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Hoja secada

Aquella pequeña plaza, a merced del frío y las hojas de otoño, era el lugar en el que doña Alicia pasaba sus penas. A sus ochenta años, recordaba los días de esa juventud que se le había escapado. Lamentablemente, dichos días, los añorados por la gente en su situación, no habían sido gratos para ella. Se miraba sus arrugadas, manchadas y callosas manos, como garras de águila, y lloraba en silencio, deseosa de que el tiempo que se le escapó volviera de alguna forma para poder ser feliz..., para poder ser ella.

Tuvo la mala suerte de nacer en una época difícil. Bajo la férrea disciplina de padres conservadores, se le enseñó a la pequeña Alicia lo típico: debía convertirse en una buena mujer, encontrar un esposo digno y formar una familia. Sin embargo, ya en su adolescencia se dio cuenta de que eso no era lo que deseaba, sobre todo tras percatarse de su atracción por las mujeres, en específico, por una compañera de curso.

Estando consciente de que aquello no sería aceptado por la sociedad, Alicia guardó esos sentimientos muy dentro de ella. Nunca se los confesó a nadie, ni siquiera a algún diario, como se acostumbraba a hacer en aquella época. Eventualmente, hizo lo usual para una mujer según los convenios sociales: se casó con un hombre de aspecto respetable y formó su propio hogar. Él trató en un principio de mostrarle afecto y comportarse como un marido ejemplar, pero al momento de tener relaciones sexuales, ella no lo gozaba para nada. Doña Alicia nunca sintió atracción por su cuerpo ni experimentó el menor deseo de pasar las noches con él. En pleno acto, trataba de fantasear, imaginándose que era una mujer quien estaba encima suyo. Pocas veces lo lograba; la anatomía humana jugaba en su contra.

Cuando el matrimonio se enteró de que doña Alicia no podía tener hijos, la frialdad y el desprecio se hicieron presentes en el hogar. El esposo frecuentaba lugares de dudosa reputación en busca de placer, mientras que ella, atrapada en un matrimonio sin amor, se resignaba a sufrir. A veces soñaba con escapar y refugiarse en los brazos de alguna chica, pero eso era pedir demasiado, y para una mujer de su tiempo, estaba prohibido el pedir. Recurrir a las fantasías parecía ser el único camino viable, pero eran un alivio pasajero, un placebo, algo que sabía que no podía concretarse.

No pudo hacer nada para cambiar su situación. Simplemente dejó que los años hicieran su trabajo, con su siervo la muerte llevándose al marido llegado el momento.

¿Qué le quedaba a ella ahora? Suponía que esperar a que la muerte se la llevara también. Sola, desanimada, agotada, sin haberse podido mostrar tal cual era nunca, doña Alicia fijó la vista en la alfombra de hojas otoñales bajo sus pies, mustias como sí misma. Tras tomar una bocanada de aire, suspiró y cerró los ojos como una mártir.

En ese momento, unas risitas llegaron a sus oídos. Al ver de dónde venían, la anciana se topó con dos chicas jóvenes que caminaban tomadas de la mano y coqueteaban de tanto en tanto: claramente eran una pareja.

En esa plaza helada y tapizada de hojas de otoño, doña Alicia fue testigo de aquello que nunca pudo vivir por sí misma. Era una época distinta a la suya, donde, a pesar de que el prejuicio seguía existiendo, mujeres como ella podían ser más honestas, más libres. De inmediato dejó de derramar lágrimas y siguió con la mirada a las jóvenes hasta que se perdieron en el horizonte.

Sus resecos labios esbozaron una pequeña sonrisa. Les tenía un poco de envidia sana.


Un error que cometemos muchos de los que escribimos sobre relaciones lésbicas es centrarnos demasiado en las lesbianas jóvenes. Por eso, quise que en esta ocasión la protagonista fuera una mujer de la tercera edad.

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