Capítulo 9: Jaula de recuerdos
Estar manchado de sangre no era nuevo para Derius. A lo largo de su vida había estado lleno de ella de distintas formas. Durante los primeros dieciséis años de su miserable existencia, la sangre que había teñido su piel ajada y quemada por el sol y el frío había sido la suya propia. Después ya no había sido solamente la suya, sino también la de sus contrincantes y enemigos. A veces la de sus amigos. Esta última, gracias a la Madre, la Luz y la Vida, eran las que podía contar con los dedos de las manos al ser las menos frecuentes.
Cuando conoció a Virlik también estaba cubierto de sangre al igual que en su reencuentro. Ahora, en aquella sala del trono, nuevamente profanada por el escarlata fluido vital, también lo estaba. Las únicas diferencias eran que, en su primer encuentro, la sangre era de Derius y había caído sin control de las innumerables heridas y laceraciones que tenía en su esquelético cuerpo de catorce años.
Como esclavo, Derius había estado acostumbrado a todo tipo de vejaciones desde que tenía uso de razón. También a los golpes y, por supuesto, a las palizas más brutales. Más de una vez se había ganado varios latigazos o golpes de fusta por cometer un error como, por ejemplo, tardar más de lo necesario en realizar una tarea, equivocarse en una nimiedad, romper algo sin querer...
Aquel día había sido el hambre lo que le había hecho cometer uno de los errores que más veces se había jurado y perjurado no volver a cometer cuando, a los seis años, lo habían dejado al borde de la muerte. Pero el hambre pudo más. El deseo de calmar el dolor de su estómago vacío venció a todos los razonamientos y a todas las alarmas que saltaron en su cerebro.
Solo quería un bocado. Algo para poder calmar ese dolor que persistía día sí y día también.
A pesar de que su madre le solía dar casi la mitad de su comida, el cuerpo en desarrollo de Derius necesitaba más y más alimento. Ya no eran suficientes las raciones de gachas de avena que les daban para comer por la mañana y la sopa aguada con verduras pasadas y carne o pescado entrando en estado de descomposición.
De niño había sido más fácil soportar el hambre, escuchar en el silencio de la noche el rugir de sus tripas y el de su madre o el de los otros esclavos con quien compartía el cuartucho donde dormían en una estera que rara vez podían cambiar. Ahora, en plena adolescencia, su estómago rugía y protestaba de la mañana a la noche por ello, cuando vio aquellos bollos humeantes rellenos de sabrosa carne en salsa, no solo se le hizo la boca agua ante el delicioso aroma, sino que su estómago pareció cobrar vida y dolerle y gruñirle más que nunca.
Ese día en concreto se celebraba un evento en nombre del príncipe Lysius y los hijos de los nobles habían acudido a palacio como invitados de honor para participar en una serie de juegos en el gigantesco jardín acompañado de un banquete más que digno para gentes tan distinguidas. Derius, junto a otros esclavos, no tenían derecho a acercarse lo más mínimo al lugar y enturbiar la diversión de los jóvenes con su indeseable presencia. Los esclavos no eran personas, no eran seres con derecho a existir sino que eran propiedades. Y no solo eso, también eran insignificantes, feos y malolientes. Vivían porque, aunque fueran parásitos sin derecho a la vida y a la libertad, debían servir a su reino, a su rey y a sus nobles.
Ocupándose de ayudar en la cocina para limpiar todo aquello que le ordenaran los cocineros de palacio, el chico estaba fregando las grandes ollas con las que se habían estado preparando cantidades ingentes de comida cuando llegaron varios camareros con bandejas llenas de alimentos sin tocar y soltado suspiros e improperios.
— La de horas que nos matamos a trabajar cocinando, yendo y viniendo de un lado para otro, para que luego ninguno de esos señoritingos pruebe bocado.
— Es lo de siempre — añadió una joven pinche de cocina que estaba terminando de espolvorear azúcar glasé en unos pastelillos rellenos de mermelada de grosellas —. Están hartos de comer exquisiteces día sí y día también para valorar todo lo que conlleva preparar sus estúpidos banquetes.
— Callaos los dos — los reprendió el jefe de cocina dejando de remover el contenido del perol y señalándolos con la cuchara de palo —. Menos quejarse y más trabajar. ¿Es que no véis el lado positivo? Las sobras serán nuestra cena y la de los demás criados y nos ahorraremos cocinar hoy. Y no todos los días podemos gozar de comer las delicias de los reyes.
Más conformes con ese argumento, el humor de los dos jóvenes mejoró y volvieron a sus tareas. Pero Derius se detuvo, dejando de raspar la olla y mirando la puerta de la cocina que daba al exterior. Nadie le prestaba atención a un esclavo, ni siquiera cuando estaba haciendo alguna tarea, confiando ciegamente en que no se atrevería a desobedecer y dejarla a medias. Porque, de ser así, los castigos iban desde dejar al esclavo sin comer una semana, encerrarlo en el agujero sin comida y casi sin agua varios días o golpes con la fusta o el látigo según la gravedad de la falta cometida.
Derius hacía muchos años que no probaba el látigo, los días sin comer o golpes de fusta en la espalda, pantorrillas o las manos que habían sido algo frecuente en su niñez, siendo ahora mucho menos frecuentes. Puede que eso y el hambre voraz lo hicieran confiarse y que actuara sin atender a la vocecita que le decía que no lo hiciera, que no osara salir de esa cocina para escabullirse al jardín para robar algo de comida y comérsela de camino nuevamente a la cocina y seguir con su tarea en el rincón sucio y oscuro donde estaba raspando aquella olla oxidada sin que nadie le prestara la más mínima atención.
Cuando los sirvientes que se encargaban de llevar y traer comida volvieron a marcharse, Derius contó hasta cien antes de escabullirse. Como ya sabía, nadie se dio cuenta de que él dejaba su rincón, atareados ultimando las hojaldradas de frutas en almíbar y miel. Mirando hacia atrás de vez en cuando, Derius se dirigió hacia el jardín real por los lugares más recónditos y menos transitados, aquellos que los esclavos conocían bien para moverse de un lado para otro sin molestar a los ciudadanos libres o cualquier persona con sangre azul. No tardó mucho en escuchar el jolgorio, las risas, la música de la banda oficial de palacio que amenizaba la tarde con una ligera sonata para las jóvenes damas que conversaban, leían o tomaban el té, acompañándolos con los distintos manjares que les habían preparado para la ocasión, mientras los jóvenes y aguerridos hijos de la nobleza del reino realizaban distintos juegos tales como peleas de caballeros, carreras de caballos o juegos de pelota que Derius no sabía en qué consistían.
Refugiándose tras de distintos setos, el joven esclavo miró su objetivo: las retiradas mesas repletas de comida. Desde su posición podía oler los distintos y deliciosos aromas de toda clase de platos dulces y salados. El estómago le rugió con impaciencia mientras se le acumulaba saliva en la boca. Se estaba mareando ante el deseo de acercarse y devorarlo todo, de calmar el dolor que no cesaba en su estómago.
Pero no debía precipitarse. Debía actuar en el momento indicado. Porque, dado que nadie prestaba atención a toda esa montaña de manjares, la mente todavía infantil e ingenua de Derius pensó que debería guardar algo para su madre y para tener reservas de comida durante algunos días. Así que el plan inicial de coger cualquier cosa y marcharse corriendo de allí comiendo a dos carrillos cambió radicalmente a uno en el que se llevaría todo lo que sus manos y sus bolsillos pudieras guardar.
Manteniendo su posición, el chico observó a su alrededor. Contó a cuatro guardias estacionados cerca de su rango de acción así como a cuatro camareros fijos que se dedicaban a atender a los invitados del príncipe más los dos móviles que se dedicaban a ir y venir llevando platos y fuentes del jardín a la cocina.
Bien, no era excesivamente complicado. La gran mesa dispuesta no estaba concurrida ni tampoco era un punto focal al cual le prestaran atención salvo los sirvientes cuando debían llevarse algo o servir a los invitados.
Sabiendo que no podía perder mucho más tiempo allí, Derius esperó a que los dos camareros quejicas recogieran una bandeja de empanadillas frías y otra de panecillos para salir de su escondrijo e ir rápido hacia un punto en concreto de la mesa. No iba a perder el tiempo y fue a la bandeja donde había más comida. Las cocas de carne y verduras al horno parecían no haber sido del gusto de los comensales y la bandeja de cobre estaba a rebosar de ellas. Si Derius se llevaba tres o cuatro nadie las echaría de menos.
Moviéndose lo más veloz que podía, el chico cogió varias cocas y se las metió en el harapiento saquito que portaba en su cadera para guardar cualquier cosa que encontrara que pudiera servirle a él o a su madre y metió la comida. Cuando introdujo la quinta coca, la cerró, se la metió en la pechera bajo la camisa, igual de harapienta y remendada, y echó a andar rápidamente con otra coca en la mano para comérsela por el camino.
Bien, todo había salido bien. Nadie lo había visto ni detenido y ahora regresaría rápidamente a la cocina con la barriga llena y el hambre saciada.
O eso creyó.
No había dado ni dos bocados ni tragado totalmente todo lo que tenía en la boca cuando sintió que alguien tiraba del cuello de su camisa, ésta se rasgaba, caía al suelo su pequeño tesoro y un puño se estrellaba contra su estómago haciéndole vomitar lo poco que había logrado masticar y tragar.
Cayendo dolorosamente contra el suelo, Derius tosió y quiso retorcerse por el fuerte dolor en su estómago. Pero, antes siquiera de poder hacerlo, le cayó una lluvia de patadas por todo su cuerpo. Asustado, el chico se tapó la cara con los brazos, la regla de oro que todo esclavo descubría durante las primeras palizas. La cabeza era uno de los lugares más sensibles y vitales, un mal golpe podría matarte si tenías suerte, pero no era ni remotamente de lejos lo peor que le podía suceder a un esclavo. Lo peor era quedarse ciego de los dos o de un ojo, perder capacidades auditivas o cognitivas y seguir siendo un miserable esclavo con tus capacidades mermadas sin posibilidades de escapar y sufriendo todavía más castigos por ser menos eficiente.
Colocándose en posición fetal para defender también su estómago ya magullado, Derius apretó los dientes para evitar morderse la lengua mientras las patadas seguían y seguían. Su cuerpo, semejante a la pelota con la que había visto jugar a los nobles en el jardín, rebotaba sin cesar en el suelo y en los pies de sus atacantes. Derius no había podido ver cuántos eran, pero por los golpes que le estaban propinando deberían ser cuatro.
— Maldito gusano desgraciado. ¿Creías que no te veríamos robando?
¿Robando? Pero si nadie había probado bocado, ignorando esa comida como se ignora a las moscas.
— La escoria esclava no tiene derecho a comer como las personas. ¿Acaso crees estar al nivel del príncipe y sus invitados? ¡Eres un esclavo! Deberías dar gracias solo por respirar y estar en palacio bajo la gracia del Rey Supremo.
Porque él no era una persona, era una cosa, una propiedad con la habilidad de moverse y hablar.
— Ahora vas a aprender lo que les pasa a las alimañas ladronas como tú.
Las patadas cesaron y una fuerte mano cogió la muñeca amoratada de Derius quien, sin oponer resistencia, vio cómo el soldado estiraba su brazo para colocarlo sobre la hierba y desenvainaba la espada.
— ¿Sabes lo que les ocurre a los ladrones? Se les corta la mano.
Asustado, Derius comenzó a gritar y a llorar, a suplicar clemencia.
Pero los guardias solo reían y lo insultaban, lo miraban con odio, con asco.
Derius cerró los ojos sabiendo que era inútil resistirse, gritar o pedir socorro.
Iba a perder la mano.
¿Qué le diría su madre? ¿Se volvería a enfadar con él como aquella vez que robó comida para ambos y lo habían azotado prácticamente hasta matarlo? Él no quería volver a verla llorar ni sufrir tanto por su culpa, lamentarse por la vida de los dos, por no poder darle lo que él merecía por derecho de nacimiento. Aunque Derius no sabía qué quería decir con eso. Su derecho... ¿qué derechos si era un mísero esclavo? Los esclavos no tenían derechos y nunca los tendrían a no ser que consiguieran la libertad algo que, sin dinero, era imposible. Y nadie en su sano juicio compraría un esclavo para liberarlo.
Derius, temblando y sudando por el miedo y el dolor, esperó que la espada descendiera y cercenara su miembro cuando una potente voz masculina lo cambió todo.
—¡Alto! ¡He dicho que alto!
La espada se detuvo, no sin que cortara profundamente la muñeca de Derius.
— Maldita sea, ¿se puede saber qué estáis haciendo?
Derius, todavía asustado y con la respiración agitada, abrió los ojos. Un nuevo hombre había llegado y, para su completa sorpresa, había detenido a sus atacantes en vez de unirse a ellos.
— No te metas en esto, Virlik — escupió uno de los guardias.
— Me meto porque soy el que está al mando por órdenes de Giref. ¿O acaso lo has olvidado?
— Es un esclavo y un ladrón — intervino otro para defender a su compañero y a sí mismo —. Solo le estábamos aplicando el castigo que se merece.
— El castigo que merezca no es vuestra responsabilidad. Deberíais haberlo detenido y haberme notificado de ello en vez de apalearlo como si fuera una alimaña — le recriminó el tal Virlik con severidad. A pesar de sus palabras, su tono de voz no sonaba completamente adulto.
— Pero si eso es lo que es — escupió el que llevaba la voz cantante del grupo y, sin duda alguna, alguien que despreciaba radicalmente a los que eran como Derius —. Es un esclavo. ¿Por qué deberíamos notificarte nada? Este miserable no merece consideraciones, solo entender cuál es su lugar.
— Es un crío hambriento, Boralen, por la Madre, la Luz y la Vida. ¡Si está en los huesos! ¿En serio era necesario dejarlo para el arrastre o cortarle la mano? No tenéis autoridad para ello. Por muy esclavo que sea pertenece a la corona y nosotros no somos nadie para tomarnos la supuesta justicia por nuestra mano. Somos soldados y como tal solo debemos obedecer y no actuar por nuestra cuenta. ¡Regresad a vuestros puestos! — vociferó Virlik antes de que sus compañeros volvieran con su retahíla victimista para defender su actuación —. Yo me ocuparé de él.
Renegando y hablando por lo bajo, incluso insultando a su supuesto superior, los cuatro soldados obedecieron y se marcharon dejando a Derius con su supuesto salvador que soltó un profundo y sentido suspiro.
— ¿Estás bien? ¿Puedes levantarte? — le preguntó a Derius con amabilidad y dulzura mientras se acuclillaba a su lado —. Por la Madre... hay que vendar esa muñeca.
Derius, asustado, dolorido y sin saber qué pensar o sentir, se limitó a permanecer en silencio e inmóvil, dejando de lado el dolor que le reportaban las heridas de su cuerpo y el corte que no dejaba de sangrar.. El soldado, que podía ver el estado lamentable y aterrado de Derius, le mostró las palas de las manos como si estuviera ante un animal salvaje herido en vez de ante un despojo humano apaleado.
— No tengas miedo, no voy a hacerte daño — musitó el joven con dulzura. Ahora que podía verlo más de cerca, Derius se percató de que no debía ser mucho mayor que él —. Quiero ayudarte.
Derius tembló y, sin darse cuenta, comenzó a sollozar. Pero no fue por el dolor o por el terror de lo sucedido. Fue por la amabilidad que percibió en su voz y en aquellos preciosos ojos verdes.
—Tranquilo, no llores. Te pondrás bien. Déjame ayudarte. Tengo algo de conocimientos médicos. Déjame ver esa muñeca. Hay que detener el sangrado.
El soldado no dejó de hablar despacio, suave, con dulzura y Derius siguió llorando mientras las manos de su salvador le vendaban la muñeca herida con un pañuelo. Cuando terminó lo ayudó a incorporarse antes de acariciarle el rostro en un intento de limpiarle las lágrimas y de calmarlo.
— Por la Madre... Malditos animales — murmuró el chico mientras contemplaba el mapa de golpes que era Derius —. No se han dejado nada dentro... Todo por una comida que acabará tirada a los perros cuando los criados ya no pueden terminarla.
»Creo que tienes alguna costilla fracturada además del corte que necesitará varios puntos. ¿Te duele?
Drius, que no se sentía prácticamente ninguna parte del cuerpo, dejó escapar un jadeo. Estaba tan acostumbrado al dolor, a soportarlo y a no quejarse, que se limitó a permanecer quieto y en silencio.
Soltando otro suspiro, el soldado lo tomó en sus brazos y Derius, asustado, soltó un grito.
— Tranquilo, solo quiero llevarte a ver al médico de los barracones. Te llevaría a la enfermería de palacio, pero todo sería más complicado.
Anonadado, sin comprender el comportamiento de ese joven soldado, Derius se limitó a temblar entre esos fuertes y jóvenes brazos mientras su cabeza daba vueltas.
Estaba mareado. Mucho. Y no era solamente por el terror y el dolor por los golpes recibidos.
Incapaz de procesar el giro de los acontecimientos, Derius escondió el rostro contra la coraza de cuero del soldado que lo condujo rápidamente a los barracones, lugar que Derius siempre había observado de lejos sin haber sido nunca enviado allí para realizar ningún tipo de tarea. Así que se encontraba en tierra hostil, en un lugar que no conocía y del que no podría escapar.
El miedo creció más en su pecho.
Quería soltarse del agarre del joven y salir corriendo de allí para regresar a las cocinas donde, se suponía, debería estar fregando ollas y peroles casi tan grandes como su cuerpo. En cuanto repararan en su ausencia... Le esperaría otro castigo. ¿Por qué había vuelto a ser tan estúpido? ¿Por qué no había escuchado la voz de la razón en vez de la de su estómago?
Cuando quiso armarse de valor para suplicarle que lo llevara de vuelta a las cocinas, Virlik abrió la puerta de una sala que olía a desinfectante y a todo tipo de hierbas y tónicos medicinales. Con varias camas y cortinas blancas, la enfermería de los barracones era parecida a la de palacio donde los criados iban para ser atendidos si algo malo les ocurría ya fuese una herida externa, un catarro o cualquier otra dolencia. Derius nunca había estado dentro de ella, pero sí la había visto desde el pasillo cuando había pasado por delante. Los esclavos, sin importar lo que les sucediera, no tenían derecho a ser atendidos ni en la enfermería ni fuera de esta por ningún médico sin que alguien de máxima autoridad no lo autorizara antes. En sus catorce años, Derius jamás había visto a nadie ser autorizado a que lo visitara un médico. Es más, cuando alguno de ellos había recibido palizas o azotes, lo máximo que había logrado era un poco de ungüento que otro esclavo le había administrado con la esperanza que las heridas no se infectaran y le provocaran la muerte.
El mismo Derius experimentó lo que era estar al borde de la muerte por sufrir una infección que, gracias a la Madre, la Luz y la Vida, pudo superar. Su madre siempre decía que había sido un milagro, un regalo de la diosa Madre porque su destino era mucho más grande y elevado que el de ser un simple esclavo.
— Algún día estarás en el lugar por el cual naciste, hijo mío — solía decirle.
Derius, que había escuchado aquello hasta la saciedad, ya se lo tomaba como uno de los delirios de Lisbunta. ¿Para qué otra cosa iba a nacer Derius si no era para servir a los demás desde el más bajo de los escalafones?
— ¿Está aquí, doctor?
La voz de barítono de Virlik lo sacó de su ensoñación y lo llevó de nuevo a la realidad. Una realidad que haría que sus contusiones, cortes y moratones fueran una broma.
— Por favor — atinó a musitar mientras intentaba soltarse.
— ¿Virlik? — respondió otra voz de hombre desde el fondo de la enfermería.
— No te preocupes — le susurró con amabilidad y una sonrisa tranquila —. Sí, soy yo.
— ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? Deberías estar en el jardín haciendo la guardia.
Derius vio a un hombre con una túnica blanca enfrascado en colocar unas vasijas de barro etiquetadas en un estante.
— A mí nada, pero os traigo a un paciente.
Se escuchó un suspiro procedente del doctor que terminó de colocar las vasijas en sus lugares correspondientes.
— Y pensar que creía que hoy sería un día tranquilo... Supongo que alguien habrá hecho alguna tontería. Cuando hay fiestas siempre pasa algo.
Cuando el médico se dio la vuelta y lo vio, su rostro palideció.
— Por la Vida, ¿qué le ha pasado a este muchacho? Pónlo en esa cama.
Virlik obedeció mientras el doctor iba a un estante a por alcohol, gasas, tónicos y varios ungüentos además de hilo de sutura y una aguja.
— ¿Es que ha caído de un caballo o lo ha arrollado uno?
— Mis hombres le han dado una paliza. Creo que tiene algunas costillas rotas y tiene un corte profundo en la muñeca derecha.
El doctor se detuvo por unos instantes y miró atentamente a Derius. Si antes el facultativo sólo había reparado en sus heridas, ahora sí que lo miraba a él.
— Virlik...
— Doctor...
— Llévatelo.
— Pero....
— ¡Es un esclavo! ¡No puede estar aquí! No puedo atenderlo — exclamó señalándole, como si no estuviera ahí, como si Derius no pudiera comprender el lenguaje humano —. Además tú tampoco deberías estar aquí. No solo serás castigado por ayudar a un esclavo sino por abandonar tu puesto.
Escuchar aquello hizo reaccionar a Derius. Si por su culpa castigaban a aquel chico que tan bueno estaba siendo con él... No, no podría perdonarlo jamás.
— Me iré — musitó intentando ponerse en pie a pesar de las dolorosas protestas de su cuerpo.
— Alto, no te muevas de ahí. Necesitas que te curen — lo detuvo el soldado colocando las dos manos gentilmente en sus hombros y empujándolo de nuevo en el catre.
— No quiero que os castiguen por mi culpa — sollozó. Todo aquello lo estaba superando a varios niveles y le dolía una parte de él que ni siquiera sabía que podía dolerle así.
— Virlik, el chico es más sensato que tú. Es mejor que se vaya y que le curen los otros esclavos.
— ¿¡Con qué si no tienen medicinas!? ¿Con saliva como si fueran animales? Yo asumo la responsabilidad y si me castigan que así sea. No puedo abandonar a una persona que necesita ayuda.
— Él no es una persona, es un esclavo.
Y como tal no merecía ser tratado como un ser humano.
Virlik se quedó en silencio contemplando al médico como si no pudiera creer lo que le estaba diciendo. El hombre suspiró.
— Eres joven y con demasiado sentido del deber.
El joven soldado, que seguía sin responder, asintió.
— Sí, tenéis razón. — Y sin añadir nada más cogió los enseres que había dejado el doctor, se los puso a Derius en los brazos y lo cogió de nuevo en volandas—. Yo me ocuparé de él. Prefiero dejarme llevar por el deber que por la inhumanidad.
Con toda clase de advertencias por parte del doctor, Virlik abandonó la enfermería con Derius en brazos y lo llevó por los pasillos de los barracones hasta que entró con él a una estancia austera, pero limpia. Lo dejó en la cama y cogió todos los tarros y demás enseres de los brazos de un anonadado y tembloroso Derius.
— Tranquilo, estamos en mi habitación. No está prohibido que los esclavos estén en las habitaciones de quienes los requieren.
Eso era cierto. Más de una vez los esclavos eran requeridos por diversas personas (nobles, soldados, criados) para servirlos con favores sexuales, quisieran o no, cuando se lo ordenaban. Derius había tenido suerte de que nadie hubiera querido abusar de esa forma de su cuerpo, pero sabía de otras esclavas jóvenes que no habían tenido esa suerte. Es más, era así como muchas quedaban embarazadas y condenaban a sus hijos e hijas a la esclavitud.
Él tenía claro que así habría sido su concepción. Algún noble de Nersem habría violado a su madre y por ello Lisbunta siempre le repetía que había nacido para hacer grandes cosas por el reino y que, algún día, ocuparía el lugar que le correspondía por derecho de sangre.
Perdido en sus pensamientos —en parte por el dolor de sus hematomas, el corte de su muñeca y otros daños sufridos en sus carnes— Derius permaneció con sus pensamientos en otra parte hasta que Virlik comenzó a desvestirlo. Eso encendió todas sus alarmas e intentó apartar al soldado sin éxito.
— No voy a hacerte nada malo, solo quiero desinfectar tus heridas y taparlas — repitió por enésima vez el joven sin alzar la voz, pegarle o tratarlo mal. Era la primera vez que alguien era tan dulce y paciente con Derius y que parecía entender su miedo y por qué desconfiaba de cada uno de sus movimientos —. No te muevas o te harás más daño del que ya te han hecho.
Sin que el nudo de su estómago se aflojara, Derius obedeció, demasiado acostumbrado a ello independientemente de que quisiera hacer lo que se le decía o no.
Virlik, con delicadeza, le quitó la ropa sucia de tierra, sangre y el propio sudor y demás inmundicias que esas prendas habían absorbido por los meses que Derius llevaba utilizándolas. El soldado dejó escapar un suspiro que Derius no supo cómo interpretar. ¿Tal vez fuese por lo amoratada y maltrecha que tenía la piel o porque su cuerpo daba asco por lo malnutrido que estaba? No queriendo ver la lástima en aquellos preciosos ojos verdes, cerró los ojos mientras las manos callosas — pero cálidas— del joven lo palpaban. Derius dejó escapar varios gruñidos.
— Aunque no soy médico, creo que tienes alguna que otra costilla fracturada — le dijo mientras abría el tarro de un pastoso ungüento —. Esto es para calmar el dolor y bajar la inflamación. Los huesos se soldarán solos. Intenta no hacer muchos esfuerzos. Ahora te coseré la muñeca. Deberás ser paciente y no moverla tampoco para que no se salten los puntos y tendrás que cambiarte el vendaje cada día.
Derius quiso reír con amargura, pero se aguantó. El joven soldado no le decía todo aquello para herirlo o burlarse de él, sino porque realmente le estaba recomendando reposo para sanarse. Ja, como si un esclavo pudiera reposar. Ni medio muerto se le permitía estar en cama. Aunque fuera a rastras y con las tripas en las manos, el esclavo debía moverse y trabajar. Solamente hasta que se derrumbara por no poder más o muerto podría descansar. Y siempre era mejor la segunda opción, porque caer por agotamiento se castigaba. Un círculo vicioso del que costaba mucho salir con vida.
Sin que ninguno dijera nada, el joven soldado siguió tratando las heridas de Derius mientras este, de forma disimulaba, lo observaba y grababa a fuego en su mente sus bellísimos y masculinos rasgos. El color de sus ojos era tan hermoso... verdes como el de la hierba bañada por el rocío y estaban enmarcados por unas cejas definidas. Su cabello era tan negro como el azabache y sus rizos indomables, razón por la cual el joven lo llevaba algo largo y recogido en una cola. Su mandíbula estaba bastante marcada y, con los años, sería todavía más prominente. Si ahora era hermoso, Derius estaba seguro que podría serlo mucho más cuando hubiera transcurrido la inmadurez juvenil en su fisonomía y anatomía.
Cuando hubo acabado de tratarlo, Virlik le tendió ropa limpia a Derius.
— Me va pequeña así que me haces un favor si te la quedas. No sabía qué hacer con ella.
Derius, que era parco en palabras, se quedó mirando las prendas aguantando los sentimientos que estaban recorriendolo de arriba abajo, unos que ni siquiera era capaz de comprender ante la situación insólita que estaba viviendo.
— Quédate descansando. Yo avisaré de que te he llevado conmigo para que no te castiguen.
— ¿Y tú? — se atrevió a preguntar en un murmullo. Virlik le sonrió y le acarició el rostro con suavidad. Con gentileza.
— No va a pasarme nada. Me van a regañar por abandonar mi puesto y a ponerme una sanción — se encogió de hombros, como si no fuera la primera vez que algo así sucedía.
Derius, que realmente estaba agotado, y las medicinas le estaban haciendo efecto, sintió que le pesaban los párpados y, por mucho que quiso replicar, irse de allí, una vez acabó de vestirse, dejó que el chico lo tumbara y le acariciara el pelo, la mejilla. Era tan agradable sentirse así. Sentir que alguien te veía como a una persona. Como si tu vida también valiera la pena.
— Descansa.
Aquella fue la última vez que Derius escuchó su voz.
La última vez que lo vio.
Muchas cosas pasaron después. El castigo por dejar su puesto, robar e incitar a un soldado de la corona a abandonar sus obligaciones por él y recibir tratamientos médicos sin autorización, nuevas heridas que curar, trabajos ignominiosos para que aprendiera la lección y cuál era su lugar... Aunque Derius intentó buscar al soldado y darle las gracias, verlo aunque fuera de lejos, nunca pudo dar con él y sumergirse en aquellos ojos verdes, en la suavidad de sus dedos ásperos y callosos. Solamente tenía como recuerdo la ropa que le dio y aquel pañuelo con el que le había vendado la muñeca y que, a pesar de la mancha de sangre, había lavado y siempre portaba encima como un talismán.
Luego llegó el infierno. La separación. El envío a las minas...
— Majestad.
Derius regresó al presente.
Virlik, de nuevo frente a él, mucho más fuerte y hermoso que la primera vez que se vieron, lo contemplaba con solemnidad. En él ya no estaba aquella mirada gentil, aquella sonrisa amable o aquellas palabras tranquilizadoras y dulces.
Pero Derius tampoco era el mismo.
Solo había una cosa que no había cambiado y eran los sentimientos que Virlik despertaba en él. Seguía amando incondicionalmente a aquel soldado que lo había salvado de tantas formas que ni el susodicho imaginaba. El pañuelo con la mancha de sangre, escondido entre sus ropas como un talismán, comenzó a pesarle como una losa.
"Debería haberlo matado el día que me hice con este trono manchado de sangre".
Porque Virlik era su mayor enemigo. Su mayor flaqueza y su más peligrosa debilidad.
MENSAJE DE LA AUTORA:
Me paso por aquí para felicitaros el año nuevo a todos mis lectores. Espero que tengáis un feliz 2024 y que sigáis acompañando durante el nuevo año a Virlik y a Derius en su periplo.
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