23
Yūya se quedó mirándola tanto rato, y con una expresión tan atónita, que Yuzu empezó a sentirse un poco indignada.
—Parece como si acabaras de tragarte una pastilla para la lombriz del corazón de Renfield —dijo.
Yūya apartó la mirada y se pasó una mano por el pelo, con lo que algunos mechones oscuros se le pusieron de punta. Entonces empezó a pasearse por la habitación con pasos agitados.
—Hoy no es un buen día para bromear con eso.
—¿Con la medicación del perro?
—Con el sexo.
Yūya pronunció esta palabra como si fuera una blasfemia.
—No bromeaba.
—No podemos tener sexo.
—¿Por qué no?
—Ya conoces los motivos.
—Esos motivos ya no sirven —repuso Yuzu muy seria —. Porque he estado pensando en ello, y... por favor, deja de moverte. ¿Quieres sentarte a mi lado?
Yūya se acercó con cautela y se sentó sobre la mesilla, frente a ella. Apoyando los antebrazos sobre las rodillas separadas, la miró a la altura de los ojos.
—Ya conozco tus reglas —dijo Yuzu —. Nada de compromisos. Nada de celos. Ningún futuro. Lo único que intercambiamos son flujos corporales, no sentimientos.
—Sí —admitió Yūya —. Esas son las reglas. Y no estoy cumpliendo ninguna de ellas contigo.
Yuzu frunció el ceño.
—No hace mucho me dijiste que si quería tener sexo por despecho, lo harías conmigo.
—No tenía ninguna intención de pasar por eso. No eres la clase de mujer capaz de mantener una amistad con privilegios.
—Sí lo soy.
—No lo eres tanto, Yuzu —Yūya se levantó y empezó a pasearse de nuevo—. Al principio dirás que te sientes cómoda con el sexo informal, pero eso no durará mucho.
—¿Y si te prometo que no me lo tomaré en serio?
—Lo harás de todos modos.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque mi tipo de relación solo funciona cuando ambas personas son igual de superficiales. Yo soy muy superficial, pero tú desequilibrarías toda la situación.
—Yūya, he tenido mala suerte con las relaciones. Créeme, no hay ningún hombre en la tierra sin el cual no pueda vivir, tú incluido. Pero esta mañana, cuando estábamos arriba juntos... ha sido la mejor sensación que he conocido en mucho tiempo. Y si estoy dispuesta a intentarlo a tu manera, no entiendo qué inconveniente puedes tener.
Yūya se había detenido en el centro del salón. La miró con desconcertado enojo, habiéndose quedado visiblemente sin argumentos.
—No —dijo por fin.
Ella arqueó las cejas.
—¿Es ese un "no" definitivo, o un "no" mientras me lo pienso?
—Es un "no, ni hablar".
—Pero ¿cenarás con mis padres y conmigo mañana?
—Sí, puedo hacerlo.
Yuzu sacudió la cabeza, muda de asombro.
—Cenarás conmigo y con mis padres, ¿pero no quieres tener sexo conmigo?
—Tengo que comer —sentenció él.
.
—Hay una regla muy sencilla para superar las escaleras con muletas —explicó Yūya aquel mismo día, de pie detrás de Yuzu mientras se acercaba a los peldaños de acceso a la casa —. Arriba con la pierna buena, abajo con la mala. Cuando subas, apóyate siempre sobre la pierna sana. Cuando bajes, apóyate sobre la mala y las muletas.
Acababan de regresar de la consulta del médico, donde habían puesto un braguero a Yuzu. Como hasta entonces no había tenido que usar nunca muletas, Yuzu estaba descubriendo que resultaban mucho más difíciles de manejar de lo que había supuesto.
—Procura no cargar ningún peso sobre la pierna derecha —dijo Yūya, observando los vacilantes pasos de Yuzu —. Balancéala y da un salto con la izquierda.
—¿Cómo sabes tanto de eso? —preguntó Yuzu resoplando por el esfuerzo.
—Tuve una fractura de tobillo a los dieciséis años. Una lesión deportiva.
—¿De fútbol?
—Observación de pájaros.
Yuzu soltó una risita.
—La observación de pájaros no es un deporte.
—Estaba encaramado a un pino Oregón a seis metros de altura, tratando de ver un mérgulo jaspeado. Es una especie en peligro de extinción que anida en bosques antiguos. Naturalmente, trepaba sin material de escalada. Vi el polluelo de mérgulo y me emocioné tanto que resbalé y me caí. Me golpeé contra todas las ramas en la caída.
—Pobrecillo —dijo Yuzu —. Pero apuesto a que pensaste que había merecido la pena.
—Por supuesto que sí —Yūya la observó mientras avanzaba cojeando con las muletas —. Te llevaré el resto del camino. Ya practicarás más tarde.
—No, puedo subir los peldaños. Es un alivio poder moverme otra vez. Esto significa que mañana podré ir a mi estudio.
—Mañana, o pasado —matizó Yūya —. No te fuerces demasiado, o volverás a lesionarte la pierna.
La sonrisa de Yuzu se tornó socarrona. Le costaba trabajo interpretar su estado de ánimo. Desde que le había planteado su propuesta, Yūya había vuelto a tratarla con la amistad impersonal de los dos primeros días en You Show, pero no era exactamente igual. En determinados momentos le había sorprendido mirándola con preocupación e intimidad a la vez, y sabía por alguna razón que Yūya estaba pensando en lo que había ocurrido —o casi ocurrido — entre ellos esa mañana. Y estaba pensando en su afirmación de que se sentiría a gusto con una aventura sin ataduras. Yuzu sabía que, aunque no la había creído, quería hacerlo.
Para cuando Yuzu entró en la casa, estaba sudorosa y cansada, pero satisfecha. Acompañó a Yūya a la cocina, donde Reira merendaba tras regresar de la escuela y Zarc estaba sentado en el suelo con Renfield.
—Estás de pie —observó Zarc, mirando a Yuzu con una fugaz sonrisa—. Felicidades.
—Gracias —respondió ella riendo —. Da gusto poder moverse otra vez.
—¡Yuzu! —Reira se le acercó corriendo para admirar las muletas —. ¡Son geniales! ¿Puedo probarlas?
—No son para jugar, cariño —dijo Yūya, inclinándose para besar a su sobrina.
Ayudó a Yuzu a sentarse en un taburete a la mesa de madera y dejó las muletas apoyadas a su lado. Echó una mirada a Zarc, quien sujetaba a Renfield en el suelo y trataba de abrirle la boca con las manos enfundadas en unos gruesos guantes de jardinero.
—¿Qué estás haciendo con el perro?
—Trato de administrarle su tercera pastilla anticonvulsiva.
—Solo tiene que tomarse una.
—Lo que quería decir es que este es el tercer intento —Zarc miró al obstinado bulldog con el ceño fruncido —. Ha mordido la primera y me ha estornudado los polvos en la cara. La segunda vez le he abierto la boca con una cucharilla y le he introducido la pastilla. Ha conseguido escupir la tableta y comerse la cucharilla.
—Pero en realidad no se ha comido la cucharilla —intervino Reira —. La ha expulsado antes de tragársela.
Sacudiendo la cabeza, Yūya se dirigió hacia el frigorífico, sacó un pedazo de queso y se lo pasó a Zarc.
—Esconde la pastilla aquí dentro.
—Tiene intolerancia a la lactosa —objetó Zarc —. Le provoca gases.
—Confía en mí —repuso Yūya —, nadie se dará cuenta.
Con expresión escéptica, Zarc introdujo la cápsula en el cubo de queso y se lo ofreció a Renfield. El bulldog engulló el queso y salió con paso cansino de la cocina.
—¿Sabes qué? —dijo Reira a Yuzu, poniéndose en cuclillas para examinar el braguero —. Papá y Ray se casarán dentro de dos meses. ¡Y me llevarán de luna de miel con ellos!
—¿Por fin habéis puesto fecha? —preguntó Yūya a Zarc.
—Lo haremos a mediados de agosto. —Zarc fue al fregadero para lavarse las manos—. Ray quiere casarse en un transbordador.
—Bromeas —dijo Yūya.
—No —Zarc se secó las manos. Se volvió y explicó a Yuzu: —. Una gran parte de nuestro cortejo sucedió en la línea del transbordador de Domino City. Esto obligó a Ray a estar conmigo hasta que por fin se dio cuenta de mi atractivo magnético.
—Debió de ser un viaje muy largo —bromeó Yūya, y esquivó un puñetazo que Zarc fingió propinarle. Riendo, añadió: —. No me puedo creer que dejen celebrar una boda a bordo de uno de esos cacharros.
—Lo creas o no, no seremos los primeros. Pero la ceremonia no se celebrará en un transbordador en activo; hay uno antiguo, con una vista espléndida de la ciudad.
—Qué romántico —comentó Yuzu.
—Yo seré la dama de honor —dijo Reira —, y el tío Yūya será el padrino.
—¿De veras? —preguntó Yūya.
—¿Quién más tiene un repertorio tan amplio para el discurso de recepción? —interrogó Zarc. Sonrió a su hermano—. ¿Quieres ser mi padrino, Yūya? Después de todo lo que hemos pasado, ni siquiera se me ocurre otro candidato. De hecho, hasta casi me caes bien.
—Lo haré —declaró Yūya —. Pero solo si me prometes llevarte el perro cuando te traslades.
—Trato hecho.
Se dieron un breve abrazo con palmaditas en la espalda.
Cuando anochecía, Zarc y Reira se marcharon a recoger a Ray al trabajo para llevarla a cenar fuera.
—Que se diviertan —dijo Zarc cuando él y Reira salían cogidos de la mano —. No nos esperen, pues regresaremos tarde.
—¡Fiesta! —exclamó Reira antes de que se cerrara la puerta.
Yuzu y Yūya se quedaron solos. Yūya pasó un buen rato mirando en la dirección en la que se había marchado su hermano, absorto en sus cavilaciones. Luego miró a Yuzu, y algo cambió en su cara. El silencio se tornó eléctrico.
Sentada en un taburete a la mesa de la cocina, Yuzu preguntó despreocupadamente:
—¿Qué vamos a cenar?
—Bistec, patatas y ensalada.
—Suena estupendo. Déjame ayudar. ¿Quieres que corte verduras para la ensalada?
Yūya le trajo una tabla para cortar, un cuchillo de cocina y verduras crudas. Mientras Yuzu cortaba pepino y pimientos dulces, Yūya descorchó una botella de vino y sirvió dos copas.
—¿Hoy no utilizamos tarros de mermelada? —preguntó Yuzu con una falsa expresión melancólica cuando Yūya le pasó una copa de cristal llena de Cabernet oscuro y brillante.
—No para este vino —chocó su copa con la de Yuzu e hizo un brindis —. Por Zarc y Ray.
—¿Crees que a Yuto le molestará que seas tú el padrino? —preguntó Yuzu.
—En absoluto. Generalmente no tienen mucho que ver entre ellos.
—¿Debido a la diferencia de edad?
—Quizás en parte. Pero en realidad es más una cuestión de personalidad. Zarc es el típico hermano mayor. Cuando está preocupado por alguien, se vuelve autoritario y despótico, lo que saca a Yuto de sus casillas.
—¿Qué les dices cuando discuten?
—¿Te refieres a cuando no salgo huyendo en busca de protección? —preguntó Yūya con ironía—. Le digo a Zarc que no va a cambiar a Yuto ni a conseguir que deje de beber. Eso es cosa de Yuto. Y le he dicho a Yuto que, tarde o temprano, le llevaré a rehabilitación. No al tipo de rehabilitación con celebridades y tratamientos termales, sino a un establecimiento con alambradas electrificadas, donde te asignan un compañero de habitación que da miedo y te obligan a limpiarte el retrete.
—¿Crees que llegará hasta ese punto? ¿En el que podrías convencerle de que... busque ayuda en alguna parte?
Yūya negó con la cabeza.
—Creo que Yuto funcionará lo suficiente para evitar tener que pasar por eso —examinó el contenido de su copa de vino e hizo girar el líquido de color granate oscuro —. Él no quiere admitirlo, pero está enemistado con el mundo entero porque nuestra familia resultó tan jodidamente mal.
—Pero no parece que tú te sientas igual —observó Yuzu con voz queda —. Enemistado con el mundo, quiero decir.
Yūya se encogió de hombros y extravió la mirada.
—Yo lo tuve algo más fácil que él. Había una pareja de ancianos que vivían a un par de casas de la nuestra. Eran mi refugio. No tenían hijos, y yo iba a verles con frecuencia —sonrió al recordar el pasado—. El señor Tokomatsu me dejaba desmontar un viejo despertador y volver a montarlo, o me enseñaba a sustituir las cañerías de desagüe de la cocina. Martha era profesora. Me daba libros para leer, y a veces me ayudaba con los deberes.
—¿Aún viven?
—No, ambos murieron. Martha me dejó algún dinero para que pagara el depósito de esta casa. Le gustaba la idea de plantar un viñedo. Solía hacer vino de moras en una jarra grande. Era una bebida terriblemente dulzona.
Yūya guardó silencio, con la mirada nublada por los recuerdos.
Yuzu se dio cuenta de que trataba de establecer conexiones para ella, justificarse de una forma que no resultaba fácil. No era la clase de hombre que ponía excusas o se disculpaba por su manera de ser. Pero hasta cierto punto quería hacerle comprender la persona que había sido forjada por la implacable implosión de la relación de sus padres.
—El día que cumplí doce años —dijo Yūya al cabo de un rato — regresé a casa después de la escuela y me encontré con que mi hermana se había llevado a Yuto a alguna parte y Zarc había desaparecido. Mi madre estaba desvanecida sobre el sofá. Mi padre bebía directamente de la botella. A la hora de cenar empecé a sentir hambre, pero no había nada para comer. Fui a buscar a papá y finalmente le encontré sentado en su coche en el camino de entrada, gritando que iba a suicidarse. Entonces fui a casa de Chōjirō y Marthe y me quedé allí cosa de tres días.
—Debían de significar mucho para ti.
—Me salvaron la vida.
—¿Se lo dijiste alguna vez?
—No. Ya lo sabían.
Tras regresar al presente, Yūya miró a Yuzu con cautela. Ella sabía que le había contado más de lo que tenía intención, que no estaba seguro de por qué lo había hecho y que se arrepentía de ello.
—Vuelvo enseguida —anunció Yūya, y salió a poner los bistecs en una parrilla en la parte de atrás de la casa.
Mientras los bistécs se usaban en la parrilla y una fuente de patatas rojas en el horno, Yuzu habló a Yūya de sus padres y del reciente descubrimiento de que su padre ya había estado casado antes de hacerlo con su madre.
—¿Le preguntarás al respecto?
—Siento curiosidad —admitió Yuzu —, pero no sé si deseo oír las respuestas. Sé que quiere a mamá. Pero no me apetece que me diga que quiso a alguien más que a ella —pasó los dedos por la rayada superficie de la mesa —. Papá siempre ha estado distanciado de nosotras. Ha sido reservado. Creo que su primera esposa se quedó con una parte de su corazón que no ha podido entregar a nadie más después de que ella muriera. Creo que quedó irreparablemente herido, pero mamá le quiso de todos modos.
—Debe de ser duro competir con el recuerdo de alguien —observó Yūya.
—Sí. Pobre mamá —Yuzu hizo una mueca —. Siento que tengas que conocerles. No es justo para ti. Primero atendiendo a todos mis deseos y después teniendo que soportar una visita de mis padres.
—No pasa nada.
—Papá seguramente te caerá bien. Cuenta chistes de física que no entiende nadie.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo: «¿Por qué el pollo cruzó la carretera? Porque un pollo en reposo tiende a estar en reposo. Los pollos en movimiento tienden a cruzar la carretera.» —Yuzu puso los ojos en blanco cuando él se echó a reír —. Sabía que te parecería divertido. ¿Adónde crees que deberíamos ir a cenar?
—Al Duck Soup —contestó Yūya.
Era uno de los mejores restaurantes de Maiami, una taberna emparrada que ofrecía verduras locales y productos de su propio huerto, así como marisco fresco. En el vestíbulo había colgado un magnífico retrato de Groucho Marx.
—Me encanta ese lugar —dijo Yuzu —. Pero Yuri y yo cenamos con ellos allí una vez.
—¿Y qué importa eso?
Yuzu se encogió de hombros, sin saber muy bien por qué lo había mencionado.
Yūya la miró fijamente.
—No me preocupa que me comparen con Yuri.
Yuzi notó que se sonrojaba.
—No estaba pensando en eso —protestó con irritación.
Después de servir más vino, Yūya levantó su copa y dijo:
—Estos son mis principios. Si no te gustan, tengo otros.
Yuzu sonrió, reconociendo la cita de Groucho Marx.
—Beberé por eso —repuso, y alzó su copa.
Durante la cena hablaron de películas antiguas y descubrieron un gusto compartido por los clásicos en blanco y negro. Cuando Yuzu confesó que no había visto nunca Historias de Filadelfia, con Cary Grant y Katharine Hepburn, Yūya insistió en que tenía que verla.
—Es una comedia disparatada clásica. No puedes decir que te gustan las películas antiguas sin haberla visto.
—Es una pena que no podamos verla esta noche —se lamentó Yuzu.
—¿Por qué no podemos?
—¿La tienes en DVD?
—No, pero puedo descargarla.
—Pero eso tardará muchísimo.
Yūya puso cara de engreído.
—Tengo un acelerador de descargas que saca el máximo partido al envío de datos iniciando varias conexiones simultáneas de múltiples servidores. Cinco minutos, como mucho.
—A veces ocultas muy bien el cretino que llevas dentro —se maravilló Yuzu —. Y entonces aparece como un rayo.
Después de cenar fueron a la sala de estar a ver la película. Yuzu se dejó cautivar enseguida por la historia de la enojadiza y desalmada heredera, su gallardo ex marido y el cínico periodista encarnado por Jimmy Stewart. Los diálogos estaban repletos de un humor elegante y caprichoso, con todas las pausas y reacciones perfectamente sincronizadas.
Mientras las imágenes en blanco y negro parpadeaban en la pantalla, Yuzu se inclinó sobre el costado de Yūya, medio esperando que se opondría. La relajada velada que pasaban juntos, las tímidas confidencias, habían dado lugar a un clima de intimidad que Yūya quizá no querría estimular.
Pero él la rodeó con un brazo y le dejó recostar la cabeza contra su hombro. Yuzu suspiró, saboreando la firme calidez de su presencia junto a ella, el peso reconfortante de su brazo. A medida que su contacto hervía a fuego lento, se hacía difícil no tocarle, buscarle con las manos.
—No estás mirando la película —advirtió Yūya.
—Tú tampoco.
—¿En qué piensas?
En medio del silencio, el diálogo flotó como burbujas de champán.
«No puede ser otra cosa que amor, ¿verdad?»
«No, no puede ser.»
«¿Sería inconveniente?»
«Terriblemente.»
—Estaba pensando —dijo Yuzu — que no he probado nunca una relación en la que nadie promete nada. Me gusta esa regla. Porque si no haces promesas, no puedes romperlas.
—Hay otra regla de la que no te he hablado.
Su voz era cautelosa. Su respiración agitaba los pelos de la parte superior de la cabeza de Yuzu.
—¿Cuál es?
—Saber cuándo parar. Cuando alguno de los dos diga que ha llegado el momento de dejarlo, el otro tiene que aceptar. Sin argumentos ni discusiones.
Yuzu guardó silencio. Le dio un vuelco el estómago cuando cambió de posición en el sofá.
Yūya se volvió a mirarla, con la cabeza recortada sobre un fondo de imágenes fantasmales y parpadeantes. El sonido bajo de su voz hendió el torrente sordo de palabras e imágenes a su espalda.
—De todas las personas a las que nunca he querido hacer daño, Yuzu... tú eres la primera de la lista.
—Creo que eres el primer hombre que se ha preocupado alguna vez por eso —Yuzu se atrevió a alargar la mano y tocarle el costado del rostro, pasándole los dedos suavemente por la mejilla. Percibió la sutil contracción de la mandíbula, los enérgicos latidos del pulso bajo las yemas de sus dedos—. Démonos una oportunidad —susurró —. No me harás daño, Yūya. No lo permitiré.
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