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La prisión de seda

Les traigo el segundo cuento de esta pequeña colección. En esta ocasión es más largo que el anterior. Ojalá que sea de su agrado.


La princesa Nadia de Pinjaune, única hija del rey de la casa real de Pinjaune, viajaba en un carruaje para su matrimonio con el príncipe Albert de Araberg. Como ocurría en aquella época, la alianza entre ambos había sido acordada desde hacía tiempo por intereses meramente políticos, con Nadia y Albert siendo perfectos desconocidos. Ahora, sola y dirigiéndose a un país extranjero, la princesa solo podía preguntarse cómo sería su futuro.

Tras varias horas de viaje, el carruaje finalmente llegó a Zuchthausen, la capital del reino de Klatstatt. En cuanto el cochero abrió la puerta, Nadia bajó frente a una comitiva que la esperaba. No podía evitar sentirse nerviosa, aunque estaba obligada a darle una buena impresión a su nueva familia. Caminando de la forma más elegante posible, llegó frente a los reyes de Klatstatt, quienes parecieron admirarse por la joven Nadia. No ocurrió lo mismo con Albert, el príncipe heredero, quien se mostraba indiferente.

―Es un placer conocerlo, su Majestad ―saludó la muchacha mientras hacía una reverencia.

―Qué jovencita tan educada ―señaló el rey―. Bienvenida a nuestro reino. Espero que tengas una vida muy feliz aquí. ―Tras eso, le susurró a su hijo―. Vamos, Albert, saluda a tu nueva esposa.

―Hola ―dijo este sin emoción.

Aunque a los reyes les molestó la actitud de Albert, la dejaron pasar para que Nadia no pensara mal de él.

Luego de establecerse en el palacio y conocer a fondo cada lugar del que sería su nuevo hogar, la princesa se dio cuenta de que la etiqueta en Klatstatt era más rígida que en su natal Preteret; era constantemente corregida en cuanto a su postura y comportamiento, con tal de convertirse en la esposa perfecta para Albert. Eso era algo que Nadia no soportaba bien, y puesto que estaba lejos de casa, se convertía en el combustible para sus lágrimas, las cuales derramaba cuando nadie la veía.

Días después, la boda entre Nadia y Albert tuvo lugar. En el poco tiempo que llevaban de conocerse, apenas se habían dirigido la palabra. Por supuesto, los reyes anhelaban que los recién casados tuvieran un hijo pronto, por lo que un poco inspirado príncipe y una presionada princesa se vieron obligados a consumar su relación. Ninguno disfrutó la experiencia; Albert era muy tosco y Nadia no parecía responder a los estímulos. Estaba claro que como pareja, ambos no funcionaban. Ni siquiera había intenciones de conocerse mejor, sobre todo por parte de él. Lo único que los mantenía juntos era el matrimonio.

Nadia no se sentía atraída por Albert en lo más mínimo; verlo desnudo no generaba nada de pasión en ella, así como tampoco lo hacía su actitud. Quería cambiar aquello, pero por mucho empeño que pusiera, no había sentimientos que surgieran en su joven pecho. Por el contrario, comenzó a fijarse con mayor detalle en los rostros de las mucamas y las damas de la corte. Trataba de ser discreta; mostrar demasiado interés por alguien del mismo sexo, en especial estando casada, sería motivo de deshonor para todos. A pesar de ello, la princesa no podía negar que las mujeres le provocaban emociones que su esposo no; y de entre todas esas mujeres, hubo una que se percató de las miraditas furtivas de Nadia, despertando en ella las ganas de ir más allá.

La condesa Antoinette era una de las nobles más respetadas de la corte. Casada con el conde de Giften-Dienernagg, solía pasar mucho tiempo en el palacio charlando con los reyes y con la demás gente de alta alcurnia. Cuando se enteró en su momento de la llegada de la prometida del príncipe Albert, quiso conocerla y ver qué tal, encontrándose con una chiquilla apocada y que se limitaba a respetar la etiqueta.

Cierto día, la encontró en los jardines admirando las flores. Sin dudarlo, se le acercó.

―Buenos días, su alteza.

―Buenos días, condesa.

―¿Mirando las rosas?

―Sí. Es una de las pocas cosas interesantes que puedo hacer en el palacio.

―¿Pocas cosas? ¿Acaso pasar tiempo con su marido el príncipe no lo es?

El silencio sepulcral de Nadia fue una respuesta contundente.

―Ya veo. ¿Sabe? Conozco al príncipe desde hace mucho. Siempre ha sido un hombre complicado y poco expresivo. A usted llevo poco de conocerla, pero he visto que no se ha acostumbrado a este lugar a pesar de sus intenciones. Necesita a alguien que la escuche, que la haga sentir cómoda, y el príncipe no es ese alguien.

El roce de la mano de la condesa con la suya despertó en Nadia una emoción que no sabía que podía experimentar. Se suponía que un contacto así era inmoral, pero por alguna razón se sentía demasiado bien.

No pasó mucho para que la relación entre Nadia y Antoinette se volviera física.

Con la duquesa, la joven princesa se dio cuenta de qué le faltaba a su relación. Entre los brazos de Antoinette, Nadia se sintió apreciada por primera vez, dejando de lado todos los prejuicios que tenía sobre las relaciones homosexuales. Por supuesto, como ambas estaban casadas, debían ser muy cautelosas para que no las descubrieran, aunque lo prohibido de la relación le agregaba un componente excitante que se manifestaba de maravilla en la cama. Sin embargo, aunque ambas tenían sentimientos mutuos, una de ellas pensó que podría sacarle partido al amorío.

Aprovechando que Nadia pertenecía a la familia real, Antoinette decidió que aquello sería su boleto a una vida todavía más lujosa; ser condesa gracias a un matrimonio arreglado no le bastaba. Eso la motivó a pedirle ayuda para escalar en el poder, sugiriéndole que hablara con el rey para concretar ese fin. Por el amor que le tenía, la princesa accedió a conversar con el monarca, quien le dijo:

―Eso estará en consideración, aunque no hay seguridad de que se concrete. Es verdad que el conde ha prestado grandes servicios a la corona, pero los privilegios no son algo que se pueda otorgar así como así. Hay mucho a tomar en cuenta antes de otorgar un nuevo título nobiliario.

―Pero, su majestad, ¿no podría acelerar un poco las cosas?

―Lo siento. Ya te he explicado las razones.

―... Entiendo, su majestad.

―Por cierto, Nadia, ¿por qué este súbito interés en el conde?

La chica no supo qué responder. No podía mencionar que no era por el conde por quién lo hacía, sino por la condesa.

Meses en vano pasaron, impacientando a Antoinette.

―¡Creí que me ayudarías a ascender, Nadia! ¡Creí que me amabas!

―¡Por supuesto que te amo! Es solo que estas cosas no dependen de mí.

―¡Para mí ese no es un buen argumento! Haz lo que tengas que hacer para volverme más cercana a los reyes. Usa los métodos que creas adecuados; no me importa. Demuéstrame que en verdad estás enamorada de mí.

Los resultados fueron los esperados. Eventualmente, Nadia comenzó a agotarse: su exigente amante la acusaba de no esforzarse ni amarla lo suficiente, a pesar de que la princesa hacía hasta lo imposible por demostrarle lo contrario. La actitud de la condesa provocó que, de manera lógica, el corazón de la esposa del príncipe se llenara de cierta amargura y de un sentimiento pesado e incómodo; parecía que solamente ella estaba dispuesta a dar, provocando que la presión que sintió al llegar al reino reapareciera.

Aquel panorama fue solo el preámbulo para lo que ocurrió tiempo después.

Debido a su avanzada edad, una de las mucamas de palacio se vio obligada a retirarse, por lo que los reyes trajeron a una mozuela como su reemplazo. La chica, de nombre Klara, se veía algo incómoda durante su primer día, pero cuando conoció a la princesa Nadia, sintió como si Cupido le hubiese disparado su artera flecha.

―¿Necesitas ayuda? ―le preguntó al verla complicada con las labores del jardín.

―... Sí. No sé qué hacer y no quiero arruinar las plantas.

―Déjame darte una mano.

Al pasar las semanas, Nadia y Klara se fueron haciendo más cercanas. En la jovencísima sirvienta, la princesa se vio a sí misma cuando recién llegó a Zuchthausen. Por su parte, Klara vio que la noble extranjera era distinta a todos los demás miembros de la corte, siendo una valiosa fuente de ayuda para comportarse y hacer las labores domésticas. Si antes ya sentía cierto enamoramiento por Nadia, después dejó que el amor que guardaba en su corazón se desbordara como un torrente y anegara su interior.

Un beso robado cierto día fue la primera muestra de ello.

―¡Lo siento, su alteza! Yo... Yo solo...

A Nadia no le desagradó aquel beso. Por el contrario, se sentía suave y delicado, y tenía cierto sabor que los besos de Antoinette habían perdido. No queriendo que Klara se dejara dominar por la duda, la princesa sujetó suavemente su rostro y presionó sus labios con los de ella.

―No me molestó que lo hicieras, Klara.

―Su alteza...

El debut de la sirvienta en las artes amatorias se dio poco después. Siendo más experimentada gracias a sus encuentros con la condesa, Nadia se preocupó de cada detalle. Como Klara era aún una virgen, la trató casi como a una florecilla delicada, expresándole ese cariño en cada beso y cada roce que le dio a su suave piel. Nadia disfrutó la sesión de sexo como no lo hacía desde hacía tiempo, alegrándose cuando Klara le dijo que también le había gustado.

La joven sirvienta había reemplazado a la condesa en el corazón de la princesa, quien deseaba que esta se convirtiera oficialmente en su nueva amante. Cuando le planteó la idea a Klara, esta se sintió halagada, pero no del todo segura.

―¿Pero qué hay del príncipe?

―No existe amor entre él y yo. Lo nuestro es solamente una unión política. Además, a mí no me gustan los hombres y él prefiere la compañía de otras mujeres; lo sé bien.

Nadia tomó las manos de la mucama y le dijo:

―Klara, me has dado una sensación de libertad que hace mucho que no experimentaba. Me diste también ese amor que me hacía falta. Por favor, acepta ser mi compañera. Prometo que cuidaré bien de ti.

―Yo... Yo... Yo acepto, su alteza.

El beso posterior selló el trato.

La consolidación se fue dando con el tiempo. Aunque llevaban su relación de forma discreta ante la demás gente de la corte, Nadia y Klara se las arreglaban para manifestar afecto. Sin embargo, hubo alguien lo suficientemente astuto como para percatarse de que entre las chicas existía algo más que una mera relación cordial entre una noble y su empleada.

―¡¿Qué significa esto?! ¡Se suponía que tú estabas conmigo! ¡¿Y ahora te encamas con esa niñata?!

―Antoinette, nuestra relación no puede continuar. Te amé mucho, sí, pero eras de las que prefería recibir que dar. Eso me agotó.

―Oh, no, tú no vas a terminar conmigo. ¿Acaso esa sirvienta puede hacer lo mismo que yo? ¡Yo fui la que te hizo mujer! ¿Qué puede ofrecerte ella que yo no?

―Amor incondicional.

―Amor... ¡Yo soy la única que te da amor, Nadia!

―... No sé si alguna vez me lo diste.

―... ¡¿Cómo te atreves a...?!

―Lo siento, Antoinette. Lo nuestro se terminó.

A pesar de que la condesa intentó revertir la situación a su favor, la princesa había sido muy clara. Furiosa y dominada por los celos, decidió vengarse, y lo hizo de la manera más cruel que se le ocurrió: revelando el lesbianismo de Nadia a la luz pública.

El escándalo no tardó en recorrer toda la nación enfureciendo a la realeza en pleno, salvo al príncipe Albert, a quien sinceramente el asunto le daba igual. Lo peor del caso fue que la condesa tuvo la suficiente habilidad para cubrir su propia homosexualidad, de modo que todas las miradas recayeran en Nadia y Klara.

―No toleraré comportamientos inmorales en mi reino... Y pensar que... esa... es la esposa de mi hijo. ¡Es indignante!

Era cuestión de tiempo, específicamente de horas, para que la guardia real cayera sobre la pareja. Sabiendo eso, ambas se juntaron en un salón del palacio con un notorio temor.

―Su alteza... ¿qué haremos?

―No nos queda más alternativa: tendremos que escapar. No importa adónde, pero no podemos seguir en Zuchthausen, menos en Klatstatt.

―Pero no tenemos forma de huir.

―Encontraremos la manera. Da igual cómo, pero no dejaré que te pongan las manos encima, Klara.

Apenas Nadia terminó de hablar, un grupo de soldados irrumpió en el salón y apuntó sus armas contra las chicas.

―No se muevan. Quedan detenidas por faltas gravísimas a la moral y las buenas costumbres.

Aunque la princesa intentó defender a su amante y a ella misma, la fuerza militar logró su cometido. Ambas jóvenes fueron encadenadas y subidas a un carruaje con destino a la prisión de Schwarzplatt, a las afueras de la capital, en donde aguardarían su juicio.

―Prepárense para secarse en prisión, malditas enfermas ―se burló de ellas un soldado.

Nadia sospechó que Antoinette estaba detrás de lo que estaba pasando. Sin embargo, la princesa no tenía la suficiente maldad para vengarse. Lo único que le importaba en ese momento era Klara, quien lloraba en silencio frente a ella.

Agachando la mirada, Nadia aguardaba su inminente destino. Al menos, eso parecía.

(...)

―¿Qué? Repíteme eso.

―El carruaje que transportaba a la princesa y a su sirvienta desapareció. Nadie sabe qué pasó con él.

Lo único que pudo encontrarse fue al grupo de soldados y al cochero. Todos estaban vivos, pero parecían sorprendidos por algo imprevisto. Por lo mismo, no querían contar los detalles, temiendo que los tildaran de locos, o peor aún, de débiles.

Podía decirse que, en ese caso en particular, el poder del amor hizo de las suyas cuando se combinó con la desesperación.

―Al menos esas enfermas desaparecieron. Klatstatt estará a salvo ―aseguraba orgulloso el rey―. Tú descuida, hijo. Ya encontraremos una nueva esposa para ti, una que te valore y que sepa cuál es su papel en la corte.

―Sí, sí, como digas ―respondió Albert con su tono habitual.

El nombre de la princesa Nadia fue borrado de los anales del reino de Klatstatt, mientras que en su natal Preteret nadie podía dar crédito a las noticias sobre su desaparición y su lesbianismo. Hubo unos cuantos clamores de guerra contra el reino vecino, pero todo quedó en amenazas vacías más semejantes a ladridos que a cualquier otra cosa.

(...)

En una nación distante, en un acantilado vecino al mar, se encontraba una pequeña cabaña de madera. Cerca de ella, dos caballos pastaban tranquilamente, y en el borde del risco, mirando el océano lado a lado, se apreciaba a dos chicas. La más joven descansaba su cabeza en el hombro de la otra, mientras ambas contemplaban al sol ponerse.

En un momento así, no era conveniente pensar en los hechos del pasado; estos no valían la pena.


La historia salió más larga de lo que pensé en un principio. Realmente no quería escribir algo con el mismo tono de Golondrina, pero esto fue lo que surgió en mi cabeza y no podía ignorar nada. A diferencia del cuento anterior, eso sí, le di a esta pareja un final más feliz; ya hay demasiada tragedia en historias de este tipo.

Me gustaría que el siguiente cuento fuese algo más ligero, pero aquí la inspiración es la que manda. Solo espero que se me cumpla este minúsculo deseo.

Origen de los nombres de los lugares:

- Pinjaune: Deriva de pinjon ('paloma' en franco-provenzal) y jaune ('amarillo' en francés, en referencia a la prensa amarilla).

- Preteret: De pretérito.

- Araberg: Deriva de ara  ('águila' en idioma gótico) y berg ('montaña' en varios idiomas europeos).

- Zuchthausen: De zuchthaus (un antiguo término alemán para 'cárcel').

- Klatstatt: De klatsch (coloquialismo alemán para 'chisme') y statt  ('lugar' en alemán).

- Giften-Niedernagg: De gift ('veneno' en alemán) y de un anagrama de niedergang ('caída, declive' en alemán).

- Schwarzplatt: De schwarz ('negro' en alemán) y platte ('losa' en alemán).

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