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02. Selfish

More...

Fine.

Los gemidos y jadeos se apoderan de la habitación, retumbando en los oídos de ambos amantes. Se siente perfecto, esa piel blanca bajo la suya, blanca también. Los ojos verdes entrecerrados en completo placer y gozo ¿Cómo no disfrutar la suave, dulce y tibia venganza deslizándose entre esas piernas memorables?

Si todas las cosas malas fueran tan... Gratas, el mundo sin duda sería un lugar mejor.

El orgasmo golpea en sus sienes, dejándolo ahíto de mil cosas distintas, su amante cae rendido sobre las níveas sábanas, un manjar que es dos veces más apetitoso porque está robándoselo de los labios a otro.

—Eso fue... perfecto.

—¿Lo crees? —su acento extranjero está mejorando a pasos agigantados.

—Tenés que modular más —el regaño certero hizo reír a Alfred.

—Lo haré... someday.

-*-

Según costumbre, pone los pies sobre la mesita de centro y estira su brazo con ese odioso mug rojo lleno de café... ¡Instantáneo! Como si el insulto de su mera existencia no fuera ya bastante amplio.

Arthur Kirkland bebe su té con limón sin prisas, imperturbable como el mismo Everest ante la sonrisa maliciosa de Alfred Jones.

—¿A qué vienes? —decide preguntar Inglaterra para acortar la estúpida espera de la que Alfred tanto disfruta.

—Ah, venía a discutir contigo sobre los proyectos que tienen los europeos sobre Latinoamérica —señala de forma casual.

—¿Y? —Levantó una ceja ¡Claro que sabía en qué asunto particular iba a derivar esa fútil charla!

Apretó los labios.

—Bueno ahora mismo estoy estrechando lazos con varios países, como Colombia, por ejemplo —disfruta el aroma de su café antes de darle un nuevo sorbo.

—¿En qué punto es este monólogo relevante a mis intereses?

—Estoy enseñándole a Martín muchas cosas nuevas.

Brutal y directo, igual que la bomba atómica.

Esta comparación hizo reír a Kirkland en un arranque de humor negro.

—Me alegro por ti, debe ser vivificante saber que alguien está prestándole un poco de atención a tus peroratas interminables —comenta sin darle importancia, aunque por dentro sepa que Alfred logró su objetivo con admirable presteza.

—Pero... ya no tengo que hacer nada. Llego a casa y la comida está servida sobre mi mesa, siempre de la manera en que pueda gozarla mejor.

Vulgar y efectivo, aún.

Esto empieza a parecerle todo menos tolerable.

—Felicidades —Kirkland se encoge de hombros—. No sé si pretendes de mí un apretón de manos o una palmada en la espalda. ¡Estás follando con un latino! Meritorio, tras casi treinta años metiéndoteles por los ojos.

—¡Auch!, eso me dolió —Alfred le sonríe irónicamente—. Nuestro querido tigre está perdiendo el toque... ¿O esto se debe a que hablo de Martín Hernández, precisamente?

—No sé por qué dices algo como eso.

Jones amplía la sonrisa. Ha ganado esta vez.

—Hablo de él porque sé que no te es indiferente. Es más... Sigo pensando que tomaste las Falklands sólo para que él te prestara atención. No me equivoco ¿verdad? —Silencio absoluto en respuesta—. Era obvio; sólo una mente tan retorcida e infantil como la tuya encontraría coherente en algún universo sacarle un pedazo a alguien que ama para que note tu existencia —Jones se pone de pie, dejando su mug sobre la mesita para invadir mejor el espacio personal de Inglaterra. Huele a café, intenso...

Tóxico.

—Eres patético, Arthur Kirkland. Por eso él prefiere descansar en mis brazos, llorar de dicha contra mi piel.

Los ojos verdes se escondieron tras los párpados, aislándose de la realidad. Esto no era normal ¿Por qué le molesta? ¿Acaso no es lo que Alfred hace? ¿Tomarlo todo, usarlo y después tirarlo? Ya no es sorprendente, ni inesperado.

—Adoro la manera en que se arquea su espalda cuando estoy poseyéndolo por los rincones de su puerto... Entrecierra los ojos y se muerde los labios cada vez que lo sorprende un orgasmo ¿sabías eso? —prosiguió con maldad—, pero lo mejor es cómo se entrega en cuerpo y alma a quien lo sostiene entre sus brazos cuando está más débil. Su mirada verde vencida de tantas emociones, que a veces uno puede sentir cómo se le rompe el corazón en dos...

Esto sobrepasa los límites. Arthur se levanta de su sofá e intenta abandonar la sala. Alfred lo sigue un par de pasos, anhelante.

—¿Qué darías por sentirlo en tu piel? ¿Por poseerlo y que grite tu nombre en el momento más álgido, cuando va a desmayarse de tanto placer?

Arthur intenta huir otra vez, pero su invitado acaba por atraparlo contra una pared, doblado sobre él como lo hace el más fuerte con su presa.

—Huele a frutillas, como las que tan obsesivamente comes en verano, las que devorabas en mi casa ¿recuerdas? —la voz de Alfred enronquece, seductor—, es como si fuera un campo frutal, y al mismo tiempo el aroma de sus mates llena mis pulmones cuando le acaricio... Disfrutarías de su sonrisa cuando se tiende a descansar, ahíto de mi amor. Es perfecto y nunca se harta de cuanto puedo ofrecerle.

—No me importan tus peripecias en la cama, has tornado tu estúpido monólogo en un anecdotario sexual ¿no hay nada más en tu hueca cabeza?

—No necesito algo más profundo para desquiciarte, hermano mayor —reviró, alegre.

Era imposible ¿por qué se dejaría tomar por Alfred? Obviamente su hermano hace esto para entretenerse un rato y de paso sacar a Inglaterra de su pose cuadrada e inexpresiva, pero... ¿Cuál sería el objetivo de Martín? ¿Sólo disfrutar? ¿O acaso...?

Alejó la idea de su cabeza, el corazón revuelto.

No podría estar verdaderamente...

Alfred sintió el cosquilleo en el pecho. Lo conoce porque lo ha provocado otras veces, pero nunca con esta intensidad.

—Debí permitir que murieras en esos valles tuyos de hambre, de frío —su enojo alcanzó los cotos máximos, cruel acero en sus labios rotos por el clima de Londres. El mero hecho de saber que Estados Unidos ha jugado no sólo con las ilusiones de un pueblo, sino que también con el corazón de uno de sus hermanos latinos le revuelve el estómago, precisamente porque ha escogido a Martín y su único motivo es regocijarse viéndole sufrir en este nuevo escenario.

—Debiste hacerlo, no habría sido sometido a tantos atropellos...

—Nada que no te hubieras ganado, Alfred.

—No me importa ahora. Tengo a Martín conmigo y tú posees sólo un montón de papeles helados que no pueden replicar su brillo mientras me ama con devoción y locura.

Arthur sonrió.

—¿Quieres que te escupa que no tolero verte a su lado? ¿O que arda en llamas de celo? No lo lograrás —mintió.

—Ya lo haces... Y estoy satisfecho con esto.

Lo soltó y Arthur se quedó quieto.

—Pobre marginado —deja escapar Inglaterra, cada palabra cargada de ponzoña—. Mientras expandes tus tentáculos creyéndote el amo, tus hermanos menores, esos que tanto desprecias, se levantan y comienzan a amenazar seriamente tu hegemonía. Puedes probarlos y someterlos, pero jamás obtendrás lo que buscas en ellos, porque seguirán teniéndose en pie y sonreirán. No les quebrarás la voluntad, así como no conseguirás doblegar a mi alma.

Alfred se movió en un instante, apretando el cuello de Arthur con fuerza, piel amoratada y palpitante bajo sus dedos.

—Lo sabremos en un par de semanas, querido hermano mayor —musitó, saboreando su aroma a rosas y té, adictivo—, esas declaraciones tuyas están a punto de ser puestas a prueba. Porque los castillos caen ¿sabías? Y las Naciones siempre pueden quedar de rodillas cuando yo disponga —Sonrió otra vez, liberándolo—. Cada uno de tus favoritos se vendrá abajo: Primero tu dulce Martín, luego tu hosco Manuel... Empieza a pensar qué dirás en sus despedidas, Iggy...

El hombre rubio se quedó paralizado allí, invadido por sentimientos encontrados.

—El café fue excelente. Y la sobremesa ha resultado bastante instructiva —se despidió, rozando los labios ajenos con rapidez—, pronto me invitarás a tu casa otra vez... Estaré llano, quiero que lo sepas.

Y se marchó, satisfecho por cuanto ha provocado en el corazón de Arthur.

Inglaterra se deslizó por la pared, hasta sentarse en el piso: Esa no fue una amenaza, sino un anuncio.

Temió como nunca por su corazón esa noche.

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