3. Evento canónico.
Los talles de la ropa deben ser tan exactos como una aguja de máquina de coser. Papá decía que coser es una de las delicadas cosas que hacen que podamos sentirnos bien con nosotros mismos, lo que nos da esa sutileza y delicadeza. El brillo.
Odiaba las cosas sin hacer. Detestaba la presión y las lentejuelas. Solía decir que un vestido sin brillo era tan sofisticado como un anillo sin diamante si se confeccionaba de la forma correcta. Mamá nunca juzgó su forma de coser. Ella siempre hacía los trazos y él siempre la seguía al pie de la letra. Claro, siempre y cuando no hubiera lentejuelas que poner. En ese caso, ella siempre ganaba.
El estudio de mis padres estaba en New York cerca del barrio chino. Vivimos ahí por casi media mitad de vida. Crecí viendo a grandes personas vestir de formas tan sofisticadas, aunque sólo fuera para un atardecer, esa era la parte buena de ir al centro. Los reflectores te hacían sentir tan viva como el smog de los autos al picarte la nariz. Todavía creo sentir esa sensación. Al regresar del colegio de señoritas y después del desayuno, si es que había terminado los deberes era que podía sentarme a una esquina del estudio con retazos viejos y coser blusas y camisas para mí. Mamá solía dejar retazos en un bote de color celeste y siempre ponía hilo nuevo para mí. Papá me enseñó a usar la máquina de coser, pero sin que mamá se enterase, porque de hacerlo se atragantaría. Mis diez años eran pocos para controlar el pedal, pero por una parte sé que mi padre siempre supo que mi cerebro era lo suficientemente listo como para aprender rápido.
—Escucha con atención el sonido de las agujas. Una tras otra como una metralleta, un paso en falso y la prenda estará arruinada.
—Pero siempre puedo quitar las costuras y...
—Eso Jamás Sofi—papá me miró a los ojos con tal determinación como la de un maestro con una alumna—Cada desperfecto siempre debe hacerse de nuevo, no enmendarse.
—No la asustes Teo. Claro que puede remendar—esa tarde la risa de mamá fue más espléndida que otros días—La harás una niña ansiosa.
Los ojos cafés de papá no me despegaron de vista.
—Claro que puedes, pero que puedas no significa que sea lo mejor—me paso un trozo de tela del mismo color y corrigió mis manos sobre la máquina—Debes ser perfeccionista, tenaz. Eso te ayudará en la vida. No solo a coser.
—Y también a coger el estrés siendo tan niña, ven aquí Sof—mamá se puso de pie y sus brazos me rodearon enseguida junto con el olor particular a lavanda con perfume de miel. Sus vestidos de manta de colores rosáceos eran mi paz. Su cabello rubio siempre lacio y peinado con ligeras capas de maquillaje en el rostro dejando ver una camilla de pecas por debajo, las mismas que tengo. Papá siempre vestía pantalones a tirantes y camisas plegadas con botines desabrochados que dejaban ver parte del pecho. Le gustaba usar el cabello rizado corto, pero tan alborotado como le fuera posible, jamás entenderé porqué Mamá lo detestaba.
—Olvida lo que dice papá, no todo siempre debe ser perfecto. Y eso también está bien.
Los ojos verdes de mamá observaron a papá quien rápido suspiró dándose por vencido a nuestras sonrisas, juntándose al momento tan íntimo que quedaría guardado en mi memoria. Papá siempre era frío fuera de la calidez de mamá, pero juntos eran imparables. Eran uno mismo, me atrevo a decir que jamás he visto esa conexión en nadie. Tal vez mamá se equivocaba de vez en cuando, todo en nosotros era Perfecto.
—¡Mierda!
Gruño al pinchar uno de mis dedos con la aguja de coser. La sangre aparece como punto entre la nada y rápido me llevo este a la boca en busca de aliviar el dolor palpitante. Definitivamente para coser a mano necesito poner más atención a lo que hago. Estoy tratando de que la tela de color blanco quede impecable al bordado que le estoy realizando de un rosa mexicano en forma de flores sin orden alguno con casquillos de brillos incrustados por la parte del pecho, pienso en que le gustará a Rebecca para su cumpleaños, a mí también me estaba gustando hasta que la mancha de sangre apareció de un entonces.
—¿Trabajo o placer?
Una voz me hace brincar. Rápido cierro los ojos tocándome el pecho asustado, el corazón se siente a casi salir una vez que cierro los ojos suspirando de golpe.
—O si tu trabajo te da placer, también lo entiendo.
—Dios, casi me infarto—los abro de golpe viendo al pelinegro frente a mi—Eres un demente, ¿cómo es que entraste?
Arruga el entrecejo señalando la puerta—Justo por ahí.
Me llevo las manos cubriéndome la cara.
—No puede ser.
—Si puede, de hecho, llevo más de cinco minutos aquí—observa el lugar—No me sorprendería que algún día alguien se haya robado algo de aquí, y tu no lo vieras.
Ruedo los ojos ahora viéndole verme—Ojalá se robaran algo. En este lugar ya no cabe ninguna alma, ni siquiera partida por la mitad—solo se queda ahí, observando a lo que carraspeó nerviosa tomando de nuevo la prenda que traía en las manos.
—Coses ropa...
—No, la diseño—le miró regalándole una ligera sonrisa cuando este hace lo mismo.
—Se ve muy bien.
Y por primera vez, mis ojos se fijan en la oscuridad de los suyos por un largo rato.
—Siento que te conozco de alguna parte—lejos de lo que esperaba, se encoge de hombros recargándose en la vitrina con sus brazos tonificados a través de esa playera verde césped.
—Tal vez, el pueblo no es muy grande. Hay una sola escuela para todos los grados, además de que hay pocos turistas, el mismo olor a hierbas en primavera y a musgo en invierno—chista—Estuve en ciertos concursos de oratoria de la secundaria.
Aplano los labios para no reírme. Aun así, no lo recuerdo.
—Y que declamaba, poesía de teléfonos viejos.
—Que lista—rueda los ojos, suspirando—En mi defensa era muy bueno y el único.
Elevó ambas cejas—Que sorpresa—le miró atenta—Pero de conocerte seguro te recordaría.
—Soy inolvidable, me lo han dicho.
—Seguro es porque el pueblo es chico—tomo el hilo rojo de la mesa—Nada más.
Hay silencio. De ese que es como una bofetada de calor a media tarde, del que se puede incomodar tanto que lograría hacerte enojar en un pestañeo, de ese que no me gusta.
—Tienes una vibra distinta.
Dice e inmediatamente una risa se me escapa—Si, como no.
Va a mencionar algo, pero la campanilla de la puerta resuena. Clientes. Me disculpo por lo bajo cuando la chica joven y su pareja me preguntan por un espejo detallado en metal dorado. Es elegante y lo suficientemente amplio como para verse las puntas de los pies y los cabellos, me dedico por un rato a darles detalles e ideas de cómo podrían ponerlo en casa o en su sala de estar, y mientras estos aceptan con una sonrisa amplia lo que acabo de venderles sin esfuerzo alguno, me giro hacia el mostrador, pero ya no hay nadie.
—Debes dejar de ser virgen de una buena vez.
Rebecca sonríe viendo unas sandalias con caritas felices enormes de fieltro. Estamos en el centro comercial, el único e inigualable rato para pensar del día. Ya ha bajado el calor, el cielo luce de un color naranja pastel con amarillo blanquecino, es como si fuera una foto de postal de no ser porque Rebecca no deja de hablarme sobre mas de diez razones por las cuales debo de aceptar salir en una cita doble con Charlie.
—No importa lo que me digas, no me voy a tirar a Charlie.
Rebecca voltea los ojos—Solo quiero salir con Brice, y si hacemos una cita doble eso podría resultar bien para ambas—toma una falda morada con un top azul—Que lindo.
—No lo creo—paseo mis ojos por el departamento de playa—Mi abuela seria capaz de cortarme los pies si se da cuenta de que voy a salir con un hombre solo por ti.
Se detiene de golpe, me observa juiciosa antes de señalarme.
—Tu abuela sería capaz de hacerlo sin que ni siquiera salgas conmigo. Ella te detesta.
—No me digas...—suspiró negando—Nunca lo he entendido, hago lo mejor que puedo para que no me odie tanto—paseo mis dedos por un suéter de lino—Y ni así funciona.
El cabello largo y negro de Rebecca me golpea la cara cuando se gira a verme otra vez.
—Una razón más para irte de su casa, ve a la universidad. Serás libre.
—Creo que prefiero ponerme un traje sastre. Esa ropa está horrible—arrugó el entrecejo viendo un pantalón color naranja chillón—Vaya moda de mierda.
Esta gruñe dejando un pantalón del mismo color naranja sobre este.
—Odio que sepas ropa, arruinas mis compras.
—Y por eso no quería venir. A parte no dejas de quererme emparejar con alguien que habla hasta por los codos y huele a loción de flor silvestre.
—¡Hugh! cállate.
—Si suena mal, imagínate olerlo.
Niega sin tema—Bueno, dimito—pone una mano entre ambas—Pero en mi defensa él es quien quiere estar cerca de ti. Nadie lo obliga.
—Tú eres quien me obliga a mí.
Dejamos de pelear o de hablar por fin sobre esa cita a la cual no iré. No se que es lo que pasa con la gente cuando estás soltera parece que su mente inmediatamente busca emparejarte con alguien, todavía más o igual de desafortunado que tú. E imagina tener que lidiar con ambas miserias, que fiasco. Ser fanática de los romances de época y del cortejo no quiere decir que tengamos que desear uno forzosamente, o por lo menos no en mi caso. Enfocar toda mi energía en cosas que no me la roben, ese es mi verdadero placer.
La tarde pasa más lenta de lo normal y necesito pensar en cómo llegaré con las telas e hilos nuevos que he comprado para que mi abuela no me haga mala cara al verme pasar con ellas por la puerta. Sé que una vez más, mi amiga tiene razón en que lo mejor que podría hacer es irme de aquí y por fin cerrar este ciclo con lo que sea que le para a la abuela cada vez que me ve, me respira y me habla. Mamá pocas veces me habló de ella, el tema jamás se tocaba y de hecho solo una vez me permitió hablar con el abuelo cuando tenía ocho años. Tal vez sería que Mary, la abuela, también quería hablar conmigo y el abuelo se robó toda la emoción, su voz lo delataba. En cambio, o ella permaneció muda o borré su conversación del disco duro que existe en mi cabeza.
—Deberías aprender a limpiar bien tu habitación antes de traer más cosas—me dice en cuanto subo las escaleras deteniéndose a la mitad. He visto la bolsa.
Trago saliva y pienso: —Mi cuarto siempre está recogido.
Le observo negar para seguir su camino hasta la cocina con la toalla en las manos. No voy a medio camino cuando el teléfono suena haciéndole vacilar. Volteo hacia la sala en espera de que alguien lo tome y me diga que es para mí. Pero no lo espero. Suelto las cosas dejándolas a medio camino corriendo hasta este torpemente soltando un gemido de cansancio para después tomarlo.
—¿Diga?
—Buenas noches.
Cierro los ojos chistando. Claro que sabía que era él.
—Ha, eres tú.
—Uf, suenas muy decepcionada.
Paseo mi dedo sobre la mesa que sostiene el anciano teléfono.
—Bueno, es que pensé que ibas a desaparecer como lo hiciste hoy—me muerdo la lengua al escuchar una ligera risa desde la otra línea.
—Tranquila, no robe nada.
Chisto sin ganas.
—Si, que desgracia—me siento en la silla a un lado de la mesita sin hacer ruido para no llamar la atención de las únicas dos personas que están en casa—Bueno, tengo preguntas.
—¿Sobre mí?
Asiento, pero inmediatamente me doy un golpe mental. Es claro que no puede verme.
—¿Cómo te llamas?
—¿Cómo te gustaría que me llamara?
Una sonrisa se me sale de entre los labios. Y ahora, agradezco que sea más que claro que no puede verme, así puedo hacer miles de gestos sin que sus ojos oscuros me penetren la mente cada que pueden. Como hoy antes de que desapareciera.
—Hagámoslo como en mujer bonita, tu ponme un nombre y ese seré—Suelta una risa seguido de la carcajada que acabo de soltar. No puede ser posible.
—Seguro tu nombre es terrible.
Chista seguido de un suspiro—Para tu información, mi nombre tiene mucho estilo Sof.
Sof, sof, sof.
—Daniel—suelto con las mejillas calientes, sin saber por qué—Así te llamarás.
—Pobre de tus hijos, que nombres tan feos.
—¡Oye! —me cubrí la boca de golpe viendo la cabeza blanca de mi abuela salir de entre la puerta de la cocina. Enseguida me hace una seña para que baje la voz, sin remedio asiento y prosigo—Debo irme.
No es como si debiera de hacerlo, pero no puedo acostumbrarme a estar pegada al teléfono por más de diez minutos con una plática que no me lleva hacia ninguna parte, además de que ya no tardamos en cenar. La abuela volverá a llamarme la atención hasta que por fin deba de cortar, así que prefiero fingir que tengo cosas por hacer.
—¿Qué crees que pase después de que morimos? —suelta de repente sacándome de mi sonrisa inadecuada—Digo, ¿crees en un más allá?
Me gustaría decirle que sí. Y terminar con esa llamada lo más rápido posible, pero lejos de lo que hubiera creído hacer. Pero no lo hago. Y simplemente carraspeó en busca de la voz que se había ido momentáneamente.
—Si tu pregunta es si creo que hay una vida después de la vida, si—soy un suspiro—O bueno, eso me ayuda a relajarme y dejar de pensar en lo malo de morir y de los millones de maneras de hacerlo.
Oigo una risita a soplo—Cierto, pero ¿no crees que haya algo más aparte de eso?
—¿Cómo reencarnar?
—Ajá, parecido.
Meneo los dedos entre el collar de perla que pende de mi cuello—Creo que puede que exista—entonces reparó—¿Te acaba de surgir de repente o porque lo preguntas?
—Creo que es por tu tienda vieja. Tienes muchos recuerdos de mucha gente ahí dentro ¿no te parece? Si lo piensas de forma fría, es escalofriante—dice haciéndome asentir, aunque claro, no puede verme—¿Hay algo a lo que le temas?
Desnudarse ante alguien me parece una mejor idea que desnudar el alma. Sería más fácil.
—¿Tú le temes a algo?
—Hum, interesante. Atacas con otra pregunta, chica lista—su tono me saca una ligera sonrisa. Le dejo unos segundos en la bocina hasta oír un suspiro—La soledad.
No me muevo, no chistó, ni sonrío. Entonces continúa:
—No logró asimilar el gusto de las personas por la soledad. El silencio, el estar solo contigo. Es abrumador—suspira—Aunque, también le tengo miedo a los peces espada.
—Oh por Dios—me cubro la boca ahogando una risa.
—Búrlate lo que quieras, en especial porqué creo que jamás he visto uno.
—Tienes que estar jugando una broma.
—Vamos, no seas mala. Es un miedo ficticio.
Sonrió sin poder imaginarlo—Te creo—suspiró una vez que la línea se quedó quieta, y sé que es mi turno—Yo tengo uno, le temo a la muerte.
—¿A la muerte en general, o a la acción de morir?
Ruedo los ojos.
—Dios, porque siempre tienes algo que preguntar.
—Debes desmenuzar algo mejor tu respuesta. Así como yo.
Las manos me sudan y tragar saliva me resulta refrescante en cuanto lo hago tomando un gran bocado de aire fresco con olor a madera vieja y a limpia pisos de lavanda.
—A la acción de morir, creo. El agonizar, el cómo moriré y dónde estaré después de...si, morir —siento un ligero temblor en el cuerpo. Otro silencio está en la línea, pero, por más que suene extraño, este no me presiona más a hablar. Es un silencio acogedor, cálido.
—¿Entonces si crees que hay otras vidas después de la muerte?
—Más vale que las haya—me froto la frente—He vivido con ese tema la mayor parte de mi vida, pensando en qué hay otro lugar a donde todos llegaremos y podremos vernos.
—¿Y tú vas a ver a alguien si lo hubiera?
Mis ojos fijos sobre la pintura fea de dos gaviotas que la abuela se negó a vender en la tienda hasta lograr meterla acá y hacer que la sala se vuelva más incómoda de ver junto con los demás cuadros sin chiste, pero justamente, me parece más interesante ahora. Los colores azules y blancos con rosa de las gaviotas me roban el tiempo en que me tomo para contestar a una pregunta que ni yo misma me había hecho aún después de casi cuatro años; ¿iré a verlos en un más allá, si es que existe?
—Yo...—tal vez pueda ver a mamá y papá—Yo, no lo sé—carraspeo—Pero debo irme.
Enseguida, este asiente y la línea, una vez más, se queda súbita.
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