El Teatro Municipal de São Paulo ya había cerrado sus puertas y dando inicio a la selección juvenil de bailarines; un evento reservado para los adolescentes interesados en ingresar a la academia de ballet nacional de París. Cuando el elocuente presentador terminó su intervención, las luces se apagaron lentamente, dejando de enfocarse en los rincones del teatro para centrarse únicamente en la enigmática tarima. Igualmente, los ojos expectantes de los padres y los jueces se dirigieron al escenario. Este selecto comité, encargado de emitir el veredicto final, estaba compuesto por la bailarina principal y dos profesores del mismo teatro; todos ellos con la experiencia necesaria para asumir tal responsabilidad.

Imparciales en su juicio, a pesar de ver ante sus ojos a «niños», cómo los solían llamar, se sentían como reyes de su propia creación en la primera fila. Sus recuerdos se desvanecían, borrando las largas conversaciones que habían compartido en los salones de práctica con sus aprendices, y cómo se sorprendían al ver la rapidez con la que se perfeccionaba el talento de esa nueva generación.

Aunque por parte de los padres, convertidos en un manojo de nervios, no podían evitar reflejar su expresiva ansiedad en el rostro. A pesar de tener la incertidumbre de que sus hijos serían llevados a un continente lejano, alejados de sus cuidados, les reconfortaban la idea de que todo ello se hacía en nombre de un futuro lleno de felicidad y éxito para ellos.

El telón rojo comenzó a elevarse lentamente, mientras el murmullo de la sala se extinguía. En el centro del escenario, una joven apareció sentada, de espaldas al público, dispuesta a inaugurar la función.

Pero algo estaba fuera de lo común.

Un coro desconocido, cuya melodía sin duda era fúnebre, comenzó a resonar por el teatro, llenando el aire de una tensión palpable. La joven se incorporó con gracia, adoptando una postura esbelta, y dio cinco pasos hacia un lado del escenario. Luego, giró tres veces en dirección contraria. Fue en ese instante que solo los padres se dieron cuenta del ritual diabólico que estaban presenciando.

Detrás de la bailarina, en la penumbra, se perfilaban figuras deformes, sus siluetas apenas iluminadas por la luz tenue. Mientras tanto, la bailarina, vestida con un tutú de plumas empapadas en sangre, continuaba ejecutando con precisión aterradora sus pasos, giros y saltos dentro de un círculo de velas negras que la rodeaba. Su larga cabellera, negra como la noche, se ondulaba como tentáculos hacia la nada, ocultando su rostro de forma inquietante.

Los padres, horrorizados y temiendo por sus hijos que esperaban su turno en el camerino, intentaron alertar a los jueces, pero sus labios parecían estar sellados; quizás por el miedo que se había apoderado de sus cuerpos, o tal vez, porque ya no podían hablar. Cuando la bailarina retomó su postura inicial en el centro del escenario, las luces se apagaron por completo, y el último vestigio de cera se derritió en la oscuridad. El aire desapareció, y con él, el silencio se adueñó de la sala, creando una parálisis temporal, como si el tiempo hubiera dejado de existir.

No se pudo determinar cuántas horas, minutos o segundos permaneció el teatro en ese estado de inerte quietud, un tiempo tan extenso que parecía fundirse con el olvido.

Al día siguiente, los periódicos titularon con una sola noticia: una bailarina había sido seleccionada como la única participante. Nadie se extrañó. En cuanto a los padres, no se encontraron registros de que lo fueran alguna vez.

Fin.