Un reflejo de la oscura realidad
“Nosotros los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino; invocando la protección de Díos frente a toda razón y justicia: ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución, para la Nación Argentina”.
Debo expresarles a modo de introducción, que en mi existencia terrena y habiendo transcurrido largamente la frontera de mis pensamientos entre el segundo o tercer tercio de mi vida, éste ha sido el verso que más me ha impactado, esperando que cuando antes, la Constitución Nacional se convierta en eso que debe ser, “Nuestra Señora de todas las Normas”, y ese contenido importantísimo que nos común denomine a todos los argentinos.
Cuando el historiador realiza una investigación, no hace otra cosa que sumergirse mentalmente en la categoría de la duración.
La duración no es un tiempo de espera o de demora, es el tiempo que dura. El tiempo que vive el historiador sumergido en la realidad social que investiga, no es otro que el que vive como sujeto, dentro del diario quehacer actual.
Entonces estando deacuerdo y decir sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que el tiempo de la Revolución de Mayo, es el mismo tiempo de la Constitución Nacional, el del Golpe del 90, el de la Ley Electoral, el de todas las "revoluciones", el del pozo más negro en que cayó la Argentina en diciembre de 2001 u a finales del 2019, y éste de andar hoy de zozobra en zozobra.
Estos tiempos difíciles de ahora me recuerdan a cuando de niño yo quería ser paleontologo, pero mi padre me decía que ese era un oficio estúpido de gente delirante y mi madre me decía que Dios no había inventado los fósiles ni los dinosaurios y que ganarse la vida limpiando huesos era perder el tiempo.
Mi padre quería que fuese jugador de fútbol, el general que, por ser facho, él no había podido ser, y mi madre soñaba con que fuese sacerdote. Abrumado ante dichos futuros con uniforme, me aferraba a la pueril y tonta ilusión de mi padre en triunfar como futbolista.
Aunque destacaba en el colegio por mi habilidad para sortear rivales y mi técnica exquisita para patear la pelota, aunque no era el mejor futbolista de la promoción. Era bueno, solvente, a menudo pícaro, pero no descollante. No era suficientemente fuerte, rudo, veloz. Era delicado con la pelota, evitaba toda forma de aspereza, eludía los choques físicos y no me distinguía por ser rápido ni potente. Dadas mis limitaciones para el juego brusco, el entrenador de la selección del colegio solía pedirme que jugase como mediocampista y me ocupase de lo que mejor sabía hacer: tocar la pelota en primera, extender pases largos a los delanteros, probar con tiros de media distancia.
Pero comprendí bien pronto que nunca sería la estrella del colegio ni mucho menos un futbolista profesional. Entonces decidí que, como no había nada en el mundo más fascinante que el fútbol, sería periodista deportivo, relator de partidos, comentarista viajero, trotamundos. No imaginaba un oficio mejor, más apasionante, que el de ver partidos de fútbol, narrarlos, comentarlos, viajar por el mundo cubriendo los grandes torneos, las eliminatorias, los mundiales. Para eso era indispensable hablar bien o hablar bonito o hablar de un modo histriónico y vocinglero, y así me sentía capaz de hacer todo aquello sin esfuerzo alguno.
Resuelto a ser periodista deportivo, escapaba del colegio con frecuencia y me dirigía a los principales clubes de la ciudad, a ver los entrenamientos de los equipos de primera división. Vestido con mi uniforme escolar, saco y corbata marrón y pantalón corto del colegio inglés, llevaba un cuaderno, tomaba apuntes, evaluaba el rendimiento de los jugadores en las prácticas. Para entrar a ver los entrenamientos, a veces debía sobornar a los porteros del club con un billete o dos, y ya luego me hice amigo de todos ellos.
Además de leer una revista de fútbol que me llegaba todas las semanas desde la capital argentina, y ver los partidos semanales de la liga alemana que pasaba en blanco y negro el canal estatal, yo, obsesionado con el fútbol, tratando de evadirme del futuro militar o religioso que me habían trazado mis padres, me propuse ir todos los fines de semana al estadio, a los estadios, a ver jugar a los mejores equipos de la liga. Acudía solo a la cancha, aunque siempre acompañado de una pequeña radio a pilas. Para pagar las entradas de la tribuna menos incómoda, la de occidente, hurtaba, durante la semana, algún dinero de la billetera de mi padre, mientras este se duchaba. Yo suponía que mi padre no advertía que le habían adelgazado el fajo de billetes. Cuando mi padre le preguntaba con qué dinero entraría al estadio, yo mentía, decía que lo había invitado un amigo, la familia de un amigo cuyo padre era dirigente de un club de fútbol. Quizás mi padre me creía, quizás notaba los robos que perpetraba, pero nunca me dijo nada al respecto ni me prohibió ir al fútbol.
Una vez sentado en la tribuna de occidente con la radio a pilas pegada a mi oreja y un pequeño cuaderno donde hacía anotaciones sobre el rendimiento de los jugadores, yo contemplaba el juego con absoluta concentración, como si fuese el entrenador o el dueño del club, como si fuese el militar napoleónico que supervisa la guerra o el fanático religioso que dirige la untuosa ceremonia de la fe. En efecto, el fútbol era, para mí, un acto de fe, una religión laica, una guerra sin cuartel, una escabechina desalmada, un juego de ajedrez. Sin el fútbol, la vida me parecía un esfuerzo penoso, sin sentido. Yo vivía para ver fútbol, para hablar de fútbol, para jugar al fútbol aun si no era demasiado bueno. El fútbol era el sentido mismo de la vida, la expresión más noble y elevada de la existencia humana, una fusión de arte, religión y combate que podía ser lo mismo bella como injusta.
Desde mi butaca, oyendo la radio, la voz de un comentarista legendario, muy gordo, que bebía litros de coca cola mientras dirigía las transmisiones y comentaba los partidos, yo volvía la vista atrás y distinguía, a lo lejos, dentro de una cabina radial, detrás de un vidrio grueso, a ese hombre que debía de ser el tipo más feliz del mundo: era famoso, popular, millonario, y se ganaba la vida viendo fútbol, comentando partidos, viajando por el mundo para cubrir los grandes torneos, los mundiales. Yo no quería ser como mi padre, un tipo violento y amargado que gozaba maltratando soldados, ni como mi madre, una mujer abnegada que pasaba los días llorando y rezando: quería ser como ese hombre en la cabina radial, el tipo más feliz del mundo, que no hablaba de política ni de religión, esos pantanos espesos donde se hundía y ahogaba tanta gente, sino de fútbol, el juego más vibrante que se hubiera inventado jamás.
En las vacaciones escolares del verano, con catorce años cumplidos, yo, gracias a mi madre, conseguí un trabajo temporal como reportero de la página de deportes de un diario añejo, conservador. Ahora tenía un carné de periodista deportivo y podía entrar a los estadios sin pagar entrada. Ahora podía sentarme en el palco de los reporteros, aunque no en la cabina radial de mi ídolo, el comentarista obeso, adicto a la coca cola, capaz de beber litros de esa gaseosa mientras relataba un partido. Con mi carné de reportero, entrevisté a varios jugadores de la selección, a los entrenadores más famosos, a los periodistas deportivos más influyentes. Me sentía encaminado a coronar el sueño de mi vida: ser un hombre que vivía del fútbol, no jugándolo con su natural impericia, pero cuando menos hablándolo, comentándolo, relatándolo. Por eso relataba partidos imaginarios mientras caminaba al colegio y despertaba a menudo soñando con juegos afiebrados, gritando goles de antología, a veces incluso marcando yo mismo los goles, con la camiseta de la selección nacional.
Tres accidentes impensados parecieron eclipsar los sueños que tenía.
Una noche, en el entretiempo de un partido importante, salí del palco de prensa, subí las gradas una a una y me acerqué a la cabina radial del comentarista obeso, mi ídolo. Permanecí un momento mirándolo con reverencia y admiración, demudado, como si mirase a Buda, a Mahoma, a Jesucristo. El gordo, con los audífonos puestos, me dirigió una mirada hostil y me hizo unas señas inamistosas con las manos, que no supo entender. De inmediato el comentarista obeso se despojó de sus gruesos audífonos negros, abrió la ventana y me dijo:
-¡Apaga tu radio, pelotudo, que se está acoplando y me estás jodiendo la transmisión!
-Mil disculpas -balbuceé, avergonzado.
Luego le mostré el carné del periódico y le pedí una breve entrevista para ser publicada el domingo. El comentarista obeso hizo un gesto desdeñoso o displicente, bebió coca cola y respondió:
-¡No te pases de tarado, querido! ¡Cómo te voy a dar una entrevista, si eres un gurisito y no sabes afeitarte la pera! ¡Aféitate la pera, idiota, y anda a estudiar! ¡Y entrevista a tu profesor, más bien, para que no repitas de año por ocioso!
Luego el comentarista obeso, el Buda del fútbol, cerró la ventana, se puso sus audífonos y procedió a ignorar olímpicamente al imberbe reportero.
Humillado, volví al palco, pero ya no encendí la radio a pilas: mi adoración al comentarista obeso se había roto, quebrado.
Poco tiempo después, jugando un partido amistoso con la selección del colegio, enfrentando a los chicos de un colegio público que procedían de familias de clase media baja, ningún blanquito o blanquiñoso o hijo de diplomáticos entre ellos, todos morenos, mestizos, zambos, acholados, sufrí otra inesperada humillación. El árbitro pitó un tiro libre a favor del colegio, quien, a sugerencia de mi entrenador, se confundió entre la barrera de los rivales, procurando obstruir la visión del arquero. De pronto, uno de los chicos de origen popular se permitió acariciar mi culo, tratando de rebajarme. Me pellizcó las nalgas y me dijo al oído:
-Qué buen culo tienes, gringuito.
Me quedé paralizado, sin saber cómo reaccionar. No encontré valor para confrontarlo y pegarle, o para moverme de allí, indignado. Me quedé parado, petrificado, mientras me metían la mano por primera vez en mi vida. Nunca supe si los demás vieron cómo me metían la mano. Pero yo no rechazé la provocación. Al contrario, secretamente la disfruté. Eso me hundió en una profunda depresión sobre mi futuro:
-Si me gusta que me metan la mano, ¿puedo ser comentarista de fútbol todavía, o será que me gusta el fútbol porque, sin darme cuenta, me gustan los futbolistas, o ciertos futbolistas?
La incipiente carrera como periodista deportivo con carné de periódico y asiento libre en el palco del estadio acabó por frustrarme antes de que cumpliese dieciocho años y fuese mayor de edad: en efecto, el diario conservador quebró por falta de lectores y el carné se convirtió en un documento inútil que remitía al fracaso.
Además, comprendí que ser cronista de fútbol en mi país era un oficio condenado al suplicio, a la tortura, a la autoflagelación, pues la selección asistió a dos mundiales en los que fue ultrajada por los brasileros, que le hicieron seis goles, y los polacos, que le hicieron cinco.
Cuando el comentarista obeso murió (de diabetes, por supuesto), sentí que había perdido a un tío de mi familia y dejé unas flores en el velorio cuando yo, que estando junto con una mujer hace más de diez años, que había sido fiel a ella todo ese tiempo, batiendo mis récords de fidelidad, no sorprendía que me haya proclamado bisexual, que hubiese tenido un novio antes de enamorarme de su mujer, y que no hubiera estado íntimamente con un hombre hace doce años, me preguntaba si todavía deseaba acostarme con un hombre, besarlo, abrazarlo, poseerlo, como en mis tiempos de juventud intoxicado y desenfrenado, pienso siempre, siempre, en tres hombres del pasado, tres hombres a los que no veo desde hace mucho.
El primer hombre que viene como un rayo fulminante o un arcoíris inesperado a mí memoria es un actor talentoso, de mucho éxito, que fue un gran amante cuando ambos éramos jóvenes y teníamos novias, su amante por consiguiente en el armario, y que, lo mismo que yo, se casó con una mujer, tuvo varias hijas y suspendió su pasión furtiva por los hombres o la confinó al territorio de los secretos inefables. Ese hombre, el actor, fue el primer hombre con el que me acosté, el primero del cual me enamoré, y por tanto ocupa un lugar privilegiado en mi memoria al escribir, que es una casa habitada por mucha gente, hacinada por mucha gente, gente a la que la memoria, arbitrariamente, maquilla y embellece, o gente como mi madre y sus demás enemigos, a quienes la memoria, esa máquina de mutilar, rebaja y afea.
Conocí al actor viéndolo en obras de teatro en las que descollaba por su talento camaleónico para ser muchas personas distintas y por una fuerza expresiva, persuasiva, que se parecía a un huracán. Luego lo entrevisté en la televisión. Aquella noche fuí quien, de novio ya con una chica que estudiaba en Ginebra, se enamoró hasta los huesos del actor, aunque no se lo dije y procuré ocultarlo durante la entrevista, en la que el actor hablaba a sus anchas de sí mismo, como suelen hacer los actores, tan contentos de estar en sus pieles, y yo lo miraba arrobado, maravillado, como si hubiese descubierto un pequeño tesoro, una joya preciosa, unas monedas de oro al fondo del mar turbulento de la religión, un mar en el que, de joven, hundido por mis padres, casi se había ahogado.
No tanto por los deseos del actor, sino porque me rendí ante él, le confesé que me había enamorado, le supliqué que me educase en el arduo amor entre dos hombres (unos riesgos o unos placeres que el actor ya conocía con otros hombres), terminamos acostados en un pequeño apartamento que había comprado con los dineros malolientes de la televisión. Aquella noche, sin saber que sería un encuentro que recordaría vivamente hasta el fin de los tiempos, confundí mis deseos secretos con los del actor y se inauguró en ciertas formas de amor que hasta entonces sólo había maliciado en mi imaginación, pero que no me había atrevido a vivir. Nos amamos con toda la destreza del actor y mi impericia, nos amamos con la encendida premura de quienes compartían un secreto, nos amamos con la certeza de que aquella pasión los uniría siempre y con la inquietante sospecha de que el cariño que sentíamos por nuestras novias era pálido, tibio, afantasmado, por comparación con el amor que, entremezclando el placer con el dolor, acabábamos de fundar entre ambos.
Pero no pudimos ser una pareja, o no nos atrevimos a serlo, no encontramos coraje para romper con muestras novias y, siendo ya famosos en aquella ciudad, famosos por salir en televisión, por hacer teatro o películas el actor y yo por conducir programas de entrevistas, decir que estábamos enamorados era poco. Continuamos viéndonos a escondidas, a hurtadillas, de un modo clandestino, fingiendo que éramos amigos, escamoteando a nuestras novias la verdad que nos unía. Yo sentía que no podría enamorarme nunca de una mujer ni de otro hombre como me había enamorado del actor. Sentía que el actor era el hombre de mi vida. Sentía poderosamente que no podía perderlo, que no quería perderlo. Pero lo perdí. Lo perdió para siempre. Ahora, tantos años después, cuando lo recuerdo ciertas noches insomnes, sigo extrañando al actor, un amante formidable, incansable, un compañero divertido, ocurrente, cantarín: ¡cómo le gustaba cantar al actor cuando estábamos en la playa, en el mar!
Entonces le decía:
-Haremos una película. Tú serás mi Banderas, mi actor fetiche. Yo seré tu Almodóvar, tu director gay.
Pero no hicimos una película ni un corto ni un documental. No salimos del armario. Nos casamos, tuvimos hijas. El actor hizo un esfuerzo descomunal por amar solo a su esposa y al parecer fracasó, se divorciaron, aunque de un modo amigable. Yo lo entrevisté nuevamente, pero ya las cosas habían cambiado y no nos amabamos con la furia y el candor de los primeros combates, de los más memorables escarceos eróticos, unas refriegas que perviven en la memoria de y, ciertas noches desveladas, me hacen pensar que algún día volveré a acostarme con el actor. No parece tan probable: desde que publicó su primera novela, traspasada de angustia gay, hace casi treinta años, el actor llegó a la conclusión de que era un amante pérfido, felón, que contaba literariamente todos sus secretos y al que era mejor no ver en modo alguno. Desde entonces no se han visto. Pero, terco como una mula, sueña con volver a seducirme.
También asalta a mi memoria la imagen de un hombre, profesor universitario, profesor de literatura, que vivía en un remoto pueblito canadiense, que había leído con devoción mis escritos, que soñaba con conocerlo y que por eso lo invité a dar una charla en aquella universidad perdida entre montañas de nieve. Tantas veces le escribí, rogándole que fuese a ese pueblito canadiense a dar una conferencia ante sus alumnos, que yo, estando en Argentina, en un festival literario, y abocándome principalmente no a pasear por el festival, sino a pasear por el cuerpo irresistible de una canadiense, lectora de Ray Bradbury, a la que conocí en dicho evento, una amante singular, memorable, que estaba tatuada y usaba drogas, que parecía impaciente por corromper y pervertirme y devolverme a los años en que fuí adicto a ciertas drogas, decidí darme un descanso de aquella mujer infatigable para el amor, subir a un tren, recorrer centenares de kilómetros y llegar a dar una charla en la universidad del profesor canadiense, mi devoto lector. El profesor era joven, guapo, coqueto, deseable, y, nada más verlo, comprendí que no volvería en el tren de esa noche y que, aceptando la invitación del profesor, me quedaría a dormir en un hotel de ese pueblito al que solo llegaban los valientes o los que se habían extraviado. La charla literaria en la universidad tuvo un punto de humor porque no había más de diez o doce estudiantes, escuchandome en estado de sopor. Estaba claro que el profesor se había inventado la charla para convencerme de tomar el tren, cuando mi propósito era conocerlo, seducirlo, acostarme con él, un afán en el que no encontré resistencia alguna por parte de mí, pues al ser escritor me sentí vigorosamente atraído por ese muchacho con aires de intelectual, que, contra todo pronóstico, resultó un amante delicado, humilde, servicial, un amante que ocuparía un lugar privilegiado en mi memoria, que, por supuesto, volvía muchas veces a Paraguay, no ya al pueblito remoto, y no a encontrarse con la chica tatuada y drogona, sino con el profesor y lector que lo veneraba como si fuese un dios de los Andes.
El tercer hombre, y el último de ellos, que todavía perturba o eriza mi memoria del deseo es un famoso modelo al que conocí en Montevideo. Alto, fornido, hijo de alemanes, asombrosamente bello e impúdico, embriagado de estar en su propio cuerpo, ese modelo, bastante menor que yo, había desfilado para los mejores diseñadores, posado para los más cotizados fotógrafos de modas, ganado un dinero apreciable y se había hecho famoso por su belleza salvaje, su facilidad para desnudarse y su raro talento para amar otros cuerpos, sin enamorarse de ninguno: por eso, sin saberlo, estaba condenado a sufrir penas de amor, cuando me enamoré repentinamente de ese modelo egoísta, hedonista, un tanto vulgar. Se conocieron en un restaurante japonés, yo me había acercado a él y le hablé con naturalidad, el modelo dijo que era pintor, lo que era cierto, pues había expuesto cuadros en los que pintaba únicamente pies de hombres y mujeres, y esa noche, a sugerencia del modelo, terminamos fumando una marihuana muy potente y tomando tragos en los clubes a los que el modelo entraba como toda una celebridad. Al final de la noche, quise acostarme con el modelo, pero este declinó amablemente. Entonces le ofrecí dinero y el modelo soltó una carcajada. Luego me dijo:
-Sólo me acostaré contigo si te pones unas medias pantis negras y me esperas mañana en tu hotel, a la medianoche.
Como no llevaba en mi maleta unas medias pantis negras, ni me había puesto nunca unas medias pantis negras, tuve que comprarlas, al día siguiente, en una tienda de ropa interior para mujeres. Al probármelas en el camarín, me erizé, me deseé, me afiebró de lujuria, malicié unos placeres que, con suerte, me atrevería a experimentar aquella noche, con el modelo hijo de alemanes.
A medianoche, desnudo, vestido como una hetaira en decadencia o una meretriz de combate, con las medias pantis negras, esperé al modelo alemán. Nunca llegó. Humillado, lo llamé y le dijo que estaba esperándolo con ilusión, que ardía por verlo.
-No voy a ir -dijo el modelo, riéndose con un cinismo cruel-. No me acuesto con hombres gordos. ¿Te has mirado en el espejo? Estás gordo, ¡gordísimo!
A pesar de que el modelo se portó como un patán y me dejó triste y descorazonado, o mi memoria arbitraria e irracional, aún vuelvo imaginariamente a ese joven en Montevideo, y entonces las fiebres y los delirios de la ficción, las fábulas y las ensoñaciones del deseo, hacen posible lo que la miserable realidad frustró, avinagró: que yo, con las medias pantis negras, reciba al modelo y que ambos, despojados de todo pudor, de todo sentido de la decencia y el honor, nos amemos como animales salvajes, sin decirse cursilerías, sin prometerse nada, como se amarían dos hombres en una cárcel, uno de ellos, a no dudarlo, deseando sentirse una mujer, la señora de las medias pantis negras.
Y luego la suegra argumenta su preferencia mortuoria a su marido en la cena familiar:
-No podrías vivir sin mí. Si me voy primero, no aguantarías la pena.
-¿Quién te mantendría tu kiosco, tú mercancía y tus gaseosas de coca?
Después de dos años sin visitar Salta debido a la pandemia, los suegros fueron a esa ciudad. Les paga y atendí con todo: los boletos aéreos, el hotel, el auto, los gastos para sus compras.
Yo quiero a mis padres, pero los quiero más cuando están lejos, a cinco horas en avión. Yo quiero a mis suegros, pero ciertamente los quiere más cuando hay distanciamiento social, tan conveniente, y no pueden viajar, y por consiguiente están lejos, a cinco horas de avión.
Pero ahora los suegros, ya vacunados, están de regreso, yo y mi esposa almorzamos con ellos todas las tardes y cenamos con ellos todos los fines de semana y, sin decir una palabra, quizás extrañamos los tiempos del distanciamiento social, cuando los suegros no llegaban de visita y se asomaban de vez en cuando en la pantalla del ordenador.
La suegra está jubilada y no hace nada. El suegro está jubilado y no hace nada. Quisieran quedarse en Salta tres meses, pero se quedarán tres semanas.
El suegro es tranquilo y juicioso para conversar. Pero la suegra es intranquila, inquieta, atropellada. Es famosa por hacer preguntas insólitas y cambiar de tema bruscamente, desconcertando a los demás, que no consiguen entender el hilo racional de sus inquisiciones y observaciones. Por ejemplo, cuando estamos hablando de los espesos asuntos políticos, la suegra le dispara a su esposo, a quemarropa:
-Yo prefiero que te vayas primero.
La suegra quería comprarse un apartamento el año pasado, en medio de la pandemia, con el dinero de su hija, pero le dijo no, mamá, te quedas viviendo donde estás, no quiero que uses mi plata para comprarte un apartamento que en realidad no necesitas y es un capricho tuyo.
Ah, y la belleza de un buen chiste sobre la antigua Unión Soviética. Un hombre entra en una tienda y pregunta: “No tendrás algo de pescado, ¿verdad?” La dependienta responde: “Esto es una carnicería y no tenemos ningún tipo de carne. Usted busca la pescadería del otro lado de la calle. Ellos tampoco tienen pescado”.
Ahora, hablando de la crisis política del país, de los miles de millones de dólares que los ahorristas han enviado a bancos extranjeros, temerosos del gobierno de izquierda que amenaza con destruir la economía, contagiados todos de una cierta resignación y una creciente desesperanza, sin ganas de volver a la ciudad en que nacieron, la suegra dispara una de sus clásicas preguntas impredecibles:
-¿Han visto cómo Ricky Martin se ha dejado la cara?
¿Cómo y por qué la suegra, mientras los comensales hablan de política, de la moneda que se deprecia, del futuro sombrío del país, salta a pensar en el cantante boricua y arroja al aire una pregunta sobre la tersura de su piel facial? Es un misterio insondable. La suegra es así: no acompaña dócilmente la conversación, no fluye, sino que la trocea como si tuviera un afilado cuchillo de carne y hace que sus interlocutores se asomen al vértigo de una montaña rusa o una escabechina. Yo permanecí en silencio, el suegro también, en el fondo quizás riéndose, pensando qué loca está la señora, pero, su hija, suelta una carcajada, no teme reírse de su madre.
En otro almuerzo, la suegra, incansable en su curiosidad chismosa, exhorta a su hija a tener un hijo, lo que provoca el disgusto de ella, que está suficientemente contenta y ocupada con su hija de diez años, y no quiere ser madre de nuevo. De pronto, la suegra, haciendo alarde de su famosa pirotecnia verbal, de aquellas preguntas inesperadas que lanza al aire como cohetes zigzagueantes, me pregunta:
-¿El enamorado de tu hija es europeo?
-No, es de aquí.
-¿Qué hace?
-Estudia. Estudia leyes.
-¿Y es esnob?
-No, para nada. Es un chico inteligente, educado, encantador.
Yo me quedo pensando: ¿y por qué la suegra piensa que el novio de mi hija es esnob? ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿De algún modo sugiere que mi hija es esnob? ¿O que mi familia es esnob? Digamos: a los ojos de mi suegra, ¿tener dinero te condena necesariamente a ser esnob?
En otra ocasión, a solas con su madre, mi esposa le pide que no me haga tantas preguntas sobre mis hijas mayores, que están en Francia:
-Es un tema sensible, delicado, mamá. No seas tan chismosa. Ni siquiera sus hermanos le preguntan tanto por sus hijas mayores.
Entonces la suegra se ofusca y dice, enfadada:
-¡No me dejas hablar! ¡Mejor me quedo callada! ¡Todo lo que digo está mal!
Cenando una noche en un restaurante italiano, mi esposa estaba contando cómo un joven de origen francés, adicto a la cocaína, llamado Pierre, se enamoró de ella, cuando ambos trabajaban en una agencia de publicidad, y de pronto su madre lanza una pregunta inédita como un cohetecillo estrepitoso:
-¿Tú crees que los niños se enamoran?
Todos miran a la suegra, perplejos. La hija le dice a su madre:
-Estoy hablando de Pierre. No era un niño. Estaba en la universidad.
Indómita, revoltosa, la suegra insiste:
-Ya sé. ¿Pero ustedes creen que los niños se enamoran?
Para no reírse, yo respondí:
-Depende de cada niño.
Una tarde, comiendo en un café bullicioso de la mañana, hablando de los odiosos temas políticos, del programa A24 en la televisión, de la ilusión que tengo en producir una película basada en uno de mis guiones, la suegra, una leyenda viva de las preguntas como balas perdidas, dispara una vez más, para consternación de su esposo, el suegro en silencio, los principales damnificados:
-¿Charly García está vivo?
Un silencio pesado, opresivo, hunde a los comensales en la duda. Nadie sabe con certeza si el músico está vivo o si ya partió al más allá.
-Creo que ha muerto Charlie Watts, el baterista de los Rolling Stones -digo, pensando: quizás la suegra los ha confundido.
-¿Pero Charly está vivo? -insiste la suegra.
Todos piensan: ¿y desde cuándo la suegra es fan de Charly García? ¿Y por qué es tan importante que esté vivo?
Miran en Google y anuncian:
-Sí, está vivo. Tiene sesenta y nueve años.
Pero la suegra, ensimismada, comiendo un atún con galletas saladas, no revela cómo y por qué la asaltó tan improbable curiosidad: ¿Charly García está vivo? Yo pienso: sí, está vivo, ¿y eso de qué manera afecta tu vida?
Días después, la suegra arremete con virulencia con otra pregunta inopinada, chúcara como es para la conversación, brusca para el intercambio de preguntas y respuestas. Se está hablando de la crisis de suicidios y muertes por sobredosis que han provocado los opioides, matando a muchos artistas de talento, como Philip Seymour Hoffman, que hizo de Truman Capote en una gran película, y la suegra, siempre paseando mentalmente por unos territorios que son como islas de un archipiélago virgen, dispara:
-¿La cocaína relaja?
Pacientemente, le explico que la cocaína opera el efecto contrario: no relaja, sino estimula, acelera, excita al consumidor, que se siente invulnerable, como si hubiese bebido varias latas de cafeína.
Solo la hija se ríe de su madre cuando ella formula sus preguntas guerrilleras, sin explicación lógica ni aparente cura medicinal. Su esposo, el suegro, a las puertas de cumplir setenta y siete años, hace acopio de paciencia, se resigna, se repliega en un silencio eterno. Yo me reí de mi suegra, pero solo en privado, pues no me atreví a reír a carcajadas, junto con mi esposa, por temor a que la suegra se enoje.
Con profusión de pormenores y detalles, la suegra explica una tarde cómo y por qué, al jubilarse de una empresa pública, se quedó sin seguro médico, y enseguida me agradece por ocuparme de pagar su seguro todos los meses. Pienso: qué me queda, estoy jodido, a seguir pagando el seguro.
Sin embargo, la suegra ha aprovechado su visita a Salta para abrir una cuenta bancaria y depositar allí sus ahorros, poniéndolos a buen recaudo del gobierno del país. Yo le pregunté a mi esposa de cuánto dinero se trata. No es una cifra menor. Con ese dinero, la suegra podría pagar su seguro médico por veinte años consecutivos.
Como yo soy un pusilánime y no me atrevo a decirle a la suegra que debería pagarse ella misma su seguro médico con el dinero que ha depositado en el banco, solo me ánimo a sugerirle, en tono críptico:
-¿No sería conveniente que bajes la aplicación del banco para que puedas pagar tus cuentas mes a mes cuando estés de regreso en tu casa?
No le digo: para que puedas pagar tu seguro médico. Pero le dije: para que puedas pagar tus cuentas mes a mes.
De pronto, la suegra recupera la sensatez y la cordura, tan desusadas en ella, y responde, sin un átomo de duda:
-No. Esa plata no se toca. Es un fondo intangible.
Inevitablemente, pienso: es decir que tu dinero es intangible, pero el mío es tangible; el tuyo no se gasta, pero el mío sí. Resignado, me quedo callado y me traga el sapo.
Pasando las dos semanas llevé a los suegros al aeropuerto. Manejaba deprisa. Estaba apurado. Quería recuperar mi libertad, quería que los suegros vuelvan a su ciudad, a cinco horas en avión.
-¿Cuándo nos vemos, chicos? -pregunta la suegra.
-No sé -responde su hija-. Más adelante, mamá.
Después de una discusión sobre las causas de la desaparición del imperio soviético de la suegra y la agudeza de la actual crisis económica que era mantenerla, muestro que los feos precedentes del futuro de la historia del siglo XXI vienen a la mente con demasiada facilidad. Y, sin embargo, al entrar en la era poscomunista, los estados sucesores de la Unión Soviética llevan consigo tres activos que dan motivos para la esperanza de que se pueda evitar lo peor. En primer lugar, el viejo orden ha sido tan completamente destruido y desacreditado que no hay indicios de un movimiento contrarrevolucionario como el que se opuso a las otras dos grandes revoluciones modernas. En segundo lugar, la revolución de 1991 se hizo en nombre de los principios políticos que predominaban fuera de la Unión Soviética; los revolucionarios no pretenden crear una nueva y hasta ahora invisible raza de sociedad. El resto del mundo, a su vez, está bien dispuesto. El tercer activo es la derrota del golpe en sí, que proporciona un símbolo potente para una cultura política que nunca ha existido antes: la democracia desde el fin de una pesadilla y el inicio de un sueño.
FIN
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro