28
—Tendrás que irte pronto —dijo Yūya.
Se puso en cuclillas y observó cómo Yuto trabajaba debajo de una pequeña escalera de caracol que llevaba desde el segundo piso hasta la cúpula central de la casa. Yuto había raspado y limpiado todas las grietas que había debajo de la desvencijada escalera, y ahora estaba poniendo calzas en los bordes de todos los peldaños y contraescalones. Para cuando su hermano hubiera terminado, la escalera sería lo bastante firme como para sostener un elefante.
—¿Por qué? —preguntó Yuto, dejando de martillear.
—Yuzu vendrá a cenar.
—Dame diez minutos y habré terminado con esto.
—Gracias.
Yūya contempló a su hermano con el ceño fruncido, preguntándose qué debía decirle, cómo podía ayudarle.
Hacía días que Yuto se comportaba de un modo extraño, escabullándose como un gato nervioso. Yūya y Zarc confiaban en que la resolución del divorcio hubiera proporcionado cierto alivio a Yuto, y sin embargo iba cuesta abajo. Estaba flaco y demacrado, con unos círculos oscuros marcados debajo de los ojos como festones funerarios. Era un testimonio de los beneficios genéticos de Yuto que, aun macilento y exhausto, seguía siendo extraordinariamente guapo. En la boda de Zarc se había mantenido apartado en un rincón, bebiendo, y aun así las mujeres no habían podido dejarle en paz.
—Yuto —dijo Yūya —, no vas a caer en esa mierda, ¿verdad?
El martillo se detuvo de nuevo.
—No tomo drogas, si te refieres a eso.
—Tienes un aspecto horrible.
—Estoy bien. Mejor que nunca.
Yūya le miró con incertidumbre.
—Me alegro.
Al oír el timbre de la puerta de la calle, Yūya bajó a ver quién era.
Cuando abrió la puerta comprobó que Yuzu había llegado temprano. Supo en el acto que algo malo ocurría: tenía la expresión de alguien que acaba de enterarse de la defunción de un ser querido.
—Yuzu.
Alargó una mano hacia ella automáticamente, y Yuzu dio un paso atrás. Se apartó de él.
Yūya estaba hipnotizado, mirándola con atención.
Yuzu tenía los labios resecos y marcados, como si se los hubiera mordido. Entonces forzó una sonrisa.
—Tengo algo que decirte. Por favor, no me interrumpas, o no podré terminar. En realidad es una noticia estupenda.
Yūya estaba tan distraído por la falsificada alegría de Yuzu y la evidente desdicha que escondía, que le costó trabajo entender lo que le contaba. Algo acerca de una beca o un programa de artistas, algo sobre un centro de arte de Heartland. El Mitchell Art Center. Iba a aceptarla. Era una beca de prestigio, la clase de oportunidad que había estado esperando toda su vida. Duraría un año. Después, seguramente ya no volvería a la isla.
Luego guardó silencio y le miró, aguardando su reacción.
Yūya buscó las palabras.
—Es una noticia estupenda —farfulló—. Felicidades.
Yuzu asintió con la cabeza, exhibiendo una sonrisa que parecía prendida con alfileres. Yūya dio un paso adelante para abrazarla, y ella se lo permitió solo un momento, pero tenía todos los músculos agarrotados y rígidos. Era como rodear con los brazos una fría estatua de mármol.
—No la podía rechazar —dijo Yuzu contra su hombro —. Una oportunidad así...
—Claro —Yūya la soltó —. Debes aprovecharla. Definitivamente.
Siguió mirándola, tratando de hacer que su cerebro asimilara el hecho de que Yuzu le dejaba.
Yuzu se iba. Esta frase le infundió una sensación vaga y entumecida que suponía era de alivio.
Sí. Había llegado el momento. Su relación había empezado a complicarse. Siempre era mejor cortar la situación cuando todavía era buena.
—Si necesitas que te ayude a almacenar tus cosas... —empezó a decir.
—No, todo está bajo control —a Yuzu se le habían humedecido los ojos pese a que aún sonreía. Le dejó atónito cuando dijo: —. Será más fácil si no te veo ni hablo contigo a partir de ahora. Necesito una ruptura limpia.
—Pero la boda de Serena-...
—No creo que haya boda. De lo cual me alegro por Serena. El matrimonio ya resulta bastante difícil para las personas que se quieren de veras. No creo que ella y Yuri tuvieran ninguna posibilidad. No creo que-...
Se interrumpió y soltó un suspiro tembloroso.
Mientras Yuzu estaba allí de pie con lágrimas en los ojos, Yūya se sintió invadido por una emoción desconocida, la peor que había sentido en toda su vida adulta. Más intensa que el miedo, más punzante que el dolor, más vacía que la soledad. Era una sensación parecida a la que le habría producido una astilla de hielo clavada en el pecho.
—No te quiero —declaró Yuzu con una leve sonrisa. Ante su silencio, añadió: —. Dime que tú sientes lo mismo.
Era su ritual habitual. Yūya tuvo que carraspear antes de poder hablar.
—Yo tampoco te quiero.
Yuzu siguió sonriendo y asintió satisfecha.
—He cumplido mi promesa. Nadie resulta herido. Adiós, Yūya.
Se volvió y bajó los escalones del porche, cargando el peso sobre su pierna derecha.
Yūya se quedó plantado en el porche, observando cómo Yuzu se alejaba en su vehículo. El pánico y el asombro indignado le invadieron a partes iguales.
¿Qué diablos acababa de ocurrir?
Volvió a entrar en la casa despacio. Yuto estaba sentado en el primer peldaño de la escalera principal, acariciando a Renfield, echado a sus pies.
—¿Qué pasa? —preguntó Yuto.
Yūya se sentó a su lado y se lo contó todo, oyendo su propia voz como si viniera de fuera.
—Ahora no sé qué hacer —concluyó bruscamente.
—Olvídala y sigue con tu vida —repuso Yuto, prosaico —. Es lo que siempre haces, ¿no?
—Sí. Pero nunca es así —Yūya se pasó la mano por el pelo hasta convertirlo en mechones desordenados. Se sentía físicamente mareado, tenía náuseas. Como si tuviera las venas llenas de veneno. Le dolían todos los músculos —. Creo que estoy enfermo.
—Quizá necesitas un trago.
—Si empiezo ahora, es posible que ya no pare —dijo Yūya con brusquedad —. Así pues, hazme un favor y no vuelvas a decir eso.
Siguió un breve silencio.
—Puesto que ya estás de un humor de perros, tengo algo que decirte —anunció Yuto.
—¿Qué? —preguntó Yūya con irritación.
—Necesito mudarme contigo la semana que viene.
—¿Qué? —volvió a decir Yūya, en un tono completamente distinto.
—Solo serán un par de meses. Estoy sin blanca, y Darcy se ha quedado con la casa a consecuencia del acuerdo. No quiere que viva allí mientras trata de venderla.
—Santo Dios —murmuró Yūya —. Acabo de deshacerme de Zarc.
Yuto le dirigió una mirada inquietante, con una sombra turbadora en los ojos.
—Tengo que alojarme aquí, Yūya. No creo que sea por mucho tiempo. No puedo explicarte el motivo —vaciló, y consiguió pronunciar las palabras que solo había usado un puñado de veces en toda su vida —. Por favor.
Yūya asintió con la cabeza, helado por la idea de que la última vez que había visto aquella misma mirada en los ojos de alguien, con las pupilas negras como la medianoche y la expresión sombría de un alma perdida, fue cuando vio a su padre justo antes de morir.
Incapaz de dormir, Yuzu trabajó en su estudio durante la mayor parte de aquella noche, terminando la vidriera.
No era consciente del paso de las horas, solo reparó en que el cielo clareaba y que comenzaba el ajetreo de Maiami a primera hora de la mañana. La ventana del árbol resplandecía plana e inerte, pero cada vez que ponía encima las puntas de los dedos, sentía una sutil vitalidad emanando del vidrio.
Sintiéndose agotada pero resuelta, Yuzu fue andando hasta el condominio y se dio una larga ducha. Era la víspera de la boda de Serena. Aquella noche tendría lugar la cena de ensayo. Se preguntaba si Yuri habría hablado con Serena o roto con ella, o bien se había callado sus dudas.
En realidad Yuzu estaba demasiado cansada para que le importara. Se envolvió el pelo en un turbante, se puso unos pantalones de franela viejos y cómodos y un top fino y flexible y se metió en la cama.
Justo cuando empezaba a sumirse en un sueño profundo, sonó el teléfono.
Yuzu buscó el auricular a tientas.
—¿Diga?
—Yuzu —era la voz quebradiza de su madre —. ¿Aún duermes? Creía que Serena estaba contigo.
—¿Por qué debería estar conmigo? —preguntó Yuzu, bostezando y frotándose los ojos.
—Nadie sabe dónde está. Me ha llamado hace un momento. Yuri se ha ido.
—¿Se ha ido? —repitió Yuzu, confusa.
—Esta mañana ha tomado el primer vuelo. Ese gilipollas ha cambiado los billetes de avión que les regalamos para la luna de miel, se marcha a West Palm solo. Serens estaba histérica. No se encuentra en su casa, y no quiere responder al teléfono. No sé dónde está, ni dónde buscarla. Algunos de los invitados de fuera ya están aquí, y hoy llegarán más. Es demasiado tarde para anular las flores o la comida. El muy bastardo... ¿por qué tenía que esperar al último momento para hacer esto? Pero lo más importante es Serens. No quiero que haga ningún disparate.
Yuzu se incorporó penosamente y salió de la cama.
—La localizaré.
—¿Necesitas que papá te acompañe? Está loco por hacer algo.
—No, no... Ya me ocuparé yo sola. Te llamaré en cuanto averigüe algo.
Después de colgar, Yuzu se recogió el pelo en dos coletas, se puso unos vaqueros y una camiseta y manipuló la cafetera hasta obtener un tazón de un líquido negro como la tinta. Era demasiado fuerte, no lo había medido bien. Ni siquiera rebajándolo con agua consiguió aclarar el color. Hizo una mueca y se lo tomó como si fuera una medicina.
Cogió el teléfono y marcó el número de Serena, disponiéndose a dejarle un mensaje. Casi se sobresaltó al oír la voz de su hermana.
—Hola.
Yuzu abrió y cerró la boca, queriendo decir diez cosas distintas a la vez. Finalmente optó por preguntar con brusquedad:
—¿Dónde estás?
—En el mausoleo —contestó Serena con voz ronca.
—Quédate ahí.
—No traigas a nadie.
—No lo haré. Quédate ahí.
—De acuerdo.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
El mausoleo era uno de los lugares más hermosos de Maiami. Estaba situado en medio del bosque al norte de Maiami harbor. El fundador de una próspera compañía de cal y cemento había diseñado personalmente el monumento. Era un enorme obelisco con columnas de estilo masónico en su profusa utilización de símbolos. Unas columnas altísimas rodeaban una mesa y siete sillas de piedra. Una de las columnas estaba inacabada, junto al espacio vacío que debería haber ocupado una octava silla. Según la leyenda local, se habían visto espíritus procedentes de las tumbas vecinas sentados a la mesa después de la medianoche.
Desafortunadamente para Yuzu, el sendero del bosque que conducía hasta el mausoleo tenía casi un kilómetro de longitud. Se puso a andar con cautela, esperando no dañar sus tendones recién curados. Después de atravesar un pequeño cementerio con muchas de sus lápidas rodeadas por cercas minúsculas, vio el mausoleo.
Serena estaba sentada en la tortuosa escalera, vestida con vaqueros y una camiseta de Henley.
Tenía un amasijo de tela blanca vaporosa —de tul o gasa— sobre el regazo.
Yuzu no quería sentir lástima por su hermana, pero Serena tenía cara de infeliz y aparentaba no más de doce años.
Cojeando hacia ella —pues empezaba a dolerle la pierna —, Yuzu se sentó junto a Serena sobre los fríos peldaños de piedra. El bosque estaba tranquilo, pero para nada silencioso: el aire vibraba con el rumor de hojas, trinos de pájaros, aleteos y zumbidos de insectos.
—¿Qué es eso? —preguntó Yuzu al cabo de un rato, mirando la tela blanca que Serena tenía en su regazo.
—El velo.
Serena le mostró la cinta para la cabeza salpicada de perlas a la que estaba sujeto el tul.
—Es precioso.
Serena se volvió hacia ella, sorbiéndose ruidosamente la nariz, y agarró la manga de la camiseta de Yuzu con las dos manos, como lo haría una niña.
—Yuri no me quiere —susurró.
—No quiere a nadie —repuso Yuzu, rodeándola con un brazo.
Otro susurro afligido.
—Crees que me lo merezco.
—No.
—Tú me odias.
—No.
Yuzu se volvió lo suficiente para apoyar la frente contra la de su hermana.
—Me siento fastidiada.
—Lo superarás.
—No sé por qué lo hice. Nada de eso. No debí habértelo robado.
—No habrías podido. Si hubiera sido mío de verdad, no hubiera podido quitármelo nadie.
—Me sabe muy mal. Lo siento mucho.
—No te preocupes.
Serena guardó silencio durante un buen rato, empapando con sus lágrimas la tela de la manga de Yuzu.
—No pude hacer nada. Mamá y papá no me dejaron nunca intentar nada. Me sentía una inútil. Como una fracasada.
—Te refieres a cuando éramos niñas.
Serena asintió.
—Y entonces me acostumbré a que me lo hicieran todo. Si algo se ponía difícil, me rendía y alguien siempre lo terminaba por mí.
Yuzu se percató de que, cada vez que ella y sus padres se habían ofrecido para cuidar de Serena, le habían transmitido el mensaje de que no podía hacerlo por sí misma.
—Siempre he tenido celos de ti —prosiguió Serena —, porque podías hacer todo lo que querías. No tienes miedo a nada. No necesitas a nadie que cuide de ti.
—Serena —dijo Yuzu —, tú no necesitas el permiso de mamá y papá para hacerte cargo de tu vida. Encuentra algo que quieras hacer y no te rindas. Puedes empezar mañana.
—Y entonces me caeré de bruces —repuso Serena sin entusiasmo.
—Sí, y después de caerte, te levantarás del suelo y te sostendrás sobre los dos pies sin ayuda de nadie, y entonces sabrás que puedes cuidar de ti misma.
—Oh, vete al cuerno —espetó Serena.
Yuzu sonrió y la abrazó.
Falta un capítulo + el epílogo. <3
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