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0: La esmeralda

Londres, 1814

La sala se encontraba a rebosar de gente.

El murmullo se esparcía por el lugar como pólvora inflamable que ha sido expuesta al sol abrasador de julio durante demasiado tiempo, mas ninguna de las conversaciones que lo conformaban despertaba su interés.

Se encontraba parado, con un vaso de champán burbujeante en la mano, el cual no había sido capaz de complacer sus exigentes papilas gustativas. No tenía muy claro por qué había acabado asistiendo a aquella velada tan monótona y sin gracia, llena de petulantes lores de ego descomunal y de ladies cuyo único propósito era emparejar a sus hijas solteras en edad casadera.

Decidió que saludaría a los anfitriones de aquel baile y, suponiendo que lady Harston no lo avasallara demasiado para que le prestara atención a la mayor de sus hijas, la cual carecía de cualquier encanto que se preciase; no tardaría en irse.

Los pensamientos sobre la planificación de su fuga de aquel evento social se vieron interrumpidos por la visión de un cuello largo y erguido que, por algún extraño motivo, apresó su atención de inmediato.

La dueña de aquella figura tan elegante se encontraba de espaldas, llevaba el pelo castaño recogido en un moño alto con decoraciones perladas que le hacían parecer aún más alta de lo que ya era y portaba un vestido color turquesa que, pese a no casar del todo bien con la tonalidad de su piel, dejaba entrever sus omoplatos de manera distinguida.

Sin embargo, lo que más lo impresionó fueron las palabras que pronunció la misteriosa muchacha, utilizando un tono de lo más afilado:

—Kant no es más que un pretencioso —decía esta con confianza, sin importarle que los dos hombres con los que discutía le doblasen la edad—. No se puede justificar que se debe hacer el bien, por el mero hecho de que es lo correcto; es una visión de la moral absurdamente plana y conformista.

Tuvo que morderse la lengua para conseguir aguantar la risa descontrolada que amenazaba con trepar su garganta; no podía estar más de acuerdo con aquella señorita.

A escondidas, terminó de escuchar el acalorado debate que estaban manteniendo, dándose cuenta con rapidez de que los caballeros no tenían nada que hacer contra ella, pues su argumentación era brillante.

Al finalizar, la chica se quedó unos minutos rumiando como le acababan de ningunear dos pazguatos que no tenían ni la más remota idea de lo que hablaban, por el mero hecho de ser una mujer. Desde su posición, creyó ver humo salir de sus orejas.

Pese a la gracia que le causó la situación, pensó en que ya había obtenido suficiente diversión de manera ajena a él, por lo que se dispuso a dar media vuelta y a proseguir con su plan de huida de aquel, ya no tan insulso, lugar. Pero, un par de ojos del verde más fulgurante lo detuvieron.

Ella lucía un acentuado ceño fruncido a causa de las malas formas en la que sus contrincantes habían abandonado el debate, mas sus facciones, alargadas y soberbias, resplandecían con un brillo inexplicable que le hizo pensar que se encontraba ante una preciosa gema. Era la criatura más hermosa que jamás hubiese visto.

—Qué ego más frágil tienen algunos—escuchó murmurar a la muchacha al pasar por su lado, sin tan siquiera dedicarle una mirada de soslayo.

Se encontró a sí mismo sonriendo a causa de ese comentario.

Entonces lo supo.

Si no quería acabar pidiéndole un baile a la que, con peligrosa facilidad, se podría convertir en su perdición, debía mantenerse alejado de aquella señorita.

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