, Margot, no hay nada que deteste más que verte encerrada en ti misma por lo que pasó.
Mis hombros se tensaron por acto reflejo ante aquel comentario.
—Madre —dije, enfrentándola—. Ese incidente no tiene nada que ver con mi decisión. Y no puedo ser más feliz, así, sola.
Lo que acababa de decir no era del todo mentira, quizás todo lo acontecido hacia tres años sí que había influido en cómo me sentía respecto al matrimonio, sin embargo, estaba cómoda y feliz con mi elección. Había sido capaz de darme cuenta de que mi vida podía ser igual de plena sin la presencia de un amor incondicional como el que mis padres habían tenido la suerte de encontrar. Porque lo insólito era poder hallar ese tipo de afecto respetuoso, puro, que ellos se habían profesado hasta el momento en el que mi padre dio su último aliento. Una sola temporada londinense había bastado para demostrarme ese hecho.
Los delicados y finos dedos de mi madre me acunaron el rostro.
—Nunca des tu felicidad por sentada, querida. Algún día mirarás hacia atrás y te darás cuenta de que tu vida no ha sido tan dichosa como pensabas.
No tuve, como siempre, el corazón de decepcionar a esa mirada turquesa que me transmitía tanto amor.
—Helena, me pondré el azul —declaré, rindiéndome.
Una gran sonrisa iluminó la cara de mi madre por completo.
—¡Fantástico! —Juntó las palmas de las manos en un movimiento—. Margot, cariño, esta noche va a ser especial. Lo siento en los huesos.
""
Ni siquiera en mi primera temporada me había sentido cómoda en los bailes. Y cuando la emoción de ser partícipe en la vida social de alta esfera londinense se esfumaba, no quedaba nada de magia en que una serie de hombres que se autodenominaban «caballeros» quisieran bailar contigo. Y menos cuando sabías que la mayoría solo estaban interesados en tu estatus.
Para mi suerte, padre había sido el grandísimo lord Darlington, duque de Cambridge, muy prospero gracias a su avispada mente para los negocios –algo que me enorgullecía haber heredado de él–. Ese título, que por el momento ostentaba mi madre, algún día recaería sobre los hombros del que fuese el afortunado de tenerme como esposa. En conclusión, era un premio que ganar a los ojos de casi todo el mundo. Incluso con el escándalo que arrastraba.
El dinero era poder y el poder lo era todo.
Me acerqué la copa a los labios, tan absorta en mis pensamientos, que no me percaté de la presencia que se colocó a mi lado hasta que esta habló:
—Como siempre, lleva un vestido espléndido.
No pude disfrazar la alegría que sentí al reconocer la voz de mi salvadora.
—Siento no poder decir lo mismo, señorita Fernsby.
—Oh —sobreactuó la voz de la joven—, no creo que pueda volver a mostrar la cara en público después de tal humillación.
Miré de soslayo a la pelirroja.
—La extrema sensibilidad es muy poco atractiva si lo que pretende es encontrar marido.
—Y la excesiva arrogancia la hará parecer una frígida ante los ojos de esos encantadores caballeros.
Ambas nos miramos con complicidad antes de sumergirnos en mar de carcajadas.
—Menos mal que has venido, Wendy. Sabes que los eventos sociales sin ti se me hacen tremendamente insoportables.
—Creía haberte escuchado decir que el baile de la semana pasada sería al último que asistirías —se mofó—. Algo así como: «Prefiero romperme una pierna a tener que volver a pasar por esta tortura».
Reprimí la burla, infantil e inapropiada, que estaba a punto de dedicarle a mi amiga, Wendolyn Fernsby. La única persona en el mundo que lograba comprender cómo me sentía y compartía mi punto de vista: éramos demasiado inteligentes para anularnos a la voluntad de un varón.
Cuando estábamos juntas, pocos eran los hombres que se aventuraban a dirigirnos la palabra, pues, no tardábamos mucho en herirles el orgullo. Al parecer, que dos jovencitas supieran sobrellevar el hilo de la conversación, independientemente del tema, mejor que muchos letrados, no era plato de buen gusto.
—Ya sabes cómo es lady Darlington —comenté—. No desistirá hasta verme bajo el brazo de algún apuesto pretendiente, aunque, bueno, creo que llegados a este punto se conformaría con tan solo verme hablar con uno más de veinte segundos.
Wendy rio, provocando que las pecas resaltaran sobre sus mejillas. Era una joven verdaderamente atractiva, con esa mirada azul como el océano y el pelo rojizo que avivaba su tez blanca como el marfil. A veces, estando a su lado, me avergonzaba mi propio aspecto. Comparada con ella, no había nada que resaltara en mí a excepción del color de ojos que compartía con madre.
Esa noche vestía un precioso vestido amarillo que resaltaba muy bien todos y cada uno de sus atributos. Estaba segura de que no había pasado desapercibida ante la vista de ninguno de los presentes, pese a que dudaba que alguno hubiese tenido la valentía de admirarla por segunda vez.
—Adivina cuántos nombres hay escritos en mi carné. —Wendy levantó la muñeca para enseñar el trozo de papel que colgaba de esta.
—Pues, sabiendo que nada heriría más tu orgullo que el saltarte la tradición que tú misma te has impuesto en estos tres últimos años, diría que uno, ¿me equivoco?
Las dos sabíamos que estaba en lo cierto, pues era ya conocido por toda la alta sociedad el hecho de que la señorita Fernsby solo bailaba una pieza por noche. Para muchos debatir sobre quién sería el afortunado era la llama que mantenía vivo el interés de las conversaciones.
En cambio, yo era popular por no haber concedido ni una sola canción a nadie desde hacía ya más de dos años. Y no porque no me las hubiesen pedido –algunos nunca perdían la esperanza–, o porque no supiese bailar. Tan solo me reservaba el placer de ver la desilusión en los ojos de los que se atrevían a proponérmelo. No encontraba nada más placentero que socavar el ego de un hombre.
—Sí —afirmó la pelirroja—. Bailaré con lord Craston. Llevo dándole largas unas cuantas semanas, pero hoy me he levantado generosa frente a su irritante insistencia.
Esbocé una sonrisa.
—Qué Dios sea misericordioso con sus pies —bromeé.
—Amén —concluyó ella chocando su copa con la mía.
Seguimos charlando de forma amena hasta que Wendy se despidió de mí para ir a darle su merecido a ese tal lord Craston en la pista de baile. Siempre conseguía dar los mejores y más sublimes espectáculos.
Sin embargo, la paz en la que me hallaba sumida mientras observaba la escena se vio perturbada por la inminente presencia de mi madre. No tuve tiempo de maniobra para escapar.
—Cariño, aquí estás —exclamó—. Te he estado buscando desesperadamente, ven conmigo, lord Duxbury tiene mucho interés en conocerte.
Madre hizo un sutil gesto de cabeza que guió mi mirada hacia un joven, de no más de dieciocho años, que me saludó de manera bastante vergonzosa.
Forcé una sonrisa.
—Madre, ¿entre todos los hombres de la sala, has tenido que escoger a un niño? —le reproché susurrando.
—Tan solo eres cuatro años mayor que él —contestó ella con resignación.
—No pienso hacerlo —musité.
Si mi progenitora no hubiese poseído unos modales más que excelentes, en ese mismo instante, me habría cogido de la oreja y arrastrado hacia aquel muchacho que no apartaba la vista de mí. No obstante, era una dama de una cierta edad a la que le precedía una reputación impecable, por lo que se limitó a entrecerrar los párpados, lanzándome una amenaza silenciosa.
—Vas a conseguir que los nervios acaben con tu pobre madre —dramatizó.
Iba a contestarle cuando una voz, profunda y desenfadada, se alzó tras mi espalda.
—Su hija es capaz de acabar con los nervios de cualquier persona que se proponga, lady Darlington.
Las pupilas de mi madre se iluminaron de repente, olvidando por completo nuestra pequeña riña. Solo existía una persona en todo Londres capaz de provocar que una mujer tan obstinada como ella cediera en su empeño utilizando una selección de palabras tan inapropiadas como su presencia.
—Lord Beckford, que alegría volver a verle —lo saludó entusiasmada.
La razón principal por la que aborrecía los bailes.
—Lo mismo digo —respondió con encanto.
El hombre que lideraba mi lista de personas a las que evitar.
—Y tiene razón, mi hija suele ser demasiado testaruda —reafirmó mi madre.
El único que era capaz de despertar verdadera aversión en mi corazón.
—No se preocupe, es uno de sus mayores encantos —se mofó de manera elegante.
La sonrisa de madre se ensanchó todavía más si era posible.
—Nadie ha pedido vuestra opinión —salté en mi propia defensa mientras daba media vuelta con el fin de enfrentar aquellos ojos ambarinos que sabía con certeza que me esperaban, arrogantes, como todo él.
—Yo también me alegro de verla, señorita Darlington.
Ahí estaba.
Mi némesis.
Eric Beckford.
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