18
Él ya la había besado antes, pero esta vez era distinto. Era un beso de sueño despierto, la sensación de caerse sin poder agarrarse a nada. Yuzu cerró los ojos al panorama a través de las ventanas, el mar azul, el sol blanco. Los brazos de Yūya le rodearon la espalda y la sujetaron, mientras sus labios se pegaban en ángulos diversos y absorbían los tenues sonidos que le subían por la garganta. Se sintió débil, moldeándose contra su pecho, incapaz de unirse lo suficiente. Tras despegar su boca, Yūya la besó en el cuello, usando la lengua y la punta de los dientes mientras se dirigía hacia su hombro.
—No quiero hacerte daño —dijo Yūya contra su piel —. Yuzu, yo no-...
Ella buscó su boca a ciegas, le pasó los labios abiertos por la mandíbula recién afeitada hasta que Yūya se estremeció y volvió a besarla. Su boca se tornó más descarada, hurgando más a fondo hasta que Yuzu le agarró la espalda de la camiseta con manos temblorosas.
Yūya deslizó una mano por debajo del dobladillo de la camiseta, y Yuzu sintió unos dedos fríos y ásperos contra la piel ardiente de su costado. Le dolían los pechos bajo la fina tela, y se le endurecían los pezones esperando su contacto. Buscó a tientas su mano y la instó a subir.
—Por favor...
—No. Por el amor de Dios, Yuzu-...
Yūya se separó soltando un juramento en voz baja y le recompuso la camiseta. Después de obligarse a soltarla, se pasó las manos por el rostro como si despertara de un profundo sueño.
Cuando Yuzu volvió a extender los brazos hacia él, Yūya le cogió las muñecas en un acto reflejo y se las inmovilizó con las manos.
Yūya apartó la cara, mientras su garganta se ondulaba tragando saliva.
—Haz algo —murmuró —. O yo-...
Yuzu abrió los ojos como platos al darse cuenta de que Yūya se esforzaba por dominarse.
—¿Qué-... Qué quieres que haga?
Cuando Yūya consiguió responder, su voz había adquirido un tono irónico.
—Un poco de distracción no estaría mal.
Yuzu bajó los ojos hacia la tabla periódica que cubría el pecho de su camiseta.
—¿Dónde está el vidrio? —preguntó, tratando de leer los elementos químicos del revés.
—No está en la tabla periódica. El vidrio es un compuesto. Es básicamente sílice, que es..., mierda, no puedo pensar con claridad. Es Si02. Aquí... —tocó el Si, que estaba situado en la parte superior derecha del pecho de Yuzu —. Y aquí.
Rozó con la yema del pulgar la O en su costado izquierdo, cerca del pezón.
—El vidrio también tiene carbonato de sodio —observó ella.
—Creo que eso es... —Sam se detuvo, tratando de concentrarse —. Na2C03. —examinó la camiseta y sacudió la cabeza —. No puedo mostrarte el carbonato de sodio. Es terreno peligroso.
—¿Y óxido de calcio?
Los ojos de Yūya recorrieron la camiseta hasta encontrarlo. Volvió a negar con la cabeza.
—Te acostaría boca arriba en cinco segundos.
Ambos miraron hacia el estridente sonido metálico del timbre de la puerta, de estilo Victoriano.
Sam abandonó la cama con un gemido, moviéndose despacio.
—Cuando he dicho que no intentaría nada contigo... —abrió la puerta, se quedó de pie en el umbral e inspiró profundamente un par de veces —. Tenía previsto que fuera un acuerdo recíproco. A partir de ahora, manos fuera. ¿Entendido?
—Sí, pero ¿cómo vas a cuidar de mí si...?
—No me refería a mis manos —repuso Yūya —. Sino a las tuyas.
El timbre sonó dos veces más mientras Yūya bajaba las escaleras. Estaba atenazado por el calor y la excitación, lo cual le impedía pensar con claridad. Deseaba a Yuzu, quería cogerla despacio y mirarla a los ojos mientras se introducía en ella, y hacerlo durar horas.
Para cuando Yūya llegó a la puerta de la calle, su temperatura se había enfriado lo suficiente para permitirle pensar con claridad. Se encontró delante de su hermano Yuto, que parecía más furioso y subalimentado que de costumbre, con el cuerpo demacrado debajo de una ropa demasiado holgada. Era evidente que a Yuto no le sentaba nada bien el divorcio.
—¿Por qué has cerrado la jodida puerta? —inquirió Yuto.
—Hola, Yuto —dijo Yūya con brusquedad —, yo también me alegro de verte. ¿Dónde tienes la llave que te di?
—Está en mi otro llavero. Ya sabías que vendría ésta mañana... Si quieres que trabaje gratis en tu casa, lo menos que puedes hacer es dejar la puerta abierta.
—He tenido que pensar en un par de cosas además de esperar que aparecieras.
Yuto pasó por su lado, cargado con una vieja caja de herramientas metálica. Como de costumbre, se encaminó directamente hacia la cocina, donde se serviría una taza de café hirviendo, lo engulliría sin cumplidos y se dirigiría hacia la parte de la casa en la que estuviera faenando. Hasta entonces se había negado a aceptar dinero por sus esfuerzos, pese al hecho de que habría conseguido una fortuna haciendo el mismo trabajo para cualquier otro. Yuto era agente inmobiliario, pero había empezado como carpintero, y la calidad de su trabajo era impecable.
Yuto se había pasado horas en aquella casa, revistiendo paredes, reparando grietas en el yeso, restaurando molduras de madera y ferretería, poniendo suelos... A veces rehacía trabajos que Zarc o Yūya ya habían terminado, porque nadie podía equipararse a sus niveles de exigencia. La verdadera razón por la que Yuro estaba tan dispuesto a invertir tantas energías en la casa constituía un misterio para los demás Sakaki.
—Creo que es el concepto que tiene de un hobby relajante —había sugerido Zarc.
—Estoy completamente a favor —había respondido Yūya —, aunque solo sea porque mientras trabaja no bebe. Esta casa puede ser lo único que le impida destrozarse el hígado.
Ahora, al observar a su hermano menor mientras enfilaba el pasillo, Yūya pensó que empezaba a evidenciar los síntomas de la tensión y la bebida. La ex esposa de Yuto, Darcy, no había sido nunca lo que podía considerarse una mujer con instinto maternal, pero por lo menos le había convencido de que la sacara a cenar fuera un par de veces por semana. Yūya se preguntó cuándo era la última vez que Yuto había ingerido una comida completa.
—Yuto, ¿por qué no dejas que te fría un par de huevos antes de ponerte a trabajar?
—No tengo hambre. Solo quiero café.
—Está bien —Yūya le siguió —. Por cierto, te agradecería que hoy no hicieras demasiado ruido. Una amiga mía está aquí, y necesita descanso.
—Dile que se lleve la resaca a otra parte. Tengo que cortar cosas.
—Hazlo más adelante —sugirió Yūya —. Y no es ninguna resaca. Ayer tuvo un accidente.
Antes de que Yuto pudiera responder, volvió a sonar el timbre de la puerta.
—Debe de ser una de sus amigas —murmuró Yūya —. Intenta no hacer el capullo, Yuto.
Su hermano le dirigió una mirada elocuente y fue hacia la cocina.
Sacudiendo la cabeza, Yūya regresó a la puerta de la calle. La visitante tenía el cabello largo y oscuro, de curvas generosas, vestida con pantalones capri, calzada con botas sin tacón y con una blusa sin mangas abotonada y anudada a la cintura. Con su pecho abundante, sus grandes ojos rosado oscuro y su espesa trenza cayendo hasta la altura de la cadera, parecía una estrella de cine de las de antes, o quizá una corista de Busby Berkeley.
—Me llamo Ruri Kurosaki —se presentó jovialmente —. He traído algunas cosas de Yuzu. ¿Es un buen momento para verla? Puedo volver más tarde...
—Ahora es un momento estupendo —Yūya le sonrió —. Pasa.
Ruri llevaba una enorme fuente de bollos que desprendían un delicioso aroma azucarado.
Cuando entraba, dio un traspié y Yūya extendió los brazos para sujetarla.
—Soy una torpe —declaró la mujer despreocupadamente, con un mechón oscuro colgándole sobre un ojo.
—Gracias a Dios que no te has desequilibrado del todo —dijo Yūya —. No me hubiera gustado tener que elegir entre salvarte a ti o los bollos.
Ella le pasó la fuente y le siguió hacia la cocina.
—¿Cómo está Yuzu?
—Mejor de lo que me esperaba. Ha pasado una buena noche, pero hoy tiene dolores. Sigue tomando calmantes.
—Eres muy amable cuidando de ella. Tanto Rin como yo te lo agradecemos.
Ruri movía su sugestivo cuerpo como pidiendo perdón, algo encorvada con los hombros caídos hacia delante. Era desconcertantemente tímida tratándose de una mujer provista de una belleza tan flagrante. Quizá fuera ese el problema: Yūya suponía que había recibido un montón de proposiciones patosas del tipo de hombres inadecuado.
Entraron en la espaciosa cocina, con su horno de esmalte empotrado en un hueco de baldosas color crema, armarios con puerta de cristal y el suelo de un tono avellana oscuro. La mirada embelesada de Ruri pasó de los altos techos envigados al enorme fregadero de esteatita. Pero abrió los ojos como platos y puso una cara inexpresiva cuando Yuto, que estaba manejando la cafetera, se volvió hacia ellos. Yūya se preguntó qué pensaría aquella mujer de su hermano, que parecía un demonio con resaca.
—Hola —dijo Ruri con voz apagada después de que Yūya les presentara.
Yuto respondió con un gesto hosco con la cabeza. Ninguno de los dos hizo ademán de estrecharse la mano. Ruri se dirigió a Yūya .
—¿No tendrás una bandeja en la que poner estos bollos?
—Está en un armario de esos, junto al frigorífico. Yuto, ¿puedes ayudarla mientras subo a buscar a Yuzu? —Yūya miró a Ruri —. Le preguntaré si quiere bajar al salón, o prefiere que subas a verla.
—De acuerdo —respondió Ruri, y se acercó a los armarios.
Yuto anduvo a grandes zancadas hasta la puerta justo cuando Yūya la alcanzaba. Bajó la voz.
—Tengo cosas que hacer. No puedo perder el tiempo charlando con Betty Boop.
A juzgar por la forma en que Ruri tensó los hombros, Yūya comprendió que había oído el comentario.
—Yuto... —dijo con voz queda —, ayúdala a encontrar la maldita bandeja.
Ruri localizó la bandeja con tapadera de vidrio en un armario, pero estaba demasiado arriba para poder alcanzarla. La miró con el ceño fruncido y se apartó el mechón que insistía en colgarle sobre un ojo. Notó que Yuto Sakaki se le acercaba por detrás, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
—Está ahí arriba —indicó, haciéndose a un lado.
Él cogió la bandeja con facilidad y la dejó sobre la encimera de granito. Era alto, pero huesudo, como si no hubiera comido como Dios manda en varias semanas. La sombra de crueldad en su rostro no restaba ningún valor a su disoluta gallardía. O tal vez no era crueldad, sino amargura. Era una cara que a muchas mujeres les parecería atractiva, pero a Ruri la ponía nerviosa.
Por supuesto, la mayoría de los hombres la ponían nerviosa.
Ruri creía que, una vez cumplida su misión, Yuto abandonaría la cocina. Desde luego, esperaba que lo hiciera. Pero él se quedó allí, con una mano apoyada en la encimera y su costoso reloj brillando a la luz que entraba a través de las ventanas.
Tratando de ignorarle, Ruri dejó la bandeja de vidrio junto a la fuente de bollos. Con cuidado, fue sacando todos los bollos y colocándolos en la bandeja. El aroma de bayas calientes, azúcar blanco y streusel con mantequilla ascendía en forma de corriente empalagosa. Oyó a Yuto inspirar profundamente, por dos veces.
Lanzándole una mirada precavida, reparó en las oscuras marcas en forma de media luna que tenía debajo de un par de ojos vivos de color azul grisáceo. Daba la impresión de no haber dormido en varios meses.
—Ya puedes irte —dijo Ruri —. No tienes que quedarte a charlar.
Yuto no se molestó en disculparse por su descortesía anterior.
—¿Qué has puesto ahí? —preguntó en un tono acusador, receloso.
Ruri estaba tan sorprendida que apenas podía hablar.
—Arándanos. Coge uno, si te apetece.
Yuto sacudió la cabeza y cogió su taza de café.
Ella no pudo evitar fijarse en el temblor de su mano; el oscuro líquido se estremecía dentro de la taza de porcelana. Ruri bajó los ojos al instante. ¿Qué podía hacer que la mano de un hombre temblara de ese modo? ¿Una enfermedad nerviosa? ¿El abuso de alcohol? En cualquier caso, la señal de debilidad en una persona físicamente imponente resultaba muchísimo más conmovedora de como lo habría sido en alguien de menor estatura.
Pese a la irritable conducta de su acompañante, el carácter compasivo de Ruri logró imponerse. Nunca había podido pasar junto a un niño llorando, un animal herido, una persona que parecía sola o hambrienta, sin intentar hacer algo para remediarlo. Sobre todo en el caso de una persona hambrienta, porque nada complacía más a Ruri que dar de comer a la gente. Le gustaba el manifiesto deleite que experimentaban los demás al probar un bocado delicioso, nutritivo y hecho con esmero.
Sin mediar palabra, Ruri dejó un bollo en el platito de Yuto mientras aún sostenía la taza. No le miró, sino que siguió llenando la bandeja. Aunque parecía muy probable que aquel hombre rechazara el regalo o hiciera algún comentario despectivo, guardó silencio.
En la periferia de su campo visual, Ruri le vio coger el bollo.
Él se marchó emitiendo un gruñido ronco, que ella interpretó como un adiós.
Yuto salió al porche de delante y se cercioró de dejar la puerta abierta. Llevaba el bollo en la mano, con el papel protector untuoso por los restos de mantequilla y la parte superior empedrada con streusel.
Se sentó en una tumbona con cojines y se encorvó sobre la comida como si alguien fuera a arrebatársela.
Últimamente le costaba trabajo comer. No tenía apetito, nada le tentaba, y cuando se las arreglaba para tomar un bocado y masticaba algo, se le comprimía la garganta hasta que se le hacía difícil tragar. Siempre tenía frío, andaba desesperado por el calor temporal del alcohol, y siempre necesitaba más del que su cuerpo podía tolerar. Ahora que se había consumado su divorcio, había numerosas mujeres que ofrecían cualquier clase de consuelo que pudiera desear, pero no le suscitaban interés alguno.
Pensó en la chica de la cocina, casi cómicamente hermosa, con sus ojos grandes y una boca perfecta en forma de arco... y debajo de su ropa cuidadosamente abrochada, las voluptuosas curvas que se asemejaban a una atracción de un parque. No era para nada su tipo.
Tan pronto como tomó un bocado de bollo, una mezcla salivosa de acidez y dulzor estuvo a punto de abrumarle. La textura era espesa y esponjosa a la vez. Lo consumió despacio, con todo su ser absorto en la experiencia. Era la primera vez que conseguía saborear algo, experimentar verdaderamente un sabor, en meses.
Lo terminó a mordiscos disciplinados, al mismo tiempo que le invadía una sensación de alivio. Las estrías de tensión de su rostro se relajaron. Juraría por su vida que Ruri había puesto algo en aquellos bollos, una sustancia ilegal, y le traía sin cuidado. Le proporcionaba una sensación limpia y agradable... La sensación de sumergirse en un baño caliente después de un día duro. Habían dejado de temblarle las manos.
Permaneció inmóvil durante un minuto, paladeando la sensación, pensando que persistiría al menos un ratito más. Cuando volvió a entrar en la casa, cogió su caja de herramientas y subió las escaleras hacia el desván con el sigilo de un gato. Tenía intención de conservar aquella buena sensación, estaba resuelto a no dejar que nada ni nadie la estropeara.
Por el camino se tropezó con Yūya, que llevaba en brazos a una joven pelirosada y delgada de grandes ojos azules. Vestía una bata, y tenía una pierna envuelta en una voluminosa tablilla.
—Yuto —dijo Yūya sin detenerse—, te presento a Yuzu.
—Hola —murmuró Yuto, también sin detenerse, y continuó hasta el desván de la tercera planta.
—¿Estás bien aquí? —preguntó Ruri a Yuzu una vez que Yūya las hubiera dejado solas para que hablaran.
Yuzu sonrió.
—La verdad es que sí. Como puedes ver —indicó con un gesto el gigantesco sofá de terciopelo verde, los cubitos de hielo que Yūya le había puesto alrededor de la pierna, la manta de color crema que le había echado sobre el regazo y el vaso de agua que había dejado a su lado —. Me cuidan muy bien.
—Yūya parece simpático —observó Ruri, con sus ojos rosados chispeando—. Tanto como dijo Rin. Creo que le gustas.
—A Yūya le gustan las mujeres —replicó Yuzu con ironía —. Y sí, es un chico estupendo —hizo una pausa antes de añadir tímidamente: —. Deberías salir con él.
—¿Yo? —Ruri sacudió la cabeza y le dirigió una mirada socarrona —. Entre ustedes dos hay algo.
—No lo hay. Ni lo habrá. Yūya es muy sincero, Ruri, y ha dejado bien claro que nunca se comprometerá permanentemente con una mujer. Y aunque resulta tentador soltarse y pasarlo bien con él... —Yuzu vaciló y redujo la voz a un susurro —. Es la peor clase de rompecorazones, Ruri... De los que son tan atractivos que pruebas de convencerte de que podrías cambiarles. Y después de todo lo que he pasado... No soy lo bastante fuerte para que vuelvan a hacerme daño tan pronto.
—Entiendo —la sonrisa de Ruri era afectuosa y compasiva —. Creo que es muy prudente por tu parte, Yuzu. A veces renunciar a algo que deseas es lo mejor que puedes hacer por ti misma.
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