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Capítulo III: SOLEDAD, ANGUSTIA Y LOCURA.

Diez de la mañana y treinta minutos: Ricardo Antonio comenzó a recuperar el conocimiento emitiendo un casi imperceptible quejido al tratar de moverse. No sabía en dónde estaba ni qué había sucedido. Todo le daba vueltas en su aporreada cabeza. Se miraba las manos sin comprender absolutamente nada; sin darse cuenta de la magnitud de la tragedia que estaba viviendo. Una vez más, procuró levantarse; no pudo. Le dolía todo el cuerpo; giró su cabeza hacia la izquierda, lo más que pudo y... fue ahí, en ese instante, cuando se dio cuenta de la cruda realidad; de esa realidad abismante. Con toda la fuerza de su voluntad intentó, por tercera vez, ponerse de pie, pero su fuerza física no le respondía. Luego, clavando la vista en lo que podría llamarse "el interior del Land Rover", alcanzó a divisar parte de los cuerpos inertes, cubiertos de sangre. El desconcertado adolescente, emitiendo un prolongado alarido de espanto intentó, por cuarta vez, ponerse de pie. Definitivamente no pudo. Sus piernas no le respondían, y un dolor intenso recorría su columna vertebral. Quiso arrastrarse en dirección al vehículo, pero el cuello y los hombros se le acalambraron al extremo de producirle un agudo dolor. Gritó, gritó como enloquecido, maldiciendo la hora en que decidieron conocer ese fatídico pueblo fantasma. Jamás imaginó semejante pesadilla de horror. Siguió gritando hasta perder nuevamente el conocimiento. Y así se quedo, inmóvil, en la soledad del desierto, como un minúsculo insecto extraviado, soportando la arenisca levantada por el viento.

Arriba, muy arriba... tres negras aves de rapiña (jotes) revoloteaban en círculos cada vez más bajos, atraídos por el olor de su próxima comida, detectada con la certeza inequívoca de estas aves carroñeras.

Los minutos pasaban; las horas pasaban. El inexorable tiempo pasaba sin detenerse un instante; sin detenerse a meditar en lo ocurrido. ¡Ah!, pero es absurdo: el tiempo no puede meditar. No; no puede, ni mucho menos detenerse... ni siquiera un instante.

Era ya, pasado el medio día; un vientecillo helado comenzaba a invadir la pampa. La trágica escena continuaba exactamente igual. Lo único nuevo era la presencia de las tres aves de rapiña que se habían posado sobre las retorcidas latas del Land Rover, esperando con ceremoniosa ansiedad el momento oportuno para iniciar el macabro y horripilante festín, a punta de picotazos. De pronto, el pálido y rubio adolescente fue sacado de su estado de inconsciencia. Una profunda y pausada voz le repetía insistentemente:

___ Despierta-a-a-a... Tú no estás muerto-o-o-o-o ___ Entonces, éste comenzó lentamente a recuperar el conocimiento, clavando su mirada suplicante en los ojos de un anciano de rostro bondadoso, cubierto con puros harapos, arrodillado en el suelo, a su lado.
___ Eso es, muchachito, fija tu vista en lo más profundo de mis ojos... así, profundamente, y ahora, lentamente... comienza a ponerte de pie; vamos... arriba, tú puedes; eso es, vamos... un poco más ___ decía el anciano, ayudándolo físicamente a levantarse; y continuó ___ ya casi lo logras muchacho ___

El chico no hablaba, sólo hacía lo que le ordenaba el aparentemente octogenario anciano, quien esbozaba una convincente sonrisa. Ambos se incorporaron totalmente; el joven parecía no pensar; actuaba como un autómata. En realidad no pensaba, ni siquiera se movía por sí mismo. Parecía pender de invisibles hilos, manejados por manos invisibles, en una realidad no menos invisible. Y el viejo, alejándose un par de metros, haciendo una singular reverencia, le dijo:

___ Bienvenido al irreal mundo de la ambigüedad... Bienvenido a los dominios eternos del amo y señor de las tinieblas. Bienvenido a tu nueva vida, Ricardo Antonio Canvill Kurt ___ terminó diciendo, con un dejo de satisfacción, el extraño personaje.
___ ¿? ___

En ese momento, al escuchar su nombre completo, el adolescente pareció reaccionar de su estado casi hipnótico, casi catatónico, y, por instinto, retrocedió tambaleante algunos pasos y clamó lo más fuerte que pudo, haciendo retroceder el viento:

___ ¡Dios mío... Por favor! ¡Ayúdame! ¡Quiero despertar, ya! Dios... No aguanto más esta pesadilla... ___

Y el resultado no se hizo esperar: Casi instantáneamente el anciano se retorció como un epiléptico y, lanzando un estridente alarido cayó al suelo. Su rostro se desfiguró horriblemente y sus ojos, inyectados de sangre, parecían estar a punto de reventar. Sorpresiva e inexplicablemente desapareció. Las aves de rapiña, en un desordenado aleteo, volaron espantadas, emitiendo fuertes graznidos en señal de protesta.

El perplejo joven, aún sin comprender qué estaba sucediendo con el anciano, seguía implorando ayuda divina. Se arrodillo sollozando junto a la destrozada máquina y vio, en toda su magnitud, la dantesca escena de sangre en su interior; pero, su entendimiento le hacía reaccionar de manera extraña, ambigua, como si fuese un sonámbulo. Como si él no fuese él. Luego, como un autómata, intentó sacar los cuerpos de sus malogrados padres, siendo imposible hacerlo. Estaban muy atrapados. Intentó resignarse, creyendo por enésima vez que todo no era más que un pésimo sueño; una pesadilla de la cual pronto saldría. Se resistía a creer que lo ocurrido fuese realidad. Era imposible que el anciano hubiese desaparecido delante de él. Era... un sueño. Una pura y loca fantasía. Y tuvo una brillante idea: se sentó en el suelo un largo rato, esperando despertar, y lo único que pasó fue el tiempo; varias horas. Comenzó atardecer y, rápidamente, a bajar la temperatura ambiente. Él vestía unos "bluyines" americanos auténticos; una polera de mangas largas y, sobre ella, otra de mangas cortas, de color indefinido mimetizadas con el polvo adherido; y, en sus pies, una sola zapatilla... muy sucia.

El hambre y el frío eran más que suficiente para hacerle entender que no estaba soñando. No obstante, aún seguía sin convencerse de esa dura realidad. En fin, se puso de pie y, curiosamente, ya nada le dolía. Procuró aceptar parte de los hechos; miró con profunda tristeza la máquina volcada y muy rápidamente bajó la vista y giró sobre sí mismo para borrar la escena. Trató de buscar una explicación al fatídico hecho. Y, principalmente, una explicación al por qué él estaba vivo y sin heridas; al cómo se había salvado y de dónde había salido el senil personaje de fantasía. No, no lograba entenderlo. Y no quería abandonar los cuerpos de sus padres, ya que las aves de rapiña insistían en alimentarse; y él insistía en espantarlas. Las horas seguían avanzando; finalmente llegó la noche. Y su otra zapatilla no apareció.

Después de muchas conjeturas, decidió caminar, supuestamente hacia donde debería encontrarse la carretera. Procuró orientarse instintivamente, ya que en ese momento no escuchaba ruido de motores ni veía el reflejo de las luces de vehículo alguno a la distancia. El cielo, esta vez, no estaba estrellado; simplemente, la noche era un negro velo sobre la extensa pampa nortina. El viento, progresivamente iba aumentando de velocidad. La temperatura bajaba con una rapidez increíble. El muchacho llevaba más de veinticuatro horas sin ingerir alimentos ni agua; mucho más. Lentamente, paso a paso, se iba alejando del "sitio del suceso". El frío, el hambre y la sed lo hacían tambalear de debilidad, pero lo que más le abrumaba era un enorme sentimiento de culpa: haber insistido en visitar uno de aquellos pueblos fantasmas; no poder hacer nada por sus mutilados padres y... dejarlos allí. Era una enorme sensación de impotencia, pero,  ¿qué más podía hacer? Nada, solamente tratar de llegar a la carretera y pedir ayuda.

Seguía caminando, trastabillando. Su mente se poblaba de extrañas figuras; imaginaba grotescas gárgolas que danzaban desnudas sobre las amarillentas flamas de una hoguera enclaustrada en las entrañas de un volcán. Se imaginaba escenas absurdas. Se imaginaba una y mil cosas; su cabeza parecía que le iba a estallar, no de dolor, sino por saturación. Un mareo repentino lo invadió completamente. Cayó con violencia al suelo y se golpeó fuertemente una de sus mejillas. Estaba muy agotado; no obstante, hizo un último esfuerzo. Intentó ponerse de pie y, sorpresivamente, al afirmarse entre los terrones, una de sus manos topó algo blando, algo escurridizo, algo... con vida. Su instinto de conservación lo obligó a cerrar con fuerza su mano derecha a la vez que un suave chillido se dejaba oír entre sus dedos. Lo aferró aún con mayor fuerza. Unos pequeños y afilados dientes se le hundieron en el pulgar de su otra mano al  momento de querer evitar que "eso" se le escapara, ya que se agitaba con desesperación e intentaba zafarse. El muchacho sabía que aquello era un pequeño animal, pero no sabía qué. Su instinto de supervivencia subió de nivel. El hambre le exigía proceder con naturalidad; aquello era un potencial alimento a su disposición. Prácticamente no lo veía, pero eso era lo de menos. Trató de matarlo con sus propias manos, pero el bicho era demasiado duro para morir. Lo afirmó contra el suelo y comenzó a pisarle la cabeza con la única zapatilla que llevaba puesta, hasta que el animalito dejó de luchar y quedó inerte. El hambre y la sed eran insoportables. Sin saber si era un topo; un ratón del desierto, o alguna especie de lagarto, se lo fue acercando cautelosamente a su boca entreabierta. Sintió que un líquido viscoso mojaba una de sus manos. Acto seguido..., simplemente mordió y mordió; tragó y tragó; escupiendo lo que no era comible. Muy pronto sintió un alivio reconfortante en su estómago, y nuevas energías le permitieron continuar la complicada marcha a oscuras. Ciertamente que no sabía con exactitud en donde ponía sus pies; cada paso era un desafío, y había que avanzar, aunque su pie izquierdo estuviese resentido. El frío le calaba la mismísima médula de sus aporreados huesos, aunque moviéndose lograba soportarlo.

Un ruido de motor a la distancia y luego una potente luz que iluminaba la carretera, le llenaron de regocijo. Intentó correr; sin embargo, aún le resultaba muy difícil. El terreno continuaba disparejo, pero faltaba muy poco para llegar al camino asfaltado; doscientos metros..., cien..., cincuenta..., veinte. El corazón le latía con fuerza; por fin llegó a la carretera. Un enorme camión se acercaba a mediana velocidad. Ricardo Antonio se puso en medio del camino y comenzó agitar sus brazos desesperadamente. ¡Era su salvación! No obstante, tuvo que hacerse a un lado; pues, la pesada máquina pasó de largo sin variar de velocidad, indiferente, dolorosamente cruel; seguramente su conductor era un tipo egoísta, arrogante, insensible, o... quizá muy desconfiado. Por algunos minutos el poderoso ruido del motor partió en dos el silencio del desierto, dejando una olorosa estela con sabor a petróleo. El muchacho corrió detrás del camión en un vano intento por agarrarse de alguna parte de su carrocería posterior. Casi lo logra; estuvo a punto de hacerlo, pero le fue imposible alcanzarlo del todo. Le dolían sus dedos, como consecuencia del inútil esfuerzo. Gritó, gritó de impotencia, rabia y desesperación. Maldijo al camionero; maldijo a la noche; maldijo su situación; maldijo a todo lo que se le vino a la mente. Y, para peor, no pasaba ningún otro vehículo. La noche pareció ser mucho más oscura cuando el camión se alejó y sus luces traseras se fueron debilitando en un rojo cada vez menos intenso.

Sus esperanzas de salvación se derrumbaron como un castillo de naipes; cayó de rodillas en medio de la fría carretera y se puso a llorar; a llorar de impotencia y rabia. En medio de su llanto volvió a clamar ayuda divina:

___ ¡Dios mío, por favor, ya no soporto más! ¡Ayúdame, ayúdame, por favor! ___ En ese instante, una vez más, la estridente y demoníaca carcajada retumbó en la inmensidad del abovedado desierto de Atacama. La ayuda no llegó esta vez; al menos esa fue su percepción. Entonces, se agarró la cabeza a dos manos y emitió un verdadero alarido, sobrehumano, explosivo..., fuera de sí. Y no era para menos.

Tenía, apenas, quince años. Casi un niño y estaba al borde de la locura... Se sentía totalmente desamparado, solo y angustiado. El frío lo hacía temblar descontroladamente. Los minutos pasaban; pasaban y pasaban por la vacía carretera nortina, hasta que... una nueva luz de esperanza surgió allá en la distancia. Se incorporó dudando si creer o no. En efecto, aquello era un vehículo; venía en sentido contrario y sus luces se hacían cada vez más intensas. El motor zumbaba con suavidad. Creyó, por un instante, que al fin su pesadilla iba a terminar, pero no fue así; todo lo contrario, al parecer, una vez más se ponía de manifiesto una incomprensible maldad, producto quizá de qué ente demoníaco: El muchacho hizo señas aparatosamente; no obstante, el pequeño vehículo pasó veloz muy cerca de él y, haciendo sonar su bocina, se perdió en la oscuridad, dejándolo sumido en la más profunda desesperación. En su retina quedó grabado, por algunos segundos, el rojo reflejo de las luces posteriores que quemaban su cerebro como dos carbones encendidos. Con sus ojos aún cubiertos de lágrimas, miraba entre ellas a la distancia, mas la oscuridad era casi total. La luna, menguante, aparecía y desaparecía entre las nubes, como jugando a "la escondida".

Hacía frío, mucho frío, y, el tiempo parecía haberse detenido. La noche era interminable. Entonces, ¿qué hacer? Quizá, pero el muchacho hizo lo más insólito, lo más extraño, lo más raro que podría haber hecho persona alguna en tales circunstancias, a menos que estuviese a punto de traspasar los límites de la locura: Se sentó en medio de la carretera, sobre el duro y gélido asfalto, y comenzó a sacarse la única zapatilla que llevaba puesta ( muy sucia y con restos de sangre del pequeño animal que había matado con la misma ); luego las calcetas y... haciéndolas girar, las lanzó lejos. En seguida se despojó de sus dos poleras que, haciendo lo mismo que las calcetas, las lanzó hacia arriba lo más lejos que pudo, convirtiéndolas en juguete del viento; de un viento que, a ratos, azotaba en ráfagas al desvalido muchacho que al parecer había perdido la cordura. Estaba desnudo de la cintura para arriba y a pies pelados. Ahora procedía a sacarse los pantalones "yins". Y comenzó a reír, progresivamente aumentando el volumen de su risa, hasta alcanzar un nivel de endemoniada sonoridad; entonces, levantándose del suelo hizo girar sus pantalones arrojándolos fuera del camino. Finalmente, sacándose sus calzoncillos, quedó completamente desnudo, exponiendo su esmirriado cuerpo a las heladas ráfagas del desierto. Se quedó únicamente con su destruido reloj de pulsera, regalo de cumpleaños.

Allá arriba, los espesos nubarrones parecían ponerse en retirada, y la luna insistía en mostrar su platinada silueta durante más tiempo. Por su parte el viento, testigo presencial de estos hechos, interpretaba una plañidera sinfonía, mezcla de música andina y... llanto de mujer.

El muchacho definitivamente había enloquecido. Comenzó a correr por la carretera y, después de haber recorrido algo así como cien metros, se detuvo bruscamente, guardando absoluto silencio, como pretendiendo escuchar un llamado del "Más Allá". Y el viento y la noche también enmudecieron con la escena: el adolescente se sentó, una vez más, en medio del asfalto y, en una extraña actitud se puso de espaldas, cuan largo era, tendido en la dura superficie; los brazos apegado a ambos costados y las piernas juntas manteniendo una postura muy horizontal; parecía un cadáver sobre la marmórea mesa de una morgue. Pero aquello no era una morgue, ni mucho de mármol.

El silencio, ahora, era sepulcral. El muchacho permanecía quieto; completamente inmóvil. Sólo los minutos avanzaban muy lentamente. De pronto, se sintió como flotando; era una extraña sensación de alivio, algo casi imposible de describir con exactitud. Lo más extraño era que veía su propio cuerpo , con toda claridad, tendido allá abajo en la carretera, de repente muy cerca, otras muy lejos, emitiendo una difusa luz violeta azulada. Todo le parecía muy confuso; nuevamente pensó que quizá, ahora sí, estaba muerto y que era su espíritu el que flotaba sobre su cuerpo desnudo. La noche parecía eterna. El viento soplaba nuevamente, algo más suave; sin embargo el frío era glacial y el cuerpo desnudo del muchacho, extremadamente blanco y violáceo, aún seguía sobre el asfalto, inmóvil, inerte, gélido, pétreo.

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