Parte I: Tregua - Lazos rotos
Hubo resistencia, naturalmente. Un inglés no se deja sorprender así como así. Sin embargo, esperó esto por tantos años, aún sobre las regañizas de Manuel, los ojos preocupados de Antonio, las bromas de Francis y las malvadas, malvadas palabras de Alfred, que no hizo un verdadero gesto de desarsirse de aquella unión. Abrió su boca generosamente, replicando el contacto con sobrios movimientos para disfrutar ese beso de la manera más intensa posible. Las manos apretaron aún más el cuerpo de Martín para que no fuera a arrepentirse, sintiéndose algo estúpido: Si hubiera hablado antes...
¡Oh! Manuel se burlaría de él por los próximos treinta años si llegara a saberlo...
Pronto se apegó más a la pared, para permitir la posesión de Argentina sobre sus territorios. Ceder un poco nunca está del todo mal. Alfred no le mintió: Huele a frutillas, todo huele a frutillas ahora mismo... Y parece infantil e inocente, pero la verdad es que es algo muy excitante para sus sentidos, adictos a los aromas frutales.
A su vez, el rubio más joven capturaba los labios con más exigencia cada vez; esa energía natural y original como el inglés la recordaba en el pequeño infante que se había gestado de la mano de Antonio. Quería hablar; preguntarle si era una ilusión, si estaban locos, si la bipolaridad de Martín había llegado a su punto máximo y la había contagiado a Inglaterra. Martín sintió que algo le tamborileó en el cuerpo y le estremeció cuando volvió a atrapar los aromas conocidos en el pasado... el viejo té de jazmín, el rojo, el earl grey, el dargeling, todos aquellos sabores que le habían revuelto el estómago de tan sólo pensarlos hacía... bueno, hasta hacía veinte minutos.
Las manos enlazaron el talle, metiéndose en la camisa y sintiendo el tacto suave de la fina tela, tomándola despacio; mientras, la boca dejó respirar al otro y bajó al cuello, en un momento que sin pedir permiso deshizo la corbata de seda ajena y abrió los botones para besar más allá, buscando más de esa piel.
Las campiñas inglesas, el sol frío, la niebla, los bosques helados, el mar intempestivo contra las costas blancas nunca conquistadas... todo eso volvió fragante a su mente.
Queria reír, llorar, carcajear, morder la piel, gustarla como un dulce. Pero se contuvo, cerró los ojos con fuerza y continuó ocupándose de que sus manos acariciaran con determinación todo lo que pudiesen repasar.
El sol y el rayo, uno incandescente, el otro eléctrico. Se reencontraron los viejos conocidos en las pieles que jamás se habían tocado de esa forma. Era algo cargado de magia, el hecho de que ahora pudieran estar así, abrazados, urgentes en el tremor de la ansiedad, del nerviosismo que los ha tomado por sorpresa.
¿Qué es todo esto? se preguntó Arthur. Nunca había contemplado en sus fantasías (ni en las dulces ni en las retorcidas) que Martín pudiese corresponder sus avances más que con resentimiento y enojo, hasta él mismo había pensado sinceramente que Manuel y él... ¿Qué más da? Ahora están allí, tocándose, el ímpetu juvenil se sobrepone a la calma de la experiencia, arrasándolo todo, transformando en realidad la metáfora de que el sol se lleva con un gesto posesivo la oscuridad de las faces apagadas, otorgándoles un nuevo brillo, nuevas tonalidades. Esa piel contra la suya es tibia y ahora le pertenece.
Las manos de Hernández sobre su pecho le pusieron el corazón al galope, tan fuerte que Arthur está seguro de que resonará en todos los rincones de la casa.
- La... recepción... mmmhhh- protestó o más bien recordó, porque no tenía ganas de volver a ella. Su boca, exigida con esa tremura le dolía, pero este dolor se sentía muy bien. De todos los dolores que sentía al rememorar a Martín era ése, precisamente, el que jamás pudo imaginar.
Y nunca, nunca estuvo Arthur Kirkland más satisfecho de no haber calculado todas las probabilidades de un asunto.
- Shhh... no nos van a... mmmm... extrañar...- Hernández demandaba exigencia. Aquel arrasador espíritu lleno de ansiedad y caprichosas demandas que había probado incontables veces Chile en los momentos de pasión y arrebatador amor, ahora mismo estaban siendo testeados por la última persona en el mundo que imaginaba tal regalo para él.
Aun tenia razones legitimas para odiarlo, para arrancarle la yugular de un mordisco, para mandarlo a encarcelar, para exigirle bajo amenazas a Victoria una vez más. Podía hacerlo, ciertamente. Pero no lo haría.
No, al menos, en ese momento.
Argentina sintió el rayo golpearle la cabeza, dándole una descarga que contuvo en el movimiento ondulante de su cuerpo. Entre los besos se quitó su propio saco y se desanudó la corbata que ya estaba ahogándolo. Sin verse se desabrochó las mangas de la camisa para que las manos exploraran con más libertad los territorios ingleses, explorándolo y reconociéndolo como siempre y nunca se habían hecho. Emitía jadeos cuando se separaba de la piel, tomándola con hambre en cada vez, en cada beso, en cada descubrimiento de su textura tersa y su sabores a té.
Era conciente de que el lugar estaba lleno de gente, y que no había tanto tiempo como deseaba. Con una recepción diplomática esperándolos, intrigados por la ausencia de las dos presencias que se sabían enemigas declaradas.
Sonrió.
Eso lo excitaba mas aún.
Y se lo demostró acariciando las caderas, la tela del pantalón y el cinturón que quería dejar ir, mientras la otra abría algunos botones de la camisa de Arthur para meter su boca allí y lamer, morder el pecho y hacerse camino.
- Esto... mmmmh -su voz apenas salía entre tanta excitación y deseo. Arthur se resistía a pensar en nada que no fuese el roce de esas manos tan hábiles mientras se debatían con su cinturón para continuar la labor. No quería creer que era un sueño, pero hasta cierto punto le asustaba un poco que se tratase de la realidad...
Al menos le importó hasta que Martín mordió su cuello y lo obligó a ahogar un grito de placer que habría puesto en alerta al universo completo. Ante la conquista sólo pudo ceder, sus caderas moviéndose al ritmo que ese joven impetuoso quisiera ponerle. Kirkland tocó la piel, sus ojos entrecerrados en ensoñaciones que no quería dejar escapar, suspirando en gemidos a su oído.
Eso, sin duda, era un cuento de hadas. Y deseó más que nunca congelar el tiempo para quedarse encerrado en el hechizo hasta el final de los tiempos.
Martín abrió mas las telas y metió más los dedos por donde pudiese explorar, ansiándole como hacía mucho tiempo no ansiaba a mas nadie, porque se había alejado de todos. Nadie podía detener esa esa pasión desenfrenada, esa locura de tomar lo que deseba, lo inconquistable, lo inalcanzable.
"Nada es imposible, little bro" le dijo Alfred alguna vez, cuando el miedo lo estaba desmigajando en frente de todo el planeta, desnudo e impávido tras la Dictadura que había desgarrado parte de su alma "Confía en mí, aprende de mí y verás como everything is gonna be all right"
Y confió y se entregó. Demasiado. Tanto que terminó absorviéndose, imitándolo en sus gestos, en sus pensamientos. En sus acciones.
Hasta en su manera de amar.
Porque lo único que deseaba era desnudar a Arthur y tomarlo, tomarlo con la fuerza de un tornado.
¿Un tornado?
El era un sol, no un tornado.
¿Qué estaba...?
- Señor ¿está todo bien? -del otro lado Argentina reconoció la voz de unos de los guardias, tocando la puerta.
Martín se separó de Arthur como si hubiera recibido una descarga eléctrica, completamente bordó hasta el pecho.
- ¡S-Sí! ¡estoy bien!- contestó agitado. El muchacho del otro lado no respondió, dudoso, pero no quiso entrar.
- La señorita Alcorta me dijo que le avisara a usted y Lord Kirkland que la cena estará en veinte minutos. Si sus negocios y pendientes pueden posponerse hasta ese entonces.
Negocios y pendientes...
Martín miró a Arthur, cayendo de todo lo que había hecho hacía unos segundos.
-Iré enseguida- terminó más lánguido, fijando el verde con otro verde. Suspiró de la pena, y comenzó a acomodarse la ropa.
Arthur separó sus ojos de los ajenos sin revelar una sola emoción. No dijo nada ¿era eso necesario? ¿hablar?. Se sintió despechado como una novia abandonada en el altar (condición que conocía a la perfección tras ver a la mitad de su estirpe regia pasar por tal bochorno) mas no se echó a morir. Recompuso su calma milenaria y sin hacer comentarios al respecto tomó sus ropas y las ordenó, tan tranquilo y relajado que su excitación hace cinco minutos sólo pareció una ensoñación de los dos.
Esto jamás fue correcto, desde el momento en que cedió por primera vez. Sonrió cínicamente y terminó de abrochar los gemelos; las líneas de su camisa algo arrugadas, pero nada que no pudiera interpretarse como una silenciosa discusión entre dos viejos, viejos enemigos. Con gestos relajados se ordenó el pelo y recién entonces, se volteó a mirar a Martín Hernández, que a la sazón estaba terminando el nudo de su corbata... o al menos lo intentaba.
- Estás haciéndolo de la forma incorrecta, la corbata te quedará torcida -le reprochó con su característica parquedad. Tomó entre sus dedos el trozo de tela y Martín intentó protestar, mas él le dirigió su mirada severa de antaño, obligándole a callar-. Veo que jamás recordaste como hacer el último giro antes del nudo -comentó casualmente, sin darle importancia a lo anterior.
- Se me olvida...-se defendió con un tinte infantil víctima del ilusorio escenario del reproche; como si ambos estuvieran trasladados a épocas coloniales cuando aquel había sido llamado por Antonio para apadrinarlo. Si alguien era un maestro, amigo fiel pero amargo, estricto y testarudo era el Imperio Británico.
Se inclinó un poco para que el otro terminara su labor. Lo miró a los ojos pero el otro siquiera manifestó la intención de devolverle la mirada. Entonces, Argentina respiró profundamente tratando de respetar las reacciones del inglés que, como siempre, se adaptaban en lo más correcto de las situaciones... templanza que aún no había alcanzado para sí mismo debido a sus ímpetus juveniles; por eso así las cosas le iban al Tercer Mundo: Muy jóvenes para comprender, para acomodarse, para adaptarse. ¿Por qué había que adaptarse? Ellos eran como eran, por la puta madre.
Quiso hacer algo: disculparse, prometerle... ¿Qué cosa le prometería? Sólo quería confortarlo de alguna manera. Mas sabía que, así como no había consuelo en la muerte y en el abandono, el despecho de los ojos del inglés, que observó apenas unos segundos antes de que este se escudara, fueron evidentes.
-Te concedo la tregua que mencionaste- dijo separándose de él-. Recibiré esta visita como lo que es, haré que mis hijos dejen el tema de Victoria de lado y destacaré tus intenciones de ayuda...-tomó una pausa y miró hacia otro lado, acomodándose la solapa del saco. No sabía que carajo decir sin que se muriera de vergüenza-. No es momento para peleas, tengo cosas más urgentes en mi casa ahora mismo.
Tenía que disfrazar el tema, autoconvencerse de salir con la misma cara de congoja con la que había entrado. Debían actuar, simular una vez más, pero esta vez sobre algo que realmente había pasado y que no dejaba de darle vueltas, le mareaba.
Inglaterra miró a Argentina con cierto abandono. Martín era un chico muy voluble y sobretodo en ese momento, herido por lo ocurrido con Alfred. Notó con claridad la influencia de Jones en los más profundos recovecos de esa alma y, si bien temió una reacción adversa, las cosas se desencadenaron de la forma más inocua para ambos. Inocua y contradictoria, totalmente pasional. Después de todo, no podía ignorar que Martín era un latino y los latinos llevaban el corazón sobre el pecho, dispuestos a herirse una y otra vez antes de comprender cómo protegerse a sí mismos antes de correr a cuidar de los otros.
Detenido frente al umbral, Arthur se fijó en él, sonriéndole con la distancia y cortesía de siempre.
"No voy a sacrificar mi alma otra vez. Esto ha sido obra de Alfred, aunque yo no aceptase su trato.
Sin embargo, me guardaré este recuerdo y así llegará el día en que no me importe, porque al fin, Martín Hernández, tengo algo tuyo. Sin usar la fuerza porque me lo ofreciste libremente. Veo mi deseo satisfecho y con esto podré calmar la ansiedad"
- Saldrás adelante -le dijo suavemente- Tomaré la tregua.
Y con su paso corto y suave abandonó la habitación, enfrentando el mundo con calma.
Al salir, Martín se dirigió a Victoria con urgencia y no se despegó de ella en toda la velada. Su hermana sabía que había pasado algo, pero la tristeza del rubio era tal que era difícil distinguir cuál emoción de pena y desolación llevaba esa vez. No se sorprendía, tristemente: Ya había perdido la costumbre de entenderlo como antes, dentro de su natural particularidad. Por eso motivo se animó a ser jovial y dulce, como siempre había sido su relación.
Los hijos de ambas naciones y de la dependencia británica, llamada surtidamente Malvinas o Falkland, inquiriendo dominancia legal o simbólica en cada formal conversación, fueron sorprendidos por la aparente intención de ayuda por parte del Imperio Británico, que Argentina rápidamente destacó y resaltó durante el final de la cena y la charla del café entre los suyos. Algo azorados, aceptaron el mandato sin más preguntas: Como estaban las cosas no querían forzar mucho a Hernández, quien parecía se había tranquilizado como no lo habían visto en todos esos años. Algo de esa charla, la visita, o la visión de Victoria a su lado, le había calmado la temple.
Pero Argentina no podía dejar de mirar a Arthur mientras él cumplía su rol como Imperio entre los suyos, hablando cordial y amablemente, con sus sonrisas arrasadoras y sus modales perfectos; sus críticas constructivas al edificio, a la organización en general de esa Embajada y hasta en cómo pidió exactamente un tipo muy especifico de té que los argentinos no dudaron conseguirle para no contrariarlo (y cuando Martín escuchó que entre sus hijos se sugería envenenar la infusión, tuvo hasta los minutos para apartarlos y darles el regaño de su vida).
Las horas se sucedieron sin relevancia hasta la hora del café, cuando Victoria había decidido volver con Arthur y él quedó solo.
- Hicimos un gran trabajo hoy. No puedo creer que nos quieran ayudar- comentó el Ministro de Relaciones Exteriores argentino, mirando a su patria a los ojos; ambos apartados en el balcón del primer piso para hablar tranquilamente - Te soy sincero, Hernández; tengo mis soberanas dudas, pero la verdad nos vienen bárbaro.
- Esta vez es de palabra. El mundo está preocupado por nosotros, querido- contesto Martín mientras exhalaba el humo mirando hacia la noche. El clima seguía casi helado, y de haber sido cualquier otro, el Ministro le hubiera dicho al rubio que estar con una camisa de algodón remangada y la corbata floja no era una buena idea; pero, después de todo, sabía que no iba a enfermarse.
- ¿Por qué no te vas a dar una vuelta al microcentro, Tincho?- la informalidad hizo sonreír a Argentina- Despejate la cabeza un poco. Fue un día muy duro para vos, me imagino.
-... No tenés idea -contestó soslayadamente, dejando escapar el humor.
- Ponete los jeans esos rotosos que te gustan y anda a caminar. Yo me encargo del resto.
Martín lo observó un segundo, con un rictus en la boca, inseguro.
- ¿Seguro?
- Seguro, anda flaco. Dejá que este viejo se encargue de todo.
Sonrió levemente, terminándose el café de un sorbo y tomando el saco, volviendo a la sala de conferencias. Allí, la relacionista pública local anunció que el señor Hernádez debía retirarse debido a sus responsabilidades el día siguiente en Casa Rosada, entre aprobaciones de decretos de necesidad y urgencia y medidas sociales. Con los protocolos correspondientes se despidió de todos los presentes, y a Victoria le prometió cenar a solas en tanto Arthur considerase prudente su estadía en Argentina. Entonces, con una calidez francamente en desuso, le dio un fuerte abrazo a su hermana.
- Ya sabés, cuando el viejo verde este te deje un segundo en paz, llamame que quiero verte -susurró en broma en el oído de Victoria, haciendo reír a ésta.
- Eres atrevido, Martín- le susurró con la misma complicidad, alejándose un poco para mirarlo con los ojos grises brillantes y las mejillas apenas rosadas- Me alegra que no hayas cambiado eso.
Argentina sonrió feliz una vez más y, cinco minutos antes de subirse al auto, le dejó un recado a la recepcionista de la embajada.
- Cuando se vaya el señor Kirkland, dele esta nota por favor- dijo con una dulce sonrisa para la muchacha.
Al ingresar el rubio latino al vehículo y tras saludarlo de lejos por última vez, el semblante de Victoria se ensombreció levemente.
La joven no había visto con buenos ojos tanto tiempo gastado en la habitación aquella a solas. Por eso, disimuló lo mejor que pudo su incomodidad hasta que eventualmente los hijos de Martín y algunos de los propios fueron retirándose a cenar y descansar.
Al dirigirse hacia él finalmente y enfrentar el verde, la muchacha no pudo evitar un sobresalto. Lo que hubiese sucedido había sido importante: el brillo en los ojos de Arthur Kirkland era genuino, no sólo una producción para empatizar mejor con los humanos.
- Acompáñame -le pidió a Kirkland-, quisiera estar a solas contigo un instante -. Los agentes de la Corona Inglesa comprendieron y los llevaron a una habitación en la planta baja donde nadie pudiese molestarlos. El inglés no tuvo que hacer un gran esfuerzo para notar que Victoria querría detalles de la situación sospechosa.
- No sucedió nada que vayas a lamentar el día de mañana -le aseguró a su hermana-. Acordamos una tregua, por tí y por los hijos de Martín. Los tiempos no están para que nos demos puñetazos como si se tratara de un espectáculo público -Aunque sinceras, sus palabras no convencieron a la joven, que entrecerró los ojos con delicadeza-. Victoria... No tengo más qué decirte.
- Estoy preocupada -declaró ella finalmente-. Martín está equilibrado en una pizca de cordura, si lo arruinas será algo todavía peor que lo que Alfred ha hecho con él.
- No me dices nada nuevo -Arthur lucía un poco irritado
- No sé qué tengas en mente, sólo te expresaré mi deseo de que cuides de Martín, hoy es muy frágil y tú eres demasiado emocional cuando algo de verdad te interesa -palabras certeras y severas, aunque el hombre creyó que estaba exagerando.
- No va a suceder nada más allá de esta conversación sostenida escaleras arriba -Alcorta lo censuró con un gestos de sus labios, sutil-. No intentaré convencerte de lo opuesto.
- Es bueno saberlo. Ahora, si no te molesta -dijo ella solicitando su mano.
Arthur sonrió antes de guiarla hacia el automóvil.
- Lord Kirkland -le comentó uno de sus policías al oído mientras Victoria se subía al automóvil -El señor Hernández ha dejado un recado con la recepcionista - a continuación le entregó un sobre sellado.
- Gracias -dio orden al chofer de partir con su hermana menor y se dispuso a leer mientras aguardaba su transporte.
"Voy a San Telmo a caminar. Me gustaría que me acompañaras. Quiero hablar con vos de verdad; si no querés venir, llamame.
No sé cómo disculparme, padrino"
Y del otro lado de la esquela, un número.
Al subirse a su coche, Inglaterra tuvo la mente puesta en sólo dos cosas:
- Lléveme al hotel y espéreme en la entrada, no tardaré mucho en volver a requerir sus servicios -dijo con seriedad mortal.
Tomó el (enorme) celular que le había dado el embajador (que apenas sabía prender y apagar) marcando el número anotado en el reverso. Su corazón estaba bastante inquieto.
¡San Telmo!
¿Cómo podría olvidarlo?
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