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2

Nunca había revelado a nadie lo que era capaz de hacer con vidrio. A veces, cuando experimentaba emociones intensas, un trozo de cristal que había tocado se convertía en un ser vivo, o cuando menos en ilusiones extraordinariamente convincentes, siempre menudas, siempre efímeras. Yuzu se había esforzado por entender cómo y por qué ocurría, hasta que leyó una cita de Einstein: uno tenía que vivir como si todo fuera un milagro, o como si no existieran los milagros. Y entonces comprendió, que tanto si atribuía su don a un fenómeno de la física molecular como a la magia, ambas definiciones eran ciertas y las palabras ya no importaban.

La triste sonrisa de Yuzu se extinguió cuando vio desaparecer la mariposa.

Una mariposa simbolizaba la aceptación de cada fase nueva de la vida. Conservar la fe cuando todo alrededor cambiaba.

«Esta vez no», pensó, disgustada por su facultad y el aislamiento que imponía.

En el límite de su campo visual, vio un perro andando a la orilla del mar. Iba seguido por un desconocido de pelo bicolor, cuya viva mirada se posó en Yuzu.

Al verle, se sintió incomodada al instante. Tenía la constitución fornida de un hombre que se ganaba el sustento trabajando a la intemperie. Y algo en él transmitía la sensación de conocer bien las penalidades más duras de la vida. En otras circunstancias Yuzu quizás hubiera reaccionado de otro modo, pero no le importó encontrarse sola con él en una playa.

Se encaminó hacia el sendero que llevaba hasta lo alto del risco. Al mirar sobre el hombro se percató de que el hombre la seguía. Aquello le alteró los nervios. Cuando apresuró el paso, la punta de su zapatilla tropezó en el basalto erosionado por el viento. Se desequilibró hacia adelante y cayó al suelo, pero logró amortiguar el choque con las manos.

Yuzu, aturdida, trató de reponerse. Para cuando consiguió levantarse, el hombre ya la había alcanzado. Se volvió hacia él con un respingo, y su enmarañado cabello rosado le obstaculizó en parte la visión.

—Tranquilízate, ¿quieres? —dijo él secamente.

Yuzu se apartó el pelo de los ojos y le observó con cautela. Sus ojos emitían un vivo fulgor carmesí en un rostro ligeramente bronceado. Era apuesto, sexy, con el atractivo de un pendenciero. Si bien no aparentaba más de treinta años, tenía la cara curtida por la madurez de un hombre que había vivido lo suyo.

—Me estabas siguiendo —le espetó Yuzu.

—Yo no te seguía. Resulta que este es el único camino que lleva hasta la carretera, y querría regresar a mi camioneta antes de que descargue la tormenta. Así pues, si no te importa, sigue andando, o hazte a un lado.

Yuzu se apartó y le indicó con un gesto burlón que la precediera.

—No quisiera retrasarte.

El desconocido fijó la mirada en la mano de Yuzu, donde se habían formado unas manchas de sangre en las arrugas de los dedos. Se le había clavado el canto de una piedra en la parte superior de la palma al caer. El hombre frunció el ceño.

—Llevo un botiquín de primeros auxilios en la camioneta.

—No es nada —repuso Yuzu, aunque le dolía mucho la herida. Se limpió la sangre en los vaqueros —. Estoy bien.

—Aprieta la herida con la otra mano —le aconsejó el hombre. La observó y sus labios se tensaron —. Te acompañare por el sendero.

—¿Por qué?

—Por si vuelves a caerte.

—No voy a caerme.

—Es una cuesta empinada. Y, por lo que he visto, no parece que conozcas muy bien el terreno que pisas.

Yuzu soltó una carcajada incrédula.

—Eres muy-... Yo ni siquiera te conozco.

—Yūya Sakaki. No vivo muy lejos de aquí —se interrumpió un momento cuando un trueno amenazador retumbó en el cielo —. Más vale que nos movamos.

—Podrías mejorar tu manera de tratar a la gente —comentó Yuzu.

Pero no puso ningún reparo a que la acompañara por el accidentado sendero.

—Aguanta, Renfield —dijo Yūya al bulldog, que les seguía entre bufidos y resuellos.

—¿Vives todo el año en Maiami? —preguntó Yuzu.

—Sí. Nací y crecí aquí. ¿Y tú?

—Vine hace un par de años —y agregó sombríamente: —. Pero es posible que me marche pronto.

—¿Cambias de trabajo?

—No —si bien Yuzu solía ser reservada con su vida privada, un impulso temerario la llevó a añadir: —. Mi novio acaba de romper conmigo.

Yūya le dirigió una fugaz mirada de soslayo.

—¿Hoy?

—Hace cosa de una hora.

—¿Seguro que se ha terminado? Quizá solo ha sido una discusión.

—Estoy segura —afirmó Yuzu —. Me ha estado engañando.

—Entonces que le den morcilla.

—¿No vas a defenderle? —preguntó Yuzu cínicamente.

—¿Por qué iba a defender a un tipo así?

—Porque es un hombre, y al parecer los hombres no podéis evitar engañarnos. Forma parte de vuestra constitución. Un imperativo biológico.

—Y un cuerno. Un hombre no engaña. Si quieres ir detrás de otra persona, primero debes romper. Sin excepciones —siguieron andando por el sendero. Unas gruesas gotas de lluvia golpeaban el suelo cada vez con mayor insistencia—. Ya casi estamos —dijo Yūya —. ¿Todavía te sangra la mano?

Cautelosamente, Yuzu dejó de apretar con los dedos y echó un vistazo a la herida.

—Está parando.

—Si no se detiene pronto, quizá deberán ponerte un par de puntos de sutura.

Esto la hizo tropezar, y él la sujetó por el codo para impedir que se cayera. Viendo que había palidecido, preguntó:

—¿No te han puesto nunca puntos de sutura?

—No, y prefiero no empezar ahora. Tengo tripanofobia.

—¿Qué es eso? ¿Miedo a las agujas?

—Ajá. Te parece ridículo, ¿verdad?

Yūya negó con la cabeza y sus labios esbozaron una sonrisa.

—Yo tengo una fobia peor.

—¿Cuál?

—Es algo estrictamente confidencial.

— ¿A las arañas? —intentó adivinar ella—. ¿A las alturas? ¿A los payasos?

La sonrisa de Yūya se ensanchó un breve instante.

—Frío, frío.

Llegaron al desvío y él le soltó el codo. Se dirigió a una desvencijada camioneta azul, abrió la puerta y empezó a rebuscar dentro. El bulldog avanzó pesadamente hasta el lado del vehículo, se sentó y se puso a observarles entre la masa de pliegues y arrugas de su cara.

Yuzu esperó en las inmediaciones, observando a Yūya discretamente. Tenía un cuerpo delgado y fuerte bajo la descolorida camiseta de algodón, con los vaqueros algo caídos sobre las caderas. Los hombres de aquellos pagos tenían un aspecto especial, una dureza innata. El noroeste del Pacífico había sido poblado por exploradores, colonos y soldados que nunca sabían cuándo llegaría un barco con provisiones. Habían sobrevivido con lo que obtenían del océano y las montañas. Solo una amalgama especial de dureza y humor podía permitir a un hombre sobrevivir al hambre, el frío, la enfermedad, los ataques enemigos y los períodos de un aburrimiento casi mortal. Aún se podía ver en sus descendientes, hombres que vivían según las reglas de la naturaleza primero y las normas de la sociedad después.

—Debes decírmelo —insistió Yuzu —. No puedes decir que tienes una fobia peor que la mía y luego dejarme colgada.

Yūya sacó una caja blanca de plástico con una cruz roja pintada. Después de coger una gasa antiséptica del botiquín, rompió el envoltorio con los dientes.

—Acerca tu mano —dijo.

Yuzu vaciló antes de obedecer. La suave presión de la mano de Yūya fue electrizante y provocó una nítida impresión del calor y la fuerza de aquel cuerpo masculino tan próximo al suyo. Se le cortó la respiración cuando miró aquellos ojos carmesí intensos. Había hombres que poseían esa cualidad extra que podía dejar a una anonadada.

—Esto te escocerá —advirtió él mientras procedía a limpiar la herida con movimientos suaves.

Yuzu dejó escapar el aire entre los dientes al sentir el escozor del antiséptico.

Aguardó en silencio, preguntándose por qué un desconocido se tomaba tantas molestias por ella. Cuando él inclinó la cabeza sobre su mano, Yuzu contempló los espesos mechones de su pelo, que iban de verde hasta rojo.

—A pesar de todo, se te ve bastante entera —le oyó murmurar.

—¿Te refieres a mi mano, o a la ruptura?

—A la ruptura. Ahora mismo la mayoría de las mujeres estarían llorando.

—Todavía estoy conmocionada. La siguiente fase será llorar y mandar mensajes de texto indignados a todos mis conocidos. Y después vendrá la fase en la que querré restablecer la relación hasta que todos mis amigos empiecen a evitarme —Yuzu sabía que hablaba demasiado, pero no podía parar —. En la última fase, me haré un corte de pelo que no me favorecerá y me compraré un montón de zapatos caros que no me pondré jamás.

—En el caso de los chicos es mucho más sencillo —dijo Yūya —. Bebemos mucha cerveza, no nos afeitamos en días y nos compramos un aparato.

—¿Como una tostadora, quieres decir?

—No, algo que haga ruido. Como un cortacésped o una sierra de cadena. Es muy terapéutico.

Este comentario arrancó a Yuzu una breve sonrisa, a su pesar.

Debía regresar a casa y pensar en el hecho de que su vida era completamente distinta de cómo era cuando se había despertado aquella mañana. ¿Cómo podía volver al hogar que ella y Yuri habían creado juntos? No podía sentarse a la mesa de la cocina con la pata coja que ambos habían intentado arreglar en incontables ocasiones, ni escuchar el tictac del antiguo reloj de péndulo que Yuri le había regalado por su vigesimoquinto cumpleaños. Su cubertería era una colección de cucharas, cuchillos y tenedores desparejados de tiendas de antigüedades. Cubiertos con nombres maravillosos. Se habían deleitado en encontrar nuevos tesoros: un tenedor del rey Eduardo, una cuchara de Waltz of Spring. Ahora cada objeto de aquella casa se había convertido en la prueba de otra relación fracasada. ¿Cómo iba a afrontar aquella acumulación irrefutable?

Yūya le puso una tirita en la mano.

—No creo que tengan que ponerte puntos de sutura —dijo —. La hemorragia casi se ha parado —le retuvo la mano una fracción de segundo más tiempo del necesario antes de soltarla —. ¿Cómo te llamas?

Yuzu sacudió la cabeza, con la sombra de una sonrisa aún presente.

—No hasta que me digas cuál es tu fobia.

Él la miró. Ahora la lluvia caía más deprisa, y un tejido de gotitas resplandecía sobre su piel y le mojaba el pelo hasta hacer que los espesos mechones se oscurecieran y separaran.

—A la manteca de cacahuete —dijo.

—¿Por qué? —exclamó ella, confusa —. ¿Te provoca alergia?

Yūya negó con la cabeza.

—Es por la sensación pegajosa que me deja en el paladar.

Yuzu le dirigió una mirada escéptica.

—¿Es una fobia de verdad?

—Desde luego.

Yūya inclinó la cabeza y la observó con aquellos ojos tan llamativos. Ella comprendió que él esperaba saber su nombre.

—Yuzu —dijo.

—Yuzu  —la voz de Yūya adquirió un tono más dulce al preguntar —: ¿Quieres que vayamos a algún sitio a charlar? ¿Te apetece un café?

Yuzu se sorprendió de la intensidad de la tentación de aceptar, pero sabía que si iba a cualquier parte con aquel desconocido apuesto y corpulento, terminaría por llorar y quejarse de su patética vida sentimental. Como agradecimiento por su amabilidad, decidió ahorrárselo.

—Gracias, pero tengo que irme —respondió, sintiéndose desesperada y vencida.

—¿Te llevo a casa? Podría poner tu bici en la parte trasera de la camioneta.

A Yuzu se le obstruyó la garganta. Sacudió la cabeza y se alejó.

—Vivo al final de la carretera —dijo Yūya a su espalda—. En el viñedo de You Show. Ven a verme y descorcharé una botella de vino. Hablaremos de lo que quieras —se interrumpió—. Cuando quieras.

Yuzu le dirigió una sonrisa triste mientras lo miraba por encima del hombro.

—Gracias. Pero no puedo meterte en eso.

Llegó hasta su bicicleta, levantó el soporte y montó.

—¿Por qué no?

—El tipo que acaba de romper conmigo... era exactamente igual que tú, al principio. Encantador, y simpático. A todos les gusto al principio, pero siempre acabo así. Y ya no lo soporto.

Se alejó pedaleando bajo la lluvia, con las ruedas dejando surcos en el suelo que se reblandecía. Y, aunque sabía que él la observaba, no se permitió volver la vista atrás.

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