Capítulo 5: La audiencia
Todavía le temblaban las manos y eso que habían pasado varias horas desde que se diera la vuelta en el lecho y sintiera que no estaba solo en él.
El rostro de Derius había estado a escasos centímetros del suyo, tan cerca que, sin necesidad de luz, había sido capaz de discernir sus rasgos y facciones. Durante muchos minutos, a cada cual más agónico, se había quedado lo más quieto posible hasta que no pudo soportarlo y se levantó.
Se dirigió hacia la puerta y la entreabrió. Por la rendija entraba luz, así que ya hacía horas que había amanecido. Es más, por la intensidad de la luz, Virlik tenía la ligera idea de que era casi mediodía. Por la Madre, la Luz y la Vida. No había dormido tanto en su vida, o al menos desde que tenía recuerdo.
Un ligero frufrú lo hizo voltearse y vio al falso rey incorporarse en la cama y desperezarse como un gato, estirando los brazos hacia arriba y arqueando la espalda. La luz que se filtraba por la puerta, ahora casi totalmente abierta, iluminó su figura. Era fascinante el modo en que la luz parecía siempre buscarlo y bañar su cuerpo con sus rayos. El camisón blanco, que era más transparente de lo que habría imaginado, delineó su espalda arqueada. A Virlik le costó tragar saliva cuando su cuello cayó majestuosamente hacia un lado, deslizándose suavemente los finos mechones de su cabello blanco con el movimiento de la cabeza, brillando en las zonas donde la luz parecía besarlos. La piel desnuda de su cuello expuesto tampoco ayudó a que apartara la vista, a que su corazón se calmara. A que todo él comenzara a arder.
Era precioso.
Hermoso.
¿Cómo alguien así era una máquina perfecta de matar?
— Me vas a desgastar si me sigues mirando así.
Cohibido por sus palabras sardónicas, acompañadas, como no, con una sonrisa a juego con su tono de voz, Virlik apartó la vista.
— No os oí entrar — dijo, sin saber muy bien qué más podría decir.
— Esa era la idea — contestó mientras sus esbeltas, pero definidas piernas, se movían y se deslizaban por la cama hasta colocar los pies desnudos sobre la alfombra. — ¿Qué pasa? ¿Crees que te he devorado? — Una carcajada musical llenó la estancia mientras se levantaba –. No temas, capitán, ya te dije que nunca hago estas cosas en camas ajenas. — Caminó hacia Virlik y le colocó el índice bajo la barbilla para alzarle la cabeza —. También prefiero que me devoren.
Virlik dio un salto hacia atrás con la cara más caliente que un metal al rojo y Derius se partió de la risa.
— Ve a asearte, anda — le dijo sin borrar la sonrisa —. Hoy vamos a tener un día duro.
Y tenía razón.
Después de un incómodo y frugal desayuno en silencio, Derius y él habían salido de los aposentos reales, él con su armadura ligera de capitán propia para el interior del palacio y Derius con unas vestimentas propias de un rey, aunque para nada tan opulentas como las típicas que portaba su predecesor. Había que decir que, para los pocos días que estaba allí, Derius había borrado casi todo rastro de Xetril VI y de sus dos hijos, los cuales, por lo que Virlik sabía, estaban vivos en alguna parte, escondidos y esperando su momento para atacar. Si es que Derius no los mataba antes.
No sabía quién estaría detrás del estilismo de Derius, pero se le daba de maravilla sacar a relucir su majestuosidad sin necesidad de aparatosos ropajes y carísimas piezas de orfebrería o joyas cosidas en ellas. A pesar de su casaca dorada a juego con los pantalones y un cinturón de brillantes tachuelas de plata, poco más portaba encima salvo un anillo que era, sin duda, el sello real del Rey Supremo y una fina tiara de oro blanco que, a pesar de sus motivos arbóreos, era una clarísima corona que se confundía con los mechones plateados de su fino cabello.
Aunque no había sido coronado ni aclamado por los nobles, Derius ya comenzaba a utilizar los simbolismos propios del poder y era cuestión de tiempo que, lo conseguido por la espada y la sangre, se ratificara con las ceremonias pertinentes. Parte del pueblo estaba de su parte. Muchos de estos lo habían seguido y los esclavos liberados estarían haciendo su trabajo voceando las bondades de su salvador.
Con todo el poder que había mostrado poseer, Derius no sería rival para los nobles y si, además, tenía la ratificación de los demás reyes de la Confederación...
Dentro del estudio que Derius había decidido transformar en su despacho lo estaban esperaban. Uno de ellos, como no, era su segundo Mileak y, la otra, era una mujer. O eso le parecía a Virlik a simple vista.
Alta y esbelta, con el cabello dorado largo ondulado y rapado en el lado izquierdo, tenía un rostro alargado y anguloso muy bonito con la tez blanca que indicaba su condición de noble, y una de los que permanecían entre cuatro paredes. La nariz aguileña y los labios carnosos acentuaba aún más su ascendencia noble, así como su buen gusto para vestir, para el maquillaje y las joyas. Portaba unos pendientes largos de oro que le resaltaba su largo cuello y el delineado de kohl negro en sus ojos almendrados era perfecto. En lo demás, no difería mucho a las ropas de Derius ya que no portaba un vestido sino una casaca blanca con bordados de camelias, un precioso cinturón de plata que parecía una enredadera y unos pantalones grises ceñidos, enfundados sus pies y piernas en unas botas altas y estrechas de tacón ancho y de más de cinco centímetros.
A diferencia de su compañero, ella le dedicó una sonrisa y Virlik no pudo evitar que se le acelerara el corazón.
— Hola — lo saludó con una voz bastante grave, pero muy agradable de escuchar. Si bien a Virlik no le pareció muy femenina. Luego se volvió hacia Derius y frunció el ceño —. Ese cinturón no es el que te había dejado preparado.
¿Así que era ella la que se encargaba de la ropa del Derius?
El susodicho alzó una ceja.
— Te he dicho que no quiero nada ostentoso.
— Y yo te he dicho hasta el aburrimiento que es imposible que no lleves algo ostentoso que marque la separación que hay entre tú y tus vasallos. — Se llevó la palma de la mano a la cara antes de soltar un suspiro —. No pienso dejar que te vean con ese cinturón. Es horrible.
— Eso no es lo más importante ahora, Senren — intervino Mileak con los ojos entrecerrados, tanto que el castaño de sus iris parecía negro —. ¿Qué hace este aquí?
Derius puso los ojos en blanco, ignorándolo completamente, mientras caminaba para sentarse en el escritorio.
— ¿Han llegado ya las misivas de los reyes y reinas de la Confederación?
Senren iba a responder, pero Mileak se le adelantó.
— No me ignores, Derius.
— Majestad, Mileak — le recordó el interpelado.
— Aquí y ahora eres Derius. Mientras no demuestres ser lo contrario.
Esas palabras le valieron al más fiel de los seguidores del falso rey una mirada negra y gélida de su caudillo.
— Aquí y ahora soy tu superior, soldado. Más respeto por quien has jurado servir.
Algo pareció removerse en el interior del curtido guerrero y miró de soslayo a Virlik con odio. Mucho odio.
— No es de fiar. No debería estar aquí mientras discutimos sobre asuntos de estado.
— Nadie es de fiar, ¿os es que ya lo has olvidado?
— Pero él...
— Está bajo mi control. Aunque quisiera, no podría hacer otra cosa que no fuera mi voluntad, ¿verdad, Virlik?
El capitán permaneció inmovil y en silencio. No iba a entrar en aquel juego. Ya tenía bastante con soportar ser un mero títere en las manos de aquel asesino. Se aguantó las ganas de rascarse el cuello, concretamente la zona donde tenía la piedra negra que le permitía a Derius controlarlo.
— ¿Habéis acabado de demostrar quién es más viril de los dos? — quiso saber Senren con los brazos cruzados sobre su pecho. Se la notaba tan hastiada como al mismo Virlik —. Sí, Derius. Han llegado algunas misivas de los reyes y reinas de la Confederación de Reinos. Esta mañana han llegado tres. Proceden de Miyostir, Kur Ver y Tuehn.
Derius dejó de prestarles atención y se volcó en los sobres que había sobre su escritorio. Senren se sentó en una de las butacas mientras Mileak se recostaba en la pared al lado de la puerta, sus ojos fijos en Virlik. Este permaneció donde estaba: en el medio de la sala con la vista fija en el ventanal tras Derius.
Miyostir era un reino situado en el sudoeste de Zyrelia. Con distintos tipos de terreno, era muy rico en bosques de árboles madereros en el norte y de campos fértiles en el sur que le permitían sembrar grano y cereales en abundancia, siendo el mayor granero de toda Zyrelia y abasteciendo a los demás reinos con grano y cereales con precios competitivos designados por la Confederación. Su rey era Syonir XI, un hombre de unos cuarenta años con cinco hijos, tres de ellos educados y entrenados para ascender al trono o convertirse en ministros y embajadores competentes para su reino.
Como si fuera la otra cara de un espejo que se reflejaba en Myostir, Kur Ver estaba en el sudeste y era una tierra donde primaban las llanuras, los pastos, montañas de piedra caliza y canteras de mármol. En esas idílicas llanuras se criaban a los mejores caballos purasangre y en los pastos se alimentaban animales de tiro y de consumo. Kur Ver se dedicaba a la exportación de piedra y mármol, a la venta de caballos y, también, a la venta de reses, animales de tiro o carnes en salmuera, pieles curtidas y quesos. Sus reyes eran los primos Thal Kar IX y Khuska IV, rey y reina de Kur Ver, un reino de monarquía doble donde ninguno de los monarcas podía hacer nada sin el consentimiento del otro.
Situado en el noroeste se hallaba el reino de Tuehn, una tierra de salinas, caudalosos ríos, dedicada a la pesca y a la construcción de barcos y grandes buques, siendo los de guerra aquellos más cotizados y pioneros. La historia de su reino decía que fueron unos antiguos piratas los primeros en llegar a esas tierras, huyendo de sus pueblos de origen en busca de una vida mejor para ser libres de la opresión de unos abusivos gobernantes. Sus universidades de técnicos navales y de ingenieros eran las más prestigiosas de toda Zyrelia. Gracias a sus importantes salinas y a sus barcos era el reino más rico de la Confederación y quienes mayores técnicos e ingenieros poseían entre sus filas. Por tradición histórica, al rey o reina de Tuehn se lo denominaba por el título de Rey Pirata y no por su nombre de nacimiento, el cual no se revelaba salvo a los miembros de su corte.
Con gran concentración, Derius estuvo leyendo las misivas de los tres reinos sin que su expresión cambiara, cosa que hacía que Virlik no pudiera hacerse una idea de su contenido. Aunque, pensó, si fueran malas noticias Derius no podría permanecer tan sereno e imperturbable.
O puede que sí.
Los rumores decían que el Fuego plateado, si bien era el mejor y más letal de los guerreros, también era el ser más imperturbable. Nadie sabía qué pensaba, qué estrategia seguiría o en qué estaba pensando. Virlik había sido testigo de primera mano de ello. Aunque sonriera y, en ocasiones, mostrara alguna emoción, no era la norma general. Derius parecía una escultura, la más hermosa, pero también la más fría e inhumana. No parecía un ser de aquel mundo y, probablemente, fuera por las sombras que habitaban en él.
Al ser un huérfano, y no recordar nada de su familia, Virlik no había sido como muchos otros niños y no había escuchado las fábulas ni los cuentos tenebrosos que las madres y las abuelas enseñaban a sus niños para que tuvieran cuidado cuando el ocaso se vislumbraba en el horizonte o si alguien extraño se les acercaba. Él no había crecido rodeado de moralejas en los mitos, sino entre los hornos, los crisoles y los metales de una fragua donde, lo más importante que debías aprender, era a no quemarte mientras hacías lo que se te mandaba.
La primera vez que escuchó sobre la leyenda de los Obscuros fue en una obra teatral en el Festival de Primavera de la capital. Toda Interia estaba vestida de fiesta y, por primera vez en su vida, Virlik iba a acudir a la celebración en su día libre. Ya se había integrado completamente a la vida castrense del soldado y había dejado atrás la niñez, siendo un adolescente de catorce años bien educado y versado en todo lo que un soldado al servicio del Rey Supremo debía saber sobre etiqueta y no avergonzar a sus superiores con su comportamiento.
Un grupo de chicos había decidido bajar a la ciudad para disfrutar fuera de los muros del Palacio Mayestático de las fiestas y de su día libre. Virlik, entre ellos, estaba más que emocionado. De niño, trabajando en la fragua, había visto la feria que traía el Festival de Primavera desde lejos y, cuando Giref se lo llevó con él para formar parte de los futuros soldados del Ejército Real como su padrino, había estado muy ocupado aprendiendo desde cero demasiadas cosas que no sabía en sus horas libres. Por eso se unió al grupo y se encaminó con ellos hacia la enorme plaza en el centro de la ciudad.
Adoquinada con piezas que, unidas, dibujaban bellos y coloridos mandalas, la Gran Plaza Central era el lugar más concurrido de Interia. Allí se celebraban los mercados más importantes del continente cuatro veces al año en los que acudían mercaderes de toda Zyrelia, las festividades propias de Nersem y actos oficiales del Rey Supremo o su ejército. En principio, la Gran Plaza Central era un lugar público y muy transitado, pero solo unos pocos podían permitirse el lujo de comprar algo allí. Virlik se encontraba entre esos pocos.
Después de comprar y comer brochetas de pollo, bollos de caramelo y canela y demás manjares propios de una feria, el grupo de chicos decidió ir a ver una pequeña obra teatral en donde se estaba representando la leyenda de los Obscuros y sus huéspedes: los Obscuradores. Hipnotizado por los hombres y mujeres que vestían ropajes negros con capuchas, Virlik escuchó sobre esos seres que habitaban en la oscuridad, aparecían en las noches sin luna y se alimentaban de la Luz y la Vida de los humanos.
Con catorce años, Virlik era demasiado mayor para creerse la historia que narraba aquella representación y lo supuestamente reales que eran los hijos de la Oscuridad. Ahora, con Derius frente a él y la piedra negra en su cuello, no podía negar la realidad de su existencia.
— ¿Y? — escuchó que preguntaba la voz de Senren. Al parecer se había cansado de aquel silencio tenso.
Derius ordenó las cartas y alzó la vista. Sus ojos negros brillaban, su rostro sereno como una estatua de mármol.
— ¿Qué pasa con Auronis?
Senren, que parecía acostumbrada a que evadiera sus preguntas, no pareció molesta.
— Nada todavía.
— Ahí tienes tu respuesta, querida. Todo depende de Auronis. O todos están de acuerdo o ninguno.
Así que los reyes y reinas de la Confederación se habían comunicado entre ellos para debatir qué hacer respecto a Derius. Y la conclusión a la que habían llegado era que todos deberían estar de acuerdo para aceptarlo como Rey supremo y ninguno de los reinos debía influir en la decisión del otro. En el caso de que algún rey o reina no estuviese de acuerdo, ninguno lo aceptaría y eso significaría...
— ¿Qué haréis si la reina de Auronis no os acepta?
Virlik no se dio cuenta de que había hablado hasta que todos los presentes fijaron sus ojos en él.
— Aceptará — afirmó.
— Pero y si...
— Aceptará — repitió con mayor contundencia —. Sé que lo hará. Debe aceptar.
Una cosa era desear algo y otra que fuera a suceder, pensó Virlik. Pero no se lo dijo porque, en el breve tiempo que llevaba al lado de Derius, esta era la primera vez que lo veía con una expresión que pudiera clasificar como "humana". A pesar de tener el rostro imperturbable Virlik detectó un temblor en su mandíbula y un pequeño rictus en sus labios que señalaban su preocupación y nerviosismo. Lo único que no podía descifrar era el pensamiento que había tras esa reacción: si eran nervios porque una negativa lo obligaría a disputarse el trono de nuevo o que eso significara su propia muerte.
— En todo caso, tenemos otros problemas con los que lidiar antes — cambió de tercio Derius dirigiendo su mirada a Senren —. ¿Dónde están?
— Los exploradores han avistado que ya se dirigen hacia aquí. De momento están cumpliendo con lo acordado.
Derius asintió y Virlik, perdido, se dirigió al rey.
— ¿Quién viene hacia aquí?
Mileak soltó un bufido exasperado mientras, por lo bajo, murmuraba que era estúpido tenerlo ahí.
— Los grandes nobles de Nersem. Los cabezas de las más importantes familias están viniendo hacia aquí para tener una audiencia conmigo.
Virlik se quedó blanco.
— ¿Así sin más?
— ¿Así sin más? — repitió Mileak echando chispas, su rostro tan tenso que se le pronunciaba más la cicatriz de la mandíbula —. Derius lleva días allanando el terreno, planeando la forma más segura para que los nobles vengan en audiencia y que, al fin, lo nombren rey, y tú lo simplificas todo como si fuera un acto estúpido. Tú que no sabes nada de...
— ¡Basta, Mileak!
El interpelado dirigió la mirada furiosa a su caudillo.
— Cierto — intervino Virlik. El capitán estaba sintiendo cómo la furia le subía desde la boca del estómago hasta el pecho —. No sé nada, ni lo pretendo. Así que, con vuestra venia, majestad, me voy.
No esperó a que le dieran el permiso, dio media vuelta y se marchó.
Estaba harto.
Mucho.
Qué se creía ese estúpido engreido. ¿De verdad creía que quería estar ahí, ser siervo de Derius y tener en el cuello algo que le obligaba a actuar en contra de su voluntad? ¿En serio pensaba que no se sentía como un traidor miserable y fracasado por no haber podido proteger a su verdadero rey y tener que servir a alguien que no quería por obligación, como si fuera un trofeo o un objeto de exhibición? Derius solo quería tenerlo a su lado por el prestigio que le daba tener al Capitán de la Guardia del Corps bajo su poder.
No lo valoraba como hombre o como guerrero, solo era un instrumento que, una vez roto, desecharía sin pestañear. Lo mismo que en la herrería se desechaba el metal que no era lo suficientemente puro y se partía en dos con los golpes del martillo, imposibilitando que pudiera hacerse nada con él.
— Espera — llamó una voz.
Virlik se detuvo de golpe por el pasillo y se volvió para ver a la extraña mujer llamada Senren acercarse a él con zancadas largas y poderosas. Cuando lo alcanzó, se pasó una mano por el cabello para colocarlselo sobre el hombro.
— Qué rápido andas, capitán. Pensé que no te alcanzaría — dijo con simpatía, como si no fueran enemigos, como si se conocieran o, al menos, como si ya hubieran tenido un trato antes. — Perdónalos, ninguno de los dos tiene demasiados modales. Derius tiene los nervios de acero, pero Mileak es como una olla puesta en un fuego incontrolado que estalla a la mínima.
— No se preocupe... señora — vaciló. La verdad es que no sabía cómo dirigirse a ella.
Senren sonrió con calidez y a Virlik le dio un vuelco el corazón.
— Me gustaría que habláramos sobre Derius, sobre... todo — finalizó estirando los brazos en una señal que abarcaba todo el lugar. Toda la situación en la que ambos, de formas distintas, estaban metidos.
— Como gustéis — repuso el capitán con una reverencia. Eso le sacó una carcajada a la mujer con un deje de vergüenza.
— Vamos, capitán, no hace falta tanta formalidad. Ven conmigo.
Siguiendo su estela, Virlik recorrió el ala de estancias del Palacio Mayestático, la zona que, antes de la caída de Xetril VI, había pertenecido a los ministros de la corte y otros nobles que vivían aquí o que pasaban largas estancias al lado de su Majestad. Con la llegada de Derius, la mayoría había huido mientras que otros habían muerto.
Nada de ello, sin embargo, había permanecido. El palacio parecía uno completamente nuevo. Las trazas de otros seres vivos que no fueran Derius y sus guerreros había sido concienzudamente borrada. Un cambio de poder requería medidas rápidas para eliminar las reminiscencias de lo anterior.
La estancia de Senren era como ella: hermosa y elegante. En dos palabras: con clase. Virlik no sabía de quién había sido anteriormente esa alcoba, pero ahora nadie diría que no era de su propiedad. Con alfombras de vivos colores y cortinajes colocados estratégicamente del techo, la habitación parecía sacada de una de las casas pudientes de Auronis. Había dos incensarios encendidos, colgados por una larga cadena, que perfumaban el lugar, una mesita baja de madera tallada con cojines mullidos y fundas exquisitamente bordadas, una chimenea y, en el otro extremo, un biombo de madera negra cerca de una cama baja sin cabecero o postes, pero rodeada de cortinajes vaporosos enganchados en unas argollas ubicada en el techo. Supuso que una de las puertas llevaban al baño y la otra a un vestidor.
Anonadado ante esa visión exótica, tan distinta a la moda de Nersem, el capitán no sabía ni dónde mirar. Los tapices de las paredes habían desaparecido y éstas estaban decoradas con bellas piezas de artesanía: máscaras con rasgos femeninos con perlas y piedras brillantes de colores, animales en plata con piedras preciosas incrustadas...
— Siéntate. Iré a pedir que nos traigan un té y unas pastas— le ofreció Senren.
Él, sin acabar de atreverse a colocarse entre los cojines que le había señalado, vio cómo aparecía una criada joven, que no le sonaba de nada, y se marchaba rauda a traer lo que le habían encargado. Fue entonces, cuando Senren fue a sentarse, que él hizo lo propio.
Estaba nervioso. No solo por encontrarse a solas con una completa extraña para él, que además era alguien de la más absoluta confianza de Derius, sino porque no sabía de qué quería hablarle ni tampoco si él quería escucharlo. A veces era mejor no saber, no comprender, y poder así seguir pensando algo que te conviene más que la verdad.
Ambos se mantuvieron en silencio, uno que estaba siendo un tormento para el capitán. Cuando se escucharon unos débiles golpes en la puerta y entró la joven criada con la bandeja para servir el té y las pastas pudo respirar un poco al tener algo en lo que centrarse. Senren despidió a la joven y ella misma sirvió el té en dos preciosas tazas de porcelana con dibujos geométricos azul celeste.
— ¿Azúcar?
— Nunca he bebido té — se disculpó el capitán —. No sé cómo debería tomarlo.
— No hay ninguna regla escrita: va a gusto de si prefieres que tenga un sabor dulce o fuerte — explicó con una dulce sonrisa..
Él asintió y, después del primer sorbo, decidió añadirle algo de dulzor.
— Este té es mi favorito. Viene de una zona muy pequeña de Miyostir donde todos los que viven allí se dedican a la producción y explotación del té.
Virlik asintió porque no sabía qué podría aportar él sobre ese tema. Tanto el té como el café eran bebidas destinadas solamente para las personas más pudientes. En Nersem, además, no eran productos demasiado conocidos o comercializados. Todavía eran cosas muy "exóticas" frente a la leche caliente con miel y canela que tomaba la mayoría de nersemsianos — quienes podían permitirse comprar miel, canela y algo de leche, claro—.
— ¿Qué te parece? — le insistió la mujer tomando un pequeño pastelillo que tenía una pinta exquisita.
— No sabría deciros... señora. Perdón — se disculpó al instante—, no sé cómo debería dirigirme a vos.
— Entiendo que te cueste tratarme en femenino — dijo con una sonrisa afligida y un brillo de pesar en sus bellos ojos azules —. Entiendo que a algunos os cueste verme como mujer.
Virlik parpadeó y la miró. Sí, era cierto que tenía una voz menos suave que la de muchas mujeres que él había conocido y que su pecho era bastante plano, su cuerpo muy fibroso y su altura era considerable. Pero por lo demás...
— No os entiendo. Yo os veo como una mujer. Me refería a que no sé con qué título debería referirme a vos. Sois un miembro muy cercano al rey — la palabra se le atragantó algo en la boca—, así que no estoy seguro de si es correcto que os diga señora o...
Senren estalló en carcajadas y Virlik no pudo evitar ponerse rojo hasta las orejas. La vergüenza se le instaló en el estómago y se sintió tremendamente estúpido por lo que acababa de decir.
— Lo siento. Si he sido descortés...
— No, no — se apresuró a cortarlo Senren agitando la mano, una más grande y robusta que las típicas manos delicadas y pequeñas de las damas a las que Virlik estaba acostumbrado a ver en la corte. Su manicura era perfecta, ahora que se fijaba en ella —. Para nada. Te agradezco lo que acabas de decirme. Es... gratificante.
Virlik, que no sabía dónde meterse, dio un sorbo de su té. Realmente era algo delicioso: suave, con un toque aromático a flores y un regusto amargo que se le pegaba al paladar, pero que no le desagradaba en lo más mínimo.
— Por tu cara, deduzco que te ha gustado — dijo Senren señalando su té con una sonrisa relajada. Toda ella se la veía más calmada—. Y puedes llamarme señora, mi señora o Senren, como gustes. Hace muchos años que dejó de importarme el estatus y la clase social. Que sea un miembro de la corte de Derius no cambia nada, al menos en lo que se refiere a nuestro trato cotidiano.
— Señora, pues.
Senren soltó una carcajada.
— Está bien. Seré señora para ti. No me importa, es más, me gusta como suena. Y es un bonito cambio.
Virlik se sonrojó y volvió a dar un sorbo de su té.
— Los cambios son difíciles — prosiguió ella, dejando la taza de té en la mesilla —. No todos son para bien, pero hay algunos que sí lo son aunque, al principio, no lo parezcan. Yo he vivido el mayor cambio de mi vida de ambas formas. El malo fue el primero en aparecer, pero cuando conocí a Derius, los vientos de mi cambio tomaron el rumbo del bien.
»Sé que cambiar lo que tenías por sentado, lo que creías que era la verdad absoluta, es difícil, complicado y contradictorio. ¿Cómo va a ser todo lo que conoces un error? Pero puede serlo, capitán. Hay errores que tenemos tan normalizados que somos incapaces de verlos. De cambiarlos.
— Si es por Derius por lo que habláis de ese modo...
— Es por él, sí — asintió ella, seria y solemne —. No quiero convencerte de que su causa es justa, de que ha actuado bien porque yo sé que no todos sus actos han sido buenos o correctos. Lo que sí sé es que, a veces, es necesario cometer ciertas acciones para poder redimir los males cometidos por otros. Aunque estos actos te ensucien por completo y te conviertan, en cierta manera, en un monstruo parecido al que has querido destruir.
»No quiero pedirte que lo apoyes, solo que veas por ti mismo qué y quién es. Quédate a su lado y juzgalo con tus propios ojos.
Sin ser capaz de decir nada o de rebatir la petición de la dama, Virlik se puso en pie y se despidió con una reverencia.
— Gracias por vuestras palabras y amabilidad, señora. Las tendré presentes.
— La audiencia será la clave, Virlik. Es ahí donde quizá veas un atisbo del verdadero Derius.
La audiencia con la nobleza de Nersem.
Virlik asintió.
Esa audiencia sería el principio o el final del camino que Virlik tomaría para acabar o seguir aquella farsa.
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