Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Parte I: Tregua - Caras y Caretas

La debacle de Argentina era inminente. En los albores del nuevo y famoso milenio, envueltos en medio de un caos que, creía, acabaría con las redes informáticas y con las influencias norteamericanas a flor de piel en casi todo el planeta, Martín se debatía entre la desolación de sus hijos y las promesas de sus jefes, hijos también.

Miró hacia la ventana en la Casa Rosada, dentro de su despacho, mientras terminaba el ultimo cigarrillo del tercer paquete que había fumado en menos de medio día, nervioso. Desde hacía meses estaba nervioso. Se acercaba fin de año, el milenio estaba por empezar y él ya no sabía dónde tenía los pies puestos. Flotaba, perdido entre una tristeza profunda y la convicción de caminar el mejor sendero posible para su pueblo.

Pero, la realidad era que al salir sólo había caras tan tristes como en los silenciosos años de la Dictadura. La única diferencia era que estaba en plena democracia y, de hecho, más liberal que nunca en muchos de los aspectos como Nación. Sabía que hacía lo correcto, que había hecho su hijo lo correcto; un rumbo marcado desde hacia justamente diez años, mientras esperaba con ansias que las cosas mejoraran.

Claro que se sorprendió cuando su jefe le dijo que entregar todo a manos extranjeras era por un bienestar a mayor plazo, era lo mejor que podía hacer. Su gente estaba entusiasmada por las nuevas ideas neoliberales así, que, ¿por qué no? ¿qué cosa tan mala podía suceder luego de la falta de libertad que la mitad de su corazón sintió por tantos años?

Oh, si, había algo peor.

El poder de Estados Unidos.

Y no es que hubiese vuelto a tener problemas como los había tenido en los '70. Sino por el contrario; los temas fueron silenciados, los juicios a los torturadores pospuestos en una especie de blanca amnistía que no llegaba a comprender. Al mismo tiempo, las importaciones subieron y las exportaciones se estancaron, llegando a depender económica, social, simbólica y culturalmente del Imperio más poderoso de la posmodernidad... que estaba justo encima de su cabeza allá lejos, en el norte.

Alfred Jones tendió la mano amablemente aquella lejana tarde cuando estaba finalizando la década del '80. El podría ayudarlo, era su "primo gringo" como se autodenominaba, con una sonrisa reluciente y que le había contagiado, lleno de optimismo y fuerza. Lo respaldaría, le ayudaría a marcar su economía y hacerlo la potencia más rica de Latinoamérica para llevar el ejemplo en sus manos y para sus manos. Si, Alfred tenía buenas intenciones... necesitaba apoyo real de una Potencia, sobre todo luego de la Guerra de Malvinas, que había perdido tan humillante y funestamente por culpa de sus hijos. Tantas vidas en vano... pero Alfred remediaría todo, ¿verdad?

¿Verdad?

Entonces, ¿por qué sus hijos solamente tuvieron cuatro años de felicidad y después todo no sólo comenzó a ponerse mas difícil sino que peor?

Pobres en todos lados, protestas, desocupación, represión. Siempre existieron, pero estaban realmente marcadas. La clase pobre aumentó sus filas de maneras alarmantes, las tasas subían, las bolsas no rendían. ¿ Economía regional de apoyo? pero si apenas se hablaba con sus primos, con Luciano, con Manuel... no, se había alejado de todos ellos, Jones le había prometido que la política neoliberal haría de su individualismo algo provechoso, seguro. No tenía por qué aliarse a ellos, que no tenían siquiera fuerza para sostenerse a ellos mismos.

No. Estados Unidos le dijo que era ÉL la Potencia próxima, que entraría al dichoso Primer Mundo. Y llegó, lo tocó con las manos... pero la banqueta de la que se sostenía se le salió de los pies y ahora. Ahora... no entendía por qué estaba pasando todo eso. Porque todo se estaba cayendo a pedazos. ¿Dónde estaban las promesas de Alfred? Él, que le había dado todo incondicionalmente a ese primo lejano, que jamás obtuvo un "no" de su parte, ampliándole todas las condiciones que había pedido y él... quedó con las manos abiertas, esperando algo que nunca llegó.

¿Por qué no llegaba, entonces? ¿Qué era lo que estaba pasando?

Porque sus hijos estaban cada vez más enojados con él, no cantaban su himno, lo maldecían todo el tiempo, se iban a otras casas, con otras Naciones. Y él se sentía cada vez más solo, aislado como sólo en las épocas de Yrigoyen, aquel que mandaba a hacer su propio diario para que le escribiesen lo que le gustaba leer sobre su gobierno en vez de la realidad. Así se sentía, en la ficción que ese hijo construyó por su ego, por su vanidad. Y él, por la misma cosa que le contagió había abandonado a todos, yéndose con Jones a donde este le dijera.

Pero Alfred ya no estaba siempre para él, como antes; no le respondía las llamadas, no lo visitaba por lo menos tres veces al mes. Simplemente estaba ocupado en otras cosas. Y él, ¿Qué sería de él? Había dado todo por ese rubio y sintió de repente, al ver las fugas de cerebros de sus jóvenes hijos, el odio de los más viejos y la desesperanza de los pobres, que ese famoso modelo había sido un papel de cartón, que ocultó detrás de esa novela ficcional toda la realidad a la que estaba enfrentándose: deudas, más deudas, abandono regional, falta de inversiones, subida de divisas, falta de capitales y desempleo. ¿Lo peor?

Sus hijos estaban dejando de confiar en él.

El verde de sus ojos se perdió en la nada, mirando cómo los coches iban y venían en silencio en ese día de semana. Estaba en horario de trabajo, pero quería quedarse postrado allí para siempre. De todos modos, escucharía las mismas promesas económicas de siempre, esas que Alfred había inculcado en sus colegios, instruyendo a sus jefes y ministros y que todavía estaban esperando. Y nunca habían llegado.

"¿Dónde está todo lo que yo te di, Al? ¿Dónde están tus promesas, la bondad de tus primeras sonrisas? Mira a mis hijos, me detestan, todo está cada vez peor. ¿Es parte del proceso? ¿es una crisis temporal de tus modelos? Decime, por favor, porque ya no le creo a nadie"

**

En Londres, los diarios informaron ampliamente de la crisis económica que azota con ensañada crueldad a un país tan pequeño. La atrocidad no sólo se limita a los diarios, Arthur Kirkland lo sabe bien; esto va más allá de un pedazo de papel devaluado, de estadísticas y acciones a la baja en la bolsa de comercio: Se trata de seres humanos, hijos como los suyos que, gracias a Dios, aún podían decir que vivían en completa calma.

Apenas unas semanas atrás, Alfred Jones se había metido en su casa, llenándole de tierra la alfombra y de moretones el cuello. Mientras revisa los periódicos que narran la tragedia en notas extensas, consternadas, Inglaterra se toca el la piel recordando las burlas de Estados Unidos.

- Cada uno de tus favoritos caerá. Primero tu dulce Martín, luego tu hosco Manuel... Empieza a pensar qué dirás en sus despedidas -recitó de un tirón, tan a fuego se le quedaron esas palabras pegadas en la cabeza.

"Cuando Estados Unidos quiere hundir a un país sabe exactamente qué hacer para doblegarlo y dejarlo reducido a una simple marioneta sin hilos, descartada.

No te culpo, Alfred; fue cuanto aprendiste de mí. Has usado a tantos, como yo usé a otros más, ambos estamos envueltos en este toque fatídico que corrompe cuanto podamos amar."

Victoria llegó entonces. Elegante y sobria con el pequeño maletín en su mano, estaba dispuesta a marcharse en ese instante, abrigada con su capa porque en Argentina habían anunciado una semana bastante helada. Sus ojos grises se perdieron en los de Arthur pidiendo ayuda en silencio, su figura delgada inquebrantable en esa dignidad con que Inglaterra ha sabido envolverla tan bien.

- ¿Te vas tan pronto?- el británico preguntó en inglés; su idioma elegante y suave, natural en esa casa.

- Mi hermano no puede esperar ni un minuto más -sentenció ella con perfecta dicción, segura de sus acciones-. Ahora sin duda alguna se siente solo y desamparado; sé lo que es eso, no voy a darle la espalda ni a dejarlo a su suerte.

Arthur le contempló impávido y sorprendido internamente. Era la primera vez desde que ella vivía con él que realizaba un movimiento semejante; lo cual, dentro de esa templanza aprehendida, era un movimiento de importante consideración. Porque Alcorta, como buena y refinada dama, sabría que su tutor podía negarle ese capricho así como las muy pocas primeras y únicas veces que intentó hacerlo.

Pero a ella poco le importaba en ese momento. Del mismo modo, el Reino Unido tampoco reaccionó como la pelirroja hubiera esperado, quizás del usual Arthur. Algo que la asombró gratamente, en su silencio ¿Acaso él no iba a negarse como siempre? El hombre se mantuvo en su lugar, sin reprobación en sus ojos; pensativo, inclusive.

"El juego de ese muchacho estúpido está dejando demasiados heridos en el camino"

El pensamiento duró un parpadeo en el inglés, quien con un gesto lánguido depositó el diario sobre la mesa del desayuno, servido sólo para él.

Martín estaba solo y había sido usado como un juguete, otra vez peón de una guerra que no le corresponde, como en la época de Antonio cuando Banda Oriental era un premio para quien tuviera más agallas. Su ahijado sufre ahora, puede saberlo por la intensidad del dolor de los femeninos ojos, esa conexión que nunca rompió con Hernández, hermanos de una sola tierra.

Lord Arthur Kirkland tomó la decisión.

Sin mediar una sola palabra, la Nación tomó su chaqueta y anunció a la muchacha que, para asombro mayor que antes, la acompañará. Las valijas las empacará la criada y ya verá qué diablos hacer por mientras, lo que importa ahora es ir con él, acompañarlo y reconfortarlo ¿verdad? es un hermano en desgracia y los buenos hermanos se apoyan entre sí, no importa que hace una hora atrás se hayan mordido hasta hacerse sangrar.

No se trata de egoísmo ni de tener una excusa para verlo. No se trata de remediar el daño de Alfred, ni de sentirse culpable porque lo que ha ocurrido; es sólo una extensión más de esa larga y amarga venganza que nunca ha de terminar para él.

¿Verdad?

No va con intenciones de reconquistarlo...

Sólo va a reconfortarlo.

Tan solo unas horas más tarde y a varias llamadas de distancia, el avión se desplazó veloz, los gritos del Primer Ministro retumbaban claros por el celular, pero a Arthur le dio lo mismo. Tomar el jet de la Familia Real sin permiso era una tontería al lado de lo que quería conseguir. Martín Hernández valía más que su propia Reina (¡Dios la salve!).

Tomado de la mano de Victoria, se dirigió a Buenos Aires vuelto un manojo de nervios absolutamente contenido.

"Que Dios me ayude, porque no sé qué demonios estoy por hacer"

***

- Señor, no se ha terminado el almuerzo.

- No tengo hambre, Álvaro.

Bello y joven, eternamente joven. Una temple que la tristeza se estaba comiendo desde hacía unos años, cuando las cosas comenzaron ir en picada. El viejo Álvaro lo vivía pero él sabía algo más, algo que muy pocos sabían. Ese muchacho rubión, galante y fanfarrón que estaba frente a él era único en el planeta. Su abuelo y su padre le advirtieron, cuando era chico, que no se asustara porque nunca iba a cambiar; pero que estaba bien, porque era alguien inimaginablemente importante para ellos. Desde entonces, los años trajeron sus canas y se confirmaron esas palabras. Pero, al mismo tiempo, corroboró que ese pibe era todo corazón... demasiado, y por esas cosas le pasaba lo que pasaba. También supo que nada podía hacer por más que, impávido en la puerta, lo hubiera escuchado gritar, romper cosas, golpear gente y llorar desconsoladamente incontables veces,.

Después de todo, ¿Quién era él para contradecir a su propio país?

Bueno, tal vez no era importante ni tenía el derecho de corregirle; mas se sentía lo suficientemente capaz de cuidarlo como lo hizo siempre su familia.

-Con todo respeto, Don Hernández, debería comer algo. Está muy pálido.

-Yo...

-Y debe dejar de fumar.

La posición del pequeño hombre calvo era erguida, seria y desafiante. Martín se obligó a verlo, a contemplarlo con asombro y luego con ternura. Él, como parte de los mozos que servían a la Casa Rosada, pertenecía a casi una tradición familiar. Martín había visto a ese hombre cuando era joven, enseñado por su padre; su padre enseñado por su abuelo; su abuelo por su bisabuelo y... ciertamente les tenía mucho cariño a esa rama de familiares. Los sentía como pocos; y ellos, esa familia, tenia un especial cariño por el. Cariño que siempre agradeció, aún en los momentos más duros y contra los jefes de turno, cuando los desafiaron e intentaron callar.

No podía negarle la entrada al despacho, o no escucharle un consejo.

Lo contempló un segundo, sentando en el escritorio de roble con el ultimo cigarrillo a punto de morir en su mano, apoyado sobre una pierna. El traje del mozo, elegante con su chaleco, su moña pingüino y sus pantalones de lino negro, los zapatos perfectamente lustrados lo hacían caricaturesco. Pero día y noche, incansables, esos hombres nacían y morían allí sirviendo en la ceremoniales de los jefes, sus visitantes y todas las Naciones que venían a la Casa de Gobierno, su hogar desde que él mismo se constituyó como país. Entonces el rubio sonrió por sus propios pensamientos.

Eso era lealtad.

Esa lealtad que ya era un recuerdo pálido y borroso en esos tiempos llenos de descontento, revueltas sin rumbo y desconfianza, alejamiento de ideales y olvidos generacionales.

Suspiró.

- No va a matarme el pucho, viejo mío. No te preocupés -un gesto lánguido de la mano que sostenía el cigarrillo mostraba su despreocupación al respecto.

- Lo sé, pero su imagen esta muy caída últimamente. Estamos preocupados -añadió con algo de duda, por el rostro que contemplaba, el brillo verde aniquilado por la desazón y el cansancio como si fuera un humano con la salud agobiada.

- Gracias a Dios lo estás. Acá parece que no salen a la calle a ver a la gente -mascó, mirando hacia la ventana, molesto por aquellos hijos que comandaban desde hacía un tiempo el futuro de sus otros millones de hijos, sumidos en la desesperación y el enojo.

El pecho se le cerraba cada vez más a menudo, las jaquecas le duraban días, incurables, intratables para seres como ellos. La bronca aumentaba; podía sentirla, olerla, tocarla, delinearla en el aire como las volutas de humo de su cigarrillo que salían lentamente de sus fosas nasales y entre sus labios.

- La cosa esta jodida don, no se lo voy a negar. Parece que se hace todo lo posible pero...

- No te amargués más, Álvaro querido. Las cosas ya están jodidas como para que vos te compliqués la salud. Y quiero que me dures un poco más por acá...

- Jajaja no se preocupe señor -sonrió, irguiendo su espalda orgullosamente -soy de acero, como usted.

- Gracias viejito. Voy a comer, dejame el cafe ahí nomás.

- Con su permiso...

Al abrir la puerta, una muchacha mas joven golpeó y esperó la orden. Martín la recibió más secamente, de humor pésimo como había estado todo ese tiempo. Y es que Álvaro era la gran excepción de su regla en su cabeza.

- ¿Qué pasa, chiquita?- la mirada fue soslayada, volviendo a sentarse en si sillón de cuero y reclinándose, apagando con pereza la colilla del cigarro sobre el cenicero de vidrio del escritorio.

- Señor, el Ministro del Interior quiere hablar con usted.

- Si es por la sesión de hoy a la tarde ya le dije que no voy a ir, no quiero ver cómo Domingo se manda otra de sus brillantes ideas- la mirada de su rabillo fue tal que la mujer palideció unos instantes, resistiendo la tentación de quebrarse y llorar como algunas de las mujeres les había pasado en los últimas veces al tratarlo, frió e impávido como una piedra.

En cambio, la joven meditó unos segundos, respiró fuerte y continuó hablando.

- Discúlpeme, pero me dijo que el recado es urgente y que va a ser prioritario para usted -dio una pausa temerosa, las manos se le torcieron un poco-. El Ministro de Relaciones Exteriores recibió una llamada de la Embajada del Reino Unido.

La muchacha tuvo que sostenerse de la puerta para evitar que Martín la volara a los aires ante la corrida que había tomado. Bajó las escaleras y los pisos en vez de tomar el ascensor, sorprendiendo a los funcionarios que vieron que pasaba como una luz, mirándose entre sí y acelerando el paso para rehuir del griterío que sabría que vendría. Llegó al despacho del Ministro de un sonoro portazo detrás de él.

- ¡¡¡¡¡Si ese hijo de re mil puta llega a poner uno de sus sucios dedos acá voy a llamar al Ejército para que se lo cojan de parado!!!!! ¡¿Entendés?!

- Pero Her--

- ¡¡NO QUIERO A ESE PELOTUDO EN MI CASA!!¡¡LO ECHAN COMO SEA!!

- Pero y--

- ¡¡¡¡¡¡ES UNA ORDEN, POR LA REPUTÍSIMA MADRE QUE TE PARIÓ!!!!!!

Los ojos verdes estaban desorbitados; la poca apariencia que había mantenido desarmada ante la simple idea que había contaminado sus pensamientos, el mismísimo aire, perturbándolo de maneras inusitadas y realmente escalofriantes para los pobres mortales delante de él. Ese maldito nombre, algunos juraban, estaba casi vedado de todas las conversaciones en las que Hernández estaba involucrado y la sola indirecta mención le hacía espumar la boca. Por eso, muchas veces los humanos que interactuaban con él habían sido psicológicamente preparados (de alguna manera) para momento como ése.

Sobre todo cuando por accidente o ingenuidad se mencionaba ese nombre dentro de la Casa Rosada.

-¡¡¡¡Calmate de una vez, che!!!!- el Ministro se levantó harto del espectáculo, corriendo hacia él y sujetándolo de los hombros para evitar que rompiera algo. Entonces miró a los asistentes que se habían quedado pálidos en las sala continua- ¡¡¡Dénle agua y una silla... muévanse!!! -volvió a mirarlo- Calmate Martín, por Dios, dejame hablar...

- ¡NO QUIERO SABER... NADA! -respiró, cerrando los ojos y alejándolo con brusquedad- Nada... de ese sátrapa, ¿¡Me oís!? ¡¡¡Bastante me cagó la existencia, viene a bailar sobre mi cadáver!!!

- No, Martín, calma -le pidió con las manos en alza, bajándole el ánimo- Escuchame un segundo nada más, por favor... ¿Puede ser?.

-... está bien.

- Sentate.

-... está bien.

Tras una señal con una mirada los muchachos jóvenes acercaron un vaso de agua, un café y algún bocadito dulce para comer.

- Comete algo primero, te bajó la presión; estás transparente -le pidió. Martín bufó molesto, cruzándose de piernas y de brazos, mirando hacia un lado con un gesto infantil.

- Vos y Álvaro me rompen las bol--

- Comé, Tincho. Así el mate te va a funcionar mejor cuando me escuchés hablar -la mirada cambió del enojo a la ternura, como si le hablara a su hijo adolescente (y es que a veces se portaba como tal; después de todo parecía un chico de esa edad)- Así que respirá un poco y tomate algo -Martín obedeció en silencio unos segundos-. Sé que estás alterado, pero esto es importante, por eso te mandé a llamar de urgencia; es algo que quizás no sea tan atroz como suene, a pesar de todo.

- Esa oración la escuché en los últimos cinco años dentro de estas paredes, y no vino nada bueno después de eso -le espetó, con el ceño fruncido tras el café. El verde brilló de tal manera que hizo que los vellos de la nuca del hombre se erizaran. Pero, acostumbrado a esas rabietas, no se amedrentó.

- Escuchame con calma esta vez, Martín -le pidió nuevamente, evadiendo el comentario. Volvió a su asiento tras el escritorio y se sentó con las manos enlazadas en la mesa-. Hay representantes de las Islas Falk--

- MALVINAS

- Malvinas, perdón. Hay embajadores recién llegados y están solicitando verte.

Martín se sentó en la silla de un tirón y se tomó el café de una sentada repasándose el pelo, un minuto, tomando aire. Pensando en voz alta.

- ¿Qué vienen a hacer esos dos? No quiero ver a nadie -lo miró más sereno, entonces, contemplando a los jóvenes en la otra oficina que lo miraban de soslayo curiosos; pidiéndoles disculpas por el arrebato de hacía unos instantes, era conciente de lo mucho que asustaba a sus hijos mortales. Y había sido aleccionado de moderarse para estar con ello, apagar su fuerza real para ser más tolerable ante los humanos.

Es que había momentos en los que simplemente esas mismas emociones humanas construidas dentro de él lo dominaban y lo hacían sentir individualizado, aunque no fuera más que una sensación, por eso su peligrosidad: sus emociones retumbaban no solamente en él sino que repercutían a la larga en ellos, sean buenas o malas. Era eso lo que lo hacía diferente, ser lo que era.

Suspiró y se tomó minutos para contestar.

- No iré.

- Martín, no podés negarte -hizo una pausa algo temeroso por el silencio ajeno-, fue una petición del Primer Ministro al Presidente, y tenés que ir... es tu deber.

Hernández se sintió traicionado. Bajó la mirada, se repasó el pelo de nuevo y los ojos se le humedecieron de la impotencia. Se veía obligado, sentía la tirantez en su pecho, era inevitable y dolorosa; debía obedecer y seguir sus funciones diplomáticas, la materia prima de su composición misma. Simplemente, no podía dejar de hacerlo, por más que doliera dentro de esa individualidad adquirida.

Su hijo sintió ternura, acercándose despacio y apoyando la mano sobre el hombro de la camisa arrugada.

-Te pido un auto, arreglate un poco el traje y la cara, estás demacrado, ¿Comiste algo?

Martín lo miró, enfurecido.

- Dame un pucho...

***

Ya en tierra, Victoria se revolvió incómoda en su asiento.

- No era necesario que vinieras, Arthur -puntualizó, verbalizando su temor con una frase. Kirkland la miró de reojo y no fue capaz de responder. Entonces, su corazón se envolvió en la suave amargura de siempre, para cuidarse a sí mismo del huracán que se le venía encima.

- Eso es algo que decidiré yo, querida -replica con cierta acidez-. Sabes que tu hermano no es capaz de sostenerse en sus propios pies sin ayuda de alguien más. Dejarte acá, para que él recargue todo el peso sobre tus hombros no es algo que un caballero pueda permitir -su tono, tajante, no dio espacio a Victoria para rebatir como correspondía sin sonar, por lo bajo, impertinente. La joven se contentó sólo con acomodar sus bucles sobre los hombros y mirarse por el retrovisor para comprobar que Martín sonreiría al verla.

Arthur, por su lado sólo se dedicó a mirar la panorámica a través del vidrio, el tigre enjaulado en su corazón clama por una mano que lo suelte, mas el viejo Imperio retiene las cuerdas, las cadenas. No hará una escena ni permitirá que Martín ejerza el control en este encuentro.

"No es capaz de ir por ahí sin hacer de sí mismo un desastre" reflexionó pensando en Alfred y en cómo jugó con él "Tantas veces le enseñé a no entregar todo sin medir los riesgos y los beneficios de las propuestas que se le hacían ¿Qué diablos hay en tu cabeza, ahijado? ¿Aire? Hice bien en tomar a Victoria bajo mi protección; a saber qué desastre más habrías montado sólo por confiar a ciegas en el primero que te tiendae la mano."

Irónicamente, eso es lo que más le gustaba de él cuando era un niño; su capacidad de abrir el corazón y permitirle a todos tomar un poco del sol que esconde en el pecho.

Inglaterra sonrió, algo frustrado.

- Ya estamos por llegar, señor -le informó el chofer.

- Muy bien.

- Yo me bajaré primero del automóvil -Victoria no estaba proponiendo una idea.

- Haz lo que gustes, muchacha -le concede, con un poco de mal humor. Entonces sus ojos verdes enfocan el exterior, reconociendo los principios de las ciudades de esa tierra, tan amplia y siempre verde, gigantesca, a medida que el automóvil bajó su velocidad.

La expectación resulta tensa al interior del automóvil, pero finalmente lo que tanto esperó y temió Inglaterra se encuentra frente a sus ojos.

Los automóviles de la caravana anfitriona se acercan con una velocidad media, los asesores argentinos en medio de la explanada junto a los agentes de seguridad que ya están de antemano coordinándolo todo a través de carreras nerviosas y constantes comunicaciones a través de sus radios de largo alcance. Tras diez minutos en este trajinar de hormigas, los automóviles con banderas albas y celestes se detienen, descendiendo de uno de ellos Martín Hernández junto a su Ministro de Relaciones Exteriores, expresión seria pero no agresiva, comprobaron Victoria y Arthur con cierto alivio.

La comitiva Inglesa se acerca hasta quedar a unos cincuenta metros de distancia, los asesores de relaciones públicas preparando la salida con más atención y detalle, cubriendo la limousine gris y negra de custodios, paraguas y señales que esperaban recibir tras los vidrios polarizados, en un despliegue de inteligencia que Kirkland encuentra increíblemente exagerada.

Ante esa visión Martín se erigió como si estuviera en un desfile militar y respiró fuerte, contando hacia adentro y rogándose a sí mismo que sus manos se quedaran quietas para evitar asfixiar al que iba a salir por esas puertas recién detenidas.

A lo lejos, algunos periodistas y móviles de televisión habían llegado anunciando la sorpresiva visita en tiempos tan turbulentos, cuando las negociaciones por Malvinas habían quedado fatuas luego de la guerra perdida y años de desinterés institucionalmente mostrado. Martín los escuchaba, hilando teorías absurdas tras las vallas de seguridad y la policía que impedía que avanzaran hacia los funcionarios; palabras emotivas, falsas y pesimistas que llenaban sus corazones y los tiempos de aire de los medios de comunicación hasta hacía muy poco, casi todos comprados por cadenas estadounidenses.

De repente sintió algo de sorpresa ante un pensamiento con enojo hacia Alfred, algo que no había tenido nunca dentro de sus admiraciones mas amplias y claras. ¿Acaso se contagiaba del enojo de esa minoría que jamás había estado de acuerdo con la devoción a Norteamérica... dejando a un lado la aceptación de la gran mayoría, que recibía con gusto la cultura extranjera sobre ellos y sus hijos?

Ese cambio en su mente fue como un cachetazo de la brisa helada que hacía a pesar de estar a principios de Diciembre, rememorando las vísperas de la Navidad original del norte, época cuando la gente sufría mas porque no sabía que haría para celebrarla... si era posible festejar tal cosa.

Todo se rebatió al vacío cuando vio bajar a Victoria del auto, mirándolo a la distancia entre los guardias.

La sonrisa de su hermana, cálida como la recordaba, le hizo romper postura y abrir la boca de sorpresa. Mientras los Ministros se saludaban con diplomacia, Martín corrió entre sus guardias rompiendo la cadena de seguridad y la tomó en sus brazos de manera tan arrebatadora que algunos guardias ingleses se pusieron alertas. Ante el gesto de la pelirroja (en lo que pudo moverse), devolvió mas calmada el abrazo, poniendo sus manos enguantadas en cuero en la espalda del traje de su hermano continental.

Martín se mordió los labios y quiso romper en llanto, su cabeza por un momento iluminándose de una esperanza extraña. ¿Estaba regresando? ¿Era una señal? ¿Alguien del gobierno inglés había cedido a algo y entonces...?

Abrió los ojos. No; si era algo así su jefe lo hubiese sabido antes de él y ese acto tendría repercusiones mucho más grandes que ese encuentro sencillo y modesto a pesar del barullo de. Entonces, a pesar de la emoción se separó de ella, besándole las mejillas y la frente, mirándola extrañado y feliz a la vez, no sabía cuál gesto mantener.

- Ay, Vicky... qué bien que me hace que estés acá -suspiró finalmene, sin quererla soltar.

- Lo sé, hermanito. Me alegra tener esta oportunidad de verte -le respondió suavemente, separándose despacio y mirándolo con sus ojos grises, acariciándole la mejilla con detalle-. Estaba tan preocupada por tí, todo el mundo lo está. No quería dejarte solo.

- Pero, Vic... ¿Cómo pudiste venir? ¿Cómo hiciste para...?

- Menos pregunta Dios y más perdona, my dear -le respondió, sus ojos grises brillando como si no estuviera todo nublado- Lo importante es que estoy aquí y trataré de darte de mi apoyo en estos momento tan difíciles.

-¿Apoyo? Pero... no podés -le susurraba sin soltarla, preocupado y confundido a milímetros de su rostro... como si nadie estuviera allí más que ellos dos-, tu legislación no es la mía, y estamos en conflicto diplomático, porque el Rei--

Y todo estalló en mil pedazos, cayendo de ese hermoso ensueño en el que se había envuelto con ella.

La otra mirada verde, más clara y antigua que la suya, se fijó de repente tras el cabello de Victoria mientras los guardias (gigantes en comparación a la pequeña estatura de aquel), lo escoltaban al salir de la limousine.

El cielo se hizo más negro sobre la plomiza tarde, el ínfimo calor de la humedad se desvaneció y Martín soltó a Victoria, mirando la presencia de aquel hombre, motivo de sus desgracias constantes; el mismo que no movió un sólo músculo de la cara al notar en Hernández tan evidentes signos de desdén.

"¡Latinos!... Todavía se comportan como niños" pensó Arthur avanzando hacia la comitiva para saludar al Ministro argentino, estrechar su mano con cortesía y cierta distancia, apenas una leve sonrisa en su rostro y milésimas de segundo dedicadas a mirar a los ojos a todos los hijos de Argentina mientras pasaba tras su propio Ministro.

Victoria miró a sus hermanos con un dejo de rencor en la mirada y no tardó en fijar sus ojos en los de Martín, recelosa de que el latino había puesto todo su enojo (y atención) en el inglés.

- Martín, he venido a verte -le recordó con cierta soberbia- ¿Estarás menos contento? -Pero era difícil desviar su mirada de la espalda enfundada en un traje negro que seguía saludando a los mandatarios uno por uno con una lentitud desesperante para cualquiera.

Desgraciadamente, llegó el momento en que tenían que toparse.

Arthur apretó los labios en un movimiento rápido y casi invisible, como todo en él, las emociones son cosas contenidas y que en público no deben exhibirse bajo circunstancia alguna. Cuando le llegó el turno de saludar a Martín, estiró la diestra, aguardando ser recibido con la cordialidad que se espera de contextos como éstos.

"No vas a hacer una de tus rabietas ahora"

Martín se separó entonces delicadamente de Victoria, dándole un último reojo de cariño antes de que Arthur extendiera su mano frente de él, mientras los Ministros conversaban entre sí, saludando a todos los subfuncionarios y funcionarios presentes, apartándose prudentemente del encuentro de esos dos seres. Cuando Victoria se alejó para acomodarse entre su guardia personal, la guardia de Argentina vino al lado de la Nación local llamados por la urgencia invisible, movidos por miles de carteles de advertencia de que Hernández podía saltar con cualquier cosa.

La exasperación y la paranoia era común en todos sus hijos, y los ojos del Ministro mostraron desesperación ante los de Martin; a la vez que Victoria quien prudente observa la escena, ambos rogando que el británico no hiciera nada que pudiera hacer explotar al manojo de nervios que era rubio en esos tiempos tan agitados.

Entretanto, el rubio observó impávido la mano frente suyo y la cordialidad asquerosa que deseaba escupirle a Kirkland en la cara. Un gran silencio acalló los murmullos y todo se enfocó al desenlace de ese momento; el aire se podía cortar con un cuchillo y la tensión fue insostenible en ese instante...

... instante que se despejó en cuanto Martin parpadeó y extendió su mano, estrechando la de Kirkland en dos leves movimientos.

- Pónganlos cómodos- dijo entonces Martín mirando al Ministro argentino, y este asintió rápidamente llamando a la recepción y al personal de ceremonial de la Embajada. Cuando quiso saber alguna razón de otra orden el rubio sonrió amablemente hacia su hermana, tomando su mano y besándola delicadamente, alejándose de ella. Del mismo modo, pidió permiso amablemente a los extranjeros presentes y caminó hacia uno de los despachos, escoltado por su seguridad y confiándole todo en una fugaz mirada al funcionario local para que terminara de recibir a los ingleses.

Escucho los medios afuera al subir las escaleras, y dio la severa orden en su español particular de que nadie sacara una palabra de esa embajada. Entonces, continuó y pidió un café, queriendo desaparecer de ese lugar.

Debía pensar. Debía lavarse la mano. Debía dejar de ver esos ojos verdes escrutadores, piratas, tras sus ojos.

¿Por qué estaba él? ¿por qué no sólo Victoria?, hubiera sido todo tan perfecto... tan... imposible.

- ¿Señor?

- Quédense en la puerta, necesito estar solo -antes de que pudiera hacer algo palmeo el hombro de uno de sus guardias- Salgo en un rato.

-Como ordene, señor.

Y los hombres cerraron filas, cruzándose de brazos.

Al ver esa actividad escaleras arriba, Victoria suspiró y se cruzó de brazos con regaño conocido, acomodándose los bucles y la cartera de su traje. Lo bueno que tienen las mujeres es que cuando un hombre hace movimientos estúpidos o audaces, siempre se quedan dando la cara, para evitar un desastre mayor.

Arthur amó a su hermana un poco más cuando, al escurrirse entre la gente, ella no hizo ningún gesto de sorpresa y continuó entreteniendo a los funcionarios y se prometió llenarla de rosas a la mañana siguiente, porque esto de verdad podría terminar convertido en un desastre. Y no es de alguien honorable causarle tales quebrantos a una dama... menos si tiene el carácter de Falklands.

Sus años de furtiva actividad aún están grabados en sus huesos, por lo cual nadie lo notó hasta llegar a aquella maldita puerta tras la cual estaba refugiado Martín. Los guardias le negaron la entrada con un gesto silencioso, Inglaterra minúsculo en comparación con aquellos fornidas, infranqueables murallas de carne.

"No tengo problemas" se dijo. E hizo eso que sus hermanos detestan verle hacer.

Sus ojos verdes brillaron con un poco más de intensidad, su presencia más pesada y difícil de contradecir, su verdadera y antigua naturaleza para desgracia de los que veían lo que verdaderamente era en el fondo: todo, menos humano.

- Voy a pasar -musitó dulcemente y los hombres se movieron al costado, imposibilitados de ignorar la orden sutil y natural del Imperio Británico. Libre de obstáculos, se acercó al umbral y vaciló un instante antes de girar la manilla.

"¿No le hará más daño mi intrusión?. No..." se aseguró "Todo esta muy mal como para detenernos nuevamente en esta contienda. Ya es suficiente, Martín. Esto debe acabarse de una buena vez"

Y veloz, abrió la puerta, introduciéndose sin más delicadezas en la habitación.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro