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Capítulo 2: Caída

Virlik, que no podía creer lo que acababa de escuchar, soltó una carcajada de incredulidad.

— Está claro que os habéis vuelto loco.

— Me alegra escuchar que, supuestamente, antes no lo estaba.

La lengua viperina e ingeniosa de Derius le cortó la risotada de raíz.

— Sabéis que no os voy a obedecer en la vida, ¿verdad?

Derius descruzó la piernas y dio un saltito para bajar del escritorio. En menos de dos pasos estuvo frente a él, tomándolo de la barbilla para que lo mirara desde su posición derrotada. Virlik no movió ni un músculo. No lo habría hecho aunque no hubiera estado herido, adolorido y con las manos esposadas en la espalda.

— Qué palabras tan bonitas, capitán. Tan varoniles, tal leales a quien fue tu rey. Lástima que perdiera la cabeza, seguro que le haría feliz ver que su perro faldero le es tan leal.

— Si vos, como mercenario vendido al mejor postor, no conocéis la lealtad...

— Por supuesto que conozco la lealtad, soldado — el tono frío de su voz le heló la sangre—. Pero la lealtad que yo conozco se establece por lazos profundos, no por contratos.

— Ni por juramentos.

Derius le clavó los dedos y se inclinó para poner el rostro pegado al de Virlik.

— Ni por juramentos —corroboró—. Las personas tienden a jurar mucho en vano para conseguir sus propósitos y ambiciones.

— Y, vos, por supuesto, estás muy versado en las "ambiciones".

Derius volvió a sonreír.

— Más que en "ambiciones", estoy versado en la venganza y en lo que es justo, algo en lo que mi estimado "padre" no lo estaba.

El falso rey lo soltó y Vrilik sintió la necesidad de frotarse la mandíbula. Desde luego, fuerza no le faltaba.

— No voy a obedeceros —repitió mientras hacía una mueca para recuperar la sensibilidad allí donde los dedos de Derius le habían apretado. Seguro que le dejaría marca.

Derius se sentó de nuevo en el escritorio, cruzó las piernas y colocó sobre las mismas sus brazos, cruzándose las muñecas. Era una postura tan relajada y, en su persona, tan elegante, que nadie podría discutirle la sangre real que llevaba por las venas. Aunque, hasta que no hubiera traspasado el umbral de la sala del trono, ni él ni el rey hubieran sabido su verdadera identidad.

— ¿No vas a doblegarte ni aunque la vida de lo que resta de tu Guardia del Corps esté en juego?

— ¿Están vivos?

El rey no respondió, solo se limitó a seguir mirándolo sin ningún tipo de expresión.

— ¿No váis a responder?

— ¿Te vas a doblegar ante mí?

— Hice un juramento.

El código de la Guardia del Corps era claro, conciso y sencillo: jurar proteger al rey legítimo hasta el último aliento. Si este moría por traición, conjura o sublevación, jamás obedecer a quien quería hacerse con el poder. En ese caso, una total sublevación de mercenarios conjuntamente con gentes y esclavos de Nersem,, la guardia debía luchar hasta matar al cabecilla de tal zafia acción y restablecer el orden establecido para restituir y proclamar al legítimo Rey Supremo.

— Y eres un hombre de palabra, por supuesto. — Se hizo un breve silencio en el que Derius bajó la cabeza y murmuró — De no ser así no serías tú.

— Matadme de una vez y acabemos con esto.

— ¡Por la Madre, la Luz y la Vida! ¿Tantas ganas tienes de morir? ¿Eso es lo que os enseñan en este maldito palacio? ¡A servir y a morir sin pensar!

— Si no voy a obedeceros, es estúpido que no me matéis.

— Lo que es estúpido es que alguien que me puede ser útil muera. — De nuevo, la mirada de Derius lo fulminó. Virlik no podía dejar de sorprenderse. La mayor parte del tiempo, los ojos del bastardo estaban vacíos y el negro de sus pupilas era tan profundo que parecían no tener fin. Otras, en cambio, brillaban con un fuego y un ardor que lo desarmaban.

— Y lo dice alguien que solo sabe matar.

Una sonrisa sarcástica apareció en la bonita boca del autoproclamado monarca.

— Por eso sé de lo que hablo y más que tú, capitán.

Nuevamente, Derius bajó de la mesa y se acercó a él. Esta vez sus movimientos fueron más lentos, sinuosos, como si fuese una serpiente venenosa que está a punto de atacar a su presa para anestesiarla antes de devorarla. La mano derecha de Derius se posó en el pecho de Virlik y el soldado se estremeció al tenerla tan cerca y sin los guanteletes pudo ver unos intrincados tatuajes que le recorrían los dedos por el dorso y el reverso, bajando por la palma y la muñeca, desapareciendo bajo la manga de su túnica. Los dedos ascendieron lentos, suaves, hasta su cuello y, allí, acariciaron la piel hasta posarse en el hueco de la base del cuello.

Un calor abrasador lo consumió y lo hizo gemir de dolor. Algo estaba quemándole la piel y abriéndose camino de dentro a fuera. Horrorizado, Virlik quiso moverse, pero no pudo y no fue porque estuviera atado o herido. Algo se lo estaba impidiendo. Algo que salía del cuerpo de Derius quien, con la vista fija en su cuello, no se inmutaba. Sus ojos negros brillaban como estrellas y los tatuajes de su mano parecían moverse, retorcerse y cambiar de forma mientras su cuerpo emanaba... oscuridad.

"No puede ser verdad".

Al cabo de lo que pareció una eternidad — pero que no fue más que un minuto —, Derius se apartó para contemplar su obra: un cristal negro como el color de sus iris estaba en la base del cuello de Virlik, solidificado en su propia carne.

— ¿Qué es esto? — quiso saber con la voz ronca y temblorosa. Todo él estaba bañado en sudor de la cabeza a los pies y no por causa del dolor, sino por el golpe de realidad que había recibido.

— Ahora, capitán, sí que vas a obedecerme.

Era un Obscurador... Derius era...

— ¿Y si no lo hago? — se atrevió a preguntar con la garganta más seca que la arena de un desierto.

Otra sonrisa sardónica.

— No te lo recomiendo, capitán, porque no te gustará descubrir lo que ese cristal puede hacer. Pero alégrate: ahora que sí vas a ser mi guardián y siervo, lo que ha quedado del Ejército Real y de la Guardia del Corps estarán bajo tu mando y, lo mejor de todo, vivos. Si no se rebelan, claro. ¡Guardias!

Ante su llamada, los dos soldados que habían escoltado a Virlik entraron.

— Majestad.

— Llevadlo a los baños para que pueda asearse. Apesta. Después escoltadlo a su nueva habitación.

— Sí, majestad.

Y, sin más ceremonias, Virlik fue de nuevo arrastrado por una corriente que no era capaz de detener.



Que le escoltasen por el que había sido su hogar durante años era una sensación extraña y completamente nueva para Virlik, el cual todavía seguía con las manos esposadas a la espalda. El camino hacía los baños comunitarios que compartían los soldados —tanto los de la Guardia del Corps como los del Ejército Real— jamás se le había hecho tan largo. Tenía tantos sentimientos encontrados mientras recorría unos pasillos que había andado y desandado tantas veces. Ver alguna que otra cara conocida tampoco ayudaba. Pero ¿qué otra cosa podría hacer la servidumbre? Ellos no estaban allí para luchar, para rebelarse, sino para servir al señor de turno. Ahora ese señor era Derius.

Los baños y sus inmediaciones estaban tranquilos, demasiado, y eso inquietó a Virlik. Derius le había dicho que había miembros del Ejército Real y de la Guardia del Corps vivos. ¿Estarían en los barracones detenidos o en celdas al igual que él? Pero en las mazmorras no había escuchado lamentos ni sonido alguno salvo los que hacía su propia respiración.

Sus guardias custodios no tuvieron miramientos cuando lo adentraron en la sala de baños y lo amenazaron de muerte si se pasaba de listo cuando le quitaran las esposas.

— Límpiate y vístete rápido. Esperaremos treinta minutos. Si tardas más iremos a buscarte y no será agradable. Al rey no se le hace esperar.

Virlik los fulminó con la mirada sin decir nada y comenzó a desvestirse mientras sus captores se mantenían en la puerta de la entrada con las lanzas en la espalda. Virlik sabía que, a la mínima, las hojas lo apuntarían sin piedad.

Aunque lo habían despojado de su armadura de capitán antes de encerrarlo, al soldado le costó quitarse la ropa, la cual estaba pegada a su cuerpo por culpa de la sangre seca, el sudor y la suciedad. Quitársela fue una pequeña tortura, puesto que se arrancó varias costras secas de heridas sin tratar. Una vez se limpiara la mugre aprovecharía para administrarse algunas curas rudimentarias.

El silencio y la soledad le dieron la bienvenida cuando traspasó el umbral hacia las piscinas de agua. Verlas vacías le produjo un dolor sordo en el pecho. Sin querer estar allí más tiempo del necesario, Virlik se acercó a la zona de lavado y llenó un barreño con agua tibia y jabón que se arrojó encima para poder quitarse los retazos de mugre más gordos. Las heridas no tardaron en picarle cuando las frotó con la toalla de lino, pero eso era una buena señal y también necesario para limpiarlas y desinfectarlas. Cuando la toalla se puso ennegrecida y la mayor capa de suciedad había sido eliminada, Virlik se dirigió a una de las piscinas y se introdujo en ella para acabar de frotarse la piel y el cabello azabache.

Ya limpio, aunque no tanto como le gustaría, salió de la piscina y se secó con cuidado. La tela de lino se manchó de agua y de escarlata. Se sentó en un banco y comenzó a aplicarse ungüento en las heridas con otro paño limpio y presionó las heridas sangrantes. Podía estar contento de que no fueran lo suficientemente graves como para necesitar la ayuda de algún sanador.

Sonrió sin alegría. Todo había sido tan rápido en el Salón del Trono.

Virlik y diez hombres más de la Guardia del Corps se habían mantenido fuertes defendiendo al Rey Supremo en la sala más importante del Palacio Mayestático. Los sonidos de las armas entrechocar y los gritos se hacían cada vez más y más fuertes, más y más cercanos. Derius y los suyos se acercaban y Virlik sabía que las cosas no iban a acabar bien. Pero, si lograba matar a Derius, el llamado Fuego plateado, todo acabaría.

Sonidos de pasos. Gritos. Acero contra acero. Estaban cerca, cada vez más cerca.

Virlik afianzó su agarre en su espada y se colocó en primera fila, ordenando a los suyos una formación defensiva para proteger al rey.

Zyrelia era un continente multicultural, pero todos los reinos que componían la confederación compartían la misma creencia sobrenatural: la Madre naturaleza era su deidad suprema así como la Luz y la Vida, las hijas de la misma, eran las deidades que otorgaban la existencia misma a los seres sintientes. Virlik había escuchado a mercaderes hablar de las religiones de otros continentes, cosas que era incapaz de comprender y mucho menos de creer, pero cuando Derius apareció por la entrada del Salón del Trono, Virlik comenzó a entender por qué alguien podía creer en seres omnipotentes a los que llamaban dioses. Las placas plateadas que componían la armadura de Derius hacían juego con su cabello y, bajo la luz que se filtraba por los ventanales del salón, lo hacían brillar como una llama de plata. Estaba claro que su sobrenombre, Fuego plateado, era precisamente porque Derius era exactamente eso en un campo de batalla: una llama plateada que arrasaba con todo.

"Te detendré, aunque pierda la vida haciéndolo".

Estaba determinado. No tenía miedo. Había hecho un juramento como capitán y lo cumpliría con cada parte de su cuerpo, con su Luz, su Vida y su Aliento.

Derius, con su espada en ristre, traspasó la entrada de la sala y se adentró en ella con una majestad que les robó el aliento a todos.

— ¿Cómo te atreves a atacar mi ciudad? — dijo desde el trono Xetril VI.

— Si hubierais aceptado la derrota hace tres días en vez de huir o cuando os ofrecí la rendición, no habría tenido que asediar la ciudad ni destruir parte de ella — repuso el guerrero con una calma fría, su rostro con una expresión sardónica.

— No vas a conseguir lo que quieres.

Eso le hizo reír de una manera tan horrible que Virlik sintió un escalofrío.

— ¿Por qué todos asumís saber qué es lo que quiero?

— No es difícil de imaginar, escoria. Quieres mi trono, hacerte con el poder de toda Zyrelia.

— Casi. Lo único en lo que habéis acertado es en lo del trono, pero aún así pensáis que lo quiero por las razones equivocadas.

— ¿Y qué razones puede tener un don nadie como tú salvo el deseo de poder?

— ¿No me reconocéis?

Esa pregunta dejó a Xetril sin palabras y a Virlik y a los demás guerreros sin comprender nada. ¿A qué venía esa pregunta?

— ¿Por qué debería reconocer a un perro sin dueño con ínfulas de grandeza?

Una nueva carcajada.

— Por supuesto, es normal que no me reconozcáis. Hay veces que yo tampoco me reconozco cuando me miro al espejo. Pero puede que hagáis memoria cuando os diga el nombre de mi madre, la dama Lisbunta de la familia Destarra.

El rostro de Xetril, hasta entonces rojo de rabia e ira, se tornó pálido. En su mirada hubo un brillo de reconocimiento que hizo sonreír más pronunciadamente a Derius.

— Ahora sí, ¿verdad, padre? Ahora sí que sabéis quien soy. Aunque deberíais haberlo sabido por mi nombre. Derius es un nombre muy común dentro de la familia Destarra, familia que hasta hace doscientos años reinaba en Nersem, antes de la creación de la Confederación de Reinos.

Silencio. Uno que era capaz de matar. ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Aquel hombre era hijo del monarca?

— ¡Maldito bastardo!

— Exacto, vuestro bastardo, padre. Y, ahora, si todavía no habéis entendido por qué estoy aquí y qué quiero, es que sois más estúpido de lo que creía.

Xetril se alzó del trono, nuevamente rojo por la ira, señalándolo con el dedo índice.

— ¡Debí matarte a ti y a tu madre el día en que naciste!

— Debisteis hacer muchas cosas, padre. Pero no las hicisteis por cobarde, por rata inmunda. Porque eso es lo que sois: una rata que esclaviza, que mata injustamente a personas inocentes. Pero no temáis, yo lo haré por vos.

Derius se lanzó al ataque seguido de sus soldados.

¡No lo dejaría pasar! ¡No podía dejarlo matar al rey!

Con una patada poderosa, Virlik se impulsó hacia adelante, la espada preparada para interceptar a su enemigo. Derius no vaciló, no redujo la velocidad, sino que, con una sobrehumana, atacó a Virlik quien, por poco, bloqueó el ataque.

— Apártate, capitán. Esto no va contigo. No desperdicies la vida por quien no lo merece.

— Mi deber es proteger a mi rey. Voy a acabar con cualquiera que sea una amenaza.

Las espadas comenzaron a besarse la una a la otra mientras sus portadores intentaban herir o matar a su contrincante. Virlik, a pesar de su puesto, había estado en pocas batallas reales. Su puesto como capitán de la Guardia del Corps hacía que siempre estuviera al lado del monarca para protegerlo y que, en raras ocasiones, se desplazara. Eso no quería decir que Virlik no tuviera ni la formación ni el entrenamiento pertinentes para luchar en combate singular o en batallas reales donde se jugaba la vida. Pero, mientras intercambiaba golpe tras golpe, finta a finta, se percató de que Derius era muy superior a él. El haber luchado tantos años por su vida le hacían impredecible e implacable. Puede que hubiera servido como mercenario por dinero, pero eso no quería decir que no hubiera puesto su propia vida en liza. Esta vez, además, era una cuestión personal, una venganza que le otorgaban una fuerza superior a la de Virlik o a la de los demás guerreros que estaban en el Salón del Trono.

Derius no tardó en ganarle terreno, en penetrar en sus defensas, en cortar allí donde las placas de su armadura no lo protegían mientras Virlik era incapaz de rozarlo o de hacerle una herida profunda.

Un jadeo de dolor lo distrajo. Uno de sus hombres acababa de ser atravesado por una lanza. La sangre manó con abundancia cuando la hoja letal abandonó el estómago de su compañero caído. Hizo un barrido rápido de la situación y era desalentadora. Había dos guardias más en el suelo, vivos pero a punto de morir. El suelo brillante del Salón del Trono se estaba tiñendo de rojo. De mucho rojo.

— La distracción es la muerte, capitán.

Virlik se volvió justo para ver, incapaz de detenerlo, la estocada de Derius sobre su costado. La afiladísima espada del bastardo traspasó cuero, lino, piel y carne, haciendo que un dolor ardiente atravesara su cuerpo. Luego, con la velocidad del trueno, un puñetazo en la mejilla derecha lo hizo caer al suelo con brutalidad. La fría piedra pulida del suelo le dio la peor de las bienvenidas y Virlik gimió cuando los huesos se le resintieron por la mala caída. Su propia espada, además, le había hecho un feo corte en la sien, muy cerca del ojo izquierdo.

Virlik intentó levantarse. Debía detener a Derius, el cual se acercaba como una leona hacia su presa. Su paso era firme, lento, elegante, letal y tan bello que cortaba la respiración. Se quedó paralizado, incapaz de alzarse y de ir tras él. Y no era por la herida. Había otra cosa que le impedía levantarse y detenerlo. Un aura, una fuerza.

Algo oscuro.

La espada de Derius estaba en perpendicular a su cuerpo, brillando su afilada hoja, roja por la sangre del capitán y lista para teñirse con el fluido vital de su nueva víctima. De la víctima que había anhelado durante años.

Xetril temblaba en su trono. El Rey Supremo nunca había sido demasiado ducho con las armas y tampoco las había necesitado a lo largo de su vida. Ya tenía a otros bajo su mando que se ocupaban de esa tarea. Pero, en aquellos momentos en los que su vida dependía de saber agarrar bien el mango de una espada o bloquear una hoja afilada, seguro que deseó no haber ignorado los consejos de su padre y de sus preceptores cuando era un niño mimado que tenía el futuro resuelto y asegurado.

El rey quiso hablar, quiso decirle algo a aquel niño que había tenido fuera del matrimonio con una esclava, una mujer que se le había resistido y que él tuvo que aniquilar y convertir en un miserable despojo para hacerla suya. Ese hijo que había visto varias veces hasta lo envió a las minas para quitarse de encima un bastardo no deseado que, por miedo, era incapaz de eliminar. Un hombre que miraba y que no era capaz de reconocer. No había nada del niño que vagamente recordaba, tampoco veía ninguna traza de su madre en aquellas preciosas facciones salvo la mirada que le dedicaba con la espada en ristre. Una mirada que odiaba y detestaba con todas sus fuerzas, una mirada que le decía que era un ser despreciable, un gusano que no podía rivalizar con un linaje tan linajudo como el suyo. Lisbunda era heredera de reyes y él...

— Antes de matarte voy a decirte qué es lo que busco, porque creo que todavía no lo has entendido — dijo ese hijo de perra mientras subía el primer peldaño hasta el trono—. Tu trono, tu estatus, tu riqueza... Nada de eso me importa. Solo quiero matarte. Lo demás es un añadido que la familia de mi madre merece recuperar.

— Pagaras por esto, maldito bastardo.

Derius se río. Daba tanta lástima ver a un supuesto rey todopoderoso tartamudear y temblar mientras afrontaba su final.

— ¿Y quién me lo hará pagar? Tú no pagaste cuando tus soldados mataron a mi madre. Pero ahora sí lo harás.

Un brillo, un silbido. La espada de Derius cortó aire, piel, carne y atravesó las vértebras del cuello del rey limpiamente. La cabeza de Xetril VI voló en el aire antes de descender por la fuerza de la gravedad y el cuerpo decapitado no tardó en despatarrarse en el trono y caer del mismo, sin fuerzas.

Xetril VI de Nersem, Rey Supremo de la Confederación de Reinos, había muerto.

Virlik terminó de secarse el rostro y eliminó el macabro recuerdo antes de contemplarse en un pequeño espejo. El corte de la sien tenía una pinta bastante fea: la zona estaba amoratada e hinchada y supuraba pus. Frunció el ceño. Al final la peor herida era la que se había hecho a sí mismo. Suspirando, se reabrió el corte y lo limpió bien, eliminando la pus, secando de nuevo y aplicando el ungüento. En todo aquel proceso había evitado mirar o tocar la piedra negra en su cuello.

Una vez hubo tratado sus heridas lo mejor que pudo, se vistió con unos sencillos pantalones de lino, una túnica corta que se ató a la cintura y sus botas altas de cuero. Como último detalle, se ató el cabello ondulado y húmedo con un cordón.

Los guardias de la puerta lo miraron de arriba abajo antes de volver a esposarlo. Virlik no protestó ni profirió sonido alguno y se dejó hacer.

De nuevo en marcha, lo escoltaron por una zona del palacio que le hizo fruncir el ceño. ¿Por qué no lo estaban guiando hacia las estancias de los soldados?

— ¿A dónde me lleváis? — quiso saber.

— Silencio y camina — le dijeron con un bonito empujón de propina.

Virlik se volvió hacia ellos, cansado de todo, pero la punta de una lanza ya le estaba apuntando al cuello, muy cerca de la piedra negra que había puesto en él Derius con su magia obscura.

— Camina — masculló su custodio con los dientes apretados y letalidad en la voz. Estaba claro que no le temblaría el pulso a la hora de usar su lanza.

Los tres volvieron a ponerse en marcha y Virlik se tragó sus preguntas mientras estaba cada vez más cerca de las estancias privadas del rey. 

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