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Capítulo 1: Falso rey

"¿Cómo ha podido pasar esto?"

Esta pregunta sin respuesta era lo único que se repetía en la mente del capitán Virlik, herido y arrodillado frente al trono. Despojado de todo y humillado sobre un charco de sangre perteneciente a la persona que había jurado proteger con su miserable vida cuando lo nombraron capitán de la Guardia del Corps del Rey Supremo. Había sido todo un honor escalar hasta esa posición con tan solo veinticuatro años. Un honor que le había costado sangre, sudor y lágrimas. Había entrenado como el que más bajo la tutela de su maestro Giref y superado a sus contrincantes prueba a prueba.

Dos años después acababa de demostrar que no había sido suficiente. Que no había sido digno. Que no había cumplido con su misión ni con su juramento.

Virlik se contempló las manos. Los guanteletes estaban manchados de sangre, tanto suya como de los enemigos que había eliminado sin vacilar, sin pensar ni por un instante en perdonarles la vida a esos traidores. Pero entre esa sangre también estaba la de su rey. La misma que había bajo sus rodillas. La misma que dibujaba un camino grotesco hasta el trono.

¿Cómo ha podido suceder esto?

— Majestad.

Virlik se sobresaltó al escuchar a alguien pronunciar esa palabra. Ante su ligero movimiento, las lanzas que lo apuntaban se acercaron más a su persona, pero no le importó ni se inmutó cuando una de las hojas le hirió en la mejilla y un hilo de sangre se deslizó por esta y se unió a los manchurrones secos.

El mensajero se adelantó por la sala del trono, ignorándolo a él y también a los cadáveres que se amontonaban. A la sangre que se coagulaba en aquel maravilloso suelo de mármol pulido y brillante.

— La capital se ha rendido y es vuestra, mi rey — informó con regocijo en la voz y una petulante reverencia que a Virlik le dieron ganas de vomitar.

— Excelente noticia, teniente.

Fue su voz suave, hermosa e igual de peligrosa que el canto de las aves sirenas en el mar de Jaspe, la que hizo que levantara la cabeza. Sus ojos verdes enfocaron el reguero de sangre que iba desde su posición dibujando un camino hasta el espléndido trono de alabastro. A un lado del mismo, había una cabeza que conocía demasiado bien separada del cuerpo, despatarrado de cualquier manera bajo el pedestal del trono y, sobre este, sentado con gracilidad y presencia, un hermoso joven de cabellos plateados tan fino y liso que parecía hilo, con unos ojos tan negros como la noche y las pestañas plateadas al igual que sus cejas perfectamente delineadas. Su rostro era delicado, simétrico, tan precioso como las esculturas que habían esculpido en el jardín del palacio los mejores artistas del reino. Su sonrisa no se quedaba atrás, tampoco su cuerpo esbelto e igualmente perfectamente proporcionado y hermoso que quitaba el sentido a hombres y mujeres.

Derius, el bastardo del Rey Supremo Xetril VI, se inclinó hacia la cabeza que, hasta hacía una hora escasa, había estado unida al cuerpo de su progenitor.

— ¿Habéis oído eso, padre? — dijo acariciando los cabellos todavía lustrosos de la cabeza decapitada de Xetril VI. Su voz era tan bella y melodiosa que Virlik se estremeció por lo macabro de la situación —. Vuestra capital se ha rendido ante mí, ante el bastardo que tuvisteis con una mísera esclava hace ya veintitrés años.

El joven dejó de sonreír y su rostro se tornó inexpresivo como el de una de las tantas estatuas del palacio. Si no fuera porque su pecho subía y bajaba cualquiera creería que estaba ante algo sin vida.

Sus ojos negros dejaron de mirar el infinito y se posaron en los del capitán y, al ver su expresión, sonrió. Sin borrar la sonrisa, Derius se levantó y descendió del trono con tal elegancia que parecía flotar.

— ¿Qué os parece, capitán? Interia se ha rendido ante mí, su nuevo monarca.

Virlik le aguantó la mirada al bastardo, a ese falso rey sin proferir un solo sonido. Derius mantuvo su sonrisa, pero sus ojos negros como el carbón no mostraban ninguna emoción; como si fueran dos preciosas canicas de obsidianas pulidas.

— ¿No tienes nada que decir? — preguntó con sorna —. Qué extraño. Desde que comenzamos el asedio, y desde esta mañana cuando empezamos a tomar el palacio, no has dejado de parlotear. ¿Te han cortado la lengua, acaso?

Los dedos de Darius tomaron su rostro como si fueran garras y lo obligó a abrir la boca.

— Pues parece que sí tienes lengua.

Virlik le escupió al tenerlo tan cerca y los soldados que lo vigilaban comenzaron a increparlo e insultarlo.

— Basta — ordenó el bastardo limpiándose la flema del rostro con sus bonitos labios todavía curvados en una sonrisa—. Lo quiero consciente para que vea y entienda qué va a ser de él ahora.

— Sí, majestad — respondieron sus captores.

Derius apartó la mirada de Virlik y se levantó para regresar al trono del verdadero rey, uno que, por supuesto, no era él.

— Eres consciente de que no va a durar mucho, ¿verdad? — habló el capitán —. Ninguno de los reyes va a aceptar esto. Los príncipes....

Una fuerte carcajada proferida de la garganta de Derius acalló al guerrero. El falso rey siguió caminando hacia el trono y se sentó en él, cruzando las piernas y clavando la mirada en él. Brillaba tanto allí sentado que no parecía un ser de este mundo. El corazón de Virlik le dio un vuelco a causa de la miríada de sentimientos que estaba experimentando en esos momentos. Nuevamente se repitió el mismo mantra en su mente: "¿cómo ha podido pasar esto?".

— ¿Los príncipes? ¿Los demás reyes? Vamos, capitán, no me hagas reír que al final será eso lo que acabará conmigo y no los cobardes de mis "hermanos". ¿Los demás reyes? — soltó una carcajada seca —. Creo que no les conviene entrometerse en estos asuntos. Bastantes problemas tienen los monarcas de los demás reinos de la confederación para preocuparse por Nersem. Además — puntualizó con malicia —, todos ellos saben de qué soy capaz.

Virlik, furioso, frunció el ceño. Tenía razón y eso lo estaba matando por dentro. Los príncipes eran unos cobardes redomados que, en cuanto habían visto el peligro cerca, se habían marchado. Si Xetril no se había escapado con ellos era para no dejar la capital desprotegida y a su gente en manos de un bastardo.

"Aunque, al final, no ha servido de nada."

— Muy bien, habéis vencido — dijo devolviéndole la mirada a Derius —. Acabad ya con esto.

— ¿Con qué se supone que debo acabar, capitán?

— Con mi vida.

Derius volvió a sonreír. Por la Madre, la Luz y la Vida, era tan increíblemente bello. Su cabello era tan fino... ¿Por qué tenía la necesidad de tocarlo?

— ¿Quién ha dicho que quiera matarte, capitán? No, no me interesa hacerlo. Tengo un destino más acorde a mis deseos pensado para ti —. Apartó la mirada y la dirigió a los guardias que lo seguían apuntando con sus lanzas —. Llevaos a nuestro querido capitán donde no pueda hacer nada indebido. Y aseguraos bien de que no pueda escaparse.

***


Había perdido la noción del tiempo. También la cuenta de las veces que había perdido y recobrado la consciencia. Tenía la cabeza embotada y se sentía mareado. Intentó cambiar de posición, pero le fue imposible. Virlik soltó un bufido de frustración. Los muy hijos de perra habían obedecido la orden del falso rey a rajatabla, atándolo de pies y manos en la pared de la celda. Como si fuera un perro. Como si no fuese el capitán de la Guardia del Corps del Rey Supremo.

"Pero ya no lo eres. El rey está muerto".

Y había sido culpa suya por no haber sido capaz de protegerlo.

¿Pero quién habría imaginado que el mejor guerrero de toda Zyrelia, el guerrero más reconocido y laureado por todos los reinos, se volvería en contra del Rey Supremo que dirigía toda la confederación?

Virlik todavía no podía creerlo. Era todo una pesadilla. Un mal sueño producto de la ingesta de alcohol del malo.

Las noticias de los primeros ataques a los cuarteles de las milicias esparcidos por Nesrem llegaron hacía escasas semanas. Las nieves ya se habían fundido, dejando paso a la dulce primavera, y la primera misiva explicando el ataque a las milicias destinadas en Puerto Dyrt no tardaron en llegar al Palacio Mayestático, la residencia real.

El Primer Consejero, después de leer la misiva contando la masacre, fue raudo a explicárselo al Rey Supremo. Xetril leyó la carta varias veces y, con cada relectura, su expresión se tornaba más y más pálida.

— ¿Es esto cierto?

— No puede no serlo, su majestad — repuso el Primer Consejero atribulado—. La misiva ha llegado de la mano de uno de los supervivientes del ataque que pudo escapar para informarnos. El chico asegura que vio el gran ejército y también a su comandante. Dijo reiteradamente que el cabello plateado de Derius era inconfundible.

Desde hacía años, el nombre de Derius era conocido en todo el continente, tanto por sus gestas en combate como por su gran belleza. Aunque alguien no lo hubiera visto jamás, cualquiera que lo viese por primera vez lo reconocería. El propio Virlik, que solamente lo había visto de lejos, sería capaz de reconocerlo en cualquier lugar.

El monarca se levantó del asiento de su despacho como si le hubiera picado una serpiente venenosa.

— Que no trascienda esta noticia, Primer Consejero. Debemos llevar el asunto con discreción. Ese bastardo tiene muchos seguidores por su apariencia y su destreza en combate. Tenemos que eliminar la amenaza de raíz cuanto antes.

Claramente Xetril VI pecó de inocente, como también pecó de soberbia.

Pensó que los soldados de su reino eran mucho más fuertes que los piratas de tierras lejanas que atacaban las costas de los cinco reinos, o los bandidos y saqueadores que atacaban a pueblos y los arrasaban para robarles las cosechas, los animales y hacer de sus habitantes sus esclavos. O que esos nobles con ínfulas de grandeza que deseaban más tierras o deponer al rey de turno para ponerse él. Estaba claro que Xetril subestimaba a Derius.

Por lo que había oído, aquel jovenzuelo llamado Derius era un Don nadie. No procedía de ninguna familia noble — ni venida a más ni venida a menos—, y tampoco era el hijo de ningún comerciante rico. Simplemente era un chico normal y corriente, con aspecto llamativo, que había ganado fama por hacer lo que se le pedía y por lo que se le pagaba como guerrero y mercenario. ¿Y ese rufián ahora venía a conquistar su trono? ¡Insolente! Xetril le enseñaría a ese mocoso lo que era la desesperación y la humillación antes de decapitarlo frente a la plaza del mercado para que todos vieran qué le sucedían a los plebeyos que creían tener el derecho a equipararse con la realeza. Con el poder.

Pero, como Virlik estaba comprobando en aquellos instantes en una celda, Xetril se había equivocado en todo. Primero había errado en llevar el asunto en el más absoluto secreto sin informar a los demás reyes. Y, después, en no haber pensado en la verdadera identidad del guerrero que no dejaba de conquistar pueblo tras pueblo, puesto tras puesto; haciéndose popular entre la muchedumbre y, sobre todo, entre los esclavos a los cuales liberaba y se ponían a su servicio.

Lo que, en principio, fue una guarnición, se tornó un ejército que hacía cada vez más presión en su marcha hacia Interia. Aun así, Xetril pensaba que podría con ello. ¿Un ejército de esclavos? Estaba condenado al fracaso. Y, podría haberlo estado, si Derius hubiera tenido los mismos pensamientos que el Rey Supremo. Pero no fue así.

A pesar de sus orígenes y de su falta de educación, el caudillo era inteligente y así lo demostraba en cada batalla, en cada estrategia de combate y en lo más básico: procurarles a sus soldados armaduras, armas y sustento. La última parte no fue complicada, siendo los propios aldeanos los que les entregaban el grano de buena gana ante las promesas de reducción de impuestos y demás beneficios para las clases bajas si Derius tomaba el trono.

Cuando el peligro era prácticamente inminente y el ejército enemigo estaba en las afueras de Interia, Xetril envió al Ejército Real y también a los mejores guerreros de La Guardia del Corps junto a su capitán. Virlik personalmente eligió a sus mejores arqueros, espadachines y lanceros para acompañar en retaguardia al Ejército Real, estando al mando conjuntamente al capitán del Ejército Real, el marqués Ferrgás.

A pesar de lo creciente que era el ejército de Derius, la mayoría de sus soldados no eran guerreros profesionales, no como los del Ejército Real o los de la Guardia del Corps: nobles que se entrenaban en el arte de la guerra desde edad temprana o soldados muy destacables de las guarniciones que, bajo el patrocinio de un noble, podían acceder a formar parte de él.

El inicio de la batalla fue favorable para el rey Xetril VI: el Ejército Real no era rival para aquellos esclavos liberados por muy bien equipados que estuvieran. Virlik y los suyos, en retaguardia, se dedicaron a contemplar la batalla sin moverse de sus monturas. Fue ese día el primero en el que Virlik vio al bastardo en plena acción.

Con sus ojos verdes fijados en el ejército enemigo vio cómo el sol hacía brillar el cabello de un jinete en primera línea de defensa. Desde aquella distancia, Virlik no podía distinguir sus facciones, tampoco la armadura oscura de altísima calidad que, según los rumores, tenía extraños grabados de criaturas horripilantes. Solamente podía vislumbrar un plateado brillante, bello y hermoso que no parecía de aquel mundo.

Toda Zyrelia había oído hablar de Derius y de sus hazañas. Era imposible no destacar con un cabello así, uno que nadie sabía cómo explicar y que, antes de demostrar lo bueno que era en una batalla, le acarreaba insultos y desprecio. Pero, una vez Derius, el fuego plateado, mostró sus habilidades, nadie osó decir una palabra malsonante referente a él si quería mantener todos los miembros de su cuerpo intactos.

Porque había rumores de que poseía algo más que fuerza física, algo que hacía decenios que no se veía en Zyrelia.

Virlik, lógicamente, no se creía ninguna palabra. ¿Cómo iba a tener fuerzas extrañas procedentes de su interior? Eso eran cuentos de viejas para asustar a los niños y enseñarles a obedecer a sus padres y no salir de noche. Los Obscuros no eran reales así como tampoco los Obscuradores, los huéspedes de los hijos de la Oscuridad.

La batalla seguía su curso sin mayores problemas para el Ejército Real, hasta que Derius dejó la línea defensiva para pasar a la vanguardia. Fue ese momento donde las tornas cambiaron. Con un dominio increíble de la lanza de hoja larga, Derius y sus oficiales se abrieron paso poco a poco en las líneas del Ejército Real, mermándolo y rompiendo su formación. Virlik no pudo evitar fijar su ojos en Derius, en cómo se movía y... Por la Madre, la Luz y la Vida. Aquella fuerza no era normal, ni tampoco aquella velocidad o como sus heridas se curaban.

Derius partía prácticamente a sus oponentes por la mitad, se enfrentaba a más de cinco a la vez sin que ninguno lo rozara y, de hacerlo, la herida se esfumaba como si jamás hubiera existido. ¿Cómo podía ser eso posible?

Desesperado ante el nuevo devenir de la batalla, el marqués Ferrgás solicitó su ayuda y Virlik y los suyos entraron en la liza.

Pero de nada sirvió y los supervivientes tuvieron que retirarse antes de que Derius y su ejército acabaran con todos ellos.

A su regreso, y derrotados, a Xetril no le quedó más remedio que atrincherarse en el Palácio Mayestático y prepararse para el asedio que estaba por venir. Tenían provisiones para varios meses y las murallas de Interia eran altísimas, robustas y resistentes. Tendría tiempo para llamar a los otros reyes si no podía acabar con la amenaza.

Pero no hubo tiempo. Derius no se lo dio.

Virlik dio una cabezada y despertó de sus recuerdos ante el tirón que sufrió su cuello. La oscuridad le dio de nuevo la bienvenida junto al hambre y la sed. Su mente recordaba vagamente que, aunque en pocas ocasiones, venía alguien a darle agua. Tal y como le había dicho Derius, no iban a matarlo así que debían procurarle el mínimo sustento vital.

Se pasó la lengua por los labios agrietados e intentó estirar un poco los miembros sin demasiado éxito. Los grilletes en sus tobillos y muñecas no le permitían mucha libertad de movimientos, tampoco que estos estuvieran en una pared. Los brazos le pesaban y no los sentía mientras que sus piernas le hormigueaban y le gritaban que necesitaban cambiar de posición.

Virlik sonrió sin alegría, con sarcasmo.

Puede que Derius no quisiera matarlo, pero aquello era peor que la muerte. Tal vez fuera ese su plan: mantenerlo con vida para que sufriera, para torturarlo hasta que le suplicara por dejar este mundo. Al fin y al cabo, ese bastardo era un traidor del continente, el usurpador de un trono que no le pertenecía y que había robado a base de sangre.

El sonido de pisadas cortó de lleno sus pensamientos y se puso alerta. O, al menos, todo lo alerta que se puede poner alguien herido, hambriento y encadenado. Los pasos fueron acercándose poco a poco hasta que se detuvieron frente a su celda. Virlik fijó la mirada en la puerta de hierro completamente lisa salvo en la parte baja que tenía una pequeña ranura por la que pasar la comida. Un tintineo de llaves, el mecanismo de un cerrojo al abrirse.

— Es tu día de suerte, capitán — dijo una voz que no conocía con cierta sorna —. Su majestad desea verte.

Debilitado, siendo incapaz de oponer resistencia, Virlik dejó que dos soldados lo liberaran y volvieran a esposarlo antes de salir de las mazmorras. Se le escapó un gruñido cuando todos sus miembros comenzaron a protestar por el repentino movimiento y varios ramalazos de dolor lo recorrieron por entero. Sus piernas hormiguearon con más fuerza y estuvo a punto de perder pie, pero el agarre firme de sus captores se lo impidieron, riéndose sin disimulo.

— Cuidado, capitán. No queremos que te nos mueras antes de que puedas ver al rey.

— Aunque puede que sea el rey quien perezca ante la pestilencia que desprendes.

Volvieron a reírse y empujaron a Virlik para que siguiera caminando.

El sol le deslumbraba mientras se dirigían al ala oeste del palacio, dañándole unos ojos que hacía días que no contemplaban la luz. Unos ojos que veían algo conocido, pero que estaba irreconocible.

Los guardias que hacían la ronda por los pasillos no eran los mismos que conocía, los criados que se afanaban con sus tareas tampoco. ¿Qué habrían sido de los supervivientes del Ejército Real y de la Guardia del Corps?

Con esas y muchas más cuestiones y preocupaciones en su cabeza, Virlik no se percató de que había llegado a su destino hasta que uno de sus captores tocó a la puerta y una voz encantadora dio su permiso para traspasar el umbral.

Los guardias abrieron la hoja y empujaron a Virlik sin miramientos, el cual cayó sin remedio de rodillas hacia adelante. El golpe hizo que todo su cuerpo se resintiera y que algunas heridas sin tratar se reabrieran dentro de su armadura. Una ligera brisa le lamió el rostro perlado en sudor por el dolor y alzó la testa para enfrentarse a su interlocutor.

Los rayos del sol de la mañana (o puede que del mediodía) entraban libres por el ventanal y la brisa hacía ondear la finísima cortina blanca descorrida. Él brillaba como salido de un cuento, de una de esas mágicas historias que los trovadores cantaban en las ferias para encantar a su público. Su liso cabello argenteo se mecía al ritmo de una sonata silenciosa, tan brillante y sedoso que era imposible no desear querer tocarlo.

— Dejadnos. Debo hablar con el "capitán" a solas.

— Sí, majestad.

Sin cuestionar su orden, sin advertirle sobre lo peligroso que era dejarlo a solas con uno de los mejores guerreros de Zyrelia, los guardias que lo habían escoltado hasta allí se marcharon. Sabían tan perfectamente como él que Virlik no era rival para su señor.

Sin decir nada, Derius avanzó unos pasos y se sentó majestuosamente sobre el escritorio. Al parecer, aquella estancia iba a ser el despacho del falso Rey Supremo.

— Bien, "capitán" — otra vez pronunció su estatus con cierta burla en la voz —, ¿qué te han parecido las mazmorras? Son un lugar muy agradable, ¿cierto? Sobre todo cuando te imposibilitan el hacer... algo.

— ¿Qué es lo que quieres?

El bastardo se alisó la túnica blanca con bellos bordados dorados de enredaderas en las mangas.

— Directo al grano, como se supone que debe ser un "capitán". — Su negra mirada lo fulminó, aunque sus labios sonreían como si todo aquello fuera un juego —. Lo primero que quiero es que me trates con el respeto que merezco, y lo segundo es comunicarte qué va a ser de ti.

— ¿Y qué es lo que habéis decidido, majestad?

Su sonrisa se ensanchó cuando escuchó su título autoimpuesto de la boca de Virlik.

— Vas a ser mi guardia personal, capitán. Vas a ser mi siervo y a obedecerme en todo. 

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