Un regalo para Navidad 🎁🎄
David Buckley era un anciano que tenía una tienda de regalos en la plaza del centro de la ciudad. Esta consistía en un local pequeño, con paredes descascarilladas y anaqueles llenos de polvo de los cuales podía encargarse poco debido a su edad, y dado a que tampoco le gustaba trabajar acompañado, aquello lucía más como un museo de antigüedades donde los padres solían traer a sus niños durante la víspera de Navidad.
A David le gustaba ver a los niños porque, de cierta forma, le recordaban a él mismo cuando tenía su edad. Le gustaba escuchar sus voces, sus caritas alucinadas cuando veían un juguete que les robaba el aliento, el sonido de sus pasos mientras iban y venían por toda la tienda en busca del regalo perfecto. Algunos incluso se quedaban un rato charlando con él junto a la caja registradora, contándole anécdotas típicas de los críos de seis a diez años que la mayor parte del tiempo iban de temas tan comunes como la escuela, las vacaciones o sus padres.
Él los escuchaba atento, asintiendo ante cada ocurrencia, al tiempo que forraba sus compras con papel de regalo brillante.
─¡Y nos iremos a la capital para Navidad! Nunca he estado ahí antes, señor Buckley. Pero mamá dice que es muy bonito porque se llenan los edificios de luces y la nieve cae. Además, mi hermano dijo que si me portaba bien me llevaría a ver a Papá Noel para pedirle mi deseo especial ─exclamó el pequeño Isaac, cuyas visitas eran tan seguidas que a David no le costó mucho acostumbrarse a su presencia. De hecho, era de las pocas personas que alcanzaba a recordar entre los tantos compradores que recibía cada día, fuese por festividades o no.
─Eso suena como un viaje muy emocionante, niño. Debes prometerme traer algunas fotografías para que pueda verte.
─Mamá dice que es más rápido por Internet ¿No tiene usted teléfono móvil?
─Bah ¿Qué voy a saber yo de esas cosas? Ahora dame algo de espacio porque debo cortar el lazo y no veo nada. Mmm ¿Dónde diablos se habrán metido esos lentes?
─¡Si es que los tiene en la cabeza!
El anciano elevó sus ojos al cielo, como si con eso pudiera ver el par de espejuelos circulares que agarró con sus manos.
─Vaya. Eres un chico listo o yo soy un viejo demasiado olvidadizo ─bromeó, aunque no era menos cierto que su memoria iba empeorando cada día que pasaba ¡Ya hasta se le olvidaba que guardaba el monedero en la despensa! Y como no tenía a nadie que se lo recordara, en ocasiones tenía que regresar desde la acera del frente para buscar el pago de las compras del mercado.
Tras cortar el trozo de cinta amarilla, el anciano le pidió al niño que presionara con un dedo el nudo mientras él se encargaba de cruzar ambas puntas hasta tener como resultado un perfecto lazo.
─¡Voilá! Un regalo especial para una persona especial. Estoy seguro de que a tu hermano le encantará.
─¿Le han hecho muchos regalos a usted, Sr. Buckley?
Una sonrisa nostálgica asomó por los labios del anciano.
─No. La verdad es que no tengo a nadie que me los haga.
─Todos tenemos a alguien ─insistió el pequeño, recibiendo un siseo reprobatorio por parte de su padre desde la puerta y que le advertía que ya se estaba pasando de la raya.
David rio y le hizo un gesto con la mano al mayor para que no se preocupara. Después de todo se trataba solo de la curiosidad de un niño ¿Qué mal podría haber en eso?
─Lo que pasa es que las personas que solían hacerlo ya no están. Soy solo yo, Pascal y mi leche con galletas esta Nochebuena ─respondió con aire nostálgico, pensando en todas las fotografías de personas ausentes que adornaban las paredes de su casa. Recuerdos que permanecían eternamente dormidos en el tiempo mientras que, en el presente, un niño abrazaba la gran caja de regalo contra su pecho y le sonreía radiante.
─¿Sabe lo que creo? Creo que usted recibirá un regalo muy especial este año.
─¿A sí? ─inquirió, agraciado por la seguridad que desprendían las palabras del crío.
─Por supuesto. Es lo que usted me dice siempre: A las personas especiales se le dan los regalos más especiales.
Tras esto, Isaac se despidió con un enérgico "¡Feliz Navidad!", y el viejo lo vio partir de la mano de su padre, siguiendo el auto con la vista hasta que se perdió por la esquina de la calle directo al aeropuerto.
Era increíble como los corazones inocentes eran capaces de iluminar los rincones mas oscuros con su sola presencia. Tanto que, cuando no estaban, todo volvía a sentirse frío y vacío.
─Bueno, eso ha sido todo por hoy, Pascal ─anunció David, a la vez que se dirigía al cachorro de labrador que descansaba estirado sobre la alfombra junto a la caja registradora.
Este elevó las orejas y se reincorporó derecho, meneando su cola efusivamente.
─¿Qué dices si nos vamos a casa y preparamos unas galletas? ¿Uh? ¿No es esa una gran idea? ¡Pues ha casa se ha dicho!
Pascal salió disparado del suelo, dando vueltas alrededor de las piernas de su dueño como si no pudiera esperar a poner en marcha su plan. A su mente solo venían las deliciosas croquetas de pollo que le esperaban en su plato de plástico al llegar, mientras el olor a jamón recién horneado y galletas se apoderaría de sus sentidos.
David, por su parte, se dijo que tendrían que pasar por el supermercado antes. Necesitaba comprar harina y otros ingredientes si quería mantener su mente ocupada en la cocina por el resto de la tarde. Su hermana Amy no lo visitaría esas vacaciones porque había ido a ver a su hijo a Portugal, desde donde le envió una tarjeta de felicitaciones como disculpa ¿Y sus amigos de las noches de bingo? Estaban ocupados viajando a casa de sus familiares, por lo que no le quedaba de otra que pasar la noche con la única compañía de su fiel amigo y la voz de Sinatra sonando en la vieja radio del salón.
Tenía la bufanda ya a medio poner cuando vio una cara desconocida asomarse por la ventana de la juguetería.
Ella tenía ojos rasgados, cabello negro y el cuerpo hundido bajo capas y capas de un abrigo inmenso.
─¿Puedo ayudarla en algo, jovencita?─preguntó desde su lugar, haciéndola pegar un brinco por el susto de haber sido pillada desprevenida.
─Esto... no. Yo solo andaba pasando y vi que seguía abierto. Es un lugar muy bonito.
─Gracias. Fue herencia de mi padre.
La joven volvió a observar el interior del local que se le hacía tan acogedor con todos sus juguetes, disfraces y manualidades. Un paraíso para la infancia.
Ambos permanecieron en silencio por largo rato. En un momento, David la vio esconder las manos en los bolsillos del abrigo, a la vez que una expresión pesadumbrosa se apoderaba de sus facciones.
─Joven, es Navidad ¿No tiene otro lugar al que ir?
─Me temo que no. O al menos... no a donde me gustaría ─respondió bajito, dándole un puntapié a una piedra minúscula de la acera─ Estoy aquí por un programa de intercambio académico. Mis amigos todos se han ido a casa, pero yo no alcancé vuelo de regreso...
El anciano se quedó observándola con cierta lástima, preguntádose por qué aquel rostro le resultaba tan extrañamente familiar.
─¿Cual es tu nombre?
─Yoko.
─¿Y dé donde vienes?
─Hiroshima.
─Estás muy lejos de casa, niña.
"Y tan sola como yo", pensó para sus adentros. Pero ese era un pensamiento que no se atrevía a pronunciar en alto. Después de todo él seguía estando en casa, recorriendo calles que ya conocía y abrigado por la seguridad y solaz del hogar. Para ella, en cambio, todo era un cuadro desconocido, en una época del año en la que el abrazo de un ser querido es lo que más se echa de menos.
─Quédate aquí ─le dijo. Acto seguido, desapareció de nuevo en el interior de la tienda.
Cuando regresó traía entre sus manos una caja pequeña y sin forro, desde cuyo interior saludaba un soldado pequeño con uniforme rojo y la boca abierta de par en par.
─Esto fue un omiyage que me obsequiaron en uno de mis viajes a Japón. Fue hace mucho, pero parece como si el tiempo no le hubiese afectado en lo más mínimo. Es tuyo.
Abriendo los ojos desmesuradamente, Yoko negó.
─Que va. No puedo aceptarlo.
─¿Por qué no? Yo te lo estoy dando ─insistió el mayor.
─Pero yo no tengo nada que darle a usted a cambio.
El anciano rio. A su lado, Pascal comenzó a ladrar con gran ímpetu, instándola a quedarse con el obsequio.
─Esa tampoco es la intención, jovencita. Si te lo doy es porque quiero y puedo. Anda, acéptalo. Te recordará a tu hogar cuando estés demasiado lejos.
Yoko apretó los labios. Su rostro juvenil transmitía timidez, pero sus manos sostuvieron el muñeco y lo estrecharon con fuerza, como si con eso una parte en su interior pudiera regresar al otro lado del mundo. Y sonrió.
Eso fue todo lo que David necesitó para saber que estaría bien.
─Ten una muy Feliz Navidad.
Más tarde esa noche, luego de la cena y de que Pascal terminara tendido al pie del árbol que iluminaba la estancia. David se sentó en su viejo sofá y se dedicó a admirar la nieve que caía en el exterior como si fuera la cosa más maravillosa del mundo. Pensando, imaginando y recordando. Pensando en lo bonita que era aquella época del año. Imaginando lo que estarían haciendo los demás a esas horas, si acaso construirían muñecos con narices de zanahoria o se sentarían delante de la chimenea a contar cuentos. Y finalmente recordando todos los años anteriores, desde su juventud y las mil formas que tenía de celebrar los días de fin de año. Todos los viajes, las personas conocidas ¿Qué habría sido de ellos? Tal vez, si hubiera sentado cabeza a tiempo, ahora estaría acompañado por sus hijos y un montón de nietos riendo y gritando alrededor. Las historias y los villancicos no faltarían, así como los regalos, y él se sentiría el ser humano más dichoso del mundo al haber logrado lo que debió ser el propósito más importante de su vida.
Vio el árbol de Navidad siempre verde, lleno de guirnaldas que él solo había colocado. Una representación de la alegría y la familia.
Si tan solo tuviera a alguien con quien compartir esa belleza...
De pronto, el sonido del timbre interrumpió sus pensamientos. Pascal empezó a ladrar de nuevo y él lo mandó a callar en lo que abría la puerta.
Lo que encontró del otro lado lo sorprendió.
Era la misma chica de aquella tarde en la juguetería, parada en las escaleras del porche. Las pestañas se le habían llenado de copos de nieve y su cabello iba escondido bajo el gorro.
Aún así, el omigaye del cascanueces seguía en sus manos.
─Fuyuko Hayashi ─alzó la voz con tono esperanzado─ ¿La recuerda? Usted la conoció en Tokyo. Diciembre de 1953.
David abrió mucho los ojos.
─¿Conoces a Fuyuko?
─Es mi abuela ─respondió la jovencita─ Y usted...
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, ingrávidas, haciendo eco en el silencio.
Recuerdos de años lejanos acudieron a su cabeza. Recuerdos de una figura grácil que bailaba bajo el manto de la luna y las estrellas en su juventud. El sonido de una risa que tenía el poder de agitarle el corazón con solo escucharla. Un rostro angelical bajo la nieve de los campos asiáticos muy similar al que se proyectaba ahora delante suyo.
Yoko agachó la cabeza, avergonzada.
─De seguro se estará haciendo muchas preguntas. Pero lo cierto es que vine hasta aquí porque estoy lejos de casa y usted es lo único cercano que tenía a... bueno, no importa. Perdone, no debí haber aparecido así.
Dio media vuelta, resignada a volver y olvidarse del arranque de valentía que la llevó hasta allí esa noche. Pero entonces, una voz la detuvo:
─Viniste todo el camino hasta aquí para traerme un regalo y te vas sin entregarlo.
Lentamente, su semblante se fue elevando hasta encontrarse con la sonrisa cordial que le dedicaba el anciano desde la puerta, quien, aunque sorprendido, la miraba con una mezcla de algarabía y cariño.
─¿No quieres pasar? Hicimos galletas de jengibre ─la invitó. La estancia a sus espaldas desprendía una luz tenue, olor a menta y madera chamuscada, dándole una sensación de calidez conocida.
La sensación de que era Navidad, y no había mejor forma de pasarlo que con la familia... incluso con la que recién encontrabas.
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