Capítulo 10: Luna nueva
Habían pasado tres días desde la audiencia.
Tres días en los que habían cambiado muchas cosas.
Demasiadas.
La primera de ellas era que Derius había sido reconocido como rey de Nersem. Si bien todavía no se había ratificado su título como Rey Supremo, algo que debería hacerse con la connivencia de los demás reyes de la confederación y con una ceremonia aparte, solo era cuestión de tiempo y de la parafernalia correspondiente.
Después de que Virlik hubiera cercenado el brazo asesino del archiduque, éste fue llevado a una mazmorra del palacio donde se le atendió, para evitar que muriera desangrado, a la espera del que fuese su destino después de intentar matar al rey. Con Karhés fuera de circulación, Derius, manchado de sangre, se dirigió al trono sin que sus pasos vacilaran, sin que ninguno de sus músculos temblara y, una vez sentado como un Dios de la Guerra, todos los nobles se postraron ante sus pies y el marqués de Liragués gritó:
— ¡Larga vida al rey Derius III!
— ¡Larga vida al rey Derius III! — corearon los demás al unísono.
Ante los acontecimientos, Derius y Liragués, sin duda el nuevo líder dentro de todas las familias nobles, acordaron la celebración de un Consejo en dos semanas para estructurar todo ese estrato social nuevo y hablar sobre qué hacer con Karhés, entre otras cuestiones que eran, sin duda, muy acuciantes para Derius.
— No sé si podréis hacerlo, majestad — le dijo el marqués con tiento.
— Se hará, marqués, ya os lo dije en su momento que esa cuestión no era negociable.
En ese momento Virlik los miró de soslayo. Estaba claro que Derius había conseguido el apoyo de Liragués y de toda la baja nobleza mucho antes de sitiar Interia. Posiblemente mucho antes de que toda esa guerra suya comenzara.
Habían estado perdidos desde el principio. Derius había planeado aquello durante años, esos años en los que se había dedicado a forjarse un nombre. Un estatus como soldado, mercenario y guerrero. Virlik sonrió con ironía completamente derrotado ante el fascinante hombre que, incluso embadurnado de sangre, mantenía el porte de un soberano.
Aquel mismo día, Virlik regresó a su dormitorio, aquel que Derius le había asignado después de regresar a los barracones y explicarles a los soldados, en calidad de capitán oficial de todos ellos, que Derius había sido proclamado rey con todas las de la ley por la nobleza del reino y que, por lo tanto, era su monarca y la persona que debían obedecer y proteger con la vida.
Ninguno de ellos dijo nada, se limitaron a mirarlo con los semblantes estoicos aceptando la situación. Eran soldados y nobles y si sus familias habían reconocido a Derius como monarca ellos poco tenían que decir u objetar.
— Tal y como me ha ordenado el rey, todos vosotros ahora formáis parte oficialmente de La Guardia del Corps y estáis bajo mi mando. En los próximos días habrá una nueva estructuración del cuerpo y volveremos a nuestras rutinas.
— Sí, señor.
Y en esos menesteres había estado ocupado Virlik en los últimos tres días. Con la ayuda de las intendentes, que realmente eran dos mujeres excepcionales y de grandísima ayuda, el capitán había reestructurado los batallones de la guardia, elegido a los suboficiales de cada uno de ellos y había nombrado a dos subcapitanes más además de mantener en el cargo a Teleris, Firlis y Nirlan. Con ellos había tenido una reunión junto a Orquídea y Lavanda, las cuales se encargarían de llevar la contabilidad de los barracones, además de aprobar los presupuestos de los materiales que solicitaran los soldados.
Aunque los subcapitanes no parecían muy contentos con la presencia de las intendentes, las cuales seguían siendo unas intrusas para ellos por estar en un lugar solo "para hombres", acataron las órdenes de Virlik. Es más, en el caso de Firlis — que ya podía hablar un poco—, parecía haber congeniado con las hermanas.
Y es que, por muy mujeres que fueran, Orquídea y Lavanda eran dos personas curtidas en la crueldad y el dolor. Ambas hermanas eran exesclavas que habían trabajado como copistas en la ciudad de los libros, la antiquísima ciudad de Exlibris situada al sur de Nersem, para uno de los talleres de libros más importantes de toda Zyrelia. Ese taller hacía los libros más hermosos del mundo conocido y solamente los ricos y los nobles del continente se los podían permitir. Los detalles en pan de oro, el hilo dorado o plateado con el que iban cosidos al lomo, sus ilustraciones pintadas al mínimo detalle, sin importar su tamaño de la ilustración, la caligrafía exquisita y las cubiertas cuidadosamente elaboradas los hacían una obra de arte en sí mismos. Para que ninguno de los esclavos que allí trabajaban, prácticamente sin descanso y con la comida justa para no morir, no cometieran errores al copiar los libros, se les enseñaba a leer, escribir, matemáticas, aritmética, las leyendas y la historia de Nersem, filosofía, astronomía, astrología y las leyes del reino. Gracias a esos conocimientos, Orquídea y Lavanda poseían una formación académica que muchos nobles ni siquiera tenían o podían soñar. Es más, ni siquiera los nobles que se formaban para servir al rey como consejeros tenían tanta preparación como esas dos mujeres. Derius no podría tener bajo su mando a gentes más capacitadas, cosa que volvía a decir mucho del joven rey y de sus capacidades a la hora de conseguir aliados.
Eso, aunque le costara admitirlo, maravillaba y fascinaba a Virlik.
Pero, sin duda alguna, el cambio más notorio era el del mismísimo Derius.
Virlik no había vuelto a ver al rey después de la audiencia y, a pesar de compartir habitación, no se había cruzado con él ni una sola vez. Mirándolo con perspectiva, eso no debería preocuparlo, es más, debería aliviarlo no tener que verlo después de lo ocurrido en el Salón del Trono.
Todavía se preguntaba por qué había actuado, qué fuerza misteriosa lo había empujado a desenvainar la espada de su cadera y lanzarse contra el hombre que estaba a punto de matar a un parricida, al usurpador que había destrozado el mundo de Virlik en un abrir y cerrar de ojos. Sus convicciones, su deber, su razón de ser: todo lo había destruido Derius decapitando a Xetril VI. Y, aún así, él había cercenado el brazo de Karhés sin pestañear.
Sin pensar.
Sin dudar.
Derius le estaba dando la espalda, relajado, sintiéndose victorioso, bajando esa guardia férrea que había mantenido en pie desde el principio. La misma guardia que Virlik le había visto completamente bajada cuando lo encontró desnudo en su cama. Puede que ese fuera el motivo, el verlo relajado, totalmente expuesto, lo que le hizo actuar. Porque, por segunda vez en su vida, no había actuado llevado por el honor, el orgullo o el deber. Había actuado llevado por algo que no comprendía y a lo que no podía darle un nombre.
Igual que cuando intercedió hacía años por aquel joven esclavo raquítico y hambriento que solamente había cogido las sobras de una fiesta que nadie quería para evitar que lo mataran sus propios compañeros. Después de aquello, del durísimo castigo que recibió por actuar de un modo totalmente indecoroso y prohibido para alguien como él, Virlik ya no volvió a ver al muchacho y entendió que, a veces, había cosas que a los soldados como él no le correspondían hacer. Porque él solamente era un arma que debía limitarse a obedecer.
Los primeros meses se preguntó qué habría sido de él y, de forma que no se notara, comenzó a indagar sobre su paradero. Pero nadie sabía nada salvo que había desaparecido, más o menos, mientras él estaba cumpliendo con su penitencia así que Virlik dedujo que lo habrían matado, vendido o enviado a hacer trabajos forzados que se traducía también en una muerte segura por cansancio, deshidratación, inanición o accidente.
Virlik no solía remontarse en aquel suceso vivido a sus diecisiete años, el instante en que había escuchado los golpes, los gritos de sus compañeros bajo su mando y había decidido ir hacia allí para ver qué pasaba. Su visión se tornó roja cuando halló la dantesca escena: cuatro soldados de su mismo grupo estaban apaleando sin piedad a un chico delgado hasta el extremo, con la cara pálida y unas inmensas ojeras. Un esclavo de palacio, un chico jovencísimo que, hambriento, se había arriesgado a coger algo de la comida que ni el príncipe ni sus invitados habían tocado y que sería repartida entre los criados del palacio aquella misma noche antes de tirar los restos a los perros. Un chico asustado al que le iban a cortarle una mano llena de llagas y cortes por trabajos inhumanos.
Algo extraño lo recorrió de arriba abajo e interrumpió aquel abuso de poder y de autoridad sin pensar en las consecuencias futuras que eso le acarrearía a sí mismo. ¿Pero cómo iba a pensar en él viendo a un pobre chico tratado peor que a una bestia salvaje? Nadie, ni siquiera un esclavo, merecía aquel trato por intentar alimentarse desesperadamente como fuese. Ni siquiera él, huérfano y trabajando en la herrería, había estado tan desnutrido como aquel chico antes de que Giref se lo llevara para hacer de él el mejor de los soldados del reino.
Puede que eso mismo fuera lo que lo llevó a interponerse, a llevarlo a los barracones y ocuparse de él. Virlik había recibido la misericordia y la ayuda de alguien cuando lo estaba pasando mal, cuando no veía que su vida fuera a mejorar entre aquellos herreros que lo obligaban a trabajar hasta la extenuación y que lo alimentaban lo justo y necesario para que sobreviviera.
Y esas acciones le costaron muy caro.
Demasiado.
Mientras recibía los cincuenta latigazos en la espalda delante de todos los soldados — tanto de los jóvenes reclutas como ante los veteranos — tuvo que apretar los dientes para no gritar ni de dolor ni de rabia al escuchar cómo lo degradaban al rango inferior de soldado raso por abandonar su puesto a causa de un esclavo.
— Me has decepcionado tanto, Virlik — dijo Giref con una mezcla de pena y desilusión en la voz mientras contemplaba como lo azotaban una y otra vez, atado a un poste de madera por las muñecas con tiras de cuero y ataviado con unos simples calzones manchados de su sudor y su sangre sin permitirse mearse encima y humillarse más —. Siempre he esperado muchas cosas de ti. Creía que serías diferente por el lugar donde te encontré, porque nunca has tenido nada más que esto.
Culpable. Virlik no pudo evitar sentirse culpable por haber decepcionado a Giref, por haber tirado al traste todo el esfuerzo y la dedicación que su maestro había invertido en él para hacerlo el mejor. Para demostrar que ser soldado no era solamente cuestión de nacimiento, sino de talento y de dedicación.
Y, aún así...
— Ese chico no merecía morir por un simple bollo de carne. Solo quería... — masculló entre dientes. El sabor de la sangre había inundado su boca al morderse la lengua.
— ¡Por la madre, la Luz y la Vida, Virlik! — lo interpeló su maestro con horror —. ¡Es un esclavo! Los esclavos no son personas. No son nada. No merecen ni más ni menos que lo que tienen. Agradecido debería de estar por respirar siquiera. Tus compañeros no actuaron mal, hicieron lo correcto, cumplieron con su deber. Tú en cambio.... ¡Tú abandonaste tu puesto de superior y lo llevaste a los barracones! Has cometido muchísimas infracciones y la peor de todas es la de no cuestionarte tus acciones y arrepentirte.
Incapaz de replicar por una nueva tanda de latigazos, Virlik acabó perdiendo el conocimiento y siendo al poco despertado con un cubo de agua helada para acabar de recibir su castigo de forma consciente. Después tuvo que guardar cama durante más de una semana por la profundidad de los cortes y la pérdida de sangre. A la semana y poco, bastante mejor, comenzó a vivir nuevamente como un soldado raso, como un soldado recién llegado, y a cargar con miles de tareas que nadie más quería hacer y que propició que sus laceraciones se abrieran varias veces más hasta sanar en su totalidad.
Su espalda conservaba las cicatrices, aunque se veían mucho menos ahora gracias al paso del tiempo.
Aquel día Virlik descubrió a las malas que cada ser vivo tiene su papel y que el suyo era el de, simplemente, obedecer. Tal vez fuera por eso por lo que, por mucho que hubiera querido, realmente no habría podido oponerse a Derius. Se pasó la mano por la piedra negra de su cuello, una que siempre estaba fría si su dueño no la imbuía de poder para que pasara a la acción. Con o sin cristal, el resultado habría sido el mismo
De regreso a los aposentos del rey después de haberse dado un baño, no esperó hallar a Derius allí. O, al menos, no esperó verlo nada más abrir la puerta. Vestido con ropas más casuales y livianas, el rey se quedó muy quieto observándolo. Virlik, que también se había quedado inmóvil ante la sorpresa, no tardó en hacerle una reverencia.
— Majestad.
El interpelado no le dijo nada y Virlik decidió romper el saludo cuando creyó que era decoroso y se dispuso a disculparse cuando, finalmente, el rey habló:
— ¿Has cenado?
El capitán, desprevenido, no supo dónde mirar mientras se enderezaba.
— No. Vine a dejar unas cosas antes de ir al barracón.
— Cenarás conmigo — ordenó más que pidió o preguntó.
Sin poder hacer otra cosa que obedecer, Virlik asintió.
— Si, majestad.
Derius resopló — Virlik no acabó de entender el porqué — y se encaminó hacia el comedor privado sin mirar si lo seguían o no.
Sin poder hacer otra cosa, Virlik siguió su estela y se sentó en el mismo lugar que la primera vez que había comido con él. A los pocos minutos llegaron dos criadas tirando de un carrito lleno de bandejas de comida. Como la vez anterior, las viandas no estaban llenas de manjares lujosos y propios de un rey, sino que contenían platos mundanos que cualquier persona libre podría comer.
El olor de pan de hogaza recién hecho penetró en las fosas nasales de Virlik así como la sopa de verduras de temporada que una sirvienta joven dejó en la mesa. A la fuente de porcelana humeante le siguieron platos más pequeños llenos con empanadillas de carne, tubérculos al horno salpimentados y acompañados con verduras asadas y especias junto con perdices estofadas.
— Podéis retiraros — les ordenó el rey a las sirvientas una vez dejaron las copas para el vino y una botella abierta. Las dos jóvenes hicieron sendas reverencias antes de dejar el carrito de metal en un rincón de la estancia y marcharse en silencio. Derius se volvió hacia el capitán —. ¿Vino?
Virlik asintió sin saber qué otra cosa hacer. Derius siguió preguntándole si quería sopa, pan, empanadillas, perdices... Virlik asintió a todo.
— ¿Por qué me dices que "sí" a todo? — preguntó con un resoplido. Parecía enfadado.
— Sois mi rey — repuso encogiéndose de hombros —. Sería descortés negarse.
— ¿Descortés? — Derius soltó una carcajada amarga antes de darle un buen trago a su copa de vino —. Es más descortés asentir sin rechistar.
— Soy un soldado. Mi papel es obedecer.
Derius dio un golpe sordo con la copa vacía de vino.
— ¿Eso es lo que te enseñaron tus maestros? ¿A obedecer?
Virlik, que cogió tranquilamente la cuchara, removió la sopa antes de probarla. Estaba deliciosa.
— Exacto. Eso mismo es lo que me enseñaron mis maestros.
Un látigo invisible pareció golpearlo en la espalda.
— Hace unos días parecía justo lo contrario.
Virlik miró los ojos negros de Derius III.
— Entonces no érais mi rey.
— ¿Y ahora?
— Ahora sí.
Silencio.
Derius soltó otra carcajada seca antes de servirse más vino y vaciar la copa de un solo trago en su estómago.
— Así que lo único que hacía falta para hacer que me obedecieras a ciegas era que unos hombres con poderes y privilegios me legitimaran como rey — otra risa —. Ridículo.
Virlik no dijo nada, limitándose a seguir comiendo.
— Todo siempre se limita al poder — caviló Derius para nadie en particular, sirviéndose más vino y ni una sola vianda.
— Deberíais comer y no beber tanto.
Otra carcajada de Derius. Esta mucho más malévola.
— ¿Eso también te lo enseñaron tus maestros? Como se llamaba uno de ellos... Ah, sí, Giref.
Vrilik se sorprendió que supiera que Giref había sido su maestro. Ciertamente no había sido el único en la vida de Virlik, y en el Palacio Mayestático había habido muchos más, pero Giref había sido más que su mentor. La única figura que había considerado casi paternal. Era cierto que Giref había sido un soldado muy famoso en Nersem y no sería extraño que Derius hubiera escuchado cosas sobre él, ¿pero cómo sabía que había sido uno de sus mentores? Su mentor con mayúsculas.
— Simplemente me preocupo por su salud, majestad. No es bueno beber tanto sin ingerir alimento alguno.
— No te he pedido consejo, soldado. ¿O es que acaso te crees con derecho a darme consejos, capitán?
Virlik apretó los dedos de la mano izquierda que sujetaban el tenedor con el que estaba pinchando un trozo de pechuga de perdiz.
— Le pido humildemente disculpas, majestad.
Un fuerte golpe en la mesa y el sonido de cristales rotos.
— ¡No te he pedido que te disculpes!
Virlik miró el desastre que había hecho Derius. La copa había quedado hecha añicos sobre la mesa y algunos restos de vino cayeron sobre el mantel blanco. Derius se sacudió los cristales de la mano, los cortes desapareciendo al instante.
— Se suponía que esto no debía ir así.
¿Así cómo? Virlik quería preguntarle. Quería saber qué le pasaba a ese hombre que parecía a punto de estallar como un volcán. Estaba tan diferente. Tan distante. ¿Por qué había ignorado a Virlik durante esos tres días? ¿Por qué no le había dicho nada después de salvarle la vida? ¿Por qué todo debía ser tan incómodo? ¿Y por qué Virlik esperaba nada?
— Es luna nueva — musitó el monarca con la mirada perdida.
— ¿Cómo decís?
— Márchate — pidió Derius con un hilo de voz —. No, no te vayas. Mejor me marcho yo. Acaba de cenar y luego márchate lejos. Vete con tus hombres.
Levantándose, Derius iba a abandonar el comedor privado, pero la mano rápida de Virlik lo tomó por la muñeca. Derius se quedó rígido.
— No podéis iros — repuso el capitán. Por la Madre, ¿por qué lo había detenido? —. Debéis comer.
— No es necesario — y tiró del brazo para irse, pero Virlik lo asió con más fuerza.
— Debéis comer — insistió el capitán con seriedad. No quería que se fuera. Así no.
— No lo entiendes, Virlik — dijo y a Virlik le dio un vuelco el corazón al escuchar el sonido de su nombre salir de esos labios rojos y jugosos por el vino —. No es esa hambre la que me consume. Hoy no.
Un extraño calor subió desde el estómago del capitán hasta su cara. Los ojos negros de Derius parecían brillar con ardor, con algo primario que a más de uno lo asustaría. Porque había hambre. Una voraz y primitiva.
Tragó saliva.
No lo soltó.
— Suéltame.
Virlik negó con la cabeza.
— Es una órden. ¿No me has dicho que me ibas a obedecer?
El capitán apretó más su agarre.
— Obligadme.
Derius frunció el ceño y miró a la piedra negra de su cuello antes de volver a clavar sus pupilas en sus iris verdes.
Con un movimiento rapidísimo, que Virlik no pudo ni ver, Derius se soltó y se sentó a horcajadas sobre su regazo. Antes de que fuera consciente del cuerpo del rey sobre el suyo, la boca dulce y roja del monarca ya estaba devorando la suya, succionando sus labios, introduciéndole la lengua en la boca. Avasallado de aquel modo, Virlik no supo qué hacer, cómo actuar. Aunque una cosa tenía clara: no lo iba a apartar de su lado, porque un fuego que no sabía que existía en su interior, ardía y quemaba con cada caricia, cada lamida, cada jadeo de Derius en su boca.
Virlik quería más.
Lo quería todo.
Por eso, cuando Derius cortó el beso y lo miró, no le importaron las palabras que éste le susurró contra los labios:
— Aunque me supliques, aunque me odies o me maldigas... Jamás voy a dejarte ir. — Y, antes de besarlo de nuevo, antes de instarlo a que se levantara y los llevara a la cama, Derius acarició la piedra negra de su cuello.
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