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Capítulo 6

Ezra

Las cadenas forjadas con el fuego eterno están prohibidas para los ángeles y para los demonios, por la simple razón de lo dañinas que llegan a ser para ambas especies. Hubo un tiempo en que no solo se forjaban cadenas, sino que también se forjaban armas, mismas que han sido prohibidos con el pasar del tiempo por el riesgo que representa para nuestra propia vida "inmortal".

Estas cadenas pueden hacer un daño real en el ser que la porte, disminuye su poder manteniéndolos en una tremenda debilidad, además de que causan laceraciones en la piel y dependiendo el tiempo que se usen las mismas, habrá posibilidades de curarse o de dejar una herida para toda la vida inmortal.

En teoría, Lucifer no debería tener sus manos amarradas con esas cadenas... sin embargo, es el único medio que he encontrado para mantenerlo quieto. Es más, por su propio bien que el mío, en realidad.

Lleva sus manos unidas al frente de su cuerpo, no las mueve, porque es inteligente y entre más las mueve, mayores laceraciones tendrá. No tiene heridas visibles, aunque es notorio que debe estarle costando demasiado de sus reservas de magia el mantener su forma humana. Pero no seré yo quien critique el modo en que maneja sus reservas. De verdad no sé cuánto tiempo pase aquí, para ser honesto con ambos.

—Hijo —me saluda viéndome con sus ojos verdes. No sonríe. No tiene por qué. Su tono es más una recriminación, que sé que merezco—, espero que estes consciente de lo que vendrá en cuanto me liberes —amenaza y no espero menos.

Dejo que los lados de mis labios se eleven. Me encanta su espíritu de lucha y hubiera servido antes, en este momento no me sirve tanto.

Lo he traído a un pequeño convento de monjas de clausura, es decir, ellas no pueden salir de aquí, lo que hace ideal para que no se esparza la noticia de su visita. Ellas han hecho lo suyo con Lucifer, manteniéndolo aseado y alimentado. Las monjas en realidad no tienen idea de quien es él, para ellas solo es un pobre hombre poseso que necesita la soledad y las paredes santas de un lugar tan católico como este.

Bien dicen que el mejor lugar para ocultar a una persona de sus enemigos, es hacerlo en sus propias narices. Así que eso es lo que he hecho.

Erebos no buscará aquí, no buscara en el pobre humano atormentado a las que las monjas le temen y al cual, su sacerdote, correctamente les ha dicho que lo dejen en paz.

Y no puedo negar que me veo bien con este hábito negro, aunque el alzacuello vaya que es molesto, es duro y poco manejable, me imagino que es así para mantener a los sacerdotes con la cabeza en alto. Reacomodo la cruz dorada que cuelga en mi pecho. Suspiro con fuerza. Hago un leve asentimiento.

—Padre, es un gusto verte —dejo que uno de los lados de mi sonrisa se eleve.

—Te abrazaría, hijo mío, pero entenderás que en la situación que me encuentro, mientras menos me mueva, mejor.

Asiento. No voy a quitarle las cadenas y arriesgar la supervivencia de Chantrea con su liberación.

Sí Erebos lo encuentra es obvio que querrá quitar el hechizo que ha puesto sobre la propia magia de Chantrea, lo que la dejará disponible para ser usada como él quiere. Y eso es algo que no pienso permitir que pase. Aun si me gano toda la ira legendaria de Lucifer.

Observo la habitación de dos por dos en donde está recluido. Hay un catre pegado a una pared, las paredes a su vez están repletas de imágenes de cristos y crucifijos de todos los tamaños. Tal vez si es demasiada tortura.

La ventana que está a mis espaldas esta tapada con maderas, evitando que la luz entre, aunque en los huecos se logra escapar la luz del día.

—No te preocupes, padre, me abrazarás cuando puedas —asiento levemente.

Una risa seca sale de sus labios.

—¿A qué has venido? —gruñe.

—Tu hermano a pedido verme, claro, también a Louis —suelto con brusquedad.

Camino hasta el pequeño catre. Tal vez debería pedir que le den más comodidades, una mesa, una silla, algo más que esto. Tomo asiento en el catre que se hunde y rechina bajo mi peso.

—Salúdalo de mi parte —contesta con sorna y uno de los lados de sus labios se eleva en un rictus que intenta parecerse a una sonrisa.

—Manejaré las cosas de una forma diferente —aclaro viéndolo de pie. Sin moverse, solo viéndome con esos ojos verdes.

—¿A qué has venido? —vuelve a preguntar y esta vez su tono es más golpeado.

Tal parece que se está cansando de nuestra pequeña charla. Pero hay muchas cosas que aun ignoro.

Cuando raptaron a Chantrea, cuando me enfadé, cuando casi mato a Louis, bueno, Lucifer decidió hablarme del maravilloso trato que había hecho con Chantrea; le había puesto una marca que solo él podía remover, donde obligaba a tener el consentimiento de Chantrea, pero no cualquier consentimiento, uno que viniera de un vínculo emocional. Tal parece que Chantrea de verdad tenía todo planeado. A cambio, Lucifer pidió una sola cosa; el alma de su hija y no hablaba de Gremorian, hablaba de la verdadera descendiente de Lucifer y Alexandria. Una pena que la conozca... que de hecho todos la conozcan.

—Erebos, padre, ¿qué tanto poder tiene Erebos? —pregunto volteando mi mirada hacia él. No es como que no sepa la respuesta.

La sé y esa es la única razón por la cual Chantrea no está a mi lado, aún.

Lucifer suelta una risa, echa su cabeza hacia atrás como si aquello le causará una gracia increíble. No es tan gracioso.

—¿Crees poder contra él? —me pregunta en un tono serio cuando deja las risas de lado.

Suelto un suspiro ruidoso, me pongo de pie, haciendo que el catre vuelva a crujir. Camino con lentitud hasta estar frente de él.

—Desperdiciaste mucho tiempo creyéndome el bueno del cuento, el manipulable —vuelvo a suspirar—, jugué bien mis cartas, padre, desgraciadamente, tu no lo hiciste. No me creas un tonto, sé que no puedo con mi adorado tío, sé que tú tampoco... pero hay alguien que sí, ¿no?

—¡No te atrevas! —gruñe, mueve sus manos y el sonido de algo quemándose llena la habitación. Suelta un bufido. Muerde sus labios y sé que eso debió doler tremendamente.

Sonrío con todo y dientes.

—Te dejaré una pregunta para que reflexiones, padre —doy unos pasos hasta acercarme más a él. Llevo mis labios cerca de su oído—, ¿sabes quién me trajo ante ti?

Me hice a un lado. A veces solo necesitas colocar una semilla en la oscuridad, para que cuando vuelvas, puedas recoger los frutos. Y frutos son los que necesito con urgencia.

—¡Te matará! —me amenaza. Se refiere a Erebos.

—¿Por qué crees eso? —pregunto manteniéndome a su lado. Sin voltearlo a ver.

—¿Crees que no notará la unión que tienen Chantrea y tú?

¿Unión?, ¿de qué habla?

Chantrea

Guardias diferentes entran a mi habitación sin tocar, estoy custodiada por dos mujeres vametry que lucen peor de nerviosas que las que me habían tocado con anterioridad.

Llegaron demasiado temprano, trayendo un vestido plateado, tan liviano como la seda, pero al menos no se trataba de un vestido de gasa traslúcido, aunque bueno, no es como que este vestido dejara mucho a la imaginación. Lo resbalaron en mi cuerpo, la caída de la espalda hacia un pequeño charco circular donde comenzaba mi trasero, unas pequeñas tiras tan finas se cruzaban por mi espalda ayudando a mantener el frente del vestido en su lugar, en teoría ya que como se trata de un vestido suelto, puede que sea más revelador. Cae por mis piernas cual mantequilla.

Me pongo de pie cuando estos entran. No solo llevan armaduras diferentes, ya que las de estos es más gruesa y tiene toques negros y rojos en lo que parece ser cuero. En cambio, los guardias que ocasionalmente me custodian llevan el plateado prístino, sin algún material similar al cuero.

—Quiere que los siga —me susurra una de las chicas Vametry.

Asiento. Camino hasta donde están los guardias. Voltean de inmediato, saliendo de la habitación y para mi sorpresa, en vez de bajar las escaleras. Comienzan a subirlas.

Sabía que había más de la torre hacia arriba es solo que no he tenido el tiempo de recorrer el lugar.

Dos guardias se apostan de cada lado fuera de mi habitación. Y con eso puedo entender que están cancelando el paso. Los otros dos guardias siguen subiendo. Paran después de una vuelta ante una puerta de madera sencilla. Uno de ellos abre la puerta y sé que quiere así que me introduzco.

Me sorprendo de inmediato con el contenido de la habitación, pero lo oculto. No quiero que él se dé cuenta.

Erebos está sentado en una de las sillas alrededor de una mesa circular con vino, velas y comida. Lleva cruzadas sus piernas, se pone de pie en cuanto me ve, sus ojos lascivos observan cada parte de mí. Se relame los labios y tengo que aguantar las arcadas y la revoltura de estómago que me provoca.

Esta habitación a diferencia de la mía tiene paredes acolchadas de un tono rojo fuerte, casi como el tono de la sangre, y me da miedo preguntar el motivo. O averiguarlo. Hay una cama en una esquina, pero eso no es lo que me sorprende. Son las fustas de todos tipos y tamaños que están colgadas en una pared. Los miles de objetos fálicos que hay en una repisa. Son demasiados juguetes... y armas. Ignoro las ballestas, las dagas, las pistolas. Este cuarto me empequeñece y no debería ser así.

—Date la vuelta para mi —ordena.

Y siento como mi seguridad se drena. Aun así, no lo hago. Él agacha la cabeza con una sonrisa.

—Tal parece que no has entendido que cuando doy una orden tu deber es seguirla al pie de la letra, así que se una buena chica y gira para mí —pide con esa voz espeluznante.

No puedo girarme, aunque Alexandria está rogando porque lo haga, aun así, la ignoro.

Camino hasta la silla que está dispuesta frente a él. Mis manos se colocan en el marco del respaldo.

Él suelta una risita que suena poco real. Niega con la cabeza. No soy consciente del momento en que se incorpora, solo sé que veo su pecho dorado y musculoso a través de la gran apertura de su jubón blanco. Una de sus manos se estrella contra mi mandíbula, la toma con fuerza y siento el dolor de la presión.

—Estas muy malcriada. —gruñe—. Supongo que deberé educarte.

Alexandria me manda oleadas de pánico que apenas puedo reprimir. No pienso mostrarme temerosa ante él.

Sus ojos me ven y veo desafío, veo furia. Cierra los ojos con fuerza, niega y me suelta. Duele terriblemente cuando sus dedos me abandonan y estoy segura de que me hará un moretón.

—¡Da la maldita vuelta! —gruñe cuando vuelve a tomar asiento.

—No —contesto con firmeza. Vuelvo a aferrar a mis manos al respaldo de la silla.

Suelta un gruñido que llena la habitación.

—¿Tengo que golpearte para que entiendas? —sus ojos observan los míos—, porque es algo que disfruto tremendamente.

—Un hombre que ocupa golpear a una mujer para someterla, no es un hombre de verdad —y me arrepiento de inmediato de decir aquello. El miedo se arraiga en mis adentros, es como si creciera.

Él suelta una risa escalofriante.

—¿Crees que te tengo que demostrar algo? —gruñe. Veo como empuña sus manos. Sé que esta perdiendo la paciencia.

—¿Crees que yo tengo que demostrarte algo? —le regreso la pregunta.

Suelta un bufido.

—¡Da la maldita vuelta! —ordena.

Da miedo. Es un tipo que de verdad da miedo. Pero entiendo porque algunas de las vametry lo consideran apuesto.

Suspiro. Tengo que recordar que estoy aquí para completar una misión y si me comporto de este modo, si busco mi propia muerte, nada de esto habrá tenido algún sentido.

Mis manos se empuñan, reprimo un bufido mientras doy una vuelta. Me enseñaron a seducir, está en mi sangre, pero frente a él, no puedo. Aunque cuando volteo creo que lo he logrado pues evidente su erección a través de sus pantalones de cuero.

Me da asco, me doy asco y siento que una parte de mi se marchita.

—Siéntate —su voz se suaviza.

Y eso hago. Recorro la silla, me acomodo en ella y entonces lo veo. Lo veo a los ojos. Esos malditos ojos dorados.

—Aquí es donde te pediré que nos veamos cada que te solicite —parece una orden.

Doy un vistazo al sitio, de nuevo. No me permito mostrar emociones. Su risa llena el espacio entre nosotros y otra vez la repulsión me encuentra.

—¿Eres virgen? —pregunta y me obliga a enarcar una ceja.

—¿Le parezco virgen? —respondo. Hablo de vuelta.

—Así que encontraste tu lengua —parece, feliz—, que bien, porque odio ser yo quien siempre habla. Pero bueno, abejita, ¿eres virgen?

—No lo soy y es un tema que no debería —me interrumpe antes de hablar.

—He investigado sobre ti —sus codos se posan en la mesa, une sus manos y descansa su barbilla en ellos—, por lo que sé, has tenido una larga lista de hombres.

¿Cinco es una larga lista? No puedo evitar rodar los ojos.

—He investigado sobre ti —replico—, tienes una larga lista de mujeres en tu haber —sonrío—, las anteriores a mí. —cruzo mis brazos sobre mi pecho, retándolo.

Él sonríe, pero esa sonrisa no parece genuina. Es como si este tipo nunca sonriera y ahora se le ocurriera hacerlo.

—Y serás la siguiente —toma una botella de vino en sus manos para servirla en su copa de oro.

—Necesitas mi conscen —de vuelta. No me deja terminar lo que estoy a punto de decir.

—Necesito tu consentimiento para obtener tu poder, no para cogerte, abejita —avisa y un nudo se instaura en mi garganta y en mi estómago.

Porque nunca planeé atarme emocionalmente a nadie. Porque pensaba hacer lo que ocupara para seducir a este tipo. Aun así, ahora, el asco llena mis entrañas de solo imaginarlo.

—Mañana vendrá mi sacerdotisa de confianza a revisarte, buscará hechizos, uniones, cualquier cosa que no debería de estar en ti —anuncia. Y lo que escucho realmente es "cualquier cosa que pueda usar en tu contra"

Y me derrumbo. La unión.   

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