Parte II - El Tango Inglés - Milonga sentimental
Cierto, poco podían saber los ingleses de estos ritmos secretos llenos de emoción entre sus rígidos modales. Sin embargo, Arthur conocía bien el tango; los escuchaba a hurtadillas a veces intentando sonsacarle el ritmo y así ser capaz de expresarse con su querida guitarra Green Special, para exorcizar de su cabeza la idea peregrina de adueñarse un poco más de Argentina (¡qué ironía!).
Sabía de sus letras melancólicas y esperanzadoras, denunciantes del mundo que las oprimían; sabía también que eran el latir de un corazón triste o el latir de dos corazones enamorados, envueltos en un lazo cargados de alegría y tragedia; irrompible, inmutable como una condena. Escuchó cada palabra cantada con el corazón sobresaltado.
¿A dónde iban? No se inquietó, sólo lució un poco más ansioso que antes. Apretó la mano de Martín y corrió junto a él.
Argentina se sintió complacido y consentido por sus hijos una vez más cuando ingresaron a la parte del Viejo San Telmo.
Con paciencia fue guiándolo en las calles ya atestadas con música y gente, que aplaudía y pedía más y más a aquellos jóvenes bailarines, sucesores de generaciones de seres que seguramente repitieron el mismo ritual una y otra vez. Martín lo sabia, no recordaba sus caras pero aquel sitio, ese rincón entre las calles de piedra e iluminado por cientos de farolas, podía jurar que tenía magia; no la magia de la que hablaba Luciano o en la que se envolvía con amor Sebastián. Era el amor de un crisol de razas, conjuntas todas, concentradas en las notas, en la letras, en la triste cadencia de las voces que las repetían una y otra vez en la historia y emocionaban en lo más hondo del estremecimiento humano.
¡Qué tenía que decir Martín entonces! era parte de él, lo redefinía y representaba como un todo; ese ritual no originario pero original en él, único y recelado junto con su hermano uruguayo que había ayudado a crearlo, regalándoselo en algún momento de sus existencias como ofrenda de amor y paz luego de la intensa guerra que habían tenido por él. Martín aceptó, y con ello toda la responsabilidad; como a quién se le otorga un hijo amado con la intensidad que los humanos tienen al criar sus retoños con celo y devoción.
Al abrirse lugar en el círculo de dos bailarines ya adultos, un hombre vestido de la época de lo 1920 y la mujer, una seductora morocha con una vestido sin espalda y una raja que llegaba hasta su cadera, se movían y contorsionaban con furia en los ritmos de un tango de salón que producía saltos coreográficos. La improvisada orquesta detrás tocaba con énfasis marcando con el acordeón, la guitarra y los violines de calle el compás. El publico sólo hacía exclamaciones de asombro ante la habilidad corporal hasta el último minuto de la melodía. Al finalizar, se invitó al público a participar. Todos se miraron nerviosos y Martín sonrió ampliamente, acercando a Arthur hacia adelante.
-Te dedico este...- dijo con simpleza, palmeándole el hombro y poniéndose en el centro, aplaudido y saludado por la joven que se ruborizó al verlo. Tras unas preguntas, Martín pidió al orquestista en voz baja una canción en particular y tomó cuadrante con la mujer. De repente el acordeón volvió a llorar mientras que el joven se enserió de una manera asombrosa y, acompañado de la actitud de la mujer, la empezó a guiar por el círculo formado entre la gente, que al reconocer la canción aplaudió.
En la mente del inglés, la melodía fue reconocida, uno de los tangos que había llegado a sus secretos intentos de tener a su ahijado a su lado. Ese ahijado que le dió un reojo y una sonrisa en cuanto sujetó a la muchacha contra sí.
Entonces, la voz de Gardel salió dentro de su mente.
Acaricia mi ensueño
el suave murmullo de tu suspirar;
como ríe la vida
si tus ojos negros me quieren mirar.
Y si es mío el amparo
de tu risa leve que es como un cantar,
ella aquieta la herida, todo, todo se olvida.
El día que me quieras, la rosa que engalana
se vestirá de fiesta con su mejor color
y al viento las campanas dirán que eres mía
y locas las fontanas se contarán su amor.
La noche que me quieras, desde el azul del cielo,
las estrellas celosas nos mirarán pasar,
y un rayo misterioso hará nido en tu pelo,
luciérnaga curiosa que verá que eres mi consuelo.
Cálido y terrible, pero siempre algo suave y dulce, como si el dolor se marchara o se quedara, al filo de un cuchillo engalanado por una voz potente y cargada de intensidad: Así siente Arthur los movimientos galantes de Martín, dedicándole cada vuelta de sus piernas, cada destello dulce de sus verdes pupilas. Era cierto, lo halagaba y al mismo tiempo le daba la impresión del que el sueño continuaba. Habían pasado tantas cosas que habían vivido una vida entera en menos de un día.
"Pero eres así, puedes sintetizar en unas horas lo que a mi me llevaría días entender o proyectar adecuadamente."
Martín parecía hacerle un cortejo de escalas inhumanas al inglés al mirarlo en cada giro. Sin poder evitarlo, mientras se movía mirando a la muchacha, susurraba la canción, haciéndola reír y ruborizarse mientras los pies parecían moverse por sí solos.
¡Ah, el canto! Martín supo desde pequeño que era algo que aliviaba el alma propia y ajena; desde que Antonio se lo había pedido de una vez siempre había cantado para reconfortarle el corazón a los viejos europeos.
Cuando se volvió un gustoso hábito, España le comenzó a bautizar "El zorzal". En ese entonces, Inglaterra preguntaba por esa curiosa cualidad al verlo en el patio jugando y cantando melodías inventadas en su mente; muchas de las cuales después tomaron forma en el pueblo.
La prodigiosa voz que sus hijos luego heredaron con él; una costumbre que se volvió necesidad, envuelto en la magia de sus cuerdas vocales, magnífica manera de expresión de amor.
Desde entonces, jamás dejo de cantar, hasta que la tristeza mató su garganta por muchísimos años.
Hasta esa noche.
La gente notó que Martín estaba canturreando y lo acompañó en el estribillo, pero pronto el rubio impuso su voz, que enmudeció a mucho del público que empezó a aplaudirlo por aquella habilidad dual. Bailaba, se concentraba con seriedad y cantaba; con la muchacha enfrente ya incapaz de mantener la temple del baile, con la boca abierta y feliz de oír esa voz.
Al saberse dueño de la atención miró una vez más a Arthur y sonrió. Entonces, dando unos giros suaves más, termino la canción.
El día que me quieras
no habrá más que armonía;
será clara la aurora
y alegre el manantial;
traerá quieta la brisa
rumor de melodía
y nos darán las fuentes
su canto de cristal.
El día que me quieras
endulzará sus cuerdas el pájaro cantor;
florece la vida;
no existirá dolor.
Dos giros más, el contrapunto y aplausos rabiosos cuando la chica quedó sobre sus muslos a un respiro de su rostros, ambos serios, enfrentados y congelados un segundo mientras los instrumentos terminaban los acordes. Ambos bailarines se separaron, saludaron, agradecieron al público y Hernández miró feliz a Kirkland, satisfecho con su travesura.
- Tú... estás a punto de tocar los límites -le advirtió el inglés, sonriéndole con malicia.
Fue perfecto escucharlo cantar otra vez, tras tantos años.
Muchas veces intentó reavivarle las ganas de elevar la voz y llenar de alegría a su tierra deslizando sus ensoñaciones mediante la inspiración de sus músicos ingleses, grupos y solistas a lo largo del tiempo sin éxito. Las canciones llegaron a Martín pero él continuó sombrío, su voz vuelta un recuerdo en la cabeza de los pocos que lo habían oído alguna vez.
"Sólo necesitaba la emoción y el contexto adecuados" se dijo con una alegre frustración e, irónicamente, ese empujoncito final acabó dándolo el mismo, ahora sin ninguna intención.
Martín se acercó a él y Arthur le tomó la mano otra vez, sin sonrojarse o mostrarse inquieto. No, ahora estaba orgulloso de que la gente le contemplase...
... pues había conquistado al sol.
Argentina entonces saludó a la gente que lo felicitó con el ego renovado. Era como si en ese lugar llenaran de combustible aquella caja de tanque que era su torpe corazón, impulsivo y soberbio. Con ese orgullo y esa sonrisa, caminaron algunas cuadras hasta que la música se convirtió en una agradable compañía ambiente.
Martín volteó, tomando ambas manos de Arthur cuando supo que no había nadie mirándolos.
- Quiero cantarte. Me volvieron las ganas esta noche y, por temor a que todo esto sea un sueño loco y que me quede sin voz mañana, lo voy a hacer hoy -rió- y vas a ser mi víctima... -se acercó jalándolo de las manos contra él, pegándolo al pecho, acercándose al oído- Ahora quiero darte una... ¿Cómo decirlo? Función privada. Y cantarte, cantarte mucho. Tengo tantos tangos para vos, pero ya elegí el mejor de ellos.
- Que cantes para mí toda esta noche es lo menos que espero de nuestro encuentro -le dijo sin maldad-. Me siento halagado de ser quién despierte en tí estas cosas que tanta falta estaban haciéndote -rozó sus labios otra vez-. No sé si yo seré tu víctima, Martín, tal vez las cosas no se den así.. por lo pronto, quiero que comiences a regalarme otra vez con tus virtudes, añoro las caricias de tu voz, como antaño, cuando llenabas el atardecer de amor para Antonio y para mí -le dijo permitiendo que los cuerpos sigan juntos.
Ahora mismo el Imperio pugna por salir y tomar lo que sabe es suyo, pero Arthur se tranquiliza; "Martín irá a su ritmo esta noche... Aunque si se tarda mucho más no seré capaz de asegurar mi paciencia".
- Sorpréndeme, Argentina. A cambio te entregaré la luz de mi propia cuna -le dijo, su voz enronquecida. El tigre asoma a sus ojos, llenando de picardía la forma en que vuelven a sentirse.
Algo en el cuerpo de Hernández le advirtió prudencia. Prudencia, orden de levantar las barreras ante la invasión inminente, miedo. Algo que hacía que lo empuje, que se alejara para siempre y mandase a capturar a Kirkland, al viejo pirata.
En un parpadeo remata ese reflejo, ese miedo instintivo que le había inculcado Alfred sobre esa persona.
"No se trata de dar y recibir. No estoy demandándote nada y no tenés el derecho de demandarme nada tampoco" pensó mientras lo condujo en silencio barrio adentro, hacia el pequeño rincón que tenía en ese lugar favorito "Voy a cantarte porque quiero cantarte. Y cada paso que das conmigo hoy es porque lo querés sin exigencias. Así es la tregua, Arthur. Sin negociación posible."
-Cantaré- afirmó encontrando las llaves en el bolsillo, abriendo el portón del edificio que parecía reciclado y conservado en sus antiguas estructuras. Lo hizo pasar y abrió la puerta el pasillo, un viejo ascensor que olía a aceite y metal viejo; en buenas condiciones, pero con los efectos de un viejo ascensor inglés, con sus rejas y sus botones de bronce. Subieron lentamente hasta que un ruido seco les anunció que había llegado al último piso - Bueno, aquí estamos...
Al encender las luces todo estaba impecable, como si lo hubiera usado el día anterior. Muebles antiguos, renovados de maderas oscuras y firmes, brocados de principios de siglo que combinaban perfectamente con el paisaje exterior histórico. Abrió las ventanas y la música se escuchó clara.
- Todo San Telmo se ve desde esta cúpula, vení -lo llamó y lo tomó de la mano, poniéndolo frente a la ventana y haciéndole notar que desde esa altura no sólo la música llegaba perfectamente, sino que veían a lo lejos el río, Puerto Madero y sus torres luminosas-, es la vista más hermosa de esta ciudad... -y al hacerlo girar veía toda la infinidad de edificios que se perdían en la noche del otro lado, y más allá-. Es lindo ¿no? Estuve muchos años acá, amando la soledad y absorbiendo la melancolía del tango que me despertaba, cuando nadie podía consolarme y sentía que nadie me entendía. Cuando empecé a aislarme -dijo con un dejo melancólico-
>>Quise traer a Jones acá, pero el jamás lo quiso; nunca le gustó. Y claro, ¿Qué iba a decirle? -sonrió con sorna-. Entonces acá lugubraba cómo mierda iba a hacer para hacer mis deseos según las instrucciones de Estados Unidos, dejando a mis hermanos a un lado, porque ellos ya sabrían salir solos. Tenían que esperarme cuando yo estuviera en la cima, y les tendería la mano como cuando grité mi Independencia en el continente. Como un héroe- los ojos brillaron con algo de pena una vez más, mirando hacia otro lado-. Pero no hice más que alejarlos, aislarme, como parecía ser el fin último de este asunto y cuando me di cuenta... siempre volví solo acá, abandonado por mi propia culpa... -le tocó la mejilla.
>>Y ahora estas vos acá, como si todos estos años no hubieran pasado -no dejaba de acariciarlo, perdido en sus ojos- ¿Por qué esperaste tanto en hacerlo?, ¿por qué no te impusiste y viniste a abrirme los ojos antes? Podría enojarme con vos ahora por eso, pero no puedo, no después de todo lo que me diste hoy que... mierda, fueron tantas cosas, minutos condensados en años de disputas y planteos -Se acercó un poco- Y acá estamos en medio de un barrio bajo, bailando tango en la calle y a punto de cantarte. ¡Qué locura Kirkland, me hacés cometer estas cosas contrario a cualquier sentido común! ¿Pero sabés algo? No me importa media mierda... nada.
- No importa cuántas veces digas esa frase -le comentó su compañero mirándolo con serenidad-, seguiré amándola, siempre será mi favorita.
Había escuchado las palabras de Martín, evaluando cada una de sus reacciones; sobretodo cuando habló de Alfred, de las cosas que había hecho con él.
"¿Por qué no dejas de mencionarlo con esa nostalgia?" se preguntó con curiosidad "¿Te duele por tí o por tus hijos?".
Estados Unidos sí que sabe hacer su trabajo, metiéndose en las cabezas de los demás hasta que no existe espacio para otra cosa. Este pensamiento le desvió un poco del placer que experimenta al estar allí, frente a ese paisaje lleno de silenciosa magia, junto con la persona que más echó de menos alguna vez.
- Hay tiempo para cada cosa y tu tenías que adquirir algunas experiencias para ser capaz de apreciar mis acciones, evaluar mis palabras con la entereza necesaria para aceptarlas o rechazarlas de la forma más natural posible. Por eso no vine antes, Martín; simplemente no era mi tiempo de aparecer y aunque lo hubiese intentado, no te habrías atrevido a dejarme terminar las explicaciones antes de que nos enredáramos en una pelea más cruel que la anterior -sus ojos verdes destellaron expresando la curiosidad -¿Estás enamorado de Alfred? percibo que este rincón es para tí un santuario. Sino le amaras no habrías intentado traerlo hasta acá -se explicó con su lógica manera de ver las cosas.
Martin parpadeó; ya no había deseo en esos ojos, siquiera seguridad de conquistarlo todo, de satisfacción ganada. Arthur le pareció más humano que nunca.
Estaba celoso. Terriblemente celoso.
- Fueron once años. Alfred sabe ser... comprador -admitió mirando hacia la ventana, apoyándose en ella-. Compartimos muchas cosas, quizás... demasiadas para mi gusto- sus ojos se perdieron en el paisaje- Lo traje hasta acá, como decís vos, mi santuario - sonrió despacio-, pero por un motivo que nunca quise entender, quizás vanidad o negación extranjera, acepto jamás entrar. Cuando lo rechazó me enojé mucho con él y recuerdo que no le hablé por casi dos meses. Luego volvió pidiéndome perdón y... bueno. Pasaron los años, me absorbió y cuando quise saberlo él era la única Nación que frecuentaba sin ser por cuestiones laborales. Perdí mis vínculos y él lo poseyó todo, monopolizándome justo como sus hijos hicieron con los hijos de todos nosotros. Imponiéndose, dejando sus huellas.
>>¿Si lo amé? Quizás, en algún momento me sentí enamorado. Pero el negarse a entregar su corazón en esos lugares, en estos lugares, me dejó con el alma inquieta y extrañada. Ahora entiendo el por qué nunca entró en ninguno; porque él... no quería más de mí que lo que ya tomó -bajó la cabeza sin mirar a Inglaterra.
Cerró los ojos con fuerza e impotencia, cayendo en cuenta de que él si le había amado y el otro solamente había hecho algo que luego usó y tomó a gusto.
Inglaterra, en cambio sintió algo de culpa, pensando la verdadera razón de todo aquellos. No. Martín ha sufrido suficiente.
- Es lo que encierra la peligrosa dependencia. Mas nada de que lo que pueda decirte ahora consolará tu corazón. Cambiemos el tema -propuso-. Hace unos momentos me dijiste que habías escogido una canción para mí. Debo confesarte que los tangos son irreproducibles en mi guitarra, recuerdo que pase varias rabias intentando sacar las notas o componer algo decente, más nada salió -sonrió como si de verdad fuera una cosa tonta y obvia-, no había caído en la cuenta de que la música que produce esta tierra va más allá de simple diversión; es el alma en su estado más puro, de cada uno de ustedes. En cambio nosotros todo lo hemos ido reduciendo un poco a la mecánica. Es fácil para mí tocar un solo de Slash, por ejemplo, pero jamás podría reproducir un tango, si lo consiguiera dudo mucho que abandone la masa informe de un par de notas, considerándolo con seriedad.
>>De hecho, estaba seguro de que los tangos reproducían tu situación conmigo: precioso y ávido, quieres aprender, permitiéndote apenas contemplar la perfección de sus formas mientras se burlan de tí con amplias sonrisas. Después de todo, eso fue lo que cada uno de ustedes hizo con los europeos: escapar de nosotros y cada día, reírse en nuestras caras de alguna forma nueva - miró a la ciudad otra vez-. Y adoro esa cualidad, porque nos obligan a rejuvenecer, buscando formas de responder sus gestos cada vez.
- Me halaga enormemente que hayas intentado sacarlas entre tus cuerdas -dijo mirándolo con atención, a pesar de que el otro miraba hacia afuera. Agradecido por haberle quitado el áspero tema de la cabeza. Sonrió entonces pícaramente- El tango no es una melodía fácil, es rebelde, irrespetuosa e irreverente, como su cuna de origen -agregó riendo-. No se deja hacer fácil, no le gusta estar lejos de su lugar. Además el bandoneón es complicado de imitar con la guitarra...
Se puso al lado del otro, hombro con hombro, contemplando la noche y las luces en silencio un segundo.
- Cada cosa que surge de este continente tiene ese dejo de insolencia en diferentes matices. Y es algo que no va a cambiar... -le aseguró, bajando a su oído-. Hay cosas que pase lo que pase, no cambian, padrino.
Cuando Arthur volteó a verlo, Martín tenía sus prados brillantes con un sol que salía de la piel misma, de su cabello; algo que escapaba a la penumbra de la noche, de la luz tenue de la habitación y del exterior. Entonces lo tomó de los brazos despacio, envolviéndolo hasta tomarlo del talle, para llevarlo con él en un suave vaivén, en intenciones de bailar. No le haría danzar rabiosamente porque no sabía las habilidades del otro, pero quería retribuírle todo lo que había hecho por él en el pasado lejano.
Para demostrarle que había cosas que, efectivamente, no cambiaban.
"Late un corazón,
déjalo latir...
Miente mi soñar,
déjame mentir...
Late un corazón
porque he de verte
nuevamente,
miente mi soñar
porque regresas lentamente."
Inglaterra se dejó llevar, agradecido de espantar a Alfred de la conversación. La canción era conocida pero sonaba diferente en los labios de Martín; como si se la hubiera compuesto especialmente a él.
Arthur volvió a mirarlo, descubriendo esos detalles a los que jamás le había puesto atención antes: el brillo algo atenuado de sus ojos, el tono templado de su voz mucho más grave de lo que fue en los años que cantaba todavía para él. El corazón más afilado, preciso, sutil y al mismo tiempo certero.
Martin rió un segundo entre la siguiente estrofa haciéndolo girar de golpe, elevándolo casi por los aires, sacándole un dejo de sorpresa y una risa suave; pero retomó rápidamente la canción, sin perder la cadencia ni el ritmo mental de su cabeza.
Ahijado y padrino estaban jugando una vez mas. Soñando a quererse.
"Late un corazón...
me parece verte regresar con el adiós.
Y al volver gritarás tu horror,
el ayer, el dolor, la nostalgia,
pero al fin bajarás la voz
y atarás tu ansiedad de distancias.
Y sabrás por qué late un corazón
al decir... ¡Qué feliz!...
Y un compás, y un compás de amor
unirá para siempre el adiós."*
Compartieron en complicidad las travesuras como siempre lo han hecho, sin siquiera tener que decirse los pasos a seguir. Martín lo maniobraba con fluidez; acostumbrado, probablemente, por todos los hijos a los que ha transmitido esta maravillosa tradición. Y como tributo a ese instante feliz, Kirkland le siguió el paso con cierta torpeza, cuando en otras circunstancias simplemente hubiera desdeñado la oferta.
Sólo a su ahijado permitía tales atribuciones.
Los ojos de Hernández brillaron impresionados, formalizando la postura, tomándolo de la cintura y elevándole una mano, guiando sus pasos en un compás sencillo. Así lo condujo por la habitación girando muy despacio, concentrado en no hacerle perder el entusiasmo de bailar... ¡Bailar!
¡El Gran Imperio Británico bailando tango argentino!
Satisfecho lo giró con más pasos marcados; un punto, un contrapunto, chocando la frente con la de él, asimilando la postura original.
"Ya verás, amor,
qué feliz serás...
¿Oyes el compás?
Es el corazón.
El mundo latía con fuerza renovada entre ambos, y todo dejó de existir en un segundo.
Los pies, el ritmo... Todo fue uno con el vibrar de sus almas.
Ya verás qué dulces
son las horas del regreso,
ya verás qué dulces los reproches y los besos.
Una promesa lejana hecha realidad. Una vuelta, un regreso. Martín giró, mareado, sin aire. Mariposas en el estómago, de la misma manera que cuando vio a Manuel a los ojos la primera vez; cuando abrazó la libertad...
... Cuando aquel padrino, cómplice incondicional de su infancia, lo escondió bajo el mantel de la mesa de té, protegiéndolo en sus travesuras de Antonio.
¿Y los reproches? Existían los conflictos, las verdades de la historia. Victoria, si, ella jamás estaba ausente de ellos dos. No importaba el motivo, su fin y su presente, Martín la amaría hasta el final de los tiempos y la recuperaría... o al menos, la haría libre.
"¡¡Ya verás, amor!!
qué felices horas al compás del corazón."
Y entonces, podría amar a ese hombre.
Ese hombre al que besó con intensidad apenas terminó la canción.
El mundo se detuvo, se apagó el ruido de la calle, el movimiento del viento también se paralizó por un momento. Porque esto no se trataba simplemente de cantar, reír y llenarse de besos, era algo todavía más importante: Eran dos Naciones enemistadas por siglos entendiéndose con una mirada, no pidiéndose perdón, pero sí aceptando la existencia del otro y abrazando la idea de que desean sostener la mano ajena, para acompañarse por un tiempo o para siempre.
Arthur habría vendido su alma al diablo y con ello arrastrado a sus hijos al infierno si alguien le hubiese prometido una perfección semejante en los gestos, en los tiempos llenos de esas emociones. Escribió cientos de canciones describiendo este instante, llorándolo a través de las cuerdas de Green ante la impotencia de redimir el mal causado. El perdón no le importaba ahora. Simplemente deseaba quedarse en la eternidad sin reconsiderar, sin derecho ni a pensar.
Cuando los labios se separaron, Arthur sintió los latidos de sus corazones casi al unísono. El rubio más joven sonrió solícito; cientos de idiomas que traslucía la otra mirada suavizada por la sorpresa, el desconcierto, la incertidumbre y el amor que estaba siendo desenterrado luego de muchos años.
¿Era correcto hacer esto? ¿Qué pasaría mañana, cuando cada uno regresara a su lugar? Estallaría el conflicto del todo, se revelaría una nueva faceta, Victoria tomaría una determinación. Ambos iban a cambiar, lo sabía, ya habían cambiado para siempre; y aún así tenía que volver a ver los ojos zafiro, los ojos grises de su hermana, los de sus hermanos.
Y la razón de sus disgustos, el motor de sus odios inacabables y tan frecuentes, había unido sus labios con los de él y...
... le importaba muy poco todo.
Se separó despacio, tomando a Arthur de los hombros suavemente y conduciéndolo al borde de la cama, sentándolo en ella. Como si fuese un ritual dio unos pasos hacia atrás quitándose la campera, las zapatillas y el cinturón. Lo miró un segundo, y entonces se sacó la polera para quedarse sólo con los jeans puestos, mostrándose frente al otro, diciendo todo con el gesto, más allá de la escena en sí misma.
Se acercó unos pasos y quedó delante de él, guiándole las manos hacia el borde de la cintura del jean, mirándolo con atención.
"Acá estoy".
Y el Imperio Británico tembló.
Era como darle la pistola para ver si salía la bala que le arrebataría la vida con un destello.
"¿Vas a jugar el juego, apostándote mucho más que la cordura?" le preguntó una voz en su cabeza.
La sonrisa ávida y seductora que lo hacía quien era afloró en los labios. Miró a Argentina a los ojos y se puso de pie, su nariz atrapando los aromas apenas saboreados por la tarde, mientras las manos se movían a través de las telas liberándolas de los botones y los cierres, simples estorbos que cedieron con un suave tremor a sus manos ágiles y bien preparadas para manejar la situación.
"Hoy las cosas van a girar en trescientos sesenta grados. No puede ser de otra manera"
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