9
—Es demasiado pronto —había protestado Yuri cuando Serena sacó a colación la idea de casarse —. Acabas de mudarte.
Ella le había dirigido una mirada prolongada y penetrante.
—¿Qué plazo consideras?
—¿Plazo? —repitió él, asombrado.
—¿Seis meses? ¿Un año? No voy a esperar eternamente, Yuri. Muchos hombres ya están casados a tu edad. ¿Cuál es el problema? Dijiste que estás enamorado de mí.
—Y lo estoy, pero-...
—¿Qué más necesitas saber de mí? ¿Para qué esperar? No tengo ningún inconveniente en marcharme, si crees que esta relación no es la adecuada.
—Nunca he dicho eso.
Pero Serena había decidido que tenía que ocurrirle algo gordo, sobre todo después de perder su empleo de guionista. Había recibido una llamada de su agente, quien acababa de hablar con el autor principal de What the Heart Knows. La serie se había suspendido. Los índices de audiencia habían sido tan bajos que ni siquiera terminarían el argumento. Ya lo habían sustituido por un par de concursos. La distribuidora estaba tratando de vender el programa a una televisión por cable, pero entretanto Serena tendría que quedarse cruzada de brazos y vivir de sus limitados ahorros.
Casarse con Yuri resolvería tres problemas. Le daría derecho a su apoyo económico, lo cual demostraría a Yuzu que Yuri quería muchísimo a Serena. También obligaría a sus padres a aceptar el enlace. Serena y su madre organizarían la boda juntas y todo el mundo se dejaría llevar por la agitación. Volvería a unir la familia. Y Yuzu tendría que tragarse su orgullo herido y superarlo.
Tan pronto como recibió el diamante de compromiso en el dedo, Serena llamó a sus padres con aire triunfal. Se quedó atónita al comprobar que, en lugar de felicitarla, se mostraban muy críticos.
—¿Ya han puesto fecha? —había preguntado su madre.
—Todavía no. He pensado que tú y yo barajaríamos juntas algunas ideas y-...
—No es necesario que me impliques en tus planes —le espetó su madre —. Papá y yo asistiremos a la boda, si quieres. Pero organizarla y pagarla es cosa tuya.
—¿Qué? Soy su primera hija que se casa... ¿Y no piensan regalarme una celebración?
—Pagaremos una boda con mucho gusto cuando nuestra familia se haya curado. Pero, tal como están ahora las cosas, has obtenido tu felicidad a costa de la de tu hermana. Y por respeto a sus sentimientos, eso significa que no podemos apoyar tu relación con Yuri. También implica que dejaremos de complementar tus ingresos mensuales.
—¡Me siento repudiada! —exclamó Serena con estupefacta furia —. ¡No me puedo creer lo injusto que es esto!
—Tú has creado una situación que es injusta para todos, Serena. Incluida tú misma. Nos aguardan muchos acontecimientos: fiestas, nacimientos, enfermedades..., cosas que debemos vivir como una familia. Y eso no será posible hasta que hayas resuelto tus diferencias con Yuzu.
Ofendida, Serena había repetido esa conversación a Yuri, quien se encogió de hombros y dijo que seguramente deberían aplazar la boda.
—¿Hasta que Yuzu haya superado el hecho de perderte? Se quedará soltera durante los próximos cincuenta años, solo para fastidiar.
—No puedes obligarla a volver a salir —observó Yuri.
Serena estaba absorta en sus pensamientos.
—Tan pronto como Yuzu conozca a otro tipo, ya no podrá hacerse la víctima. Mis padres deberán admitir que ha rehecho su vida. Entonces tendrán que regalarme una boda, y las cosas volverán a ser como antes.
—¿De dónde sacarás ese tipo?
—Tú conoces a mucha gente en Maiami. ¿A quién sugieres?
Yuri la miró sorprendido.
—Esto se está volviendo muy extraño, Serena. No pienso resarcir a mi ex novia con uno de mis amigos.
—No tiene que ser un amigo íntimo. Solo un chico normal y de aspecto decente que la atraiga.
—Aunque se me ocurra alguien, ¿cómo vas a-...? —Yuri dejó la pregunta en suspenso al ver su expresión terca —. No lo sé. Tal vez uno de los Sakaki. He oído decir que Yuto está en trámites de divorcio.
—Nada de divorciados. Yuzu no querrá saber nada.
—El hermano mediano, Yūya, está soltero. Tiene un viñedo.
—Perfecto. ¿Cómo los juntamos?
—¿Quieres que los presente?
—No, tiene que ser secreto. Yuzu no aceptaría nunca salir con alguien que cualquiera de nosotros le hubiera sugerido.
Yuri meditó cómo lograr que dos personas salieran juntas sin revelar que él estaba detrás.
—Serena, ¿de verdad tenemos que-...?
—Sí.
—Supongo que Yūya me debe una —dijo Yuri pensativamente —. Le hice una prospección un par de años atrás, y no le cobré nada.
—Bien. Entonces pídele que te devuelva el favor. Haz que Yūya Sakaki salga con Yuzu.
Reira soltó una risita cuando Yūya se cargó su cuerpo larguirucho sobre los hombros para llevarla al viñedo.
—¡Soy alta! —exclamó —. ¡Miren!
Pesaba como una pluma y se sujetaba suavemente con sus delgados brazos a la frente de su tío.
—Te he dicho que te lavaras las manos después de desayunar —dijo Yūya.
—¿Cómo sabes que no lo he hecho?
—Porque las tienes pringosas, y están en mi pelo.
Una risita flotó sobre su cabeza. Habían hecho galletas S'mores, una receta de su invención, cosa que Zarc casi seguramente no les habría permitido de haber estado allí. Pero Zarc había pasado la noche en casa de su prometida, Ray, y en su ausencia Yūya tendía a ser menos severo con las normas.
Sujetando los tobillos de Reira con las manos, Yūya llamó a los trabajadores del viñedo, que estaban arrancando el tractor Caval. El vehículo estaba equipado con una enorme bobina de malla que cubría cuatro o cinco hileras de vides a la vez.
Reira se aferró con más fuerza a la cabeza de Yūya, hasta casi cegarle.
—¿Cuánto me pagarás por ayudarte esta mañana?
Yūya sonrió, encantado con su peso ligero sobre los hombros, su aliento azucarado y su inagotable energía de torbellino. Antes de que Reirs entrara en su vida, las niñas habían sido criaturas ajenas a él, con su devoción por el rosa y el morado, la purpurina, los animales de peluche y los cuentos de hadas.
En nombre de la igualdad de género, los dos tíos solteros habían enseñado a Reira a pescar, lanzar una pelota y clavar clavos. Pero su afición a los lazos, las chucherías y los peluches seguía inalterable. Su tocado favorito, que llevaba en ese momento, era una gorra de béisbol rosa con una diadema plateada bordada en la parte de delante.
Hacía poco tiempo que Yūya había comprado ropa nueva para Reira y había metido la que le había quedado pequeña en una bolsa para beneficencia. Se le había ocurrido pensar que el pasado de Reira con su madre se iba desvaneciendo. La ropa, los juguetes viejos, incluso las frases y los hábitos de antaño estaban siendo sustituidos poco a poco, de forma inevitable. De modo que había apartado algunas cosas para guardarlas dentro de una caja en el desván. Y estaba anotando sus propios recuerdos de su hermana, cosas curiosas o entrañables, para compartirlos algún día con Reira.
A veces Yūya deseaba poder hablar con su hermana sobre su hija, decirle lo adorable y lista que era Reira. Contarle las maneras en que Reira iba cambiando y el modo en que alteraba todo lo que la rodeaba. Ahora Yūya entendía cosas sobre su hermana en las que nunca había pensado cuando vivía: lo duro que debía de resultarle ser madre soltera, los problemas que padecería a la hora de salir de casa para un recado. Porque cada vez que tenía que ir a algún sitio con Reira, se requerían no menos de quince minutos para encontrar sus zapatos.
Pero había recompensas que Yūya no se había esperado. Era él quien había enseñado a Reira a atarse los cordones. Todos los zapatos de la niña tenían cierres de Velero, y cuando se los compraron con cordones, no sabía atárselos. Desde que Reira tenía seis años, Yūya pensó que ya había llegado la hora de que aprendiera. Le había enseñado a hacer lazos en forma de orejas de conejito y a unirlos.
Lo que Yūya no se esperaba era el sentimiento que había tenido al ver la frente arrugada de Reira concentrándose en aquella tarea. Un sentimiento paternal, suponía. Hasta se le empañaron los ojos observando a la pequeña atándose los zapatos. Ojalá hubiera podido contárselo a su hermana. Y decirle cuánto sentía haber hecho tan poco por ella o por su hija cuando había tenido la ocasión.
Pero era el temperamento de los Sakaki.
Las zapatillas con luces de Reira le golpeaban suavemente el pecho.
—¿Cuánto me pagarás? —insistió la niña.
—Tú y yo trabajamos gratis hoy —contestó Yūya.
—Va contra la ley que trabaje gratis.
—Reira, Reira... No irás a denunciarme por infringir un par de miserables leyes sobre el trabajo infantil, ¿verdad?
—Sí —respondió ella alegremente.
—¿Qué te parece un dólar?
—Cinco dólares.
—¿Qué te parece un dólar y una excursión a la costa de Maiami esta tarde para tomar un helado?
—¡Trato hecho!
Era domingo por la mañana, el viñedo seguía envuelto en la neblina y la bahía era una pátina plateada. Sin embargo, el ambiente fue alterado por el estruendo del Caval cuando arrancó y empezó a avanzar lentamente entre las hileras.
—¿Por qué tenemos que cubrir las vides con redes? —preguntó Reira.
—Para proteger los frutos de los pájaros.
—¿Por qué no hemos tenido que hacerlo hasta ahora?
—Las uvas aún estaban en la parte inicial, cuando las flores se convierten en bayas. Ahora están en la siguiente fase, que es la versaison.
—¿Qué significa?
—Los granos aumentan de tamaño y comienzan a acumular azúcar, de modo que se vuelven cada vez más dulces mientras maduran. Como yo.
Se pararon, y Yūya bajó a Reira con cuidado.
—¿Por qué se llama versaison en vez de llamarse simplemente crecimiento de la uva? —preguntó la niña.
—Porque los franceses le pusieron ese nombre antes que nosotros. Lo cual es bueno, porque hacen que todo suene más bonito.
Tardarían de dos a tres días en cubrir todo el viñedo, lo cual lo protegería de los depredadores al mismo tiempo que facilitaría el acceso al equipo, provisto de tijeras de podar para cortar los frutos demasiado verdes.
Después de tender los primeros paneles de malla, Yūya volvió a subir a Reira sobre sus hombros, y uno de los trabajadores le enseñó a pasar un hilo por el borde de la red con una clavija corta de madera.
Las manitas de Reira trabajaban con destreza cosiendo los paneles de malla. Su gorra rosa resplandeció al sol matutino cuando levantó la vista hacia su obra.
—Estoy cosiendo el cielo —dijo, y Yūya sonrió.
Cuando llegó la hora de comer, la brigada se tomó un descanso y Yūya mandó a Reira al interior de la casa para que se lavara. Dio un paseo solitario por el viñedo, escuchando el susurro de las hojas y deteniéndose de vez en cuando para posar los dedos sobre una cepa o un tallo. Podía percibir la sutil vibración de salud en las vides, el agua subiendo desde las raíces, las hojas absorbiendo la luz del sol, las uvas empezando a ablandarse y a cargarse de azúcar.
Cuando su mano quedó suspendida junto al tallo que crecía en la parte superior de la planta, las hojas se movieron hacia él visiblemente.
La afición de Yūya a cultivar se había manifestado en su infancia, cuando trabajó en el jardín de un vecino.
Chōjirō y Martha Tokomatsu eran una pareja de ancianos sin hijos que vivían en el barrio. Cuando Yūya tenía unos diez años, estaba jugando con un bumerán que le habían regalado por su cumpleaños cuando el objeto fue a atravesar la ventana de la salita de los vecinos.
Chōjirō salió cojeando. Su cuerpo era alto y nudoso como un roble, pero su cara seria y sencilla rezumaba una bondad innata. «No huyas», dijo cuando Yūya se disponía a salir corriendo. Y Yūya se quedó allí, mirándole con cautelosa fascinación.
«Podrás recuperar tu juguete —le informó Chōjirō —en cuanto termines algunas tareas para ayudarme a pagar esa ventana. Para empezar, la señora Tokomatsu necesita que le arranquen los hierbajos del jardín.»
Martha le había caído simpática enseguida. Era tan bajita y oronda como su marido era alto y enjuto. Después de que le mostrara cuáles de las plantas verdes eran hierbajos y cuáles eran flores, Yūya se puso manos a la obra.
Arrodillado mientras arrancaba hierbas y cavaba hoyos para plantar bulbos y semillas, sintió como si las plantas se comunicaran con él, diciéndole en su lenguaje sin palabras qué necesitaban. Sin tan siquiera pedir permiso, Yūya cogió una pala pequeña del cobertizo de los Tokomatsu y replantó prímulas allí donde recibirían más sol, y colocó las semillas de consuelda y de margarita en las distintas partes del jardín que Martha le había indicado.
Desde entonces Yūya acudía a casa de los Tokomatsu casi todos los días al salir de la escuela, incluso después de que Chōjirō le devolviera el bumerán. Mientras Yūya hacía los deberes a la mesa de la cocina, Martha siempre le servía un vaso de leche fría y un puñado de galletitas saladas. Le permitió hojear sus libros de jardinería y le suministró todo aquello que él le dijo que necesitaba el suelo: kelp y harina de semilla, cáscara de huevo molida, cal y dolomía, incluso cabezas de pescado traídas del mercado. A consecuencia de los cuidados de Yūya, el jardín estalló en flores y colores exuberantes, hasta el punto de que la gente detenía su coche en la calle para admirarlo.
«Vaya, Yūya —comentó Martha complacida, con la cara arrugada en una sonrisa que le encantaba —, tienes una mano excelente para las plantas.»
Pero Yūya sabía que era algo más que eso. De algún modo él y el jardín habían sintonizado. Y se había dado cuenta, como poca gente lo hacía, de que el mundo entero era sensible y estaba vivo. Sabía instintivamente qué semillas había que plantar cuando la luna menguaba y cuáles cuando crecía. Sabía sin que se lo dijeran cuánta agua y cuánto sol necesitaban las plantas, qué añadir al suelo, cómo librarse de los hongos con una rociada de agua y jabón y cómo controlar la población de áfidos plantando maravillas.
Detrás de la casa, Yūya había puesto un huerto para Martha que producía verduras grandes y sabrosas y toda clase de hierbas. Había intuido que a las calabazas les gustaba crecer al lado de los pepinos, y que las judías soportaban la proximidad del apio pero no la de las cebollas, y que había que evitar a toda costa plantar coliflores junto a los tomates. Cuando Yūya cuidaba de las plantas, las abejas nunca le picaban y las moscas jamás le molestaban, y los árboles extendían sus ramas todo lo que podían para suministrarle sombra.
Fue Martha quien animó un día a Yūya a tener un viñedo. «El vino no solo consiste en beberlo —le dijo —. El vino consiste en vivir y amar.»
Absorto en sus cavilaciones, Yūya fue a una esquina del viñedo para examinar una vid distinta a todas las demás. Era grande y nudosa, viva pero sin flor. Tampoco tenía fruto, tan solo capullos bien cerrados. Pese a los denodados esfuerzos de Yūya, aún no había descubierto la manera de hacerla crecer. Y no existía comunicación silenciosa, ni ninguna percepción de qué necesitaba, sino solo vacío.
Cuando Yūya había comprado la finca de You Show y recorrió su perímetro, encontró aquella parra creciendo silvestre en una esquina. Parecía el tipo de vid vinífera que los colonos habían traído al Nuevo Mundo, pero era imposible. Todas las viníferas habían sido exterminadas por insectos desconocidos, enfermedades y el clima. Los franceses habían desarrollado híbridos con especies autóctonas que daban fruto sin necesidad de ser injertadas a un rizoma resistente a la enfermedad. Tal vez esta planta fuera uno de aquellos antiguos híbridos. Pero no se parecía a nada que Yūya hubiera visto o leído nunca. Hasta entonces nadie había podido identificarla, ni siquiera un especialista que había estado examinando las fotos y las muestras que Yūya le había mandado.
—¿Cómo puedo ayudarte? —murmuró Yūya, pasando suavemente una mano por las hojas grandes y planas —. ¿Cuál es tu secreto?
Normalmente podía sentir la energía del suelo y de las raíces, así como las señales de qué se requería: un cambio de temperatura, humedad, luz o nutrientes, pero aquella vid permanecía en silencio, traumatizada, insensible a la presencia de Yūya.
Tras dejar el viñedo, Yūya se dirigió a la cocina para hacer la comida. Sacó una jarra de leche y un pedazo de queso del frigorífico. Mientras preparaba sándwiches de queso a la parrilla, llamaron a la puerta.
El visitante era Yuri Yuki, a quien Yūya no había visto en un par de años.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro