14
Yuzu despertó por la mañana en un mar de confusión. La habían atormentado sueños que le habían dejado impresiones de cuerpos deslizándose, retorciéndose tensados por el placer..., de sí misma atrapada bajo el agradable peso de un hombre. Había estado soñando con Yūya, reconoció con vergonzante fastidio. Quizá fuera una buena señal: sin duda indicaba que había dado un paso adelante después de Yuri. Por otra parte, resultaba estúpido. Yūya era un tipo para el que cualquier relación era con toda seguridad un callejón sin salida.
Lo que necesitaba, decidió Yuzu, era ejercicio y aire fresco. Dejó la hostería, fue a su estudio y recogió su bicicleta y el casco. Hacía un día precioso, soleado y con algo de viento, idóneo para visitar una plantación de lavándula local y comprar un poco de jabón y gel de baño caseros.
Pedaleó pausadamente por el camino al lado opuesto de la costa de Maiami. Si bien no era la vía más transitada del lugar, disponía de un arcén bastante ancho para los ciclistas y ofrecía vistas deliciosas de huertos, pastos, charcas y bosques espesos. La placentera monotonía del paseo contribuyó a serenar sus pensamientos.
Consideró qué había sentido al ver a Yuri y Serena la víspera. Había sido un descubrimiento reconfortante comprobar que ya no sentía nada por él. El verdadero problema, la fuente de continua congoja, era su relación con Serena. Yuzu reconoció que necesitaba perdonarla de alguna manera por su propio bien. De lo contrario el dolor de la traición perseguiría a Yuzu como aquellos objetos más cercanos de lo que parecen en el retrovisor. Pero ¿y si Serena no manifestaba ningún arrepentimiento? ¿Cómo era posible perdonar a alguien que no lamentaba en absoluto lo que había hecho?
Al oír un coche que se acercaba, Yuzu tomó la precaución de circular por el borde exterior del arcén para dejar al conductor el mayor espacio posible, pero en los segundos siguientes percibió que el vehículo se le aproximaba demasiado deprisa, que sonaba directamente detrás de ella. Lanzó una mirada por encima del hombro. El coche, un sedán con forma de barca, se había salido del carril y se le echaba encima. Hubo un momento cegador en el que notó la corriente de aire del vehículo justo antes de chocar contra la parte trasera de su bicicleta. La escena se desparramó como una cajita de tarjetas de visita vuelta del revés. Se encontró en el aire, suspendida y patas arriba entre retazos de cielo, fragmentos de bosque, asfalto y metal, y entonces el suelo se le acercó a la velocidad de la luz.
Cuando abrió los ojos, lo primero en que pensó fue que era por la mañana, la hora de despertarse, pero no estaba en la cama. Estaba tendida en un suelo cubierto de hierbas que oscilaban. Un par de desconocidos se inclinaron sobre ella, un hombre y una mujer.
—No la muevas —advirtió la mujer, con un teléfono móvil en la oreja.
—Solo voy a quitarle el casco —repuso el hombre.
—Creo que no deberías hacerlo. Podría tener una lesión en la espina dorsal o algo así.
El hombre miró a Yuzu con preocupación mientras esta empezaba a moverse.
—Espera, cálmate. ¿Cómo te llamas?
—Yuzu —resolló ella, a la vez que trataba de desabrocharse la correa del casco.
—Aguarda, deja que te ayude a quitártelo.
—Hal, te he dicho que-... —empezó a decir la mujer.
—Creo que está bien. Mueve los brazos y las piernas —le desabrochó el casco y se lo quitó —. No, no intentes levantarte aún. Te has llevado un buen porrazo.
Inmóvil, Yuzu trató de evaluar los daños que presentaba su cuerpo. Tenía arañazos punzantes en el costado derecho, y sentía un dolor sordo en el hombro, además de una fuerte jaqueca, pero lo peor con diferencia era el estado de la pierna y el pie derechos, que le producían la sensación de estar ardiendo.
La mujer se inclinó sobre ella.
—Una ambulancia está en camino. ¿Quieres que llame a alguien?
Le castañeteaban los dientes. Cuanto más se esforzaba por reprimir los temblores, más empeoraban. Tenía frío, y unas gotitas de sudor helado le empapaban la ropa. Sentía en la nariz el olor salado y metálico a tierra y sangre.
—Despacio, despacio —dijo el hombre mientras Yuzu jadeaba con respiraciones superficiales —. Tiene las pupilas dilatadas.
—El shock.
La voz de la mujer parecía venir de muy lejos, seguida de un chisporroteo de parásitos.
A Yuzu se le ocurrió un nombre. Rin. El esfuerzo por reunir las sílabas fue como tratar de reunir hojas en medio de una tormenta. Oyó unos sonidos temblorosos que salían de sus labios. ¿Pronunciaba el nombre con la suficiente claridad?
—Está bien —dijo el hombre en un tono tranquilizador —. No intentes hablar.
Percibió más sonidos, vehículos deteniéndose al lado de la carretera, el resplandor de luces, el destello rojo de una ambulancia. Voces. Preguntas. El contacto vacilante de unas manos desconocidas sobre su cuerpo, una máscara de oxígeno colocada sobre la boca y la nariz, la punzada de una aguja intravenosa. Entonces todo se desvaneció y se encontró girando hacia la nada.
Yuzu recobró la conciencia en un rompecabezas que había que resolver antes de que pudiera encontrar algún sentido. Olores a látex, esparadrapo, alcohol isopropilo. Sonidos de voces, el traqueteo de las ruedas de un carrito o una camilla, el timbre de un teléfono, los pitidos serenos de un monitor de constantes vitales. Estaba desconcertada por la constatación de que hablaba como una actriz cuyas frases se hubieran doblado mal en una película, sílabas que no encajaban.
Llevaba una bata de hospital de algodón fino que no recordaba haberse puesto. Le habían introducido una aguja intravenosa en la parte superior de la mano y la habían sujetado con esparadrapo. De vez en cuando un técnico de urgencias o una enfermera entraban en el pequeño recinto con cortinas, cuyas ruedecillas corrían por el riel del techo produciendo un sonido parecido al de huevos batiéndose en un recipiente metálico.
Le habían inmovilizado la pierna y el tobillo derechos con una tablilla. Le llegaron vagos recuerdos de reconocimientos y radiografías. Aunque sabía la suerte que había tenido, lo mucho peor que habría podido ser el accidente, la depresión se extendió sobre ella como una manta asfixiante. Cuando giró la cabeza hacia un lado, la almohada que la sostenía hizo un crujido como de plástico. Una lágrima le resbaló por la mejilla y fue absorbida por la funda de la almohada.
—Toma —la enfermera le pasó un pañuelo de papel —. Eso es normal después de un accidente —dijo mientras Yuzu se secaba los ojos —. Seguramente lo harás a ratos durante los próximos días.
—Gracias —Yuzu sujetó el pañuelo en la palma de la mano —. ¿Puedes decirme qué me ocurre en la pierna?
—El doctor está examinando las radiografías. Pronto vendrá a hablar contigo —la mujer sonrió, con cara amable —. Entretanto, tienes una visita.
Descorrió la cortina y se detuvo en seco delante de alguien.
—¡Oh! Debías esperar en esa sala.
—Tengo que verla ahora —dijo la brusca voz de Rin.
Los labios de Yuzu esbozaron una sonrisa.
Rin irrumpió como una brisa fresca, con su coleta oscura oscilando y una presencia enérgica en la fría esterilidad del entorno del hospital. El alivio de tener la compañía de su amiga hizo que los ojos se le anegaran de lágrimas.
—Yuzu... —Justine se le acercó y enderezó con cuidado el lazo del tubo intravenoso —. Dios mío. Me da miedo abrazarte. ¿Cómo estás? ¿Te has roto algo?
Yuzu sacudió la cabeza.
—El doctor vendrá enseguida —alargó una mano para coger la de Rin y de su boca surgió un torrente de palabras —. Iba en bicicleta y me dieron un golpe de refilón. El coche giró bruscamente como si el conductor estuviera bebido. Creo que era una mujer. No sé por qué no paró. No sé dónde está mi bici, ni el bolso, ni el teléfono...
—Frena —Rin le apretó ligeramente la mano —. No era un conductor borracho, sino una anciana. Creyó que había golpeado una rama, pero se detuvo unos metros más adelante. Se alteró tanto cuando vio lo que había ocurrido que la pareja que te encontró temió que le diera un ataque al corazón.
—Pobre mujer —murmuró Yuzu.
—Tu bolso y tu teléfono están aquí. La bici está hecha polvo.
—Es una vieja Schwinn —dijo Yuzu, afligida —. De los años sesenta. Todas las piezas son originales.
—Una bicicleta puede sustituirse. Tú, no.
—Has sido muy amable viniendo —dijo Yuzu —. Sé lo atareada que estás.
—¿Bromeas? No hay nada más importante que tú o Ruri. Ella también quería venir, pero tenía que quedarse alguien en la hostería —Rin se detuvo —. Antes de que se me olvide, Yugo me encargó que te dijera que ya han averiguado qué le ocurre a tu coche. Tiene problemas de compresión de cilindros.
—¿Qué significa eso?
—Podría ser debido a una válvula de entrada, o un segmento de pistón defectuosos, un fallo en la junta de la culata... Yugo lo llevará al taller para que lo arreglen. No tiene idea de cuánto tardarán.
Yuzu sacudió la cabeza, agotada y desorientada.
—De todos modos, con la pierna lesionada, seguramente no podré conducir durante algún tiempo.
—Tienes una legión de moteros que te llevarán adonde tú quieras ir —Rin hizo una pausa —. Siempre y cuando no te importe montar en una D-Wheel.
Yuzu forzó una leve sonrisa.
El médico, un hombre de pelo gris, ojos afilados cubiertos por lentes y sonrisa afable, entró.
—Soy el doctor Reiji —anunció, acercándose a Yuzu —. ¿Me recuerdas?
—Más o menos —contestó dócilmente —. Me pidió que me tocara la nariz. Y quería saber mi apellido.
—Formaba parte de una prueba diagnóstica. Tienes una ligera conmoción cerebral, lo que significa que deberás descansar unos días. Y a la vista de las radiografías, eso no será ningún problema.
—¿Se refiere a mi pierna? ¿Está rota?
El doctor Reiji negó con la cabeza.
—De hecho, habría sido preferible una fractura limpia. Un hueso sana más fácilmente que un ligamento dañado.
—¿Es eso lo que tengo? ¿Un ligamento dañado?
—Tres ligamentos. Además de una fisura muy fina en la fíbula, que es el más pequeño de los dos huesos de la pantorrilla. Ni decir tiene que no podrás ponerte de pie durante los tres días siguientes.
—¿Ni siquiera puedo ir al baño?
—Eso es. Nada de peso sobre esa pierna. Mantenla levantada y en hielo. Esos ligamentos tardarán algún tiempo en curarse bien. Te mandaré a casa con instrucciones detalladas. Dentro de tres días deberás volver para ponerte un braguero y prestarte unas muletas.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Un mínimo de tres meses con el braguero.
—Dios mío.
Yuzu cerró los ojos.
—¿Tiene más lesiones? —oyó preguntar a Rin.
—Arañazos y moratones, nada grave. Lo importante es observarla por si se dan efectos secundarios de la conmoción: jaqueca, náuseas, confusión..., en cuyo caso habrá que ingresarla enseguida.
—Entiendo —dijo Rin.
Cuando el médico se hubo marchado, Yuzu abrió los ojos y vio a Rin frotándose la frente como si fuera un papel acolchado que intentara alisar.
—Oh —murmuró Yuzu, consternada —. Tú y Ruri ya tienen suficiente trabajo, ¿verdad? —durante los últimos días habían estado muy atareadas con los preparativos de un gran banquete de boda que se celebraría aquel fin de semana —. Es el peor momento posible para que les haga esto.
—No lo has hecho a propósito —replicó Rin —. Y tampoco existe el momento más oportuno para ser arrollado por un coche.
—Tengo que pensar qué hacer..., adonde ir...
—No te preocupes —dijo Rin con firmeza —. A partir de ahora vas a destinar cada gramo de tu energía a recuperarte. Nada de estrés. Yo decidiré qué hacer.
—Lo siento mucho —se disculpó Yuzu, sorbiendo por la nariz —. Soy un coñazo.
—Calla. Suénate —Rin cogió un pañuelo de papel y lo puso en la nariz de Yuzu como si fuera una niña —. Las amigas son el sostén de la vida. No nos dejaremos de lado, ¿vale?
Yuzu asintió.
Rin se enderezó y le sonrió.
—Estaré en la sala de espera, haciendo unas cuantas llamadas. No te vayas.
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