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Especial #3: ¡Uno, dos, tres! | Borrador SP

La música del piano arropó la habitación con un manto cálido de dulzura, golpeando su eco contra los ventanales y las paredes. Su armonía traspasó las fronteras del cuarto de música, llegándole hasta su oficina. Le supo a respuesta para una pregunta que no se había formulado hasta que despegó su atención de los papeles. Sabía dónde encontrarla.

La vio enfundada en un vestido blanco de mangas largas, sobresaliendo del acojinado negro del banquillo en el que se hallaba sentada. Movía los delgados dedos, primero a prisa y después más lento, sobre las teclas blancas y negras. No la había visto tocar en mucho tiempo. Los eventos sociales y las lecciones que ambos tenían impuestas les habían quitado tiempo para darle rienda suelta a su arte. Él mismo no había tenido un momento libre para crear siquiera un boceto. Temía que a estas alturas perdiese el toque.

Pero Anna no lo había hecho. Le embriagaba la maravilla que sus manos creaban, hechizándolo con la música armoniosa y suave que se desplazaba por la habitación como un eco.

Se recostó del marco mientras continuaba observándola. De espaldas, el vientre hinchado se hallaba ausente, un bulto tal vez demasiado crecido para las dieciocho semanas de su gestación. Habían tenido que postergar la ecografía en dos ocasiones por su apretada agenda social, pero pidió postergar un almuerzo con Gray y Darcey y cambiarlo para cualquier otro día. Ninguno podía tomarse más riesgos, y él deseaba asegurarse de que todo marchara bien con su pequeño milagro.

Le picaba la felicidad cada vez que lo pensaba. Se lo había imaginado mucho tiempo atrás. Un hijo suyo, tan propio como la sangre, que nacía de la unión con la mujer que amaba. Se lo imaginaba pequeño en sus brazos, con los ojos gigantes mirándolo fijamente, con una bobalicona sonrisa infantil, las manitas buscando el rostro de su padre con una barba rasposa, riéndose por la sensación que le dejaba en las palmas suavecitas. No supo cuánto lo había deseado hasta que su mujer le dio la noticia. De repente, aquello que protegía ella en su vientre se convirtió en el permanente sol de su vida. Nada le había hecho sentir felicidad como aquella salvo por la mujer que estaba dándosela, como si se mereciera toda la dicha del mundo.

Con el cambio de la melodía, él avanzó hacia ella. Anna dio un salto en el banco cuando le dejó un beso en la cabeza.

―Creo que tendré que ponerles un cascabel a ti y a Cameron ―masculló ella.

Él dejó escapar una risita mientras se sentaba junto a ella.

―No te quería asustar. Parecías concentrada.

―Lo intentaba.

Charles le pasó el brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia él con suavidad.

―Acabo de firmar el último documento. Oficialmente, mi señora, nuestra nueva casa real está lista para que la habitemos.

Anna dejó escapar un chillido de contentura mientras le envolvía el rostro con ambas manos. Le asaltó la boca tan de improvisto que él tuvo que sostenerse del piano para no caer.

―Trátame con cariño si quieres que tu marido dure, preciosa ―se burló.

―¿Cuándo comenzamos con la mudanza? ―le preguntó.

Él lo meditó un instante.

―Nos quedan algunas cosas por comprar. Yo diría que en un mes.

―Pienso que deberíamos comprar los muebles blancos para la habitación del bebé. Cuando sepamos el sexo sabremos qué hacer.

Ella lo miró al instante.

―¿Qué te gustaría que fuera?

Anna le vio sonreír con la contentura inocente de un niño. Hablar del bebé era, en las últimas semanas, su tema favorito.

―Una parte de mí quiere que sea niño, pero la otra quiere que sea niña. Lo que más me importa es que nazca sano. El sexo es lo de menos.

―No hemos pensado nombres ¿Cuál le pondrías si fuera niño?

Charles lo meditó. Una larga lista de posibilidades le cruzó por la mente, y con un marcador invisible fue tachando nombres uno por uno.

―¿Te conté alguna vez que mi padre quería llamarme diferente?

―No creo.

―Bueno, él quería llamarme Simon, pero a mi madre no le gustaba mucho ese nombre. Quería llamarme Charles. Mi padre y ella debatieron eso por meses. Charles es un nombre común en mi familia y él quería algo diferente. A ella le gusta por su significado. Hombre libre.

―Al final tu madre ganó.

Él se echó a reír mientras asentía.

―Mi madre le sugirió Simon como segundo nombre. A él no le gustaba como sonaba, así que decidió descartarlo. Pensaba ponérselo a un segundo hijo, pero no lo tuvo.

―Simon me gusta. Podríamos ponerle ese si es niño.

Charles le sonrió como en complicidad, entrelazando su mano libre con la de ella. Le dio un par de caricias suaves, en círculo y línea recta, que desató un estallido de calor dentro de ella, un efecto que se intensificaba con los años.

―Si es niña, me gustaría llamarla Olive ―le dijo ella.

A él se le pasmó la sonrisa mientras le sostenía la mirada.

―¿Cómo mi madre?

―Sé que has pensado mucho en ella últimamente, y sé que te hubiese gustado tenerla contigo en estos momentos. Fue, y es, una mujer importante en tu vida. Creo que es una bonita forma de honrar su memoria.

Se le torcieron los labios en una sonrisa, al borde de la contentura y la tristeza.

―Sería un gesto muy bello ―asintió, y después le robó un beso―. Gracias.

Ella se le acercó un poco más, descansando su mano izquierda en el pecho de él. Le invadió en la palma la parsimonia de su respiración, y la embriagó la calidez en sus ojos azules, fijos y atentos a ella. Sintió su propia boca torcerse en una sonrisa. Palabras sobraban en aquel momento. Bastaba con el silencio armonioso y dulce entre ellos, deleitándose con las miradas, poseyéndose con el tacto sutil de su mano apenas posada sobre su piel.

Condujo las manos entrelazadas sobre su vientre abultado, sobresaliendo del vestido blanco. Trazó círculos perfectos sobre su ombligo y después en línea recta, desde los pechos y luego de vuelta al ombligo. Dejó la mano posada un rato, y en silencio se mantuvo sonriendo con la mirada fija en su vientre.

―Me has dado una gran paz ―comenzó a decir él―. Eres mi mayor bendición, Anna. Me ha ido tan bien en la vida desde que te tengo. Solo he tenido días de sol, y siempre que se asoma una nube me cubres de ella. No tengo palabras para agradecerte por este hijo. Me haces sentir tan completo. Contigo y mi bebé no me falta nada.

No le respondió con palabras, porque se le quebraría la voz. Le enterró los dedos en el cabello negro azabache y lo atrajo hasta la boca de ella, poseyéndosela y devorándosela con el hambre de dos amantes que se conocían bien. Cuando él apuró a sus manos por encima de su cuerpo y le envolvió la cintura, un gruñido de hambruna repentina le palpitó en el vientre. Se le acortó la respiración, pero no se le pudo apartar.

Soltó una pequeña maldición cuando él lo hizo.

―Mi señora, usted y yo tenemos una ecografía a la que asistir.

―Tenemos tiempo ―se le volvió a acercar.

Charles tuvo que hacer mérito y apremio de la poca cordura y voluntad que le quedaba, en algún lado, como una simple gota que amenazaba con evaporarse, para apartarla.

―¿Qué haré contigo, mujer?

Ella le obsequió una sonrisa traviesa.

―Se me ocurren un par de ideas, y si aún no te convences, te diré que todavía me queda bien la lencería.

El pensamiento, y el recuerdo, lo hizo sudar. Ese demonio que tenía por mujer sabía que pulsaciones incentivar, y qué tan fuerte y constante, para hacerle perder el raciocinio.

Con el embarazo, Anna había ganado algo de peso. Tenía las mejillas más redondas, las caderas más anchas y los pechos hinchados. Cuando le hacía el amor, quería tocar cada pequeña parte de su cuerpo, suave y caliente, algunas húmedas, pero siempre como una invitación al placer con la maravilla de su tacto. Su éxtasis favorito era el de sus cuerpos al descontrol, sacudidos, sucumbiendo entre jadeos y gemidos a lo que ambos sabían hacer muy bien.

Le sonrió, haciéndole saber que había perdido la batalla por poco.

―Tenemos el resto del día ―le dijo en cuanto le vio hacer un puchero infantil como respuesta―. Primero, veamos a nuestro bebé.

A Anna se le escapó una carcajada tan fuerte que la técnica detuvo su trabajo.

―¿Se encuentra bien, Su Alteza?

Junto a ella, Charles contuvo una carcajada.

Antes de salir, se había cambiado el vestido blanco por unos jeans y una camisa de mangas largas, que tenía envuelta hasta los pechos hinchados. El gel transparente le cubría el vientre, resplandeciendo bajo la luz de la bombilla, como si cargase dentro de ella un sol, su sol.

―Ella está bien ―dijo él―. Sólo es cosquillosa.

―Lo siento ―se disculpó Anna.

La técnica asintió y prosiguió con su trabajo. Una vez que culminó, se apartó y encendió la máquina. Charles observó atento mientras programaba la pantalla. Presionaba botones aquí y allá y durante un instante fue lo único que pudo escuchar.

―Ya está ―dijo ella. Tomó el transductor mientras se acercaba hasta ellos. Anna se acomodó mejor en la cama, con la mirada fija en el monitor de la pared frente a ella―. Voy a presionar un poco. Si le duele, por favor, avíseme.

Anna asintió. Le tendió su pequeña mano, buscando de su apoyo, y él le brindó la suya, temblorosa y sudorosa por los nervios. Hizo girar el anillo de matrimonio con el pulgar un par de veces hasta sentir la piedra.

Cuando el transductor tocó su vientre, Anna dio un respingo tal que Charles la miró de inmediato. Tenía los labios fruncidos, temblorosos, y los ojos llorosos.

―¿Estás bien? ―le preguntó.

Ella le asintió y después le obsequió una sonrisa.

―Estoy nerviosa.

A él se le torcieron un poco los labios. Llevó sus manos entrelazadas hasta su boca y la besó repetidas veces para brindarle de su conforte, a pesar de que, por dentro, un sismo de emociones amenazaba con derrumbarlo.

―¿A quién crees que se parecerá? ―le preguntó él para distraerla.

Anna apartó la mirada de la pantalla para observar sus atentos, dulces y refulgentes ojos azules.

―A ti, espero ―decidió ella.

Charles torció la boca.

―No, yo espero que a ti. Nos hace falta un par de ojos verdes en la familia.

―En mi familia predominan los ojos verdes. Preferiría que los tuviera azules.

―Verdes ―recalcó él, haciéndola reír―. La próxima semana tenemos la agenda bastante liviana. Podríamos ir a comprar algunas cosas para el bebé. Sé que es pronto, pero imagina comprar la cuna, las mesas, un par de butacas. Esas cosas tenemos que hacerlas nosotros mismos, sin ayuda de terceros.

―Dije que blancas, pero podríamos mantener la mente abierta. Tal vez marrón. Ambos irían bien con otros colores.

―Habrá que hacer una lista. Quiero que nuestra habitación y la del bebé sean las primeras en estar amuebladas.

―Tenemos más planes para la del bebé que para la nuestra.

―Una pena. Con lo importante es esa habitación para nuestro matrimonio...

Charles miró a la técnica, que parecía centrada en su trabajo.

―Tengo un par de preguntas si no le importa.

La mujer asintió.

―Es sobre sexo ―aclaró él.

Anna abrió los ojos como platos y, abrumada por la determinación en él, se cubrió el rostro con ambas manos.

―¿Qué? ―se quejó él―. A alguien debo preguntarle. Quiero cerciorarme de que el sexo no le haga daño al bebé.

―En absoluto ―dijo la mujer―. Siempre que el embarazo no sea de riesgo, se recomienda mantener relaciones sexuales. Durante el orgasmo, se produce la oxitocina que provoca contracciones uterinas, ayudando en el trabajo de parto. Es importante tener en cuenta que el sexo podría ser riesgoso en ciertas situaciones como haber tenido un bebé prematuro o tener las señales durante el embarazo. También embarazos espontáneos y embarazos múltiples ¿Presenta alguna de esas?

―No ―respondió Anna.

―En la familia de mi madre hubo algunos embarazos múltiples ―confesó Charles.

Anna se apartó las manos del rostro.

―¿Y hasta ahora me lo dices?

Él se encogió de hombros.

―No preguntaste.

Anna suspiró.

―Mi madre tuvo tíos gemelos.

―¿Y hasta ahora me lo dices? ―bromeó él.

―¡Charles!

Le guiñó un ojo como respuesta.

Devolviendo su atención a la técnica, le preguntó:

―¿Cree que hoy podríamos conocer el sexo del bebé?

La técnica sonrió, con la mirada en la pantalla.

―¿Cuál de todos?

Charles frunció el ceño.

―No comprendo.

La mujer cambió el transductor de mano y giró en la silla. Señaló con su mano libre la pantalla en la pared. Una imagen en blanco y negro se movía pausadamente, como intermitente. Vio el cursor circulando una mancha blanca.

―Este es el primero que se dejó ver.

―¿El primero? ―preguntaron los dos al mismo tiempo.

El cursor se movió hacia la izquierda, rodeando una mancha similar.

―Este dio un poco de problema, pero ahí está, ¿lo ven?

―¿Dos? ―la pregunta les salió a ambos al unísono.

Anna le apretó la mano con fuerza cuando vio el cursor moverse otra vez y rodear una tercera mancha.

―Este de aquí es una niña. Temo que los otros dos no se dejan ver muy claramente ―la mujer le sonrió―. Felicidades por el embarazo múltiple.

―¡Múltiple! ―gritó él, como si una mula lo hubiese golpeado en el pecho.

Se le apartó un instante y se detuvo frente a la pantalla, observando atento aquellas tres manchas que un momento atrás el cursor le había señalado. Tenía el pulmón en la cabeza y en corazón en el estómago. Por ahí, deambulando sin lógica, andaba su cerebro. La noticia le robó la capacidad de pensar.

De repente, como si la mula lo hubiese golpeado una vez más, cada parte de sí se devolvió a su respectivo lugar. Se llevó las manos por encima de la cabeza y comenzó a reírse.

―¿Tres, no es cierto? ―señaló a la pantalla con el índice y contó―: Uno, dos tres. No estoy contando mal. No lo estoy haciendo, ¿o sí?

―No, Su Alteza.

Se devolvió de inmediato a su mujer, cuyos ojos verdes se hallaban abiertos de par en par, fijos en la pantalla. Le temblaban las manos, posadas sin unirse sobre su pecho. Al detenerse junto a ella, sintió su nerviosismo, y cuando buscó sus ojos para mantenerse tranquila, le tomó las manos y se las cubrió de besos.

―Tú me hiciste esto ―masculló ella en broma mientras se le formaba una sonrisilla. Después, se echó a llorar.

Él la acompañó con la carcajada. Le masajeó las manos y le permitió que llorara, porque así era ella, llorona y preciosa, y así la amaba, como algo se ama de verdad; sin palabras, sin gestos, solo con una rabia y una valentonada contentura que le hacía temblar hasta el hueso más fuerte.

Viéndola más calmada, devolvió la mirada a la pantalla. No apartó la vista de ninguna de las manchas, ni siquiera cuando la técnica movió el transductor más hacia abajo, medio perdiendo de vista a la niña.

¡Una niña! Tendrían una niña. Solo Dios sabrá qué eran los otros dos aparte de suyos, sus hijos y de ella; un milagro que juntos habían creado. Le voló lejos la mente, y el corazón, viéndose los brazos cargados y cálidos, tan cálidos como su pecho en aquel instante, lleno hasta casi reventar de dicha. Vio a la mujer que amaba cargando a uno de ellos, y él, riendo a carcajadas bajo un brillante sol de verano mientras sostenía a los otros dos, gozando del privilegio y el honor de ser padre. Un escalofrío lo recorrió a medida que su deseo, su anhelo, de tenerlos consigo, de tocarlos, de desbordar todo el orgullo y amor que ya sentía por ellos, aumentaba.

Se descubrió el rostro caliente, y solo entonces supo que lloraba.

La pequeña mano de ella se le instaló en una de sus mejillas, y con los dedos secó el torrente que emanaba de sus ojos. Le sonrió y a prisa le dejó un beso en el dorso. Se sintió embobado por la sonrisilla que le vio, tan dulce, jovial y orgullosa, que deseó comérsela a besos.

―Aún nos quedan un par de cosas por hacer ―anunció la técnica―. Quizá, con suerte, podamos conocer el sexo de los otros dos.

Anna asintió, manteniendo dentro de sí las palabras. Sabía que si hablaba lloraría, así que se limitó a sostenerle la mano al amor de su vida, al tiempo que observaba la ecografía en la pantalla.

Sus bebés. Ya no era uno, ¡eran tres! Tenía atragantada en la risa y en el llanto la contentura y el asombro que se reflejaban en la risa y en el llanto de él. Le sentía las manos temblorosas, frías y sudorosas haciendo presión con las suyas. Después, le presionaba la palma contra los labios para besárselas, temblorosos y fríos como sus manos. Aun así, le trasmitían calor y seguridad. Su compañía, soporte y cariño hacía de aquel momento aún más bello.

―Charles ―la llamó él.

La miró directo a los ojos verdes, y su sonrisa de niño se amplió.

―Vamos a necesitar mucho más que una sola cuna ―le dijo ella.

Él se echó a reír.

―Sí, mi amor. Con tres bebés en camino, nuestras vidas se volverán caóticas, pero sin duda alguna también preciosas ―inclinándose hacia ella, le dejó un beso en los labios―. Como tú.

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