21- El Baile De Las Estaciones
Matoaka caminó, sintiéndose una total ajena. Todo el que la veía pasar se detenía a dirigirle una cara de asco. Hacía siete años que un Grizzly no entraba en ese territorio, y a Matoaka, ver las congeladas calles, que no habían cambiado desde entonces, le daban un mal sabor de boca. Hacían revivir el miedo de esa traumática experiencia. Dio un profundo suspiro, intentando calmar sus acelerados latidos e ignorando a la gente que la observaba con intensidad.
Tenía el mismo derecho a estar ahí que cualquiera, pero imposible no sentirse una extraña cuando sabía que no era bienvenida. La osa llegó al imponente castillo, fabricado en hielo esculpido, y mostró la invitación que le había entregado Frost. Los guardias le brindaron la misma mala cara que todo quien la había visto y a duras penas le permitieron pasar. Matoaka caminó con prisa por los jardines principales. Sabía que ya iba tarde por tanto tiempo que estuvo haciendo desidia.
La chica tótem no encajaba en ese ambiente, pero por Frost, claro que lo soportaba y se intentaba adaptar. Valía la pena hacerlo todo por... ella. La gente pareció detenerse apenas la vieron entrar al salón. El rostro de la castaña hirvió de la vergüenza al percatarse de la atención que cosechaba. Su atuendo de manta y corto, sobresalía demasiado de los vestidos elegantes y largos que portaban las invitadas, seguramente hechos con las telas más finas de la tierra. Matoaka bajó la mirada, sintiéndose de pronto expuesta, como si hubiese llegado al lugar desnuda.
—¡Por la madre naturaleza! ¿Ya vieron? —preguntó Leaf Wilted, quien fue la primera en contemplar la escena desde el rincón donde estaba aislada, junto a los demás herederos—. Es el atuendo más ridículo que he visto. Se tomó muy en serio la parte de temática animal.
Los demás chicos levantaron la mirada. Fueron los ojos de Frost los que se iluminaron, ignorando por completo el comentario de la princesa del otoño.
—Matoaka —exclamó corriendo a su encuentro. No se habría enterado de su presencia de no ser por Leaf. ¿Por qué el presentador real no había anunciado la llegada de Matoaka? ¡Era una invitada de honor! Daba igual, sí había asistido y eso la llenaba de felicidad.
No le importó las miradas de desaprobación que se ganó de los nobles de todos los reinos de las estaciones, la rubia se dirigió a su amiga y le brindó el más cálido abrazo que una chica de hielo podía darle a alguien.
—Espero que no hayas tenido ningún inconveniente —comentó Frost Golden sujetando sus manos con cariño. Luego la miró pausadamente de arriba abajo, analizando su atuendo—. ¡Te ves hermosa!
El rubor de Matoaka subió de sus mejillas hasta sus orejas. Últimamente cada elogio de Frost lograba hacerla sonrojar, por muy pequeño que fuera. Se sentía tonta, nunca antes le había pasado eso. ¿De eso iba el amor? ¿De sonrojarse como idiota? Trató de reír para distraer su mente de esos pensamientos confusos. Algún día Frost iba a terminar con un príncipe. No con ella, que era solo su amiga. ¡Y una mujer! Lo que volvía la situación aún más antinatural.
–Creo que destaco demasiado. De saberlo te pedía ayuda para vestirme —dijo Matoaka, dándose cuenta de las barridas que le proporcionaban las mujeres a su alrededor, que no la estaban bajando de vulgar prostituta.
—¡Tonterías! Nada te habría quedado mejor. Es lo que tiene tu verdadera esencia. —Frost la tomó del brazo y tiró de ella, para que la siguiera por todo el salón—. Debo presentarte a mis amigos.
Al verlas, la gente se abría paso, casi espantada. Parecían no querer ni rozarse con la tótem. Los reyes presenciaron esa escena. La reina sintió la ira apoderarse de su gélido cuerpo. ¿Cómo era posible que su hija hubiera invitado a esa cosa a estar entre ellos, como si fueran iguales?
—De pronto Rain me parece el mejor partido que mi Buds pudo haber obtenido —dijo la reina de la primavera entre “susurros” que malintencionadamente iban dirigidos a los reyes del invierno.
—En mis años de reina, jamás había visto semejante atrocidad —se unió la reina del verano llevándose una mano al pecho—. Esto manchará la reputación del invierno. ¿Quién querría que esas cosas estuvieran paseándose por ahí?
—Vaya, Álgida, tienes un pequeño problema de plagas, ¿eh? —preguntó en mofa la reina del otoño, tratando de contener la risa—. Y tú que despreciabas a mis hijos por su color de piel, ¿eso te parece mejor?
Álgida se giró a las demás reinas. La vena en su frente palpitaba con fuerza. No sabía contra quién descargarse, si con su hija o con esas mujerzuelas, amantes del chisme, que se hacían llamar reinas.
—¿Mejor que tener la piel sucia? Sí, prefiero matar a mi hija antes de emparejarla con tus hijos y permitir que heredaran su color de piel. Nuestra herencia quedaría contaminada.
Habiendo lanzado su dardo venenoso, dio media vuelta sobre sus tobillos.
—Es mejor a tener la reputación sucia y contaminada —finalizó en gesto despectivo la reina del otoño, antes de que la reina del invierno las abandonara para ir en búsqueda de su hija mayor.
Matoaka observó a los tres chicos que estaban parados en una esquina del salón, como intentando pasar desapercibidos. Aunque era imposible que eso sucediera. Los tres eran bastante altos. Incluso las dos chicas alcanzaban y pasaban el metro ochenta.
—Chicos, miren, ella es de quien tanto les he contado —informó Frost, como si ninguno le hubiera prestado atención. Al contrario, ninguno había apartado la vista del par apenas las vieron juntarse.
—¿Tu mascota? —cuestionó en gesto despectivo Leaf, rompiendo el silencio incómodo que se había formado entre los cinco.
—Eh... No, es mi amiga. Es un tótem de la tribu Grizzly. ¿A qué no es genial? —volvió a intentar Frost con más ánimo.
Matoaka tenía ganas de decirle que se detuviera. Cada mirada que le dirigían la hacía sentir más y más inferior.
—Princesa Frost Golden, la reina solicita su presencia —informó Cristal llegando directamente a la princesa del invierno.
—Maldición —murmuró Frost poniendo los ojos en blanco, con fastidio. Tarde o temprano tenía que suceder. Se giró a los chicos con una sonrisa entusiasta—. Bueno, voy a ir a que mi madre me recuerde las razones por las que soy la mayor deshonra de toda la vida. Conózcanse en lo que regreso. Les haré preguntas.
Los cuatro quedaron sumergidos en un total silencio. Matoaka los observó, Frost no era la única que tenía el pelo degradado en colores. Los tres también tenían sus cabellos combinado en más de una tonalidad. Parecía que era algo natural y propio de las razas de las estaciones. Un rasgo que a su opinión era hermoso.
—Entonces... Eres un tótem —repitió Buds, en un banal intento de conversación con Matoaka—. En mi palacio tenemos de esos, como servidumbre. Mi mamá dice que les damos la oportunidad de ser útiles en su vida.
Buds se hallaba seguro de que su comentario iba a ser bien recibido. Su mamá le había inculcado que esas razas eran el trato más digno que podían llevarse y tenían el honor de servirles a ellos. Matoaka frunció el ceño, con desaprobación.
—Sí, los tótems suelen a quienes más secuestran para vender como esclavos. Y prefieren llevarlos cuando son niños para acostumbrarlos a los malos tratos y que no intenten buscar una vida más digna... ¡Ah! Sin contar que son los más vulnerables. No les haces ningún favor si promueves esa clase de abusos.
—Son animales, ¿qué espera, su alteza? ¿Qué nos arrodillemos ante ustedes? —volvió a cuestionar Leaf en tono burlón—. Que hayan tenido la suerte de verse parecido a nosotros, no quiere decir que nos haga iguales. No trates de hacerte la superior, no eres más que un animal.
Matoaka sintió el enorme nudo acrecentar en su garganta. Quería llorar, estaba a nada de hacerlo. Por eso odiaba a esa gente, la reducían a una bestia que por milagros de la naturaleza podía comunicarse. Miró sus manos, tal vez las suyas eran menos delicadas y con unas uñas largas y negras que casi asemejaban a garras, pero cumplían el mismo propósito que las manos de Leaf. Solo por verse distintas, no las hacía diferentes.
—Leaf —pidió Rain dándole un pellizco en el brazo al darse cuenta de lo que había provocado en Matoaka. La princesa del verano solía ser la más considerada ante la gente de su entorno y ayudaba que no se encontraba tan contaminada con los pensamientos que los demás tenían sobre los tótems.
—¿Qué? ¿Dije algo que es mentira? Es solo que tú no sabes la reputación que se cargan... ¿Verdad, Buds? Diles cómo se castigan a los que intentan pasarse de listos en tu reino —instó directamente al chico, que en seguida se puso a ver la decoración del lugar, con una fascinación fingida.
—¿Ya vieron? Vaya, cada año se esfuerzan por preparar mejor el salón —comentó señalando las enredaderas de hielo que se alzaban junto con los pilares. No podía negar el maltrato que se le había dado a la servidumbre en su palacio, así que prefería evadir el tema—. Es muy bonita la decoración. Hay que darnos un tiempo y apreciarlo.
—Ah, sí, es hermoso —afirmó Rain, ansiosa por encontrar una distracción y, junto con Buds, se dedicaron a admirar una columna, dándoles la espalda a las chicas.
Matoaka puso los ojos en blanco, pensando en lo patéticos que eran. No veía la hora de irse, quería volver a su casa a comer salmón y tomar té de bayas. Eso sí era más divertido que compartir espacio con príncipes engreídos que tenían fuertes delirios de superioridad. Estaba por dar media vuelta cuando llegó Frost, poniendo las manos sobre los hombros de Matoaka.
—¡Ya estoy aquí! —Miró a los chicos que le daban la espalda a Matoaka y Leaf, quienes se retaban en silencio—. Oh, no. Están haciendo la táctica evasora y ustedes la táctica agresiva. ¿Qué pasó?
—Yo no me llevo con mascotas —finalizó Leaf dándole un empujón a Matoaka para apartarla de su camino.
Apenas se dieron cuenta que las chicas habían terminado su riña Rain y Buds no perdieron tiempo para ir a la pista de baile, como pareja. Intentando pasar el mal rato que se habían llevado.
Matoaka apretó los puños, con furia. De nuevo las lágrimas se agaloparon en sus ojos. Tenía que hacer un esfuerzo casi monumental por no soltarse a llorar. Frost en seguida se dio cuenta y recargó su cabeza sobre su hombro derecho.
—No todos te entienden como yo y menos Leaf. Todo el mundo la odia por ser un híbrido y suele proyectar lo mal que se siente consigo misma en los demás. No lo dice en serio —susurró Frost con dulzura mientras con su otro brazo acariciaba su hombro izquierdo.
—Pues, que no se proyecte en mí si sabe lo que le conviene. —Matoaka miró a Frost, parecía cansada y no más feliz de lo que estaba ella—. ¿Qué te dijo tu mamá?
—Que soy una desgracia, nada nuevo.
Matoaka suspiró con pesadez. Ya sabía a qué se refería ese insulto de la desgracia y porqué su madre se lo decía. Siempre era lo mismo de saber que estaban juntas. Todo el mundo desaprobaba su amistad. Y así las seguían mirando, con cara de completo asco.
Frost, en cambio, observaba con intensidad la pista de baile. Era una lástima que su noche estuviera yendo en tan semejante curso. Ella solo deseaba disfrutarla al lado de la persona más especial en su vida. No tenía porqué importarle lo que estaba sucediendo, era su noche. Se colocó delante de Matoaka e hizo una reverencia mientras extendía la mano, imitando a los hombres cuando le pedían bailar a una mujer.
—¿Me concede esta pieza, hermosa dama? —preguntó poniendo la voz más formal que pudo.
—Emm... ¿No se ve mal esto, Frost? —Matoaka, aunque halagada, estaba incómoda por la atención que suscitaban. Los susurros a su alrededor parecían aumentar en cada acción. Nunca se había sentido tan más vigilada.
—Ya soy una vergüenza para mis padres, no tengo nada más que perder —bromeó la rubia, tomando del brazo a su amiga para arrastrarla casi de manera literal en medio de las parejas que bailaban sincronizadas.
Matoaka los observó, era muy distinto a como ella y su gente solía danzar. Y no tocaban tambores, la música salía de violines y cornetas. Era un ritmo diferente. La castaña intentó seguir los pasos de la gente que continuaban moviéndose, tratando de ignorar su presencia.
—¿Lo estoy haciendo bien? —cuestionó Matoaka al sentir los inquisitivo ojos ámbares de Frost sobre ella.
—Lo estás haciendo... igual al resto —murmuró con cierta decepción. La tomó de la cadera y la juntó hacia su cuerpo, para susurrarle al oído—: Matoaka, no es necesario hacerlo así. Yo te he visto bailar, me encanta ver cómo lo haces, no debes cambiarlo solo por intentar encajar. Yo no quiero eso. Te quiero como eres.
Matoaka se separó en un gesto que resultó más brusco de lo que esperaba. Por cosas como esas Frost se había ganado su corazón, pero no quería seguirla escuchando. No cuando se sentía tan vulnerable y expuesta ante las miradas ajenas. Sus sentimientos iban a terminar quedando libres porque cada vez le costaba más contenerse.
Frost no le tomó importancia al repentino movimiento de Matoaka, apenas empezó a sonar una canción más alegre, la tomó de las manos y comenzaron a girar por el lugar, como cuando eran niñas y danzaban juntas. La castaña rio conforme la cohibición iba pasando. Solo eso importaba, que ambas se estuvieran divirtiendo. Era su noche y nadie podía arrebatarles la experiencia.
Los susurros parecían aumentar en el salón hasta convertirse en expresiones de desaprobación. Matoaka abrió los ojos volviendo a su realidad. Frost reía a carcajadas, pero la gente a su alrededor se había detenido y ahora las encerraba en un círculo, donde todos se dedicaban a vocear sobre la escena más asquerosa, en sus palabras, que les había tocado contemplar.
De pronto, un frío intenso las detuvo. No provenía de Frost, era una mano azulada y externa que las agarraba de la muñeca. Tanto la castaña como la rubia observaron el gesto, casi con sorpresa. Era la reina Álgida quien las mantenía asidas, dándole igual que estuviera tocando también una raza que odiaba con todo su ser. De un tirón las separó y, con una brusquedad más que innecesaria, jaló a su hija.
No iba a permitir que los Frostice siguieran pasando más vergüenzas por su actitud. Frost se percató de que la pensaba sacar del ojo público para reprenderla, así que usando más fuerza se zafó. La reina se giró, su hija sin darle la espalda estaba volviendo al lado de Matoaka. Los ojos ámbares de la princesa la retaban, sintiendo satisfacción en sus acciones.
—Frost, ven aquí —ordenó la monarca entre dientes, haciendo un esfuerzo descomunal por no montar en cólera.
Frost Golden echó un vistazo a su alrededor. Los espectadores la vigorizaban. Se sentía extrañamente viva, ahí, yendo contra todo lo que su pueblo representaba. Yendo contra todo lo que la realeza representaba. La energía la envolvía y se entremezclaba con la adrenalina. No le iba a permitir a su madre, ni a nadie, que le quitaran su momento.
—No. —Frost respondió con una lentitud exagerada, como si tuviera que saborear las letras antes de que se escabulleran fuera de sus labios.
No había cosa que la reina Álgida odiase más que cuando su hija renegaba en público, oponiéndose a comportarse como se esperaba en una princesa. Y Frost más que nadie lo sabía. Sabía cómo su madre necesitaba de la aprobación ajena, que se alimentaba de ella más que de cualquier otra cosa. Le preocupaba dar una imagen de superioridad que Frost no estaba dispuesta a cumplir. Y si no quería que montase una escena, más le valía no seguir insistiendo en que la siguiese.
La princesa del invierno tomó a su amiga de la mano y con total calma, bajo el incómodo ambiente instalado en el salón, la sacó de ahí. Ambas caminaron en silencio por los jardines traseros del enorme castillo. Iban al oasis secreto de Frost, un lugar donde le gustaba recluirse cuando se sentía llegar al límite.
No, ese edén no era la parte más hermosa, ni por asomo. No había definidas esculturas en hielo simulando ser flores en arbustos, ni árboles cubiertos de nieve. Solo se levantaban hórridas estructuras de escarcha, provocadas por Frost. Todo lo bello que había tenido ese lugar hacía años, la princesa se lo había arrebatado, convirtiendo ese espacio en uno donde podía desahogar sus emociones, sin importar los destrozos que fuera causando.
Matoaka pasó a sentarse en el único columpio que había en uno de los rincones. Ya sabía lo que se avecinaba, conocía a Frost muy bien y si la había llevado a ese lugar era porque lo necesitaba con urgencia. En varias historias que le contaba la había escuchado nombrarlo. Apenas estuvieron solas la princesa apretó los puños, dando paso a sus emociones reprimidas, que la invadieron y sobrepasaron como un torbellino. Del piso fueron creándose puntiagudas estacas de hielo sólido; la forma que adquiría la escarcha de Frost de encontrarse enojada.
La rubia paseó de un lado a otro. Las estalagmitas acompañaban sus pasos y se erguían como espinas, dispuestas a causar daño. No se había dado cuenta, pero sus lágrimas, convertidas en agua nieve, ya cubrían sus heladas mejillas. Lloraba del coraje, no sabía cómo más desahogarse para sentirse mejor. Matoaka la contemplaba, imponente. Ansiaba aligerar su pena.
—Ey —susurró la tótem con voz temblorosa. Frost Golden detuvo su andar y fijó en ella sus ojos ámbares—. La noche no ha sido un total desastre... La verdad estoy muy feliz de poder compartirla contigo.
Las palabras de Matoaka solo hicieron aumentar el llanto de Frost. La princesa se cubrió el rostro mientras sorbia con desesperación los mocos que ya se deslizaban fuera de su nariz.
—Perdón, no quería que todo tomara este rumbo. No sé qué esperaba, pero... —De pronto, Frost se exasperó y lanzó una patada al aire, haciendo que sus zapatillas de hielo se transformaran en una ventisca de nieve, dejando sus pies desnudos—. ¡Agh! Me enfurece tanto que te traten así. Que no se den cuenta de que eres tan importante como nosotros. ¡Quisiera que dejaran esos pensamientos tan arcaicos!
Matoaka se estremeció de los fríos vendavales que ya envolvían el ambiente. Frost Golden parecía estar cada vez más fuera de sí.
—¡Odio a mi mamá! ¡Odio este estúpido sistema que no deja hacer nada! Si tuviera el poder ya no existiría más los protocolos, ni la Realeza. Siempre todo está mal —exclamaba entre sollozos dando violentos pisotones—. ¿Por qué no pueden entender que..., que tú formas parte de mi identidad y que eres muy especial para mí? ¡No pueden ni hacer ese esfuerzo!
La tótem ya no podía visualizar nada por la nieve que corría llevada por las ráfagas que la princesa provocaba. Se puso de pie, incapaz de seguir contemplando sin hacer nada por ayudarla. El aire casi amenazaba con arrastrar a Matoaka por la fuerza que ejercía al moverse, pero la chica pudo quedar firme. Dio un par de pasos, la silueta de Frost apenas era reconocible por las luces que desprendían las auroras boreales de los cielos.
Se acercó con cautela. Sus pies difícilmente se mantenían firmes en el piso conforme más cerca estaba y su cuerpo era zarandeado, como si fuese de papel. Matoaka no iba a detenerse hasta llegar a Frost, aunque le costara. Sentía que la distancia se había alargado y el tiempo se volvía eterno, cuando por fin localizó la presencia de la rubia. La tomó de las espaldas y la envolvió entre sus brazos.
Las expresiones de cariño le resultaban ajenas a Frost, pero le encantaba recibirlas. El vendaval que las envolvía menguó. La chica aún lloraba, pero sus poderes ya no eran controlados por sus emociones. Lo que más le costaba de aprender a manejarlos, era que debía separarlos de lo que sentía. Matoaka atrajo con ella a Frost Golden y ambas se sentaron en el columpio. La castaña acunaba a su amiga, acompañando en silencio su desborde emocional, como siempre acostumbraba a hacer.
—“Si la guerra llega aquí, el mundo se va a dividir. Tu mano tomaré...” —comenzó a canturrear Matoaka con voz suave.
La heredera del invierno la observó. Esa canción... La habían compuesto juntas hacía tantos años que le sorprendía escucharla nuevamente. Pero al oír la estrofa, las palabras se entonaron y salieron de su boca sin pensarlo.
–“Y tu corazón sanaré...” —se unió Frost volviendo a colocarse en el pecho de Matoaka, como si fuera una niña pequeña.
—“Porque si el cielo brilla tú y yo lo haremos.
Te dije que por siempre estaremos
Siempre encontrarás un apoyo aquí Lo juré y lo cumpliré hasta el fin
Ahora que hay tanto invierno al menos tú y yo nos tenemos...”
Terminaron de cantar juntas. Frost tomó la mano de Matoaka y se sintió en la libertad de entrelazar sus dedos. El corazón de ella se aceleró, la rubia era capaz de escucharlo a través de su busto donde tenía apoyada la cabeza. Una ligera sonrisa decoró sus labios. ¿Era desquiciado pensar que tal vez esa canción la habían hecho antes, ignorando el sentimiento que iba floreciendo?
—Matoaka... —la llamó con dulzura, haciendo que le prestara atención, pero ella no se atrevió a darle la cara—. ¿Me creerías loca si te digo que..., te amo?
La palabra fue soltada al aire y ahí se quedó flotando algunos segundos más. Matoaka se estremeció conforme sus mejillas tomaban color. No, no era momento para hacerse ilusiones. Solo era una expresión que se podía dirigir en el más inocente de los sentidos. No tenía porqué arrebatárselo solo por desear darle otro significado.
—También te tengo cariño, Frost. Eres mi mejor amiga —respondió con un hilo de voz.
—Temo que me encasilles como una enferma..., pero no te amo como si fuera mi amiga. Yo quiero, anhelo, poder hacer mi vida junto a ti, como si fueras mi pareja.
La confesión tomó desprevenida a Matoaka y de pronto sintió como si se estuviera asfixiando. Retenía la respiración, sin percatarse de ello. Poco a poco abrió los labios y permitió que el aire volviera a llenar sus pulmones.
—Si es un tipo de broma, Frost... —empezó a murmurar la tótem, teniendo miedo de que su amiga jugara con un tema que le causaba casi dolor de la tortura mental a la que estaba sometida.
Frost se irguió. Cada parte de ella temblaba, pero no por la frialdad. Sino por el miedo de haber quedado en ridículo, el miedo de haberlo echado todo a perder. El miedo de siempre haber estado mal, aún sintiendo en su interior que no era así. Como un impulso fugaz que la envolvió, se juntó a Matoaka y permitió que sus labios se encontraran, fusionándose en un apasionado beso. Tal vez estaba yendo en contra de su voluntad, pero solo por un único instante anhelaba probar esa boca con la que tanto había fantaseando en un pasado.
Matoaka tardó en reaccionar. Ambas se estaban besando, compartiendo aquel primer momento íntimo. La adrenalina llenó su cuerpo, acompañando su sangre, y los latidos de su corazón se volvieron violentos golpes en su pecho. La piel se le erizó, daba igual si era por la situación o por el hecho de que Frost estaba helada, le encantaba sentirlo. No quería separarse. Aquel beso llenaba hasta sobrepasar las expectativas que se habían formado en su mente.
—Lo siento —susurró Frost cuando después de unos segundos se apartó—. No pude...
La castaña no quería escucharla lamentarse. Ahora fue ella quien desesperadamente buscó el contacto con sus labios, ansiando su unión mutua. Frost sintió la alegría burbujear en su torso hasta propagarse por sus miembros, mientras correspondía aquel beso que se sumaba a algunas caricias dadas. La noche culminaba de la mejor manera.
La reina Álgida y el canciller contemplaron la escena, sin poder creerle a sus ojos. Ambos miraban a la princesa y su amiga desde una habitación escondida, que daba justo al jardín, donde solían espiar a la heredera sin su conocimiento.
El canciller fue el primero en reaccionar, girándose bruscamente para lanzar el primer objeto que se encontrara. Un jarrón fue elegido y se estrelló contra la pared que estaba del otro lado de la habitación, rompiéndose en mil pedazos.
—¡Esas asquerosas plagas! No solo les basta con quitarnos el territorio. Ahora están lavándole el cerebro a nuestra heredera... ¡Ve a saber qué clase de hechizos antinaturales le han echado! —exclamó entre gritos, tomando un escritorio de caoba y volteándolo con sus propias manos—. Tenemos que exterminarlas.
Como si se hubiera dado cuenta de algo el canciller se acercó a la reina, que lo miraba impasible. Seguramente ni siquiera se acababa de enterar a su totalidad de lo que estaba haciendo su hija. Fuera de que debía rechazar su contacto con la criatura.
—La reina Fairy..., ella les ofreció una alianza para terminarlos, ¿no? —preguntó el hombre al golem que habían moldeado para convertir en reina.
—El rey la rechazó. Dijo que no nos veríamos envueltos con un genocidio de esa magnitud cuando teníamos un acuerdo de paz con los Grizzly —recitó la monarca casi en automático.
El canciller tomó a la monarca de la barbilla y con brusquedad la obligó a mirar por la ventana. La reina era como una muñeca entre sus brazos, no se oponía ante los jalones que le brindaba por más rudos que fueran.
—Observa, Álgida. Frost está siendo infectada a niveles preocupantes por esas malditas plagas —explicó el hombre con palabras llenas de odio—. ¡Tenemos que deshacernos de ellas a como dé lugar!
—Mi rey no lo autorizó, y yo debo respetarlo a él... —La reina pasó a ver al canciller, quien también ejercía de consejero de su esposo—. ¿No es eso lo que me has inculcado, señor?
El canciller apretó los dientes con furia. Atrajó a la reina hacia él y apretó su mandíbula, usando su mano derecha. La usaba como un simple objeto al que podía maltratar y desquitar la furia que lo embargaba.
—Lo principal que se te enseñó es que debes velar por tu pueblo. Él es primero y los tótems representan una amenaza a todo nuestro sistema, empezando por tu hija a la que ya han infectado. Ahora, sin importar los sacrificios que debamos hacer, vamos a exterminar a los Grizzly. ¡Sea cual sea el precio, los acabaremos!
El canciller abandonó a la soberana y salió de ahí, dispuesto a redactar una carta hacia Fairy. Daba igual que los reyes no estuvieran de acuerdo. La reina era apenas una marioneta y al rey solo se le tenía que quitar de enmedio. Frost no tardaría en quebrarse y amoldarse una vez que conociera la naturaleza del tótem.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro