26
Durante los dos meses siguientes, Yuzu estuvo ocupada en su trabajo. Yūya solía dejarse caer con el pretexto de verla, pero sus visitas normalmente acababan cenando juntos. Aunque luego había habido incontables intervalos románticos en el condominio, el sexo no era algo que Yūya exigiera o esperara automáticamente. Parecía disfrutar de charlar con ella, estar en su compañía, tanto si terminaban acostándose juntos como si no.
Una tarde llevó a Reira al estudio de Yuzu, y esta la ayudó a construir un atrapaluz sencillo con vidrio y papel de aluminio. Otro día llevaron a Reira al parque de esculturas, donde Yūya no tardó en verse rodeado de por lo menos media docena de niños, todos los cuales se reían como locos mientras él les dirigía para que posaran como estatuas.
Yuzu consideraba la conducta de Yūya algo más que desconcertante. Para un hombre que estaba tan resuelto a evitar el compromiso emocional, sus actos eran propios de alguien que buscaba intimidad. Sus conversaciones se extraviaban a menudo en territorio personal, en el que compartían sus pensamientos y recuerdos de la niñez. Cuanto más descubría Yuzu sobre el pasado de los Sakaki, más compasión sentía por Yūya. Los hijos de padres alcohólicos solían recelar de las emociones intensas cuando se hacían mayores. Por lo general trataban de aislarse, de defenderse para evitar ser heridos o manipulados, o aún peor, abandonados.
Como consecuencia, la intimidad era lo más peligroso de todo, algo que había que evitar a toda costa. Y sin embargo Yūya se iba acercando, aprendiendo poco a poco a confiar en ella sin que aparentemente se diera cuenta.
«Eres más de lo que crees ser», deseaba decirle Yuzu. No era imposible creer que algún día Yūya podría llegar hasta el punto de ser capaz de amar a alguien y ser amado. Por otra parte, esa clase de cambio trascendental, de conocimiento de sí mismo, podía llevar mucho tiempo. Quizá toda una vida. O tal vez no llegaría a darse. La mujer que depositara todas sus ilusiones en Yūya casi con toda seguridad terminaría con el corazón roto.
Y, solo para sí misma, Yuzu reconoció que estaba peligrosamente cerca de convertirse en esa mujer. Sería muy fácil permitirse querer a Yūya. Se sentía tan irresistiblemente atraída por él, era tan feliz cuando estaban juntos, que comprendió que había un plazo límite para su relación que se acercaba velozmente. Si esperaba demasiado a cortar, se haría mucho daño. Mucho más, de hecho, del que le había infligido Yuri.
Entretanto, decidió disfrutar de cada momento que pudiera compartir con Yūya. Momentos robados, llenos del conocimiento agridulce de que la felicidad era tan efímera como la luz de la luna.
Aunque Yuzu no tenía relación directa con Serena, su madre la había mantenido informada de la evolución de los preparativos de boda. La ceremonia se celebraría en el sector oeste de la Maiami. La diminuta capilla blanca, de más de un siglo de antigüedad, estaba situada en la costa dominando el puerto. Posteriormente, el banquete tendría lugar en el patio del McMillin's, un restaurante histórico emplazado frente al mar.
A Yuzu le molestaba que, aunque su madre se mostraba tibia con respecto a Yuri, se iba entusiasmando con la boda en sí. Parecía que, una vez más, Serena podría hacer lo que quisiera y salirse con la suya.
El día que llegó la invitación, Yuzu la puso en un rincón de la encimera de la cocina y se sintió resentida y molesta cada vez que la miró.
Cuando llegó Yūya para cenar con ella, advirtió el sobre cerrado enseguida.
—¿Qué es eso?
Yuzu hizo una mueca.
—La invitación a la boda.
—¿No vas a abrirla?
—Confío en que, si lo aplazo y me olvido, de alguna manera desaparecerá.
Se atareó en el fregadero, enjugando hojas de lechuga en un colador.
Yūya se le acercó. Le puso las manos en las caderas y se apretó contra su espalda. Esperó con paciencia, una presencia constante detrás de ella. Agachó la cabeza y le rozó con los labios el lóbulo de la oreja.
Yuzu cerró el grifo y se secó las manos en un paño de cocina.
—No sé si podré ir —confesó malhumorada —. No quiero, pero tengo que hacerlo. No veo ninguna alternativa.
Yūya la volvió hacia él y plantó las manos en la encimera, a ambos lados de ella.
—¿Crees que te dolerá ver a Yuri acompañando a Serena al altar?
—Un poco. Pero no por Yuri, sino solo por mi hermana. Aún estoy furiosa por el modo en que me traicionó y por cómo me mintieron ambos, y ahora mis padres han vuelto a su conducta anterior y van a pagarlo todo, lo que significa que Serena no cambiará nunca, no aprenderá jamás...
—Respira —le recordó Yūya.
Yuzu inhaló profundamente y soltó un suspiro explosivo.
—Por más que deteste la idea de asistir a esa boda, no puedo quedarme en casa mientras se celebra. Parecerá que todavía conservo sentimientos por Yuri, que estoy celosa o algo así.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio? —preguntó Yūya.
Yuzu arrugó la frente, confusa.
—¿Mientras se casan, quieres decir?
—Te llevaré a un bonito complejo turístico en México. No podrás pensar mucho en el día de su boda mientras te relajas en una playa de arena blanca tomando mojitos.
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Harías eso por mí?
Yūya sonrió.
—Yo también sacaría algo de ello. Para empezar, verte en biquini. Dime adonde te gustaría ir. ¿A Los Cabos? ¿Quizá a Belice o Costa Rica...?
—Yūya —Yuzu le acarició el pecho, algo nerviosa —. Gracias. Te agradezco el ofrecimiento más de lo que puedo decir. Pero no habría suficientes mojitos para hacerme olvidar que es el día de su boda. Tendré que ir. No creo que tú...
Dejó la frase en suspenso, incapaz de preguntárselo.
—Tú has accedido a acompañarme a la boda de Zarc y Reira —dijo Yūya —. Es justo que yo te acompañe a la de tu hermana.
—Gracias.
—De nada.
—No, de verdad —insistió ella muy seria —. Ya me siento mejor, sabiendo que estarás conmigo.
Tan pronto como estas palabras salieron de su boca, quiso retirarlas, temiendo que había revelado demasiado. Cualquier indicio de que necesitaba a Yūya, que dependía emocionalmente de él, le ahuyentaría.
Pero él le tomó la cabeza entre sus manos y la besó. Su palma se deslizó por la espalda de Yuzu hasta las caderas y la apretó contra él. Ella abrió los ojos como platos al notar la presión de su excitación aumentando contra su cuerpo. Para entonces Yūya la conocía ya demasiado bien, sabía dónde era más sensible, qué la excitaba. La besó hasta que ella cerró los ojos y se recostó pesadamente contra él, con el corazón desbocado. Unos besos pausados y ardientes, que le absorbían energía y la llenaban de sensaciones.
Yuzu giró la cara solo lo suficiente para farfullar:
—Arriba.
Y él la levantó en sus brazos.
El siguiente fin de semana Zarc y Ray se casaron a bordo del transbordador retirado. Hacía un día cálido y hermoso. Una sensación de serenidad presidió la ceremonia. No hubo indicios de nerviosismo ni incertidumbre, de tensión ni alboroto, tan solo una felicidad sin condiciones que emanaba de los novios.
Ray estaba preciosa con un vestido largo hasta las rodillas hecho de seda de un tono marfil, con el cuello en forma de V y los tirantes bordeados de una gasa delicadamente translúcida de color crema. Llevaba el pelo recogido en un sencillo moño alto con mechones sueltos adornado con un puñado de rosas blancas. Reira iba ataviada con un vestido similar de color crema y una falda con volantes de tul. Yuzu se emocionó cuando Zarc y Ray, de pie con el juez de paz para pronunciar los votos, hicieron un gesto a Reira para que se quedara con ellos. Después de besar a la novia, Zarc se inclinó a besar también a la pequeña.
Dentro del transbordador se sirvió un espectacular bufé: fruta en abundancia, un surtido de ensaladas de vivos colores, pasta y arroz, marisco fresco del Pacífico, brioches rellenos de queso, bacon y salsa picante, e hileras de tartas y roulades de verdura. En lugar de la tradicional tarta nupcial, se sirvió una torre de pastelitos individuales sobre pisos de plexiglás. Un cuarteto de jazz tocó «Embraceable You».
—Siento que esta boda no haya acontecido después de la de Serena en lugar de antes —comentó Yuzu a Yūya.
—¿Por qué?
—Porque todo el mundo está muy feliz, Y Zarc y Ray están visiblemente enamorados. Va a hacer que la boda de mi hermana parezca aún peor en comparación.
Yūya se echó a reír y le pasó una copa de champán. Estaba increíblemente guapo con un traje oscuro y una corbata estampada, aunque vestía con la impaciencia informal de un hombre al que no le gusta ir ataviado con ropa de etiqueta.
—El ofrecimiento de una escapada mexicana sigue en pie —le recordó él.
—No me tientes.
Después de que los invitados cargaran sus platos en el bufé y ocuparan las mesas, Yūya dio un paso al frente para hacer el brindis. Zarc se quedó de pie abrazado a Ray y Reira.
—Si no fuera por los transportes públicos —empezó Yūya —, hoy mi hermano no se casaría. Él y Ray se enamoraron en el trayecto del transbordador de Bellingham a Anacortes, lo que trae a la mente el viejo dicho de que la vida es un viaje. Hay personas que tienen un sentido natural de la orientación. Se las podría dejar en el centro de un país extranjero y sabrían encontrar el camino. Mi hermano no es una de esas personas —Yūya se interrumpió cuando algunos de los invitados se echaron a reír, y su hermano mayor le dirigió una mirada de advertencia fingida —. Así pues, cuando por obra de algún milagro Zarc consigue llegar a su destino, es una grata sorpresa para todos, incluido él mismo —más risas entre la concurrencia —. Aun así, a pesar de todos los controles, desvíos y calles de sentido único, Zarc logró encontrar el camino hasta Ray —Yūya levantó su copa —. Por el viaje común de Zarc y Ray. Y por Reira, que es más querida que cualquier otra niña en este ancho mundo.
Todo el mundo aplaudió, y el grupo empezó a tocar una versión lenta y romántica de «Fly Me to the Moon». Zarc cogió a Ray entre sus brazos y ambos dieron una vuelta por la pista de baile.
—Ha sido perfecto —susurró Yuzu a Yūya.
—Gracias —le sonrió —. No te vayas. Vuelvo enseguida.
Después de dar su copa de champán vacía a una camarera que pasaba por allí, Yūya se acercó a Reira y la llevó a la pista de baile, donde la hizo girar, bailar con los pies sobre los suyos y después cogiéndola en brazos y girando lentamente.
La sonrisa de Yuzu se tornó pensativa y distraída mientras les observaba. En el fondo de su mente estaba preocupada por un correo electrónico que había recibido de su antiguo profesor Marco aquella misma mañana. No se lo había dicho a nadie, sintiéndose intranquila y en conflicto cuando debería estar loca de alegría.
Marco había escrito que la comisión del Mitchell Art Center la había elegido para concederle la beca de artista residente de un año. La felicitaba efusivamente. Lo único que tenía que hacer era firmar un documento aceptando las cláusulas y condiciones de la beca, y entonces se haría pública la notificación oficial. «No puedo estar más contento —había escrito —. Tú y el Mitchell Art Center hacéis una pareja perfecta.»
A Yuzu le había hecho cierta gracia esta última frase. Era consciente de que, después de todas sus relaciones fracasadas, su pareja perfecta resultaba ser un programa para artistas. Pasaría un año en Heartland. Obtendría el reconocimiento de la nación. Trabajaría con otros artistas, experimentaría con nuevas técnicas, haría «demostraciones de diseño» esporádicas en el laboratorio de vidriería del centro. Tendría su propia exposición al final de su estancia. Era la oportunidad que Yuzu siempre había soñado. Y nada se interponía en su camino.
Excepto Yūya.
No había prometido nada. Él tampoco. La gracia de su acuerdo consistía en que cualquiera de ellos podía romperlo y marcharse sin mirar atrás. Una oferta como la del Mitchell Art Center no llegaba todos los días, si es que llegaba alguna vez. Y sabía que Yūya jamás querría que hiciera semejante sacrificio por él.
¿Por qué, entonces, estaba tan embargada por la melancolía?
Porque necesitaba pasar más tiempo con Yūya. Porque su relación, aun con sus limitaciones, había significado mucho para ella.
Demasiado.
Los pensamientos de Yuzu regresaron al presente cuando vio al padre de Ray solicitar un baile con su hija, a la vez que Zarc se dirigía a interrumpir a Yūya y Reira. Se les unieron más parejas, bailando al son de una música dulcemente nostálgica.
Yūya volvió con Yuzu y, sin mediar palabra, le extendió la mano.
—No puedo bailar —protestó Yuzu riendo, y señaló el braguero que le ceñía la pierna.
Una lenta sonrisa tensó los labios de Yūya.
—Fingiremos.
Yuzu se abandonó en sus brazos. Aspiró su aroma, a piel bronceada de varón y frescor de cedro, mezclado con un punto de lana veraniega y algodón almidonado. Como no podía bailar con el braguero, se limitaron a mecerse de un lado a otro, con las cabezas juntas.
Sintió un conflicto formándose en su interior, un anhelo mezclado con un leve pánico. Cayó en la cuenta de que, en cuanto le dejara, ya no podría volver nunca. Le dolería demasiado verle con otras mujeres, presenciar cómo el rumbo de su futuro divergía del suyo y recordar el verano en el que habían sido amantes. Habían estado a punto de forjar una relación rara y maravillosa, algo más allá de lo físico. Pero al final sus defensas internas se habían mantenido inexpugnables. Habían permanecido separados, sin alcanzar nunca la verdadera intimidad que Yuzu siempre había ansiado. Y, con todo, cabía la posibilidad de que eso fuera lo máximo a lo que podían aspirar.
«Más vale no saber», había dicho su padre. Ahora Yuzu empezaba a comprender a qué se refería.
—¿Qué ocurre? —susurró Yūya.
Yuzu esbozó una rápida sonrisa.
—Nada.
Pero Yūya no se dejó engañar.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Me... duele un poco la pierna —mintió ella.
Yūya la sujetó con más fuerza.
—Sentémonos un rato —propuso, y se la llevó de la pista de baile.
A la mañana siguiente, Yuzu despertó más tarde de lo habitual, cuando la luz del sol ya entraba a raudales en el dormitorio del condominio. Después de un estiramiento largo y tembloroso, se giró y parpadeó sorprendida al ver a Yūya durmiendo a su lado.
Hurgando entre sus recuerdos de la noche anterior, recordó que Yūya la había llevado a casa. Estaba alegremente achispada después de haber bebido demasiadas copas de champán. Él la había desvestido y acostado, y se había reído discretamente cuando ella trató de seducirle.
—Es tarde, Yuzu. Tienes que dormir.
—Me deseas —había protestado Yuzu —. ¿A que sí? Lo noto.
Le había aflojado el nudo de la corbata de seda y la había utilizado para bajarle la cabeza hacia la suya. Después de un beso abrasador, había logrado liberar la corbata del cuello de la camisa y se la había dado con un gesto triunfal.
—Haz algo perverso —sugirió —. Átame con esto. Te desafío —levantó la pierna sana y le envolvió con ella —. A menos que estés demasiado cansado.
—Estaría muerto antes que demasiado cansado para esto —repuso Yūya, y la mantuvo entretenida hasta bien entrada la noche.
Al parecer, después de todos aquellos esfuerzos placenteros, la tentación del sueño había vencido la norma que se había impuesto Yūya acerca de no dormir nunca toda la noche con una mujer.
Yuzu paseó su mirada por los miembros largos y fuertes, la lustrosa extensión de su espalda y sus hombros, el tentador desorden de sus cabellos. Su rostro parecía más joven mientras dormía, con la boca relajada y las espesas pestañas en forma de media luna agitándose ínfimamente mientras las imágenes de los sueños pasaban por su mente. Al ver una leve arruga formándose entre sus cejas, Yuzu no pudo evitar alargar la mano para alisársela con la delicada punta de un dedo.
Yūya despertó con un sonido tenue, desorientado y soñoliento.
—Yuzu —dijo con la voz enronquecida por el sueño.
Extendió un brazo para atraerla hacia sí. Ella se acurrucó contra él, acariciando con la nariz la ligera mata de pelo de su pecho.
Pero, al cabo de un momento, notó una sacudida de alarma que le recorrió todo el cuerpo.
—¿Qué-...? ¿Dónde-...? —Yūya levantó la cabeza, y se quedó sin aliento al reconocer el lugar donde se encontraba —. Dios mío.
Saltó de la cama como si estuviera en llamas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yuzu, sobresaltada por su reacción.
Yūya la miró con una expresión rayana en el horror que a ella le pareció muy poco lisonjera.
—No he regresado a casa esta noche. He dormido aquí.
—Tranquilízate. Renfield está en la residencia canina. Reira está con Zarc y Ray. No hay nada de qué preocuparte.
Pero Yūya había empezado a recoger su ropa esparcida.
—¿Por qué has dejado que me durmiera?
—Yo también me he quedado dormida —repuso Yuzu a la defensiva —. Y de todos modos no te hubiera despertado: estabas rendido, y no me importa compartir mi cama, así que...
—A mí sí me importa —replicó Yūya abruptamente —. Yo no hago esto. No me quedo hasta la mañana siguiente.
—¿Acaso eres un vampiro? No pasa nada, Yūya. No significa nada.
Pero él no la escuchaba. Llevó su ropa al cuarto de baño y, al cabo de un momento, Yuzu oyó el agua de la ducha corriendo.
.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro