CAPÍTULO 2: Dos copas de más
Al fin, tras cinco duros días de trabajo, habíallegado el fin de semana. El lunes en el que había entregadola carta quedaba ya lejos y tras cuatro mañanas revisandosu apartado postal y desilusionándose al no encontrar nadaen él, Sonia decidió dar por perdida aquella batalla.
Intentaba engañarse a sí misma diciéndose quehabía escrito aquella carta para dar una alegría a Ricardo,pero en el fondo sabía que eso no era del todo cierto. Habíaun motivo más egoísta oculto tras esa acción. Estabacansada de su monótona rutina cargada deresponsabilidades y a pesar de que le gustaba su trabajo,necesitaba añadir a su vida algo de acción. Una chispa deilusión, alguna aventura intrépida que le permitieradesconectar de su día a día.
A pesar de que se negaba a reconocerlo, ella sabíaque ese era el verdadero motivo por el que había escritoaquella carta. Cada vez que se imaginaba a Ricardo tal ycomo su hermano se lo había descrito, con su cuerpomusculoso y repleto de tatuajes, leyendo las palabras queella había escrito, una ardiente sensación la embriagaba. ¿Ypara qué engañarse? Le gustaba sentirla.
Afortunadamente su teléfono empezó a sonar, loque la sacó de aquel bucle de pensamientos oscuros en elque se había metido.Era viernes por la tarde y no estaba dispuesta a quesu cabeza, a quien le gustaba divagar más de la cuenta,arruinara su fin de semana.
—¡Alba! —exclamó con emoción al descolgar.
Desde el otro lado de la línea su amiga respondiócon la misma alegría y tras varios minutos poniéndose aldía la una a la otra sobre las novedades de la semana,quedaron en verse esa misma noche para salir por todo loalto.
Alba y ella eran amigas desde pequeñas. Ambas sehabían criado en el mismo pueblo y a pesar de sus muchasdiferencias habían acabado entablando una bonita amistad.Quizás por supervivencia, dado que en un lugar en el queapenas hay niños de tu edad acabas por conformarte conaquello que encuentras. Fuera cual fuera el motivo, ambaschicas eran inseparables. Tanto que, cuando Sonia se mudóa la ciudad por trabajo, Alba la siguió, y aunque a sucompañera no le iba tan bien como a ella, no se podíaquejar. Tirando de contactos Sonia le había encontrado unpuesto como profesora de guardería. Sus ingresos no erantan sustanciosos, pero sí que eran suficientes para podersepermitir un pequeño piso en las afueras.
Percatándose de que todavía llevaba puesta la ropade oficina, Sonia se quitó los molestos zapatos y trasdespojarse de las prendas de ropa que no se molestó enrecoger del suelo, entró al jacuzzi. El agua cálida yburbujeante la llamaba a gritos y después de una largajornada, se merecía aquel breve instante de absoluto placer.
Una copa de cava rosado descansaba en su manoizquierda mientras la derecha sujetaba un libro de poesía.Contrario a lo que muchos pensaban, los negocios noestaban reñidos con el arte y la cultura.
—Quizás el dinero no dé la felicidad —susurró lamujer mientras contemplaba la ciudad que se extendía bajosus pies—, pero definitivamente ayuda a ello.
El ático en el que vivía Sonia estaba situado en unode los barrios más lujosos de la ciudad. Además, el salón dela vivienda contaba con una enorme cristalera que leproporcionaba unas magníficas vistas, lo que acabó deconvencerla para comprarlo. Allí, junto a esa grancristalera, fue donde Sonia instaló la bañera de hidromasajea la que tanto uso daba. Aquel era su rincón especial, unlugar en el que relajarse y disfrutar mientras se deleitabacon el espectacular paisaje urbano.
Ya había oscurecido así que las luces de las calles ylos edificios estaban encendidas. Sonia sonrió. Aquellaestampa hacía que se sintiera como si se encontrara enmitad de un bosque repleto de luciérnagas.
Salió del agua y se cubrió con la toalla que habíadejado preparada. Sintió que sus piernas flaqueaban debidoal constante burbujeo y tras recoger el libro que habíaacabado por el suelo, se dirigió a su habitación paravestirse.
Había quedado con Alba en poco más de una hora.
***
Frente a la entrada del local que estaba tan de modaen la ciudad se había formado una gran cola. Sin embargo,las dos amigas, aprovechando que Sonia conocía a uno delos dueños del local, pudieron ahorrarse la espera.
—Buenas noches —saludó la ejecutiva sin que letemblara la voz e ignorando las miradas de desprecio de aquellos que seguían esperando en la calle—. Soy SoniaMartínez, tengo que estar en la lista. Dos personas.
El imponente hombre de casi dos metros de altura yunos músculos que apenas cabían en el traje revisó la lista yen cuanto encontró el nombre de la muchacha, retiró lacinta y les dio paso.
—Disfruten de la noche —pronunció. Pero ningunade las dos jóvenes logró oírle. Las amigas ya habíancruzado la puerta del local y la música había ahogadocualquier sonido del exterior.
Los cuerpos se contoneaban en la concurrida pistade baile y la oscuridad, rota únicamente por lasintermitentes luces de colores, no hacía sino más queincrementar la sensación de desfase y descontrol.
Ambas chicas, cuyos cuerpos habían empezado abalancearse al ritmo de la música, pasaron de largo y sedirigieron a las escaleras que conducían al piso superior, alque solo unos pocos tenían acceso.
Pidieron un par de copas a uno de los camareros yse sentaron en el sofá que les habían reservado. A Sonia sele escapó un suspiro de felicidad al sentir el placenterocontacto del alcohol dulzón deslizándose por su garganta.
No llevaban más que una copa y un par de bailescuando el insistente timbre del teléfono de Alba acabó contoda la diversión.
—Lo siento Sonia, tengo que atender la llamada,parece importante.
La joven se dirigió al baño buscando algo detranquilidad para poder escuchar lo que su interlocutortuviera que contarle. Cuando regresó, todo ápice de alegríahabía desaparecido de su rostro.
—Tienes que irte —comentó Sonia con voz fría sindarle tiempo a su amiga de excusarse.
Alba asintió y a pesar de que su compañera no lehabía pedido explicaciones, sintió la necesidad dejustificarse.
—La madre de Ramón se ha caído por las escaleras.Parece que se ha roto la cadera y está en urgencias. Ramónpasará ahora a recogerme e iremos para allá.
Sonia agarró la copa de su compañera y vació sucontenido de un solo trago.
—Si no te importa, ya que no te la vas a beber, laaprovecho yo. Espero que lo de tu suegra no sea nadagrave.
Tras despedirse con un abrazo Alba se fue y Soniase acercó a la barra a por una nueva bebida. Necesitaba másalcohol en el que ahogar su soledad.
Sabía que Alba no tenía la culpa de haberse tenidoque marchar, pero no por ello lamentó menos su situación.Las copas, junto con las extravagantes luces y la mezcla deperfumes habían comenzado a aturdirla y no podía pensarcon claridad. Se enfadó y desenfadó varias veces en uncorto lapso de tiempo y deseó que Alba jamás hubieraconocido a Ramón. Aunque al cabo de unos instantes searrepintió de sus pensamientos.
Así, copa tras copa, se limitó a autocompadecersemientras seguía aturdiendo sus sentidos.
Se estaba planteando volver a casa cuando él se leacercó. Vestido con un traje granate que contrastaba con elnegro de sus ojos y su pelo, estaba el que iba a ser suacompañante aquella noche.
—Déjame que te invite —le ofreció el hombre,tendiéndole una copa y ocupando el espacio del sofá queAlba había dejado vacío con su partida.
Conocía demasiado bien a los hombres. En sutrabajo se movía en un mundo dominado por ellos y parapoder hacerse un hueco en él había tenido que aprendercómo funcionaban sus mentes.
Aquel sujeto iba a caer en sus redes.
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