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Capítulo 7: El rancio abolengo de Nersem

Era la segunda noche que Virlik pasaba completamente en blanco intentando dormir en el Salón de los Capitanes. El suelo estaba demasiado duro y las mantas y cojines, que se había agenciado para hacerse un catre improvisado, no eran demasiado cómodos. Pero, en verdad, sabía que ese no era el motivo por el que no podía conciliar el sueño, sino la excusa que se repetía a sí mismo para evitar que su mente pensara de nuevo en la figura semidesnuda de Derius.

Después de la amenaza de Derius, y de que lo echara de su alcoba, el capitán había necesitado dar un largo paseo para aclararse las ideas, evitar que su mente imaginara qué habría pasado si aquella amenaza velada hubiera sido una realidad y, finalmente, cuando los pies empezaron a incomodarlo con punzadas de dolor de tanto deambular, había decidido ir a los barracones de los soldados. Virlik no fue consciente de cuán tarde era hasta que vio todas las lámparas encendidas y el trajín propio de la hora de la cena. Sin querer regresar al lado del caudillo, Virlik se adentró en ese lugar que tan bien conocía y donde fue felizmente recibido por sus hombres, los cuales lo rodearon con miles de preguntas y golpes amistosos mientras lo acompañaban hasta el gran comedor donde los sirvientes estaban ultimando las mesas con las viandas para la noche.

Sin hablar mucho, y escuchando a sus hombres y suboficiales, Virlik se puso al día con las vivencias de muchos de ellos durante la caída de Intera y los días posteriores a la derrota de Xetril VI. Lágrimas, lamentos y rabia era lo que imperaba en todos ellos. También la resignación por la rendición y el juramento que le habían hecho a Derius, así como la promesa y la lealtad indiscutible hacia su persona y la intención de alzar las armas en cuanto Virlik lo solicitara. Éste, temiendo que hubiera agentes de Derius escuchando, miró a diestro y siniestro pero lo único que veía era a caras conocidas con la desesperación y la incertidumbre pintadas en el rostro.

— Pronto se realizará una audiencia con los nobles de Nersem. Debemos ser cautos y esperar. Somos soldados, no es nuestro cometido ir en contra de aquellos que están por encima de nosotros con las capacidades necesarias para gobernar.

— ¿Estáis de acuerdo con que ese bastardo nos gobierne, capitán? — dijo alguien.

— Yo no he dicho eso. Solamente quiero haceros entender que no tenemos información vital sobre los planes de Derius y sobre sus fuerzas reales. Recordad que somos inferiores en número y debemos ser cautos. Como soldados, nos han entrenado para proteger a nuestro pueblo no para derrocar monarcas.

Esas palabras, duras, pero ciertas, acallaron los murmullos de disconformidad y parecieron calmar a sus hombres puestos que veían que su capitán solo actuaba de acuerdo con el usurpador porque no le quedaba otro remedio, no por gusto o por convicción.

Tener a Virlik con ellos hizo que las cosas parecieran de nuevo como antes, como debían ser. Así se lo hizo saber Nirlan que lo escoltó hasta el Salón de los Capitanes donde le habían preparado un catre improvisado, ya que su alcoba había sido ocupada por uno de los soldados heridos, aunque fuera de peligro, por su situación en el edificio. Virlik pidió que no se trasladara al herido sino que le prepararan un catre en la sala reservada a los capitanes. A la postre, no tenía claro si podría quedarse con sus soldados o Derius le haría regresar a su lado: a la habitación que el Rey Supremo tenía reservada para su amante.

Cuando se despidió de Nirlan con un "buenas noches", Virlik se quedó un rato mirando el techo. A sabiendas de que le costaría conciliar el sueño, se levantó, se dirigió a uno de los escritorios y tomó papel y tinta para hacer una lista de lo que debía hacer al día siguiente respecto a esos intendentes de Derius. Cuando terminó, regresó al catre, pero solamente pudo dar cabezadas antes de que el sol despuntara al alba y él se levantara con un dolor de cervicales horrible así como en el resto de los músculos de su cuerpo agarrotados.

Con un atípico silencio impropio de los barracones, Virlik se aseó y se cambió de ropa (que amablemente le había dejado también Nirlan la noche anterior) y fue a desayunar. A pesar de que sabía que era una estupidez, sus ojos verdes no dejaban de mirar de un lado a otro, esperando ver a Derius de un momento a otro buscándolo. Pero ni este ni ninguno de sus soldados fue a por él ni en el desayuno ni cuando se dirigió en compañía de sus suboficiales a ver a los dos intendentes de Derius, que resultaron ser dos mujeres que se habían agenciado los archivos y la tesorería como su oficina particular.

Sentadas detrás de un largo escritorio de robusta madera de roble, las dos intendentes iban ataviadas con sendas túnicas azul marino con ribetes plateados y el emblema de Derius, las tres llamas plateadas en el interior de un círculo, bordados tanto en la pechera de las túnicas a pequeña escala como en la totalidad de la parte de la espalda de su atavío. Sus largos cabellos castaños estaban recogidos en sendas trenzas que, después, habían recogido con arte y belleza en la parte posterior de sus cabezas. Las semejanzas entre ambas eran tal que Virlik no tuvo duda de que eran hermanas y, por las cicatrices de sus manos, posiblemente habían sido esclavas antes de que se unieran al séquito de Derius.

Ambas mujeres no se inmutaron al ver a los cuatro hombres fornidos pararse ante ellas. Ni siquiera intercambiaron miradas entre ellas, como si no les hiciera falta para comunicarse o para saber cómo actuar ante esa visita, a todas luces, indeseada.

— ¿Qué buscan los señores? — dijo una de ellas sin dejar lo que estaba haciendo y prestándoles la atención justa y necesaria mientras seguía comprobando el documento que tenía en la mano.

— Hablar con vosotras — respondió Virlik.

— No tenéis cita — intervino la otra fulminando a Virlik con la mirada.

— ¿Tengo que pedir una cita para poder hablar con las supuestas intendentes al cargo de algo de lo que yo y mis suboficiales siempre nos hemos encargado?

— Por muy capitán y oficiales que sean usted y sus acompañantes no quiere decir que puedan venir a molestarnos mientras trabajamos cuando se les antoje. Con mucho gusto atenderemos al capitán y cooperaremos con él con todo lo referente a estos barracones y soldados, pero se hará como debe hacerse: pidiendo una cita.

— Insolente — musitó Teleris, adelantándose sin ninguna buena intención en la mirada o el gesto.

Virlik, que sabía del temperamento de su suboficial, extendió el brazo en su dirección para que no diera un paso más.

— Señoras, os pido disculpas porque no era conocedor de vuestras normas y yo no quiero empeorar las cosas, solamente arreglarlas.

— ¿Arreglarlas? — Virlik fijó la mirada a la primera hermana, la cual había vuelto a tomar la palabra, ahora sí, dejando el documento al lado del pergamino en el que estaba tomando notas muy pulcras y con una caligrafía preciosa que contrastaba con la tosca, y casi ilegible, del documento que estaba leyendo.

— No sé qué os habrá dicho el rey, pero no necesitamos de vuestros servicios — repuso Virlik con convicción..

Las dos mujeres se miraron antes de dedicarle otra a él cargada de una mezcla de hartazgo e ironía.

— Capitán, si realmente nuestros servicios no hicieran falta, le aseguro que nos retiraríamos una vez recopiláramos toda la información solicitada por su majestad. Pero, lamentablemente, ese no es el caso.

Antes de que Virlik pudiera preguntar a qué se refería, la otra hermana alcanzó una carpeta, le desató el cordón, y sacó un pergamino de su interior que le tendió en silencio, pero con una sonrisa maternalista en los labios que le hizo sentir estúpido.

— En este documento podrá comprobar que, en los últimos años, ha habido un desfalco importante en los gastos del Ejército Real, siendo el importe de los materiales falseados con unas cifras más altas de las que debería. Es decir, alguien ha estado robando dinero de las arcas reales maquillando las cifras del gasto para que nadie se diera cuenta.

» Analizando los documentos de gasto de La Guardia del Corps vemos, que por los mismos materiales, la cantidad en los documentos de El Ejército Real es más alta, por ende, seguramente el anterior capitán estuvo robandole al tesoro.

— Cómo os atrevéis...— comenzó a decir Teleris rojo por la rabia ante el mancillamiento al nombre de su antiguo superior, el marqués de Fargás.

— Teleris — lo amonestó por segunda vez Virlik con un gruñido —. Ellas están en lo cierto.

Sin apartar los ojos del documento que le habían facilitado, Virlik vio las altísimas cifras al lado de los asuntos para los cuales se habían solicitado dichas cantidades ingentes de monedas. Eran tan descaradamente falsos aquellos números que, si alguien ajeno al cargo llevase la contabilidad, se habría percatado enseguida. Pero, como eran los propios capitanes y suboficiales quienes hacían las listas de lo que era necesario junto con las cantidades que hacían falta según el grupo al cual pertenecían, nadie aparte de ellos verificaba que realmente el dinero que se le pedía al tesoro real fuese el justo y necesario para cubrir los gastos.

Puede que Derius sepa mejor lo que hace de lo que pensaba — se dijo el capitán con un poco de culpabilidad.

Desde el principio, Virlik no había sido justo con Derius, algo completamente lógico después de que éste irrumpiera por las armas y la sangre en su hogar y cambiara su mundo. Pero ello no quería decir que fuera un incapaz o que no supiera realmente qué era necesario hacer y, como buen líder, estaba claro que debía informarse de cada uno de los detalles concernientes a Nersem, Interia y del Palacio Mayestático, incluyendo el estado de las finanzas y del tesoro real.

Las palabras de Senren hicieron eco en su mente. Sí, realmente estaba prejuzgando a Derius antes de poder saber y comprender los motivos de sus acciones a causa de la idea que se había formado de él por sus acciones bélicas. ¡Pero no podía evitarlo! No era fácil aceptar todo lo que había sucedido, la sangre fría con la que había matado a su propio padre. ¿Cómo había podido? Por mucho odio que sintiera hacia él seguía siendo su progenitor y su rey al ser un nersemesiano. ¿Qué vida había llevado Derius para volverse un parricida? ¿Qué había ocurrido con su madre y con los miembros de ese antiguo linaje caído en desgracia tantos años atrás?

— Perdonadme por haber sido tan descortés y haber dudado de vuestro buen hacer, señoras. ¿Me permitís que vea vuestro trabajo y que os ayude?

— ¡Capitán! — exclamaron los tres suboficiales a la vez, Frikis ahogadamente ya que todavía no era capaz de hablar por su herida.

— Silencio — los amonestó él sin mirarlos —. Marchaos a organizar la instrucción de hoy. Las cosas deben retornar a la normalidad y los soldados que estén bien para ello deben ejercitarse y recuperar sus quehaceres. Más tarde hablaremos de la nueva organización del ejército. De momento todos estarán bajo mi mando como miembros de La Guardia del Corps.

Permaneciendo en silencio y sin objetar sus órdenes, los suboficiales se marcharon mientras Virlik obtenía un asentamiento de las hermanas para que tomara asiento y Lavanda, la hermana que le había tendido el documento, le hizo entrega de la carpeta mientras le explicaba lo que habían estado recopilando los últimos días y los informes que les quedaban aún por revisar.

Junto a las hermanas Lavanda y Orquídea, Virlik estuvo hasta la hora de comer viendo el gran desfalco que había organizado el marqués, haciendo que muchas cosas cobraran sentido en la memoria de Virlik. Todo encajaba tan bien ahora que se sintió tremendamente estúpido por no haberse dado cuenta antes. El marqués de Fargás, que había estado casi en la bancarrota y que, por ello, se había enrolado como capitán del Ejército Real, al año siguiente de haber obtenido el puesto había logrado reflotar su fortuna, según él, gracias a la inversión que había hecho en los negocios de exportación con el dinero que ganaba como capitán. Obviamente la soldada de capitán, aunque cuantiosa, no le serviría para poder volver a ser un noble con un cierto capital, así que había estado robandole directamente a la corona disfrazándolo como gastos necesarios para sus hombres. Era tan escandaloso en cierto periodo de tiempo que estaba abusando del oro real que Virlik quiso poder pegarle un puñetazo al marqués, pero como estaba muerto no podía hacerlo. Ese dinero no solamente era para el rey, su familia y los soldados: ese dinero se recogía de los impuestos que pagaban las gentes humildes y los burgueses de Nersem a la corona para mantener a su rey y la protección que éste les proporcionaba como su deber real para con su pueblo. Los nobles, exentos de impuestos generales, también recibían dinero por los impuestos que tenían en sus dominios por parte de los agricultores y ganaderos que trabajaban sus tierras o por los mercaderes que tenían negocios en los pueblos que estaban bajo sus jurisdicciones. Que el marqués, además, robara un dinero que no le pertenecía para poder darse la gran vida por ser incapaz de mantener su propia riqueza...

Una rabia creciente y desconocida hirvió en Virlik. Se suponía que los nobles eran el baluarte del monarca, aquellos que velaban por los intereses de la corona y se encargaban de cuidar de los súbditos. Se suponía que el orden social estaba estructurado para que todo el mundo cumpliera con su papel a partir de su posición en el escalafón. Y, si se era un soldado, el deber de cumplir con tu deber era todavía más grande y fuerte. Pero el marqués no había sentido nada de eso, al contrario. Solo había querido ser capitán por el dinero que le proporcionaría no porque creyera en que era una causa noble y justa proteger al dirigente y a las gentes de su reino.

El desayuno no le supo a nada y comió con gestos mecánicos, por el simple hecho de que sabía que debía alimentarse para mantenerse sano, firme y con los sentidos y la mente alerta. El estómago lo tenía completamente cerrado y, mientras masticaba sin prestar atención a la textura o al sabor de lo que estaba ingiriendo, no dejaba de darle vueltas a cómo encararía a Derius.

¿Con qué cara debía reunirse con él después de su último enfrentamiento? No era solamente por la cuestión de las intendentes, era sobre todo por lo de Mileak. Por lo de... Virlik quiso suspirar de frustración cuando recordó la figura de Derius desnuda en su cama, las facciones que habían cinceladas en su rostro cuando lo miró. El brillo asustado de sus ojos cuando lo vio aparecer antes de tiempo.

Pero antes de que pudiera tomar una decisión, alguien se le acercó y lo llamó.

— Capitán, el rey solicita vuestra presencia en el salón del trono. Debéis vestiros con vuestras mejores galas.

Virlik alzó el rostro de su plato y contempló al soldado de Derius. No hizo falta que le dijeran nada más para saber que los nobles de Nersem ya estaban aquí.

Limpio, reluciente y brillante, así era el Salón del Trono de Nersem, el lugar desde donde el monarca del reino y de la Confederación de Reinos realizaba audiencias, celebraba bailes, fiestas y, por supuesto, el lugar donde se coronaban los herederos. El lugar donde estaba el trono y la corona, los símbolos de poder de un rey.

Virlik, tal y como se le había ordenado, se había vestido con su armadura de capitán: el metal de la coraza, las hombreras, los guardabrazos, las grebas y de los guanteletes relucía por el reciente encerado, y la capa que habían dejado sobre su cama era dorada en vez de la típica roja que se solía usar. En grande estaba el blasón de Derius: las tres llamas plateadas en el interior de un círculo. Como parte de la parafernalia, Virlik se había colocado su espada en el lado izquierdo del cinto y el puñal en el derecho.

El mismo soldado que había ido en su búsqueda lo había escoltado desde los barracones hasta su estancia en los aposentos del rey y había permanecido haciendo guardia en la puerta para, finalmente, acompañarlo hasta el salón del trono.

El ambiente en el Palacio Mayestático era de alerta máxima. En cada esquina había soldados bien armados, la vigilancia en los largos pasillos del área pública era extrema, y a los criados no se los veía por ningún lado.

El palacio era una completa ratonera. Derius no pensaba dejar nada al azar, nada sin controlar. Aquella audiencia era bajo sus términos y condiciones y estaba más que dispuesto a que la nobleza de Nersem lo supiera. Como vencedor de una guerra relámpago por el trono, Derius estaba más que dispuesto a demostrar de lo que era capaz, de su poder, y de quién estaba al mando.

Las puertas del salón del trono, abiertas de par en par, estaban custodiadas por cuatro guardias con el emblema de Derius bordados con hilo plateado en las sobrevestas encima de la armadura. Cuatro pares de ojos lo contemplaron con seriedad y cautela mientras Virlik se acercaba cada vez más. Su guía se detuvo y se quedó con sus compañeros mientras él continuaba su camino, solo.

El Salón del Trono siempre se le había antojado un lugar imponente. Siendo una de las estancias más grandes y espaciosas del palacio, el lujo residía en la brillantez de los mármoles que revestían los suelos y los pilares que, junto a las arcadas de piedra, sujetaban el altísimo techo para mantener toda esa estructura a flote. Sendos ventanales gigantescos a derecha e izquierda dejaban entrar la luz del sol juntamente a la vidriera de colores que había trás el trono representando la coronación del primer rey de Nersem con un antiquísimo rosetón en la cúspide. Desnudo, en aquel salón solamente había un único elemento que debía destacar y ese era el trono de alabastro colocado sobre una tarima a la que se accedía por tres escalones de piedra pulida. La imagen de ese trono blanco y translúcido era majestuosa y quitaba el sentido combinándola con la vidriera tras de él y con... con el hombre que había sobre él.

Vestido completamente de dorado, Derius parecía una aparición, el mismísimo primer rey de Nersem recién coronado que se representaba en la vidriera. La túnica le llegaba hasta medio muslo y toda la pieza estaba decorada con lujosos e intrincados bordados con un hilo dorado más oscuro y que era de la misma tonalidad que la tela de los pantalones. Un intrincado cinturón de oro decoraba esa estrecha cintura, siendo las botas de caña alta y negras lo más simple de su indumentaria. Dos pequeños zarcillos de oro y rubíes decoraban sus perfectas orejas y, sobre su cabeza, estaba la corona de Xetril VI, la corona del Rey Supremo y de Nersem. La corona del oro más puro, más brillante y hermoso de todo el continente de Zyrelia estaba sobre la cabeza plateada de Derius como si hubiese sido fabricada por y para él. Encajaba a la perfección en la circunferencia de su cráneo y el color dorado se complementaba con el plateado, haciendo que tanto la corona como su pelo estuvieran en perfecta armonía.

Era precioso.

La más bellas de las visiones.

Era la auténtica imagen de un rey.

De un gobernante que había nacido para guiarlos a todos.

Estaba sin aliento. Sin palabras. Sus ojos solamente podían enfocarlo a él, ignorando por completo que Derius no estaba solo.

¿Cómo iba a estarlo?

Los ojos castaños y letales de Mileak no tardaron en fulminarlo con la mirada. Ataviado también con sus mejores galas, el comandante de mayor confianza de Derius portaba una armadura parecida a la de Virlik donde la mayor diferencia era la capa dorada que se deslizaba por la espalda metálica del capitán. Puede que Derius también sintiera el peso de la mirada de su segundo porque fue en ese preciso instante cuando sus iris oscuros se dirigieron hacia Virlik. El capitán casi no se atrevió a tragar saliva cuando tuvo toda la atención de Derius y este lo repasaba de arriba abajo, como si quisiera cerciorarse a pies juntillas de que estaba ataviado como debía y listo para cumplir con su función en una audiencia que sería tensa a la vez que decisiva.

Incapaz de aguantarle la mirada, Virlik la apartó y en su campo de visión apareció Senren vestida elegantísima con una larga túnica abierta por delante de color aguamarina y el cabello trenzado, decorado con pequeñas horquillas plateadas con forma de flores entre los mechones anudados, acomodada en su hombro izquierdo. La bellísima mujer le sonrió con los labios pintados de un carmín burdeos y le hizo señas para que se acercara a ellos. Virlik caminó con grandes zancadas hacia ella que, bajo el trono, contemplaba a Derius como si fuera su mejor obra de arte.

— ¿Qué te parece capitán? Necesito una opinión objetiva y sincera para que este tonto deje de protestar sobre la indumenaria que tan sabiamente le he diseñado y mandado confeccionar para la recepción de hoy.

— ¿Habéis sido vos? — preguntó boquiabierto y con admiración en la voz.

Virlik, como buen soldado, solamente entendía de armas, armaduras, caballos, técnicas marciales de cuerpo a cuerpo con armas o sin ellas y de estrategias militares. Le parecía fascinante todo lo que envolvía al mundo de la artesanía, ya fueran objetos preciosos o vestimentas de aquel calibre. Y es que, como a todo ser humano, ¿a quién no le gustaban las cosas bonitas? Máxime cuando dicha cosa bonita estaba sobre alguien muchísimo más hermoso.

— Tengo mucho talento, ¿verdad? Mis años en Auronis me enseñaron muchas cosas, aunque antes de partir allí ya me interesaba mucho la confección. No sabes el poder que tiene una persona dependiendo de las prendas de vestir que porte en según qué momentos de su vida.

Sin duda — se dijo Virlik repasando a Derius con la mirada. Una mirada que posiblemente no estaba siendo muy profesional ya que Senren soltó una risita divertida, Mileak gruñó cabreado y Derius... Un ligero rubor cubrió sus mejillas inmaculadas y prístinas y a Virlik se le antojó tan sumamente hermoso en ese momento. El recuerdo de su último encuentro le vino a la mente. En aquel instante Derius también se había avergonzado por ser hallado desnudo y... bueno en un momento indecoroso, pero ahora, en ese instante... Ese color en sus mejillas mostraba una vergüenza de otra índole, una más inocente y delicada.

¿Podría su corazón y su mente dejar de caer bajo el hechizo de ese hombre? ¿Podría su mente volver a la racionalidad y a no pensar en lo hermoso que le parecía aquel sonrojo genuino?

— Me tomaré todo esto como a que el capitán concuerda en que estás espectacular, Derius. Como debe ser en un rey.

Derius le dedicó a Senren una mirada asesina y, en silencio, se sentó en el trono con las piernas cruzadas.

Virlik, incómodo, se volvió hacia la mujer.

— ¿Se sabe cuándo comenzará la audiencia?

— Te estábamos esperando y, puesto que ya estás aquí, se ha dado órdenes de escoltar a los nobles. Así que la reunión es inminente.

— ¿Solo vamos a estar presentes nosotros?

— Por supuesto que no — habló Derius por primera vez desde que Virlik había puesto pie en el Salón del Trono.

El capitán pensó que Derius se refería a sus sombras, aquellas que estaban en su interior y que siempre lo acompañaban. Pero pronto se percató de que no solamente se refería a sus compañeras obscuras. Aunque todavía estaban lejos, Virlik pudo escuchar un fuerte sonido de pasos —pasos metálicos— que se dirigían hacia allí.

— A sus puestos — ordenó Derius —. A mi izquierda a en el trono, capitán — le dijo a Virlik mientras Senren se mantenía a la derecha debajo de la tarima y Mileak se colocaba unos pasos por delante del trono. Solo Virlik estaba al lado de Derius como si fuera una sombra más del falso rey.

La comitiva se acercaba poco a poco, siendo los pasos de los soldados que acompañaban a los visitantes cada vez más sonoros. Los guardias de las puertas hicieron entrechocar sus lanzas contra el suelo tres veces, avisando de la inminente entrada de un contingente de personas. Siguiendo el protocolo propio de la corte real de Nersem, los soldados entraron en dos filas paralelas sincronizados a la perfección y, en medio del pasillo artificial que habían creado, entraron con ellos los nobles de rancio abolengo del reino.

A pesar de que la nobleza de Nersem era bastante abundante, las casas realmente poderosas y que conformaban la Alta nobleza eran solamente siete. Dentro de estas siete, como ramas secundarias, se diseminaban las casas de Baja nobleza que estaban emparentados con ellos y que eran unas treinta. Esas familias de la Baja nobleza respondían única y exclusivamente al cabeza de familia de rango más alto, es decir, que esos nobles de baja alcurnia eran igual de vasallos de sus familiares de alta alcurnia como lo era el pueblo llano. La única diferencia entre ellos eran los privilegios que ostentaban una clase y la otra. Mientras que el pueblo llano, los que estaban en lo más bajo del escalafón, debían pagar tasas e impuestos, la Baja nobleza estaba exenta de ellos a pesar de que debían trabajar para sus "señores" como recaudadores, vigilantes u otras tareas administrativas que luego supervisaban sus primos lejanos.

Obviamente la Baja nobleza no llevaba demasiado bien ser los segundones en el escalafón más alto después del de monarca. En más de una ocasión había habido rencillas entre las familias por el poder, siendo las de baja estofa apaleadas y aleccionadas sin piedad en connivencia con el Rey quien debía velar para que el orden de las cosas siguiera siendo el de siempre y que las siete grandes casas se mantuvieran en el pedestal que llevaban siglos ocupando.

Derius, que se había mantenido sentado con las piernas cruzadas en una postura regia y llena de autoridad, contempló a los siete hombres que, con los semblantes serios, habían acudido hasta él vistiendo sus mejores galas. Virlik, al lado del trono, y manteniendo su postura relajada, y a la vez en guardia, miró a los presentes uno a uno a medida que se iban acercando y se colocaban en fila frente a Derius a unos cuatro metros del trono. Los soldados que los escoltaban dieron seis pasos hacia atrás, manteniendo el pasillo artificial y con las lanzas apuntando al cielo en una actitud reposada pero que, a la mínima, se clavarían en alguien que se atreviera a dar un paso en falso.

El silencio era sepulcral mientras todos parecían medirse con la mirada. Si quien estuviese en el trono de alabastro fuese Xetril VI y no Derius, todos esos hombres ya se habrían postrado ante el monarca y le habrían mostrado el respeto y la pleitesía que merecía su rango. Pero Derius, el azote de los ejércitos, el Fuego plateado, no lo era y así se lo hicieron saber.

— Veo que no has perdido el tiempo en sentarte en un lugar que no te pertenece y en ceñirte una corona que tiene dueño.

Quien había hablado no podría ser otro que el noble de más rancio abolengo de Nersem y el más poderoso de todos dentro de la Alta nobleza: el archiduque Karhés. Ya en la cuarentena, el hombre estaba en plena forma, con su porte siempre elegante, y rezumando autoridad y poder por los cuatro costados tanto por su apariencia física como por su destreza en combate. Además, su familia estaba emparentada con la casa real de Nersem, cosa que en el pasado les sirvió para conseguir el estatus y el poder que tenía actualmente sobre toda la Alta nobleza. Xetril VI, al igual que los anteriores reyes supremos, había favorecido a los archiduques de Karhés por su fidelidad y ayuda en la conquista del trono que, centurias atrás, era de la familia Destarra. Gracias a ellos habían reducido hasta lo más bajo a los herederos de los Destarra hasta que los últimos de ellos cayeron en la esclavitud. La madre de Derius y él mismo eran prueba fehaciente de ello.

Virlik miró a Derius de soslayo el cual permanecía con el semblante impertérrito y sin que se le hubiera movido ni un solo músculo de su cuerpo.

— Aunque, viendo quién te acompaña, no me extraña que ya te sientas el amo y señor de este reino — terminó de escupir el archiduque mirando con asco a Senren, la cual le aguantó la mirada al hombre sin pestañear.

Varios nobles asintieron, sobre todo lo hizo con fervor el mejor amigo de Karhés, el duque Azgar.

— Vaya, archiduque — habló Derius con esa voz aterciopelada suya que era hermosa y letal a la vez —, pensaba que ya habríais superado la pérdida de vuestra hija.

— Yo no tengo ninguna "hija", bastardo — masculló fulminando a Derius con la mirada. El rostro de Mileak se ensombreció y los guardias custodios del salón del trono miraron de soslayo a su superior, listos para actuar si así se lo ordenaban. Virlik, bastante confuso, permaneció en su puesto, quieto y en silencio.

— Tampoco tenéis un "hijo", Karhés, por mucho que no queráis aceptarlo. Pero en fin no os he llamado para que hablemos de Senren, sino para tratar otros temas más acuciantes y hablar de otros "hijos" — matizó Derius como quien no quiere la cosa, como si el tema fuera realmente una fruslería, algo sin la mayor importancia.

Ante sus palabras, los siete nobles se tensaron, siendo la del archiduque mayor porque estaba claro que Derius acababa de ofenderlo sin despeinarse.

— No tienes derecho a estar ahí sentado, escoria — soltó el duque Azgar como el buen perro fiel que era del archiduque —. Tampoco de retener a nuestros hijos.

— En realidad, mi buen señor — ¿cómo podía Derius hablar de esa forma tan melodiosa y hermosa y, a la vez, sonar como el veneno más mortífero? —, esos hijos suyos y de su baja nobleza, están aquí por voluntad propia. Yo no los he obligado a nada ni los mantengo prisioneros. Me juraron lealtad.

Se hizo el silencio antes de que la cámara estallara en gritos.

— ¡Imposible!

— ¡Jamás harían tal cosa!

— ¡Los habéis obligado!

Una gran cacofonía de quejas, injurias e insultos llenaron el Salón del Trono que, más que una sala real donde se celebraba una audiencia parecía una taberna de la más baja ralea. Pero, cuando la voz de Derius resonó en la sala, todos callaron.

— Virlik —lo llamó con dulzura a lo que el capitán dejó de ser un ente invisible para los nobles que, al fin, lo miraron —, ¿obligué a tus hombres a que me juraran lealtad?

Entre la espada y la pared, Virlik negó con la cabeza antes de decir a viva voz:

— No... majestad — añadió al final con la garganta seca.

A pesar de que no era verdad, tampoco era mentira. Derius no obligó a los soldados que quedaban de la Guardia del Corps y del Ejército Real a jurarle lealtad. Fue su discurso, y la propia presencia de Virlik, lo que hizo que todos aceptaran su nueva realidad a la espera de lo que ocurriría en una situación incierta de ocupación y de cambios que no se había vivido en siglos.

— Creo que todos los presentes conocéis la integridad y la rectitud del capitán y que él no mentiría. Tampoco estaría a mi lado si algo malo le hubiera hecho a sus hombres. Su presencia aquí es prueba más que suficiente de que sus hijos me han aceptado como su rey. Opino que sus padres deberían seguir su sabiduría y hacer lo propio. Tal y como ya hicieron vuestros antepasados en el pasado cuando cayó la casa Desterra a favor de la casa Syguerra.

» Antes ha mencionado el archiduque que no merecía esta corona y este trono. Pues creo que se equivoca, Karhés — añadió, ahora sí, con una frialdad y una letalidad que hizo que el susodicho tragara saliva–. Simplemente es un cambio de familia, nada más. Los Desterra vuelven al lugar del cual se les expulsó hace siglos. ¿De verdad cree que no soy un rey igual de legítimo que mi padre Xetril VI corriendo por mis venas sangre de las casas Desterra y Syguerra?    

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