Capítulo 4: Tus noches son mías
Estaba agotado y sabía que el agotamiento de aquel día solo era el principio.
Los días encerrados le habían hecho mella y el cuerpo le pedía dormir, por lo menos, tres días seguidos para recuperar fuerzas y sanar sus heridas.
Pero Derius tenía otros planes. Unos que lo habían llevado de vuelta a los aposentos privados del rey en vez de seguir a sus compañeros a las estancias de los soldados.
Llamar barracones a las dependencias de los soldados reales sería un insulto ya que era una construcción digna de nobles. Aunque no tenía la opulencia del palacio o de los palacetes y mansiones de la nobleza, el edificio estaba construido en piedra y mármol con decoraciones robustas con motivos bélicos. Había estatuas de grandes guerreros del reino, cuadros y tapices que contaban las gestas de los soldados reales que habían combatido por Nersem generación tras generación. Las habitaciones eran sencillas, pero espaciosas, con camas comodísimas, un pequeño estudio y un vestidor lo suficientemente grande para tener dos armaduras completas dentro, además de prendas más comunes. Los soldados tenían criados a su disposición que se encargaban de limpiar las dependencias y lavarles la ropa a expensas de la corona. El baño común y el comedor común de los soldados se encontraba dentro del mismo Palácio Mayestático y eran los propios siervos del Rey Supremo (libres o esclavos) quienes se encargaban de alimentarlos dentro de un horario establecido que iba desde el desayuno hasta la comida y la cena. Los tentempiés eran lo único que ellos mismos se agenciaban en la propia capital con la soldada que recibían cada més y que utilizaban para caprichos y comprarse ropa u otros enseres que quisieran o gustasen, ya que el Tesoro se encargaba de costearles los gastos en armas, armaduras y cualquier cosa relacionada con su labor militar.
Virlik contempló su alrededor sin acabar de comprender nada. Sus ojos verdes viajaron por las paredes de aquella lujosa estancia. La cama con dosel tenía unos preciosos cortinajes morados de seda recogidos a un lado y una alfombra de piel bajo las poderosas patas de madera para que la fría piedra no fuera la primera toma de contacto al descalzarse o calzarse. Algunos carbones candentes brillaban en la chimenea, la cual había sido encendida por la tarde para calentar algo la habitación y quitarle el frío de las noches primaverales.
Las paredes estaban vacías y Virlik se percató de las marcas dejadas donde antes había habido algún tapiz o cuadro bajo las luces de las lámparas. La habitación no tenía ventanas ni nada por lo que entrase luz natural. Eso sí, contaba con un rinconcito con una mesa baja redonda con motivos geométricos grabados en superficie y cojines de seda para sentarse y, al otro lado, un vestidor bastante espacioso. El capitán observó el vestidor. Había un maniquí para armaduras vacío y, en los estantes de los laterales, parecían haber camisas, calzas, pantalones, camisones y capas. El reconocimiento no tardó en abrirse paso dentro de su mente. ¿Esas no son mis pertenencias?, pensó. Se volvió hacia Derius.
— ¿Qué es esta habitación? Porque no es la de la reina.
Efectivamente, las habitaciones de la reina y de los príncipes se encontraban al otro lado del ala este, separadas de esta área por varios metros de pasillo y un jardín por medio.
— Esta es la estancia de la concubina del rey. Por lo que parece, mi querido padre, la ha tenido cerrada desde hace varios años. ¿Ves aquella puerta? — señaló—. Da justo a las habitaciones del monarca. Es decir, que podía escabullirse para fornicar con su amante y luego regresar a su cama y viceversa. — Derius le dedicó una mirada oscura con una sonrisa maliciosa que le produjo un escalofrío—. A partir de hoy será tu dormitorio.
— No lo entiendo.
El rey se encogió de hombros.
— Es la habitación más cercana a la mía. Perfecta para que puedas acudir en mi socorro si algo me sucede.
Virlik se aguantó las ganas de poner los ojos en blanco. Sabía que Derius era capaz de sortear con éxito cualquier amenaza con las sombras de los Obscuros que albergaba en su interior.
— No creo que sea necesario que permanezca tan físicamente a vuestro lado, majestad. Además, ¿dónde iría vuestra amante si yo permanezco aquí?
Una sonora carcajada reverberó en la habitación y Virlik, colorado por la vergüenza, frunció el ceño. No había dicho nada descabellado para que Derius, otra vez más aquel día, se riera de él.
— No temas, capitán. A mis amantes me los suelo llevar a mi cama, no a una cama aparte.
El escarlata de sus mejillas se acrecentó. Y no solo por que dijera aquella vulgaridad, sino por el uso del plural en masculino.
— Preferiría estar en mis aposentos de siempre. Allí me siento más a gusto.
Los ojos de Derius se entrecerraron y su sonrisa languideció. Como si fuera un depredador, dio tres pasos hacia él para mirarlo de cerca.
— No te he pedido tu opinión ni esto es algún tipo de negociación. Te estarás aquí.
Un tirón y quemazón en el cuello le indicaron que Derius estaba utilizando sus habilidades de Obscurador contra él, aunque no de la manera brutal como la que usó durante la comida.
Uno de sus dedos elegantes se acercaron a la base de su cuello y, despacio, fue descendiendo la yema del dedo desde la piedra negra de su cuello hasta el centro de su pecho donde se detuvo.
— Tus noches son mías, capitán, así como todo tú. No lo olvides.
Con un giro de talones, Derius se marchó dando un portazo.
Calor.
Hacía mucho calor.
Todo él parecía estar en llamas, a punto de estallar y convertirse en una pirotécnia humana.
Se miró la mano llena de tatuajes. Ya le llegaban hasta los dedos y había dado la vuelta. Toda su piel desde el hombro hasta las yemas estaban marcadas por las sombras. Era de su propiedad.
Y se iba extendiendo.
Dio una bocanada buscando aire. Se estaba asfixiando con aquel calor pero los pulmones también le ardían con cada respiración.
Iba a consumirse.
Iba a morirse.
Iba a...
Abrió los ojos con fuerza.
Perlado de sudor, con las sábanas desparramadas por la cama y el camisón pegado a la piel, Derius contempló la oscuridad de la habitación. Con el corazón palpitando locamente dentro del pecho, comenzó a respirar pausadamente para calmarse.
Las noches antes y durante la luna nueva eran infernales. Los Obscuros estaban demasiado agitados en su interior, con ganas de salir y poder vagar por la noche a sus anchas y devorar la Vida y la Luz de los humanos incautos. A causa del pacto que tenían no podían abandonar su cuerpo, pero eso no les impedía torturar a Derius. Otra cosa no, pero aquellos seres no estaban dispuestos a sufrir en silencio si podían hacerlo padecer a él también.
Se pasó una mano por la frente y el pelo. Estaba bañado completamente en sudor.
Asqueado, se levantó y fue al baño para lavarse la cara y el cuello en la palangana. El sonido del agua reverberó en la habitación y se quedó un rato con las manos allí cogiendo y dejando caer el agua. El sonido lo relajó lo suficiente como para que su corazón se ralentizara y que el cuerpo dejara de palpitarle. Se secó con una toalla y salió de la habitación con pasos ligeros pero tan silenciosos como los de un fantasma. Con la misma ligereza y silencio, abrió la puerta de la habitación de Virlik y entró en ella.
El capitán dormía profundamente y su respiración era fuerte y constante, soltando algún que otro resoplido ligero. A pesar de la oscuridad, Derius veía perfectamente — cortesía de los Obscuros— y se lo quedó mirando desde el marco de la puerta. Su rostro estaba mínimamente más relajado, pero se le notaba el cansancio acumulado por los días de encierro tras su combate y la incomodidad — por no decir algo peor — de servirlo a él.
Derius estaba acostumbrado a muchas cosas, dos de ellas era el odio y el desprecio. Había nacido como esclavo y bastardo de la familia real, siendo despreciado por los siervos y criados del palacio por su condición de gentes libres y había sido humillado junto a su madre con la cual se enseñaban por haber pertenecido a la nobleza, nada más ni nada menos que a una familia que había poseído el trono de Nersem hasta que fueron derrocados y se creó la Federación de Reinos. Por lo que respectaba al rey, la difunta reina y a sus hermanastros, era tan insignificante que ni se molestaban en tratarlo como escoria. En esa época, antes de que su madre fuera asesinada y a él lo enviaran a las minas para morir, pocas personas fueron mínimamente amables con él.
Necesitaba aire.
Las estancias del Rey Supremo eran sofocantes y las paredes se le caían encima a pesar del descomunal espacio. No se acostumbraba a la opulencia ni al silencio. Al menos estaba haciendo que ese lugar fuera mínimamente suyo, deshaciéndose de las pertenencias de su padre y colocando las que él había traído consigo y alguna que otra cosa que Senren había adquirido en el mercado de los artesanos de la capital. Si hubiese sido por él, todo aquello habría acabado desechado, pero la mujer se había negado en rotundo.
— Vas a ser el Rey Supremo de la confederación además del rey de Nersem. Tienes una imagen que mantener y un estatus que aparentar tanto frente a los criados como a todos los que te siguen. No puedes deshacerte de lo que a un rey lo hace rey: la riqueza.
El pasillo estaba prácticamente desierto salvo por uno de sus soldados que estaba haciendo la ronda rudimentaria. Derius sabía que no había necesidad: sus sombras ya vigilaban todo el perímetro del Palacio Mayestático, incluso se aventuraban más lejos hasta las murallas de Interia para comprobar que todo estaba en calma y no había ningún ejército a las puertas preparando un asalto. Obviamente, igual que sabía que Senren tenía razón en el tema de la riqueza, también sabía que debía dejar que sus soldados hicieran las cosas como debían hacerse. Bastante sobrenatural era ya él de por sí como para que ataran cabos y descubrieran que era un Obscurador cuando, en teoría, eran simples cuentos de viejas para asustar a los niños.
Solo Senren y Mileak sabían lo que era, lo que había hecho aquella noche sin luna por la desesperación y la sed de venganza.
Ellos y Virlik.
Aunque éste solamente supiera el resultado final de aquella noche en la que estuvo a punto de morir.
Derius atravesó el pasillo silenciosamente sin alertar al guardia y salió del ala este en dirección a ninguna parte.
La luna en su fase de menguante cóncava brillaba fuertemente en el cielo y Derius se la quedó mirando por uno de los ventanales del pasillo que daba a la planta central del palacio. Se quedó allí, apoyado en el alféizar contemplando el cielo nocturno mientras los Obscuros se revolvían dentro de él. El pasillo estaba desierto, tranquilo, en calma. En paz.
Era extraño.
Derius nunca había sentido paz en ese lugar. Ahora no es que la sintiera, pero, al menos, no debía ir encorvado y con la cabeza gacha, constreñido a no pisar la mayoría de lugares y mantenerse en la zona de los esclavos y solo saliendo de ella para hacer las tareas que le encomendaban siendo lo más invisible posible.
La primera vez que había puesto un pie en el prístino y lujoso Salón de la Bienvenida fue con armadura y una espada al cinto llena de sangre. Ese día también fue el primero que había dirigido sus pasos por los pasillos del área central y pública del Palacio Mayestático. Inclusive, el día que mató a su padre, fue el primero en el que entró en el Salón del Trono que, supuestamente, es el lugar abierto a todos los súbditos del monarca los días de audiencia. Claro está, solamente las gentes libres tenían ese derecho, aunque no toda.
Ser libre no te hacía merecedor de pisar los suelos brillantes del palacio del poderoso e ilustre Rey Supremo.
Derius se apartó del alféizar y contempló el pasillo. Varías lámparas lo alumbraban con la luz atenuada. Y pensar que en la zona de esclavos no habían tenido ni una mísera lámpara con la cual alumbrarse por las noches. Solamente disponían de las velas que ellos mismos se hacían con la cera y las mechas que les proporcionaban tres veces al año. Lo mismo con la ropa o el jabón con el que se lavaban. La comida, sencillamente, eran desperdicios que les tiraban como si fueran animales salvajes.
Una respiración entrecortada lo sacó de sus ensombrecidos pensamientos y se volvió hacia la recién llegada en la otra punta del pasillo. Si las sombras la habían detectado — como sin duda así habría sido— y no le habían alertado, era que se trataba de alguien inofensivo. Y, efectivamente, así era. Derius se quedó mirando a la chiquilla que, quizás, tendría unos doce o trece años.
— Majestad — tartamudeó mientras se lanzaba contra el suelo para arrodillarse. Ese gesto le comunicó que era una esclava. Mejor dicho, una antigua esclava. Ahora, con él en el trono, era una persona libre, como, en teoría, lo serían todos los esclavos de Nersem en los próximos días con su nuevo edicto.
— Ya no eres una esclava para que te postres ante mí — dijo con voz monocorde.
La muchacha alzó medio cuerpo, todavía arrodillada, y lo miró desde su posición con incredulidad, todavía demasiado acostumbrada a su estatus anterior.
— Pero, majestad...
— ¿Ibas a algún sitio? — preguntó ahora con un tono más amable.
Ella asintió varias veces con vehemencia sin atreverse a moverse.
— A la lavandería.
A causa del gran volumen de ropa que se acumulaba en el palacio cada día, el lavado solía hacerse en la madrugada para, con el despunte del alba, tenderla y que el sol la secara durante el día.
— Ve, pues — la encomió, volviendo a mirar por la ventana.
Con rapidez, la chica se levantó y pasó por su lado encorvada hacia delante y caminando lo más rápido y silencioso posible.
— Alza la cabeza y pon la espalda recta — le dijo suavemente. Ella se detuvo y sintió su mirada en el cogote —. No eres una esclava. Espalda y cabeza rectas. Eres una mujer libre.
La muchacha tragó saliva y siguió su camino con la espalda y la cabeza rectas como el mástil inamovible de un barco. Derius sonrió por un lapso minúsculo de tiempo antes de volver a fruncir los labios en un rictus serio.
Todavía era pronto para que aquella chiquilla recuperara la dignidad que le habían robado cuando nació. Lo mismo que para el resto de los esclavos de palacio y de Nersem.
A pesar de que Nersem era el reino que se mantenía por encima del resto de reinos de Zyrelia como cabeza de la Federación de Reinos, era también el de políticas más conservadoras. Si estaba en la posición en la que se encontraba era por el poder bélico que, en su día, tuvo Nersem antes de la caída de los antepasados de su madre y que, quien usurpó el trono, utilizó para hacerse con el control de todo un continente en la peor guerra de la historia. Hoy en día, Nersem no se podía comparar con Auronis o con Tuehn. Hasta Kur Ver les estaba sacando ventaja con sus espléndidos astilleros de barcos. La gloria de Nersem era la pasada y si se mantenía el status quo y la figura de Rey Supremo era, simple y llanamente, por conveniencias.
Y Derius estaba a punto de cambiar todo eso.
Pero antes...
Soltó un suspiro y se alejó por el pasillo de regreso al ala este y a las dependencias reales. Pero no volvió a la habitación de su padre, una habitación que sabía jamás sería completamente suya, y se escabulló a otra más pequeña y oscura que olía a cerrado y a pino.
Derius le había dicho que él y sus noches le pertenecían y, desde luego, lo había dicho de forma literal.
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