16- La Princesa Y El Oso
“Las exhalaciones de pánico eran presentes en la tribu. La gente corría desesperada apenas escucharon llegar a los soldados. Era un espectáculo grotesco, los osos Grizzly nunca habían contemplado algo parecido.
Matoaka, o Pocahontas como solían decirle algunos en comentarios despectivos por sus travesuras, observaba a su alrededor sin sentirse segura de lo qué pasaba. Sus ojos, almendrados y oscuros, localizaron a Tigridia, su hermana mayor. Parecía tan confundida como ella, sin saber exactamente qué hacer o qué sucedía. Esa mañana varios Grizzlys vigilantes habían sido emboscados por el hombre de hielo y se decía que iban a atacar la aldea.
Matoaka localizó a su padre, que surgía de entre todos como un halo de esperanza. Trataba de tranquilizar a la gente, pero aparentaba ser algo imposible. Ambas niñas se acercaron a sus progenitores, las preguntas eran palpables en sus rostros. Su madre le colocó una mano en un hombro a cada una.
—¿Qué ocurre? —preguntó Matoaka.
—Va haber junta con los mayores de la aldea —les explicó su madre revolviendo sus castaños cabellos—. No hay nada de qué preocuparse.
Matoaka frunció el ceño por aquella mentira tan descarada. El hombre de hielo siempre daba de qué preocuparse. Antes de que se fuera a la cueva central designada para juntas, la niña sujetó la mano de su mamá.
—¿Podemos ir con ustedes? —preguntó. Contaría con apenas siete años, pero a la castaña le intrigaba conocer el estado de su aldea.
La madre compartió una mirada rápida con su marido, quien se había acercado para escuchar la conversación. Él asintió, eran las hijas del jefe, principalmente Tigridia como la más grande sería la que algún día cargaría con la tribu, mejor era prepararla desde antes aunque su edad fuera tan temprana.
—¡Los demás, no abandonen las cuevas hasta nuevo aviso! —gritó el jefe girándose a su gente—. El hombre de hielo es peligroso, no hay que exponerse a él.
Las niñas, junto con los varones de la tribu y sus padres, caminaron hacia la cueva de juntas, un enorme recinto subterráneo en medio del pueblo. Ahí se reunían de presentarse una emergencia o a veces para planear estrategias de guerra.
—¿Qué haremos contra el hombre de hielo? ¡Esto no puede seguir así! —exclamó el ayudante del curandero—. Las heridas que provocan son graves.
—¿Y qué sugieren hacer contra él? ¿Pelear? Ya nos han demostrado que sus poderes pueden hacernos mucho daño y no se detendrán hasta terminar con nosotros.
—Nuestra vida era tan tranquila antes de que aparecieran...
—Nos están obligando a retirarnos y sí es una idea que he estado contemplando por el bien de la tribu.
Matoaka abrió los ojos, sorprendida por las palabras de su padre. ¿Abandonar sus tierras? ¿Qué pensarían sus ancestros? No podían transportar con ellos sus cementerios. Todos los presentes pensaron lo mismo. No les parecía una opción a considerar, menos siendo una tribu tan territorial.
—Hemos sido pacientes, pero si quieren dar pelea deberíamos dárselas.
—¿Cómo hicimos al principio? Terminaron con la mitad de nosotros. Sus ejércitos nos sobrepasan aún como osos.
—Nuestro error fue no pedir ayuda, acudamos a nuestros hermanos, la Tribu Pardo y la Tribu de Oso Negro.
—Somos los Tótems más poderosos, ¿qué te hace pensar que harán una diferencia?
—La cantidad.
Las opiniones entre los varones de la tribu empezaron a subir de tono, hasta volverse discusiones acaloradas. Matoaka y Tigridia compartieron una incómoda mirada.
—Y si..., ¿y si buscamos la paz con el hombre de hielo? —La suave voz de Matoaka, hizo que todos se detuvieran en el acto.
Su padre se acercó a su hija y la tomó del hombro, conmovido por su inocencia.
—Ellos nos han dejado claro que no quieren paz, nos buscan exterminar.
—¡No! —negó de inmediato la castaña dando un paso hacia atrás—. Debe de haber quién esté interesado en ayudarnos.
Los varones compartieron una mirada de incredulidad entre ellos. Por eso las niñas no deberían estar presentes en un asunto de tanta importancia. Su madre intercedió y la apartó del círculo para encaminarla a la salida.
—Matoaka, he dejado unos salmones al fuego en la cueva, ¿podrías ir a vigilarlos para que no se quemen?
Matoaka dio un profundo suspiro y, sin quedarle más opción, fue a cumplir la orden que le había dado. De igual manera ya empezaba a tener hambre, podía aprovechar para comer.
Hizo pucheros mientras caminaba a su hogar, en el pueblo de hielo debía haber gente buena, que estuviera dispuestos a un tratado de paz. Debía encontrarlos o a ese ritmo su pueblo terminaría extinto. Pocahontas se decidió, encontraría a quién quisiera unirse a su causa.
Llegó a su casa, un olor poco usual a menta fusionada con vainilla se desprendía del interior. Lo había captado con anterioridad, pero ahí se volvía más potente, como si fuera la fuente de él.
Echó sus orejitas de oso hacia atrás, preparándose para atacar al enemigo, mientras descendía por los escalones de barro. Sabía que tenía que acudir por ayuda a su familia, pero decidió ignorar ese pensamiento.
Al llegar en seguida se percató de que toda su comida había sido probada por el mismo ser que olía a fresca vainilla. Los restos de los peces se esparcían por el suelo. Siguió el aroma hasta los penachos, su padre y su madre habían olvidado ponérselos para la reunión, estaban todos desordenados y cuando quiso agarrar el suyo se percató de que había sido reventado. Las lágrimas se agaloparon en sus ojos y tuvo que morderse el labio para no soltarse a llorar, su mamá se lo había hecho para su cumpleaños.
Y eso no era todo, sus camas estaban totalmente desordenadas, seguro que sus padres se iban a molestar de aquella insistente esencia que impregnaba las cobijas. Matoaka intentó subirse a la suya para comprobar los daños, pero se encontró con una niña dormitando cómodamente.
Retrocedió de un salto y la miró nuevamente. Sí, era una niña de cabellos como el oro, que conforme descendían en sus bucles iban adquiriendo una blanca tonalidad. Matoaka la sacudió levemente, intentando despertarla.
La niña poco a poco fue abriendo sus ojos y la observó bien, hasta que su aspecto la hizo espabilarse por completo. Ambas retrocedieron, asustadas, sin dejarse de mirar.
—Eres un Grizzly —murmuró Frost Golden habiendo pasado el impacto inicial.
Matoaka lentamente asintió.
—¿P-puedes..., entenderme? —preguntó la rubia sorprendida. Según su padre eran animales con los que no podían comunicarse.
Matoaka volvió a asentir, debatiéndose mentalmente por lo que debería hacer. Quizás esa cría de hielo había sido mandada como una respuesta a su súplica, pero debía averiguar si era peligrosa.
—Perdón por el desastre que hice —continuó Frost Golden al cabo de unos segundos, mirando a su alrededor con culpa—. Tenía mucha hambre.
Frost salió de la cama y se observaron mutuamente. No importaba el color de su tez, eran muy parecidas. Matoaka levantó una mano y Frost la imitó, titubeantes como si aquello fuera a ser un desencadenante de desgracias acercaron sus dedos hasta unirlos, poco a poco hicieron que sus palmas quedaran a la par.
Frost miró sus manos con curiosidad y ladeó la cabeza. Encajaban perfecto, ambas tenían los mismos cinco dedos y el mismo par de ojos que conectaban a su alma. La osita era igual a ella.
—No pensé que fuéramos tan parecidas —susurró con un poco de vergüenza en su voz. Las palabras de que eran animales resonaban en su mente y se desvanecían. Ya quería llegar con su papá a compartir su conocimiento, seguro que se iba a alegrar al saber que ya no tenían que pelear. ¡Ambos pueblos eran iguales!
Volvió a observar a Matoaka con la emoción desbordando sus ojos, pero el rostro de la tótem apenas había cambiado en un atisbo de sonrisa.
—¿Estás enojada y por eso no me hablas?
La castaña meneó la cabeza, compartir no le era ningún problema y tampoco dar hospedaje.
—Entonces dime algo, por favor...
Ante la petición Matoaka decidió darle voz a sus pensamientos, que venían persiguiéndola.
—¿Eres de la tribu Frostice?
—¡Ah, sí hablas! —exclamó Frost dando libertad a su emoción—. Sí, vengo de Frostice, me he perdido y no sé cómo regresar a mi casa.
—Yo sé el camino...
—¿De verdad? ¡Qué alivio! —Sin pensarlo dos veces se acercó a la castaña y la envolvió en un abrazo de lo contenta que se sentía.
La pequeña osezna se sonrojó de la confusión. Según sus padres la gente de hielo era malvada, no se dedicaba a dar abrazos.
—Te llevaré a tu casa, pero debes ayudarme, por favor —pidió Matoaka una vez que se separaron—. Debes tener la cura para esto.
La tomó de la mano y la encaminó fuera de ahí. Frost Golden no opuso resistencia.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Frost mientras seguía a Matoaka por el campo.
—Soy Matoaka Bear, pero me dicen Pocahontas, a veces, cuando trato de jugar con los demás.
—Pocahontas, qué nombre más raro. Pero me gusta... Pocahontas —repitió Frost con una ligera risa—. Yo soy Frost Golden. ¿Te gusta mi nombre?
—No es un nombre común, es divertido —finalizó Matoaka dirigiéndole una sonrisa por encima del hombro.
Las niñas se dirigieron al cuarto de curación, que solo se encontraba habitado por los hombres heridos. El curandero seguía en la reunión.
Frost paseó por el lugar con los ojos desorbitados. Jamás había contemplado un espectáculo tan grotesco. Las pieles de esos hombres cambiaba del rojizo al negro por el frío extremo, partes que tendrían que ser amputadas por la gangrena para impedir que se siguieran propagando y matando más tejido, sus dedos presentaban sabañones y sus cuerpos se sacudían en temblores helados sin importar el calor de la habitación, que casi era asfixiante.
—¿Q-qué les pasa? —preguntó Frost asustada, mirando la escarcha que cubrían esos desdichados cuerpos.
—Fueron atacados por... —Matoaka la observó y con eso transmitió todo. Su gente lo había hecho, ella nunca había conocido el poder del hielo usado de una forma tan destructiva para causar daño. Sus grandes ojos ámbar se llenaron de lágrimas. Eso es lo que su pueblo había estado haciendo, ¿cómo se podía ser tan inhumano?—. ¿Puedes ayudarlos?
Frost Golden dio un profundo suspiro intentando detener las lágrimas. Nunca había probado retroceder el frío, el reino de la primavera se ocupaba de descongelar y arreglar la tierra después de ellos.
Con pasos inseguros y temblorosos se acercó a una de las camillas, donde estaba el hombre que parecía más afectado. Frost lo observó detenidamente, mientras acariciaba con timidez los mechones húmedos que caían sobre la frente del desdichado. ¿Por qué su gente estaba haciendo eso? No cabía en su mente.
Los ojos ámbares de Frost buscaron los de Matoaka, quien la observaba impasible a unos pasos de distancia. La castaña no parecía creer la escena. Para ella, Frost deshacía todas las malas imágenes que había tenido de los Frostice.
—¿Cómo puedo ayudarlos? —preguntó con un hilo de voz la niña.
—No sé... Creí que sabrías —murmuró Matoaka en respuesta un poco apenada.
La rubia volvió a girar la mirada hacia el hombre que posaba a su lado. Aunque dormía, no dejaba de tiritar, sufriendo espasmos incontrolados por el frío. Buscando darle un poco de paz, e impulsada por su compasión, Frost Golden se acercó para brindar un beso sobre la frente del enfermo.
Matoaka, sin poder seguir observando a la distancia, se acercó y se detuvo al lado de Frost. El hombre había dejado de temblar siendo invadido por una calma que lo recorrió hasta propagarse por todo su cuerpo. Las dos niñas compartieron una sonrisa de triunfo, creyendo esa tranquilidad como algo positivo. Significaba que ya no sentía frío. Frost, con más seguridad, volvió a repetir la acción.
Pero esta vez la frente del hombre palideció, su piel iba tomando una blanca tonalidad, quedando como la nieve. El gesto de victoria en ambos rostros infantiles se fue borrando, cambiando lentamente de la felicidad al horror conforme contemplaban la escena. Ante ellas, el hombre perdía la vitalidad mientras sus extremidades se volvían hielo sólido.
Matoaka cubrió su boca con sus manos a la vez que los ojos de Frost parecían salirse de sus órbitas por el asombro. Los corazones de las dos niñas se agitaban en sus pechos, casi latiendo al unísono del terror.
Frost observó al oso, quien ya no era más que una estatua de hielo sólido. Sus ojos vidriosos la miraban ya vacíos, carentes de toda vida. Matoaka, en cambio, se llevó las manos a la cabeza, ¡la iban a regañar por hacer semejante cosa! ¿Y si aquello no era reversible? ¡Algo se tenía que poder hacer!
Se giraba a la rubia para preguntarle cuando se percató de que abandonaba la habitación, corriendo. Matoaka salió tras ella. Frost se había detenido en el claro fuera de la cueva y daba vueltas sobre su eje mientras sollozaba.
—No quería hacerlo, no sabía que podía hacer eso —gimoteaba hecha un mar de lágrimas. Quería a sus papás para que le enseñaran qué estaba sucediendo y cómo revertirlo.
Matoaka extendió la mano para tomarla del hombro, pero un escalofrío repentino la detuvo. Sus dientes tiritaban y de su boca salía su aliento condensado en humo. Frost extendía una helada, proveniente de su fuerte angustia. La osita contrajo los dedos de los pies, resintiendo el frío en sus plantas descalzas.
Un ruido de voces acercándose del fondo de la tierra la distrajo. Los mayores ya salían de su reunión. No podía permitir que vieran a Frost, lo iban a descubrir todo. La castaña, sin dar previo aviso, tomó a Frost de la muñeca y corrió con la niña arrastras.
La rubia se sobresaltó por el brusco movimiento. Casi cayó al suelo por el tirón repentino, pero se pudo mantener en pie y siguió tras la osa. O al menos lo intentó. Matoaka, gracias al espíritu del grizzly, presumía de una velocidad impresionante y arrastraba de ella como si no fuera más que una muñeca de trapo.
Ambas se adentraron en el bosque. La tarde empezaba a dar paso a la noche y los árboles parecían ceñirse de forma aterradora sobre ellas, o eso le parecía a Frost, quien no estaba acostumbrada a pasear por esos lugares. Quería cerrar los ojos, pero algo en Matoaka la hacía evitarlo. Ella no tenía miedo y eso le daba a Frost seguridad. Si Matoaka no tenía miedo, tampoco debía tener miedo.
Al cabo de unos minutos dándolo todo en aquella carrera, las dos infantes se detuvieron jadeantes.
—El camino de hielo —dijo entre resoplos la pequeña osa.
Frost vio hacia donde le señalaba su compañera. Ya reconocía la estructura de hielo que se alzaba a metros de ahí. Se volvió a Matoaka y le dio un fuerte abrazo, como nuestra de agradecimiento.
—Voy a revertir lo que le he hecho a ese hombre. Te lo prometo, lo voy a revertir apenas sepa cómo... —aseguró al oído de la osa.
Matoaka acarició los cabellos de su nuca con cariño y calidez. Estaba segura de que, de alguna manera, ambas podrían encontrar la solución.
—Matoaka, ¿quieres ser mi amiga? —le pidió con inocencia la niña, encantada con la idea de tener alguien que la acompañara a jugar.
Matoaka sonrió, sintiendo una repentina conmoción por la petición. Ella también quería una amiga. Los hombres de hielo no eran tan malos si estaban dispuestos a ser sus amigos.
Quería responder cuando el estruendo de caballos corriendo cortaron la conversación. Dos jinetes tomaron a las niñas. A Frost con cuidado, para no lastimarla, mientras que a Matoaka la jalaron con brusquedad de sus prendas.
—¡Tenemos a la princesa! Notifiquen al rey —anunció uno de los soldados y, con asco, sujetó a Matoaka en los aires, asiéndola del cabello—. Y esta inmunda criatura estaba por hacerle daño.”
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