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12

El rugido del agua corriendo es lo primero que escuchamos después de salir del pequeño refugio. Es como un eco constante, reverberando entre las rocas lisas por su paso diario, aunque a la vez muy relajante. Para mí escuchar el agua es como sentir que estoy en casa. Después de todo, eso es lo que tiene vivir en la costa. A otros, sin embargo, les fascina sobremanera.

–Hala –murmura Ethan por detrás de mí, sus ojos abiertos como platos–. Es... ¿eso suena así todo el rato?

Me río levemente por la ignorancia de Ethan. Se nota que no vive cerca de la costa, ni tampoco ve ríos a menudo, al parecer.

–Todo el rato, sin descanso. –respondo con una sonrisita, dándome la vuelta para contemplar a un Ethan asombrado.

Bruno, al lado de Ethan, se detiene un segundo, cerrando los ojos, como si quisiera absorber cada nota del sonido que nos envuelve.

–Es como la música, ¿no os parece? –susurra.

Me quedo en silencio durante un instante, observándolos. Resulta un poco triste darse cuenta de que lo dicen en serio, y que realmente les fascina porque no están acostumbrados a esto. Para mí, el agua es algo tan cotidiano que casi parece una extensión de mi propia vida. Siempre está en mi memoria, en cada rincón y pedacito de infancia que recuerdo: la vista desde mi ventana, el sonido de las olas en las noches tranquilas, incluso el reflejo del sol partiendo su superficie desde la vista en la biblioteca. Para mí, es tan normal como respirar.

Pero para ellos... viéndolos disfrutar como niños pequeños, como si fuese la primera vez que lo contemplan, me hace sentir algo extraña. Me alegra y me llena de orgullo al ver lo que algo tan sencillo como el agua puede provocar en alguien, pero a la vez... hay una punzada de tristeza. Porque si algo tan simple les parece mágico, ¿qué más se han perdido en sus vidas?

–Como una sinfonía de piedras y agua. –responde Mirabel con una sonrisa, devolviéndome al presente.

–¿En serio? –Beatrice pone los ojos en blanco, mirando a Bruno–. Es solo agua. No es para tanto.

–Solo agua –repito con una sonrisa traviesa–. Bea, eres la persona menos poética que he conocido en mi vida.

–Y por ello, la más práctica –responde ella sin dudar–. Lo que sea que haya después del río no va a detenerse a admirar como suena el agua.

Aunque no se lo digo, estoy de acuerdo con ella. Por suerte, Bea está en mi mismo equipo. Muchas veces, me ayuda a centrarme. Tal vez es porque en ella confío más de lo que debería, y siempre sé que su voz va a ser la de la razón, pero me ayuda estando ahí.

. . .

Cuando llegamos al borde del río, nos detenemos un instante, como si alguien hubiese dado una orden silenciosa. Todos contemplamos el terreno por delante, evaluando la situación.

El tronco que atraviesa el río parece mucho más inestable y endeble de cerca. Desde donde estamos, apenas es un puente improvisado, delgado y cubierto por una capa de musgo húmedo que brilla bajo el sol. El agua grisácea corre unos metros más abajo, rugiendo como si demostrara que puede arrastrarnos al menor fallo que cometamos.

–Bueno, esto va a ser divertido. –dice Ethan, con una risita nerviosa que no engaña a nadie. Por muy bromista que sea, cuando las cosas se ponen serias es de los más nerviosos del grupo.

–Si, si con "divertido" te refieres a "probable muerte por ahogamiento" –responde Bruno.

Eso no nos ayuda para nada, Bruno, cierra el pico.

Hago el amago de acercarme al tronco y los demás se hacen a los lados inconscientemente para dejarme pasar. Todavía no me he acostumbrado a estar por encima de ellos, a que me abran paso. Me quedo quieta por menos de un segundo, procesando lo que acaba de ocurrir, pero lo disimulo y sigo adelante. Poso un pie con cuidado en la superficie curva, tan resbaladiza como esperaba. La corriente se arremolina debajo, golpeando insistentemente contra las piedras y las algas del fondo, como si me incitase a arriesgarme.

Podríamos buscar otro cruce, pero los otros equipos probablemente van por delante de nosotros ya, así que no nos podemos permitir perder más tiempo.

Algún desafío tenía que haber, ¿no?

Cada uno de los miembros de mi equipo me observa con detenimiento, tratando de descifrar lo que estoy pensando, supongo. Tienen los rostros imperturbables y eso solo me hace recordar para qué estamos aquí: un simple entrenamiento para hacernos armas frías y eficientes.

Suspiro, preparándome para dar una orden que ellos obedecerán al pie de la letra. Porque así se lo han dicho.

–Tendremos que cruzar de uno en uno –mi voz se abre paso entre el silencio que se había instalado entre nosotros, ese que yo he disfrutado hasta el último momento–. Despacio. Sin mirar abajo.

Mi voz ha sonado firme, más tranquila de lo que me siento realmente. Por lo menos, eso siempre ha sido un punto a mi favor. Ni mi voz ni mi postura me suelen delatar, lo que es mejor siendo capitana. Alguna vez en las otras dos pruebas en las que he estado al mando mi voz ha temblado, y con ello solo he conseguido alarmar a las personas bajo mi mando. Y eso siempre me ha hecho sentir culpable, porque entonces he sido yo quien les ha puesto nerviosos. Por ello, si la cagan, la culpa es mía.

Mirabel se adelanta. Algo que se podría confundir como confianza brilla en sus ojos, pero no es eso. Es lo de siempre, ese pequeño orgullo que aparece de vez en cuando, como si intentase impresionar a alguien, aunque no sé a quién.

Intento detenerla, pero ya está subiendo al tronco con pasos poco decididos y para nada constantes. Por un momento parece que va a resbalar. Mi cuerpo se tensa y me echo hacia delante. Si sigue tambaleándose como lo está haciendo ahora no durará mucho sobre ese tronco, pero si se lo digo la asustaré.

–Mirabel. –digo, advirtiéndole, más nerviosa que nunca aunque tratando de serenarme para no alertarle.

Ella levanta una mano sin mirar atrás.

–Estoy bien. Tranquila, Veynar.

Sigue avanzando lentamente, sus pasos son cada vez más cortos. No sé si el resto del grupo se mantiene mirando, o si están tan tensos como yo. No puedo apartar la vista de sus pies inseguros. Siempre me la juega y se arriesga de más, y aunque soy capitana, nunca he conseguido detenerla.

Definitivamente, no voy a permitir que otro de sus pequeños arranques de orgullo le pongan en peligro. La última vez no acabó bien.

Mirabel continúa avanzando, pero apenas ha cubierto un tercio del tronco cuando se tambalea fuertemente sobre un pie. Resbala, apenas un milímetro, y su cuerpo se inclina hacia un lado. Instintivamente, me echo hacia delante hasta casi tocar el borde del tronco, el corazón golpeándome las costillas desbocado.

–Ahora no. Mantén el equilibrio, por favor. –susurro para mí misma.

Ella corrige su postura casi enseguida, pero eso me ha bastado para saber que no está segura. Su respiración se acelera. Puedo ver como le tiemblan las manos levemente, extendidas a los lados. Y yo... no puedo quedarme quieta más tiempo.

Doy un paso enérgico hasta tocar el tronco, dispuesta a subirme si hace falta, pero Nash pone una mano en mi hombro antes de que pueda acercarme más.

–Déjala. –su tono es bajo, apenas un murmullo. Parece que es el único que entiende ese extraño instinto de Mirabel. Como si tratase de impresionarnos.

Mi primera reacción es apartarlo de un manotazo. No puedo quedarme mirando, no cuando podría hacer algo. Pero entonces recuerdo lo que Xander me dijo una vez hace mucho tiempo.

"Cada uno tiene que superar su límites, a su tiempo. No siempre puedes intervenir, Zaya. No siempre puedes salvar a todos."

Pero decirlo es muy sencillo. Verla ahí, con los músculos tensos, temblando como una hoja y los pasos tan cortos que apenas parecen avanzar me llena de una mezcla de impotencia y culpa. Quiero confiar en ella, porque es mi amiga, pero cada movimiento suyo parece desafíar al equilibro que está logrando mantener.

Y entonces ocurre. El tiempo parece ralentizarse, ofreciéndome una visión aún más escalofriante del momento.

Su pie derecho se apoya mal sobre la superficie levemente curvada, en una parte especialmente cubierta de musgo. Su pierna se dobla ligeramente y pierde el equilibrio. Veo el terror en su rostro de perfil cuando se inclina hacia la corriente, sus brazos agitándose mientras intenta estabilizarse.

–¡Mirabel! –el aullido sale de mi boca antes de que pueda controlarme.

Sin pensarlo dos veces, me lanzo hacia ella, los pies casi flotando encima del tronco. Mis brazos se extienden automáticamente, tratando de darle cualquier parte a la que ella se pueda agarrar. Es un reflejo puramente instintivo, como si el universo entero estuviera gritando dentro de mí: "No la dejes caer".

El primer contacto entre las dos es su muñeca. Su piel está fría y húmeda, como si el agua enfurecida del río ya hubiese reclamado un pedazo de ella. Mis dedos se aferran con toda la fuerza de la que consigo hacer acopio, pero su brazo tiembla y siento como su peso amenaza con arrastrarnos a ambas.

La textura resbaladiza de su piel es una dificultad adicional, como si incluso el destino conspirara contra mí. Mis dedos se deslizan por su muñeca, perdiendo el agarre durante un instante que se me presenta como una eternidad.

No, Me niego a perderla.

Mis dedos encuentran algo más firme: el contorno de su mano, los huesos delicados bajo la piel besada por el sol. Aprieto con todas mis fuerzas, perdiendo ya parte de la sensibilidad en las yemas de los dedos. Tal vez incluso le esté haciendo daño de tanto apretar, pero no importa. No voy a soltarla.

Y probablemente, Los Tres nos estén observando desde algún sitio, pero me da igual. Me da igual como de desastroso quede todo mientras salve a mi amiga.

Los Tres... Solamente de pensar en ellos se me revuelve el estómago. Me imagino sus rostros, sus sonrisas frías y calculadoras como siempre, vigilando y criticando cada uno de nuestros movimientos desde algún lugar. Como si fuéramos piezas de un tablero. Me importa tan poco lo que piensen de nosotros que casi me río en ese momento, una risa que hubiera sido vacía y desesperada. Si este es el espectáculo que querían, que se lo queden. Si mi fracaso les entretiene, que disfruten mientras puedan. Pero no voy a soltarla.

Cuando la agarro con más fuerza, todo parece volver al tiempo real, como si me hubiesen sacado de un trance. Su peso hace que mi hombro cruja y yo grito de dolor. El rostro de Mirabel, bañado en sudor, está a apenas treinta centímetros del mío. Sus ojos oscuros, reflejan el día como si fueran dos espejos rotos. Como si se despidieran de los colores.

Y esos ojos... esos ojos parecen prometerme algo.

Al instante siguiente, siento como mi cuerpo se desliza hacia un lado, el mismo que el de ella. Tardo un segundo en comprender que nos estamos inclinando lentamente hacia la izquierda, el peso de las dos sobre el tronco.

Por un momento, me rindo. Me dejo llevar por su peso. Que nos arrastre a las dos. Porque por un instante, dejo de luchar. No sé si es el agotamiento, la adrenalina, o simplemente la inevitabilidad de todo esto.

Siento el río abajo, llamándome, prometiéndome que todo será más fácil si me dejo llevar. El agua rugiendo se convierte en un canto hipnótico, un susurro que me invita a relajar los músculos y dejarme caer.

Y entonces, su voz. No mirabel. No Nash. Sino Liora.

La pequeña Liora, cuyo rostro se me presenta en la cabeza como si de una imagen se tratase. Y entonces, su voz me habla. No sé si es un recuerdo o si la parte racional de mi mente está tratando de salvarme del abismo, pero la escucho con una claridad que rompe cualquier ruido. Me pide que no lo haga. Que luche. Que no me rinda.

Y de pronto, nos detenemos. Una fuerza firme, poderosa, que tira de mi tobillo hacia atrás antes de que pueda caer junto a Mirabel. Siento la tensión en mi brazo, en mi hombro, y giro la cabeza, temiendo encontrarme a la pequeña Liora ahí.

Pero por suerte, no veo a ninguna Liora, sino a Nash, con el pelo negro echado sobre la frente y los brazos tensos por el esfuerzo.

–No la sueltes. –su voz es grave, urgente como jamás la había escuchado, y en ese momento noto que ha extendido el otro brazo para sostener a Mirabel también.

Entre los dos conseguimos sujetarla. Mirabel se aferra al tronco con una mano y a Nash con la otra, mientras yo mantengo mi agarre en su muñeca.

El rugido del agua es ensordecedor, pero lo único que yo escucho es el sonido constante de mi corazón martilleando en mi oídos.

–¡Súbela, Nash! –le grito, jadeando.

Con un último esfuerzo, Nash tira de Mirabel hacia arriba y yo la ayudo a mantener el equilibrio mientras se arrodilla, respirando entrecortadamente.

Por un instante, todo se queda en silencio. O al menos, así lo siento. Solo estamos los tres, temblando, mientras el río sigue corriendo bajo nuestros pies como si nada hubiese pasado.

Y entonces, un crujido de madera reverbera por el tronco.

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