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Parte II: El Tango Ingles - Lágrimas en Buenos Aires

La gente apenas reparaba en Martín. Con la apariencia totalmente desfachatada en comparación a hacía una hora, se sentía satisfecho con el disfraz que lo simulaba entre la gente; sobre todo en los que tenían "su" edad, compartiendo la jovialidad que él mismo les había dado.

Amaba su viejo jean gris oscuro, su campera, la polera de cuello alto blanca y las zapatillas negras que combinaban con el gastado cinturón. Era su apariencia más cómoda e informal; le gustaba la sensación de las manos en los bolsillos apretados mientras las mejillas recibían el viento impiadoso que se formaba en las angostas calles de aquel, uno de sus barrios mas hermosos y predilectos.

De todas las noches que amaba de ese lugar, despegándolo del mundo y del dolor, esa sería especial: Noche de Milonga. Bares abiertos, música callejera, bailarines desfilando ante los entusiasmados turistas hasta que saliera el sol. La vida nocturna a su modo, cuando Argentina mostraba con orgullo sus más conocidos apodos, la Hija de París (algo que nunca había podido corregir, pero al final se terminó acostumbrando); y la Ciudad que Nunca Duerme (que evidenciaban las muy pocas horas que Martín dormía de noche... y ponían en evidencia sus siestas eternas). Sus epítetos favoritos y que seguían arrancándole suspiros a aquel loco de Francia, quien en algún momento de la historia le impartió la arista que necesitó para que con Sebastián crearan esa maravillosa, triste, y tan sentida música rioplatense.

Suspiró de gozo y vagó como un loco por todos los rincones que conocía bien, fumando y tomando cerveza de botella junto con grupos que veía al pasar.

Nadie entendía la belleza del tango; nadie más que su primo uruguayo y él mismo. Había intentado explicarle el encanto a Daniel, a Luciano, a Miguel, a su querido Manuel y a todos los demás. Todos supieron apreciar su existencia con gratitud, pero como lo hacían con el resto de las cosas. No entendían la esencia. No.

El tango era mas que una melodía, una canción lacónica, un llanto hecho música: era el mismísimo lamento del alma, cuando está desnuda frente al mundo y chilla su lengua original. Entonces, las notas surgen y el bandoneón se arrastra.

Del mismo modo, Alfred no hacía más que verlo como una peculiaridad latina tanto como el merengue, la samba o el candomble. Nada especial; y eso lo había ofendido un poco, por eso le parecía mejor no haberlo llevado más ahí.

Pero sabia de alguien que sí estaría a gusto en esos lugares, que seguramente hacía casi un siglo no había vuelto a pisar.

Y ese alguien le llamó.

Sentando en la vereda con cigarrillo en mano, mirando de costado la plaza pública rodeada de casas de antigüedades, tapó el auricular del celular chato para disminuir el sonido ambiente.

-Err... ¿Hola? ¡Hola!

-¿... Hello? -¡Cuánto ruido! Inseguro aún frente a este armatoste del infierno, Arthur siguió hablando. No podía, no debía ser más complicado que un teléfono común y corriente- ¿Martín? -inquirió en español, todavía algo rudo por el acento.

Martín se levanto de la vereda, regalándole la cerveza a dos artesanos que tenía a su lado, palmeándoles el hombro y guiñándoles un ojo. Se alejó y llegó a la otra esquina donde no había tantos bares abiertos.

- ¡Arthur! ¡qué bueno que me llamás! -inquirió algo expectante.

- Antes que nada, no necesitas disculparte. Si te disculpas, me disculparé y tú no quieres ver eso -le dijo con su sentido del humor tan raro-. Me apresuré lo más que pude y voy lo más informal que me permite mi código de etiqueta, espero no desentonar -añadió con ligera timidez.

Argentina sonrió con amplitud, llamando la atención de los que lo veían al pasar; como si le hubieran dicho que había ganado la lotería.

-¡Buenísimo!- exclamó entusiasmado- Te espero en la Plaza de San Telmo, en el hotel te sabrán decir cuál es. Estaré sentado en la banca que da a la calle y... -se miró- tengo campera y pantalones de jean oscuros, para que no me confundas. Es que parezco un pendejo más, la verdad -los tintes sonaban con jolgorio, contagiado por el entusiasmo de la gente que pasaba y reía a lo lejos-. O campera o jeans, elegí una de dos, ¡O los dos! -rió levemente ante el bufido del otro lado- Te espero, dale. ¡Boludo, te vas a re cop--! Er... digo, va a gustarte mucho. Hoy es una noche especialmente linda.

- Martín, ya voy en el automóvil -le dijo, riéndose un poco -Llevo unos jeans de color negro y una polera gris, nada muy del otro planeta, no me puse una chaqueta porque tengo bastante calor -añadió conversacionalmente-. De verdad creo que voy vestido algo extraño, llevaba ropa más formal pero el chofer me mandó a cambiar porque conoce el barrio y me explicó que parecía un viejo algo ridículo -Miró al hombre que manejaba por el retrovisor mientras este asentía con la cabeza-. Llegaré a donde dices en menos de tres minutos, así que por favor, no me esperes sentado, te notas más de pie -

¡Claro que se nota un rubio alto en cualquier lado!

-¿Me vas a hacer correr a estas horas de la noche? Bueno, pondré a prueba mi resistencia -dijo, cortándole con algo de prisa, yendo hacia el lado contrario de esa plaza. En las veredas cortas y en bajada, corrió sobre las calles que aún mantenían las piedras coloniales; esas donde habían quedado los ecos de las ruedas gigantes de las carretas.

Cuando llegó a la plaza, un parque enorme iluminado por una feria en su parte superior, se topó con gente desperdigada bajo las luces, casi todos de jóvenes tocando la guitarra, fumando o tomando mate; charlando, gritándose y cantando.

Se detuvo y se sostuvo las rodillas, riendo entre sus bocanadas de aire, sin creer su buen humor en ese momento.

Mientras, Arthur lo había hallado en la bajada a través de la ventanilla y le pidió al chofer que se detuviera en ese lugar para alcanzarlo. El auto paró con parsimonia y se bajó con rapidez acomodándose un poco la ropa, planchándola con las manos.

Si, había dicho polera gris y jeans. Pero... los jeans estaban algo ajustados para la moda imperante.

"Siento que estoy haciendo el ridículo... otra vez" se dijo cuando notó las miradas ajenas posadas en partes de su anatomía que no recordaba poseer. "Desgraciadamente salir a comprar ropa a estas horas se complica un tanto" se resignó a la idea y avanzó hacia Martín que ahora le daba la espalda, buscándolo por otro lado.

Se sentía algo extraño pero también familiar; claro que en esa época Martín medía mucho menos y Arthur era una criatura que si vestía a la moda.

Cuando Martín sintió la presencia tras él, volteó sonriéndole; mas se detuvo mirándole con atención la ropa, repasándolo con los ojos. La sonrisa fue más amplia. ¡No recordaba que detrás de las ropas de siempre Arthur tuviera un cuerpo tan agradable!. Nunca lo había apreciado porque claramente las condiciones eran totalmente diferentes. Rió mentalmente por eso.

- Vaya, va a ser difícil sacarte de acá...- susurró acercándose para darle un leve abrazo, ocultando sus mejillas rosadas y lo mucho que le había impactado esa apariencia- No quiero importunarte, pero estás como muy a la moda- rió a carcajadas al girar a su alrededor- Muy lindo, debo decir. Va a ser toda una contienda cuando empiecen a buscarte... -le burló ante su caras.

- ¿"Buscarme"? -se sintió todavía más incómodo-, sé defenderme bien; aunque no es para eso que salí hoy debo admitir que me siento incómodo porque ni siquiera estoy seguro de si estás burlándote, halagándome o, derechamente, pretendiéndome -concluyó de manera directa y serena. Martín sonrió sin responderle y le palmeó el hombro.

- Vení, vamos a pasear un poco...

Al seguir a Argentina, Gran Bretaña pronto se olvidó de las miradas sobre su persona, de los comentarios en un español veloz que no entendió, de los ojos incidiosos y hasta de las miradas fulminantes que Martín daba a los que decían alguna grosería. Sin mover sus labios expandía su brazo alrededor del inglés y lo atraía a su lado, mostrándoles con quién estaba.

No, Inglaterra olvidó todo eso, y se absorvió por lo que tuvo ante sus ojos.

Los paisajes habían cambiado en menos de cien años; la gente no era la misma, las calles conservaban apenas el empedrado que era nuevo la última vez que puso los pies en ese lugar, apartentemente en el único barrio que tenía aún sus fachadas originales. En la medida que se alejaban del barrio, la modernidad comió sus remembranzas con amargura al ver los reemplazos, los edificios apretados, las calles asfaltadas, señalizadas.

Mas al cruzar la gigantesca avenida Leandro N. Alem, hubo algo que ni siquiera la apariencia actual pudo apartarle de su memoria.

El paseo de Puerto Madero.

Cuando entendió a dónde iban, Arthur se sintió contento. Ese lugar sólo traía buenos, imperturbables recuerdos: un pequeño niño, rubio como él, brillante y astuto, haciéndole pucheros para que el carruaje apresurara el paso; la sonrisa dulce y divertida del Imperio que se había abstraído por fin de sus guerras, de Portugal y de España, para escaparse a un mundo nuevo y suave, guiado por aquel chiquillo lleno de impaciencia y de sol.

Miró de reojo al hombre adulto a su lado, con su andar seguro. No había cambiado en nada.

Martín señalaba hacia todos lados, entusiasmado, marcándole donde el tango sonaba más fuerte de aquel lado, porque la Ciudad Autónoma de Buenos Aires había decidido transformar esa noche todos los barrios. Le hizo mirar a los bailarines callejeros, los cantobares con artistas del Bajo Fondo y en los restaurantes más elegantes, recordándole al inglés que el tango de salón que conocía el mundo se diferenciaba del verdadero tango nacido de los puertos; sucio e impúdico como sus insinuaciones entre hombres malevos, deliberándose entre la lujuria y la muerte.

Más allá le hizo ver las luces de las farolas que conservaban sus posiciones desde que, en la misma escena, Argentina arrastraba de la mano insistentemente a su gran padrino europeo para luego ser regañado por ir a esos lugares sucios, llenos de ratas y de prostitutas de mala muerte según la boca de Antonio que, dicho sea de paso, tenía toda la razón del mundo.

La zona portuaria era testigo de las migraciones, pero también de la pestilencia y el abandono; allí, entre los escombros de la pobreza, había nacido el espíritu que después evolucionó en las danzas desafiantes entre hombres y los acordeones hasta convertirse en un género reconocido como Patrimonio Cultural de la Humanidad.

La evolución de las cosas, ¡Así se sucedía el destino del mundo!

Martín canturreaba las canciones al pasar y mencionaba cuál era la diferencia histórica entre ellos y cómo se bailaban. Con seguridad de sus pasos, guió a Arthur allí donde donde los pies del inglés se hicieron más ligeros y ansiosos, para adentrarse al paseo de las luces y los primeros restaurantes internacionales. Al lado del río, la baranda y la larga cintura asfáltica se perdía en el horizonte, delimitando la única parte original que había quedado de aquel impúdico lugar, convirtiéndose en una de las zonas más caras de Buenos Aires.

- ¿Te acordás, no?- preguntó el argentino, mirándolo un segundo. Llegaron a la baranda y dejaron que el viento del río les revolviera los cabellos- Me parece tan loco que estás acá conmigo en este momento...

- Se siente muy bien -el aire en sus mejillas, erizándole la piel expuesta- Por supuesto que recuerdo estos paseos, tus pucheros, la gente que siempre comentaba que habías salido más hermoso y galante que yo -se rió apoyándose de espaldas en el barandal para mirar a Martín a los ojos, alegre -. Era entonces un atractivo y peligroso sitio, como hoy es vibrante, lleno de vida, con moda y belleza por doquier. Y siempre creí que no volvería a ver tus tierras, Hernández, que tendría que aguantarme las ganas de poner los pies acá sino era con un casco o un chaleco antibalas. ¿Puedes ver a tu gente? -cambió el tema, señalando a los transeúntes despreocupados-. Como te lo dije en la cena esta noche: son resilientes, bella propiedad humana. Incluso en estas circunstancias tan duras se dan el permiso de sonreír y disfrutar una velada especial -el brillo de sus ojos verdes se intensificó, enigmático-, tal como tú y yo.-

>>Siempre supe que no me odiabas, aunque dudé si algún día volveríamos a dirigirnos la palabra -concluyó, una expresión indefinible en la mirada.

Martín volteó a ver sobre su hombro cómo la gente iba y venía en el paseo, yéndose a diferentes destinos.

- Cuando salí y vagué como loco malo con los míos recordé tus palabras -miró hacia el río-. Es que estaba muy ahogado entre mi jefe, que estoy empezando a creer que es un completo inútil -dijo con algo de rabia, pero suspiró, nadie arruinaría su noche especial-. Casi vivo en la Rosadita -señaló con la cabeza el imponente edificio a unas tres cuadras, majestuoso, iluminado en sus tonos rosa viejo y con una gigantesca bandera ondeándose-, pero bueno, estaba tan ahogado en mi veneno que no veía otra solución que... Alfred -bajó la cabeza aún avergonzado-.

>>Che, mañana cuando despierte la gente estará muy enojada conmigo. Me di cuenta de varias cosas... bueno, no lo sé, tal vez... no quiero pensar. Ellos piensan por mi, ellos viven en mí por eso -dijo algo más confiado-. Pero es cierto, me he levantado de cosas duras; esta sin duda es la más difícil de todas pero... no tenía la palabra de nadie; todos en Latinoamérica estamos en situaciones similares. El único que anda más o menos bien es Chile porque es inteligente -lo miró de reojo, sonriente- Yo soy un pelotudo importante, y así siempre me van las cosas. Pero bue', qué se le va a hacer, así soy yo... -los ojos brillaron- y tu llegada fue tan impactante que aún no tengo sus efectos totales, pero no me importa ahora,... ¿Sabes por qué, padrino?- sonrió más- Porque a veces no hay que racionalizar las cosas. Pasan, y cuando son buenas hay que agradecerlas.

- Cierto -le concedió-. Las cosas buenas no hay que cuestionarlas porque se tornan una tragedia. Y me alegra sentir que estaba en lo correcto al tomar el riesgo de venir a verte y ofrecerte esa amistad que tanta falta estaba haciéndote -Sus ojos continuaron fijos en la gente justo frente a él, sin verlo -. Lo de Manuel es una cosa de tenacidad y ser desconfiado... es un personaje extraño pero ahí está, no muy arriba, no muy abajo, justo en donde tiene que estar.

>>Ahora que ya notaste las cosas sólo te queda cambiarlas, así que no seas demasiado severo contigo, Jones sabe cómo meterse en las cabezas ajenas y no salir -un dejo de amargura otra vez.

Es mejor no pensar en aquello ahora. Arruinará este frágil contacto.

>>Recuerdo que me hacías pataletas muy tuyas cuando me negaba a consentir tus caprichos, y que siempre estabas loco por que te consiguiera una manzana acaramelada -volvió su cara hacia el río, evadiendo el contacto visual con su ahijado- y te embarrabas la cara con el dulce, feliz por el hecho de que Antonio iba a regañarme otra vez, tus primeras travesuras dedicadas sólo a mí. Siempre fui severo contigo, pero te reías de mi enojo y seguías haciéndolo. Lo adoraba. Esa cualidad de saber exactamente cuándo desobedecer una orden para salirte con la tuya. Espero que no hayas perdido del todo aquella habilidad.

- ¿Acaso notaste un cambio? No me observaste bien en los últimos ciento noventa años, entonces -se burló de sí mismo reconociendo ese dejo de infantilismo-. Mis caprichos fueron los que me impulsaron a hacer muchas cosas buenas y terribles. Fueron la madera para tallar las ideas en otros, llevar a esperanza a mis hermanos, soñar despierto en pensar que me levantaría un día y sería a mí a quien me hicieran las preguntas sobre el rumbo de mi casa -sus ojos fueron hacia arriba, una noche estrellada y despejada-, que pudiera caminar solo en mis puertos, en los campos, sintiéndome libre. Y no es como me lo imaginaba, claro -rió despacio-, pero me dí el gusto, Arthur.

>>Cuando Antonio se fue, recorrí todo mi hogar, mi lugar. Vi a mis hijos, en las fronteras andinas, en la Patagonia, en la Triple Frontera, en Paraguay y en Bolivia, en todos lados. Todos tenían esa mirada llena de esperanza, de alegría. Y tuve mis buenas épocas de oro, como todos... - sus manos se expandieron más en la baranda, acercando el espacio con Arthur sin tocarlo- Y después me ha pasado de todo, cosas que has presenciado, leído o impulsado, en ocasiones -Lo miró un segundo pero no buscaba recriminar, ni reprochar.

Estaban en tregua después de todo; él era un hombre de palabra y sabía que Kirkland las mantenía a fuego y sangre de ser necesario. ¡Ah, esas promesas...!

>>Aun así jamás he retrocedido en mis acciones, y eso se debió a mi impulso por desobedecer aquello que no me gusta. De hecho, ahora mismo debo estar en contra de muchos de mis hijos con este gesto entre nosotros -Lo miró con seriedad y ternura-. Este gesto de tregua por Victoria, este gesto que quiero tener para poder... Dios- Se erguió y tomó una desición, enfrentándolo.

>>Lo que pasó hace un rato Arthur fue... raro, pero salió del corazón. No lo medité, no lo planeé ni lo pensé. Por primera vez en muchos años fui yo mismo y, tal como me decís, obedecí a mi naturaleza rebelde e hice lo que quise, con capricho -miró al suelo-. No quería lastimarte.

A Kirkland se le apretó el pecho al escuchar las últimas palabras de Martín, su tono vehemente y a la vez respetuoso todavía con su espacio personal. Casi había olvidado la emoción de aquel instante, pero Martín seguía pensando en aquel contacto, su naturaleza latina resaltando en él como en ninguno de sus hermanos.

Se tomó su tiempo antes de dar una respuesta a esas palabras que le dejandejaron patente un sólo hecho: sus sueños no parecían tan lejanos.

Hernández lo contemplaba aguardando lo que, presentía, era una mala o amarga respuesta de su parte.

- No me has lastimado, si es lo que temes en el fondo de tu corazón, ahijado -respondió sin mirarlo a la cara para que no notase su turbación-. Pero si ahora mismo me preguntas qué siento yo... sólo puedo señalar que es en verdad bastante confuso todo lo que ahora está envolviéndonos. Debo confesar que siento muchas cosas por tí desde el día en que te ví por primera vez y me dirigiste la sonrisa luminosa que no te abandonará ni en el momento más terrible que puedas vivir -Se acercó y acarició la mejilla blanca con el dorso de su mano, apreciando los cambios, las permanencias de su ahijado favorito.

>>Eres tú mismo todo el tiempo. Sé que, cuando me hablas, lo que sea que digas no viene con una segunda intención, o cela el puñal que ha de zaherir mi corazón al primer descuido. Mereces lo mismo de mí -cambió de opinión a media frase -. Te quiero Martín, y la verdad deseo que esta tregua no encuentre un final para compartir contigo momentos como este, en el que me enseñas a disfrutar otra vez de cosas tan sencillas como apoyarse en el barandal de un paseo público. Lo que sucedió hace un rato fue mi cuerpo hablándote, fue la concreción de un largamente acariciado anhelo del que no guardé ninguna esperanza de ver hecho realidad. Y ahora estamos aquí -su mano no abandona la mejilla suave-, no puedo ser mas que honesto. Te deseo y ahora mismo... Me dejaría llevar por el desenfreno como allá, sin que nadie pudiera interrumpirnos por nada.

Por primera vez en toda la jornada, Argentina no supo qué decir.

Bajo la mirada, haciendo que la palma de Arthur sintiera el calor intenso de una de las mejillas mientras se coloreaba. Mientras esa joven mente trataba de descifrar mil cosas a la vez en su cabeza y luchaba porque saliera una respuesta adecuada y coherente, entreabrió los labios con palabras que murieron antes de salir.

Pero lo que sentía no era ni adecuado y esa situación apenas se podía definir como coherente.

Arthur Kirkland, el Imperio Británico, el Reino Unido, el enemigo declarado más largo de su joven historia estaba hablándole a una distancia mínima; disipando tiempo y espacio, motivos, razones de estar ahí ¿Cómo habían llegado ahí? No importa, no le interesa.

Esa noche no había sido más que la concreción de anhelos dormidos que se modificaron con el tiempo, invisibles a las distancias e inconclusos por las indiferencias, la guerra, los intereses, la ambición del odio. ¿Dónde estaba el pirata, el famoso y cruel Kirkland que pisaba el mundo con sus sucias botas de cuero, destajándolo y tomándolo todo? ¿Dónde estaban las hipótesis comprobadas de Jones acerca de la falta de límites de su codicia? Él mismo había sido testigo de ello, pero le parecía imposible.

Frente a él no estaba ese. Estaba Arthur; un joven que parecía tan humano que dolía; y que estaba haciendo un gran esfuerzo dentro de sus modales para declararse de esa forma, en ese lugar.

Frente a él, estaba nada más y nada menos que el padrino que vio por última vez en Puerto Madero hacía un siglo.

"No pude dejar de pensarte un segundo, tus aromas, tu piel, desde que lo hice. Dios, Arthur... esto es... tan extraño"

Inclinó el rostro un poco y se atrevió a besarlo con un suave roce, sin abrazarlo, solamente confirmándole esas palabras, de cómo habían llegado a su cabeza mareándolo de nuevo.

¿Era esto lo que sentían sus hijos cuando se juraban compañía por siempre?

¿Quién puede saberlo? el corazón de una Nación esconde muchos secretos.

El europeo quiso abrazarlo para sentirlo en su piel todo el tiempo que les permitiera aquella afortunada ocasión; quiso decirle que lo amaba y había hecho las cosas más horrendas sólo para tenerlo cerca; quiso pedir perdón por tanto daño y al mismo tiempo desaparecer para cuidarse, porque nada en este mundo era dado sin que se pidiese algo a cambio. Sin embargo, el hecho era que Martín no cobraba; no lo hizo antes, no lo hará jamás, límpido sentimiento que afloraba de cada uno de los poros de esa piel enrojecida por él.

El beso fue un toque suave, ferviente y muy distinto al anterior. Con la misma delicadeza se separó, entreabriendo los ojos ambos a la par al romper el hechizo, mirándose en silencio. Ambos verdes, uno claro y ancestral y el otro lleno de energía, se saludaban y se sonreían a pesar de sus bocas inexpresivas.

La mirada del argentino se hizo compañera. Avergonzado de haberse quedado sin habla, miró hacia otro lado algo nervioso, rascándose la nuca.

- Conozco un buen lugar para no morir de frío, si gustás acompañarme.

Tomó la mano que había cerrado su mejilla y la cerró entre sus dedos, sonriéndole con la misma complicidad solícita de cuando era un niño.

Las imágenes en Kirkland se confundieron cuando Martín caminó y le forzó a seguirlo sin lugar a quejas o reproches. ¿Qué más podía hacer Inglaterra? Era rehén de la presencia magnética de Martín, feliz como en mucho tiempo no se le ha visto por ninguna parte. Siguió los pasos apresurados con el mejor ánimo, aunque constantemente solía quedarse un poco rezagado por los largos trancos que Argentina le sacaba al suelo.

Los paisajes fueron cambiando abruptamente otra vez. Retornaron las callejuelas, los aromas de la bohemia, las paredes de colores vivos y sobretodo...

El tango.

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