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Especial 11 Millones De Leídos | VO


¡Muchas gracias por esos once millones! Este especial es mi manera de darles las gracias *-*


―¿Ha visto a mi esposa? ―le preguntó Charles a la mujer de espaldas a él.

Vistiendo un apretado vestido blanco y el cabello castaño suelto moviéndose al ritmo del viento que se colaba por la ventana abierta, la mujer se movió con gracia al girarse y avanzó hacia él. El sonido de los tacones se intensificó, volviéndose eco, a medida que su andar continuaba. Le colgó los brazos al cuello y le sonrió con los labios arropados por el labial rojo.

―No, Su Alteza. La perezosa debe estar durmiendo todavía.

―No me extraña. A esa mujer le encanta mi cama.

―Especialmente cuando hay cierto hombre desnudo en ella.

Él sonrió justo antes de que ella le estampara un beso en la boca.

―Hola, precioso.

Mirándola fijamente a los despampanantes ojos verdes, le envolvió los brazos alrededor de la cintura para aferrarla a él.

―Hola, preciosa.

―Te fuiste temprano.

―Lo siento. Tenía programada una reunión con mi padre.

―¿Cómo está?

―Mejor.

Pero él tenía un brillo triste en los ojos que parecían gritar «está bien, pero no lo suficiente». Pocos meses después de haber culminado el tratamiento contra el cáncer, los estudios revelaron que el tumor que había aparecido se había vuelto muy pequeño y que requería de una operación. Durante ese proceso, el médico informó que era necesario un trasplante de medula ósea. Charles se realizó los estudios pertinentes y una vez que se comprobó la compatibilidad se procedió, poco tiempo después, a la operación. El procedimiento había sido exitoso. Sin embargo, el rey había quedado neurológicamente afectado y los médicos le diagnosticaron un inicio precoz de la demencia. Con la medicación adecuada, el rey había logrado volver a la normalidad. Para un hombre terco como Edward aquello no era suficiente.

Su diagnóstico menguó las capacidades para ejercer su cargo y temía que algún día antes de su muerte su padecimiento le impidiera cumplir con sus obligaciones. Así que había decidido pasar sus últimos años en completa calma. Lo que significaba que la regencia que Charles había ejercido una vez de forma temporal estaba cada vez más cerca de volverse permanente.

Charles creía que su padre estaba actuando sin pensar claramente en sus acciones, que se estaba precipitando. Después de todo, con el medicamento que ingería lucía igual de alerta y alegre que siempre. Aun así comprendía su deseo. Una vida tranquila, alegre, feliz. Era lo que quería para sus últimos años.

―Charles, tu padre no te estaría pidiendo la regencia permanentemente si no confiara en ti. Sabe que estás listo.

―Aún no.

―¿Por qué no?

―Tengo miles de cosas que aprender. Si no hubiese andado toda mi juventud de... ¿cómo es que solías llamarme?

―Miembro caliente.

―Exacto. Miembro caliente...

Anna se echó a reír.

―Lo siento, no puedo tomarte en serio cuando lo dices tú.

―Concéntrate, mujer.

―Tengo pensamientos impuros.

―Por Dios, Anna.

―Perdón, perdón ―se aclaró la garganta―. Si no hubieses pasado toda tu juventud de miembro caliente, ¿tú...? ―lo instó para continuar.

Pero él la miraba fijamente con la ceja alzada y una sonrisita de burla estampada en la boca.

―La seriedad del momento ya murió.

―No fue mi intención.

―Da igual.

―No da igual ―le besó la mejilla―. Serás un gran rey, incluso aunque pienses que no estás listo. Confío en tu capacidad y sé que lo harás excelente.

―Gracias, cariño ―le obsequió un casto beso―. Debo llamar a Jennifer para establecer la nueva reunión con el Parlamento.

―Yo podría hacerlo por ti ―musitó ella con una sonrisita inocente.

―Para eso tengo a Jennifer.

―No eternamente.

―Pero cuando no la tenga estará Darcey.

Anna resopló. Darcey había estado fuera del trabajo por una licencia de maternidad los últimos dos meses.

―Oh, Darcey, como te extraño ―musitó ella.

―Volverá en tres semanas.

―Quisiera que fuera antes ―le descolgó las manos del cuello y lo apartó de un empujón―. Hablando respecto a Darcey, he recordado algo que quiero hablar contigo.

Cuando se volteó, lo vio sacar el teléfono del bolsillo.

―Hablaré con Jennifer y seré todo tuyo.

Anna avanzó hacia él con toda la velocidad que los altos tacones le permitieron. Envolvió su pequeña mano en la suya y le arrebató el teléfono de un tirón.

―En caso de que no lo recuerdes, precioso, siempre eres todo mío.

Él agitó la cabeza mientras sonreía.

―Siempre adoptas esa actitud cuando necesito llamar a Jennifer.

―La verdad es que ella no me agrada. Te mira demasiado.

―Sé por dónde vas, y los dos sabemos para qué única y espectacular mujer tengo ojos.

―Lo sé, es en ella de quien no me fio.

―Se irá en tres semanas.

―Lo sé.

Charles se le acercó y le envolvió la cintura con el brazo izquierdo mientras con el derecho intentaba recuperar su teléfono.

―Anna, será una llamada de cinco minutos.

―Necesito hablar contigo. Lo he aplazado por días.

―Hablaremos cuando deje este asunto arreglado.

Poniendo los ojos en blanco le devolvió el teléfono.

―Pues llámala. A fin de cuentas no me importa.

Sonriéndole con burla, se le acercó lo suficientemente rápido para robarle un beso sin que pudiera protestar. Se alejó un poco y marcó el número a prisa. La había llamado tanto la última semana que ya lo conocía de memoria. Puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos. En algún momento debía hablarle...

¿Pero cuando?

Lo vio sentarse en la cama mientras hablaba. Respecto a los asuntos importantes y diplomáticos, Charles adoptaba un tono y actitud más sobria y formal, contrario a lo alegre, bromista y charlatán que podía ser con ella. Es por ello que comprendía el por qué utilizaba ese tono serio y austero mientras le daba órdenes a la mujer al otro lado de la línea. Casi parecía impaciente por acabar aquella llamada.

A Anna se le ocurrió una brillante forma de incrementar ese deseo. Sonriendo con anticipación a la victoria, marchó hacia su vestidor.



¿Por qué una llamada con simples indicaciones podría tomar casi diez minutos? Impaciente y cansado por repetir lo mismo por quinta ocasión, Charles miró hacia el techo de la habitación y dejó escapar un gruñido casi inaudible.

―La reunión con el Primer Ministro estaba pautada para mañana a mediodía, pero se me ha presentado algo y necesito que sea cambiada para la tarde.

―Comprendo, Su Alteza, pero el Primer Ministro ha pedido que se le notifiquen estos cambios con varios días de anticipación para reprogramar su agenda.

Los ojos comenzaron a dolerle por las incontables ocasiones que los había puesto en blanco.

―Solo será cuestión reprogramar su agenda un par de horas. La Reina de Dinamarca vendrá y mi padre me ha pedido que la reciba ―dejó escapar un suspiro―. Indícale que nos reuniremos en Buckingham cerca de las cinco de la tarde.

―De acuerdo, Su Alteza ¿Desea que reprograme algo más en su agenda?

Cuando la vio acercársele con ese usual caminar coqueto, parte de él se petrificó, y otra parte de él volvió a la vida. Anna llevaba puesto un ajustado equipo de lencería de dos piezas que cubrían sus pechos con un encaje negro casi trasparente. Solo dos piezas sencillas de lencería, y la boca se le secó ante el deseo que se acumulaba en él a la velocidad de un tren descarriado.

―Mierda ―masculló sin pensar.

La mujer al otro lado de la línea dejó escapar un jadeo.

―¿Se encuentras bien, Su Alteza?

Anna se le acercó, mirándolo fijamente, sonriéndole con esa sensualidad única en ella que era una de sus debilidades, y todas ellas, enumeras una a una, eran provocadas por esa bella mujer. Restregándose contra él se le subió encima, con las piernas una a cada lado de su cintura. Su boca, ahora libre del labial rojo, se curveó un poco más antes de asaltarle el cuello.

De alguna manera se las arregló para mantener su autocontrol al hablar.

―Mi agenda está bien.

―Perfecto, Su Alteza. Quería hablarle sobre el Duque de Yorkesten...

―Ahora no.

Él colgó de inmediato. Anna golpeó el teléfono con el dorso de la mano y, una vez que calló sobre la cama, le enredó los dedos en el pelo mientras le asaltaba la boca.

―¿Ya tengo tu atención? ―masculló ella entre jadeos.

Santo Dios... La excitación y el deseo hacían mecha en ella, en su vientre, ardiendo como una caldera, y el único que podría calmar su fuego estaba mirándola con el deseo de incendiarle hasta el alma.

―Es imposible ignorarte, preciosa ―acomodó las manos sobre su cadera y fue dirigiéndolas en una trayectoria hacia la cima. Cuando llegó a su objetivo, la acercó un poco y deslizó los labios por sus pechos―. Dios, Anna. Solo tú sabes cómo encenderme con una simple mirada.

―Charles... ―ahogó un gemido cuando sus manos liberaron sus pechos del sujetador. Acunó uno en su boca y comenzó a obrar su magia―. De verdad tengo que...

Pero él, su boca y sus manos continuaban trazando maravillas en su piel, centímetro a centímetro, destrozando y robándose el terreno. Pronto olvidó sus palabras en el recoveco de su mente, junto a su consciencia y vergüenza. La pasión la convertía en una fiera; una fiera creada y entrenada por el hombre que desataba en su interior una tormenta. Ella solo quería que él le diera rienda suelta a esa mágica tempestad de la que era experto.

En un parpadeo, se encontró desnuda sobre su cama y él, devorándole la piel con sus húmedos y cálidos besos, poseyéndola. Enterró las manos en las sábanas y saboreó el placer, y una vez que ambos dejaron a su pasión actuar y ser libre todas sus preocupaciones se extinguieron entre gemidos y jadeos.



La encontró en la sala mientras doblaba una manta negra.

―¿Dónde estuviste toda la mañana? ―le preguntó.

Estaba enfundada en un vestido morado, abrigo gris y zapatillas negras. Llevaba el cabello castaño suelto, pero cuidadosamente peinado. Al terminar su trabajo, guardó la manta en la canasta de mimbre.

―¿Por qué tienes eso?

―Tomaremos el té y comeremos algo rico en el jardín.

―¿Sabes a cuánto está la temperatura allá afuera?

―Encenderemos la fogata del mirador.

Charles recordó el bello mirador rectangular de madera en el jardín, con sus muebles morados y sus cojines verdes y amarillos. Una decoración estrambótica muy al estilo Anna Queen.

―Técnicamente no sería un picnic ―masculló él.

―Lo haremos si le ponemos empeño en creer que es así. Además, ya tengo la mayoría de las cosas esperando por nosotros en el mirador. Lo que me faltaba está aquí ―le dio un golpecito a la canasta.

―Entonces no es una opción, sino una obligación.

―Eres mi marido. Estaba en las letras pequeñas.

―Debí haber olvidado leerlas ―tomó la canasta y le extendió el brazo para que lo tomase―. Tendré que cumplir con las normas fastidiosas del matrimonio.

―Ni que lo digas ―envolvió el brazo alrededor del suyo y ambos abandonaron la habitación rumbo al mirador―. Yo ya estoy completamente contrariada.

―¿Le ha tocado un mal marido?

Anna se apretujó contra él mientras sonreía.

―Ni siquiera tratándose de nuestras bromas podría decir que me ha tocado un mal marido.

Él se echó a reír.

―Me hubiese preocupado si la respuesta fuese un sí. Habría fracasado como marido en el primer año.

―Un hombre como tú no fracasa tan fácilmente.

―En especial si tiene la mujer que tengo yo.

Detuvieron su andar al llegar al mirador. Era una estructura en madera oscura, en forma rectangular y sin paredes. El asiento en forma de L estaba forrado por una cubierta semi áspera morada y decorada encima con los cojines verdes y amarillos. En medio se encontraba la fogata de ladrillos ya encendida. El calor reconfortó el frío usual de noviembre. Dejó la cesta junto a una caja de cartón. Intentó abrirla, pero Anna le golpeó la mano para detenerlo.

―¿Qué hay dentro? ―indagó él―. Algo interesante si me has impedido mirar dentro.

―Aún no.

―¿Es otro juego de lencería? Me calentaría mucho verla, y se sentirá muy bien porque este frío es horrible.

―No es lencería.

―Lástima.

Anna descolgó el brazo del suyo y le dio un empujón que lo envió al asiento. Se acurrucó junto a él y una vez que halló una posición cómoda, habló:

―Nos hacía falta un momento a solas, ¿no crees? Hemos estado liados con tantas cosas últimamente.

―¿Lo hemos estado, cierto? ―dejó escapar un suspiro―. Las responsabilidades del título parecieron duplicarse desde la ceremonia de investidura.

―Ser el Príncipe de Inglaterra y el Príncipe de Gales no es lo mismo. Como Príncipe de Gales comienzas a tomar las riendas en la práctica para ser el rey.

Anna alzó un poco la vista para contemplarlo. Él tenía los abiertos y atentos ojos azules enfocados en la estructura de la propiedad. Era una modesta vivienda de dos plantas en una hilera de apartamentos en los suburbios, con un jardín protegido por altos muros, en la Calle Paisenword. Toda su familia se había mudado meses antes de la boda, por lo que la propiedad era completamente suya ahora.

―Tienes razón, Anna ―habló después de un momento de silencio―. Las responsabilidades son distintas. Como Príncipe de Inglaterra, para empezar, no tenía responsabilidades. En realidad estaba determinado a no cumplir con ellas. Me ha tomado algo de tiempo, pero al fin lo comprendí. Un título no es un privilegio, es una responsabilidad para la que debo estar listo.

―Yo creo que ya lo estás ―le estampó un beso en la mejilla―. Lo has hecho magníficamente. Incluso el Señor Perfecto ha cambiado su opinión respecto a tu desempeño.

Robert Baulford, el anterior Primer Ministro, había culminado sus funciones tres meses atrás, decidido a apartarse de la política y abrir un restaurante familiar. Después de lo ocurrido con Egmont, el engreído británico comenzó a considerar que había estado equivocado respecto a Charles. Anna seguía cayéndole terriblemente mal, pero por su repentino y constante apoyo que había estado brindándole desde entonces aprendió a controlar su actitud desquiciada y ser gentil. Con los años había manejado una técnica impecable de control de impulsos. Lo único que le hacía perder el temple era el hombre que tenía a su lado. Un simple rose y enloquecía.

Ambos habían cambiado. Durante los últimos años crecieron, maduraron y aprendieron juntos. Se sentía tan orgullosa de llamarse su esposa. Era un hombre maravilloso que a veces podía hacerla rabiar, pero la hacía sonreír con la misma facilidad. Habían atravesado varias etapas juntos, y estaban a solo minutos de iniciar una nueva.

Anna dejó escapar un largo suspiro. Él abandonó su atención de la propiedad y la enfocó en ella.

―¿Tienes frío? ―le frotó cariñosamente el brazo―. ¿Quieres que coloque más leña?

―No, estoy bien ―buscó su mano disponible y entrelazó los dedos con los de él―. Charles, hay algo que quiero decirte.

―Oh, cierto, lo siento ―le depositó un beso en la frente―. Siempre que intentas hablar te interrumpo.

―Sí, justo como acabas de hacer.

Él se echó a reír.

―Lo siento. Prosigue.

―Bueno... ―se removió un poco en el asiento―. Llevamos más de un año casados y nunca retomamos el tema de...

Aguardó en segundo un instante, algo que le bastó a él para comprender que se trataba de algo bastante serio y no de los usuales temas sin sentido que solían compartir.

―¿Qué pasa, Anna?

Ella jugueteó con sus manos entrelazadas.

―¿No te has dado cuenta de que todos a nuestro alrededor están formando sus propias familias? Incluso Cameron tiene una niña y Darcey acaba de tener su primer bebé. Estaba pensando que no hemos vuelto a hablar sobre tener hijos desde que nos comprometimos.

Anna aguardó por algún gesto, algún suspiro nervioso, incluso esperó sentirlo tensarse. Pero nada de eso ocurrió. Charles apretó sus manos entrelazadas e intentó acercarse más a ella, como si aún existiese espacio entre ellos.

―Hemos estado muy ocupados estos años. Tus adiestramientos, mi ceremonia de investidura, los eventos a los que hemos asistido, la boda. Pensé que no querías considerar eso tan pronto.

―Yo pensé que no querías hacerlo tú.

―No quería, pero eso fue antes de conocerte, e incluso después tenía mis dudas. Si hubieses quedado embarazada en medio de nuestro caos habría sido una locura. Sin embargo, no significa que no lo quisiera. Tener hijos contigo, mujer, sería algo maravilloso.

Anna se le acercó y le dio un beso en la mejilla.

―Quieres tener hijos, ¿verdad? ―le preguntó él―. Después de una conversación como esta la respuesta es más que obvia, pero quiero que me lo digas de todas maneras.

―Sí quiero ―le respondió.

Él le asaltó la boca por sorpresa.

―Con lo que nos encanta el sexo no será tan difícil ―musitó él.

Ella se echó a reír. Sin soltar su mano entrelazada llevó la suya hasta la barbilla.

―¿Por qué no comenzamos a practicar en este instante, mi señora?

―Porque antes debemos hacerlo oficial.

El rostro de él se descompuso en una mueca de confusión. Anna le obsequió un casto beso en los labios y se escapó de sus brazos antes de que pudiese detenerla. Se encaminó a la caja que había estado allí antes de que llegaran. De ella sacó una capa roja y dorada que se la ató a él en el cuello con una sonrisita traviesa.

―¿Y esto es para...? ―comenzó a decir.

―Aún no termino, precioso.

Charles se echó a reír cuando sacó una corona de plástico de la caja. Estaba pintada con aerosol dorado y tenía rubíes y esmeraldas falsas incrustadas. La sostuvo con ambas manos frente a él mientras le sonreía.

―Cuando te realizaron la ceremonia de investidura, estabas utilizando un uniforme y portabas las joyas de tu familia junto a otros elementos simbólicos al poder de tu título. Hoy tendrás otra ceremonia, pero esta será mucho más sencilla pero muy simbólica.

Charles se centró un instante en rascarse la barbilla en un intento por no echarse a reír.

―¿Está dispuesto a aceptar este honor, mi señor?

―Sí, mi señora.

―Bien. Debe repetir conmigo las siguientes palabras.

Él asintió, y ella comenzó a hablar:

―Yo, Charles William Queen.

Charles se remojó los labios.

―Yo, Charles William Queen.

―Vengo hoy ante libre albedrío, a aceptar el compromiso y responsabilidad que me serán entregados hoy.

―¿Realmente tengo libre albedrío? ―se burló él.

―Repite.

Vengo hoy ante libre albedrío, a aceptar el compromiso y responsabilidad que me serán entregados hoy.

―Prometo anteponer mi amor y compromiso por encima de cualquier cosa.

―Por Dios, Anna, eso es muy cursi.

―Tú eres cursi. Ahora repite.

Prometo anteponer mi amor y compromiso por encima de cualquier cosa.

―Prometo ser fiel a mis deseos y sentimientos y guiar y proteger a este milagro hasta el final de mis días.

Prometo ser fiel a mis deseos y sentimientos y guiar y proteger a este milagro...

Él levantó una ceja.

―¿Pero de qué estamos hablando?

―Solo termina la frase.

Volvió a recitarla desde el principio. Anna le sonrió. Los ojos verdes se le volvieron cristalinos por la húmeda capa que los cubrió, pero las lágrimas jamás se le escaparon. Aferró los dedos a la corona y avanzó dos simples pasos. La voz le tembló un poco al hablar.

―Y es así como hoy, ante el privilegio que me he otorgado a mí misma, lo nombro a usted, Charles William Queen ―colocó la corona sobre su cabeza―, padre de nuestro primer bebé.

La sonrisa de diversión se congeló en su rostro mientras sus palabras vagaban en su mente a la velocidad de una locomotora. Algunas de ellas se juntaron como piezas de rompecabezas. Amor y compromiso. Guiar y proteger a este milagro. La respuesta a una pregunta que no se había realizado estaba ahí frente a sus narices y no había sido capaz de comprenderla hasta ahora.

Se quitó la corona con brusquedad y leyó las palabras recortadas de una cartulina morada con los bordes trazados cuidadosamente con un marcador negro. «Padre». Sobre aquella corona de plástico, decorada con baratijas que podrían asumir el papel de una joya auténtica, solo había esa única y corta palabra. La vio temblar en sus manos.

―¿Anna? ―llamó su nombre como si su vida dependiera de ello.

La corona había ejercido un hechizo sobre él y no podía apartarle la mirada. Aun así, continuó luchando contra aquello hasta que sus ojos encontraron los de ella que estaban cubiertos por una gruesa capa de lágrimas que no había derramado.

―¿Estás...? ―la voz se le quebró y la pregunta acabó por perderse en el temblequeo constante de sus nervios.

De pie frente a él, con las palmas presionadas sobre el vientre, Anna comenzó a asentir. Las lágrimas acumuladas comenzaron a desbordarse. Charles dejó la corona sobre el asiento y corrió hacia ella, envolviéndole los brazos alrededor de la cintura y acercándola como si quisiese erradicar por completo el espacio que las separaba. Enterró la cara en su cuello y se aferró a ella con una desesperación que no había sentido jamás.

Anna enredó los dedos en su espeso cabello, jugueteando con los risos mientras inhalaba el cercano perfume del hombre que amaba. Cerró los ojos y se centró en la agradable sensación de su cálida respiración sobre su piel.

Se había enterado del embarazo hacía pocos días. Fue el momento en que se percató que ellos no habían vuelto a considerar la idea de formar su propia familia. Al ver a sus amigos formar la suya, Anna secretamente comenzó a sentir un poco de celos. Charles parecía muy centrado en sus planes a futuro, y ella llegó a considerar que tener un bebé en aquel momento era una locura, aun cuando lo deseara muchísimo.

Llevaba un par de semanas sintiéndose extraña. Pensó que se trataba del estrés. Aunque amaba a Charles de una forma que no existían palabras para describir, ser su esposa no era sencillo. Conllevaba sacrificios, sobre todo al saber que no solo se había casado con un hombre, sino también con su nación.

Cuando tuvo los resultados en la mano, la emoción que sentía era inmensa. Deseaba compartirlo con él de inmediato, pero siempre estaba ocupado con reuniones o llamadas importantes. Se preguntaba cómo iba a reaccionar ¿Habrá vuelto a pensar en tener hijos con ella? Un heredero necesitaría un heredero pronto. Charles quería tener hijos, pero nunca hablaron de cuándo.

Ahora estaba ahí, en su vientre. Un bebé fruto de su amor. Un pequeño o pequeña que vendría para cambiarles la vida, para adornarla de colores. Alguien chiquitito que iba a necesitar del amor y la protección de ambos. Ella moría poder decirle y ver su reacción.

Él se mantenía aferrada a ella como si fuese su bote salvavidas. Podía escuchar su respiración, que parecía alterarse cada vez más, hasta que finalmente se volvió llanto.

―¿Charles? ―lo llamó.

Lo único que obtuvo como respuesta fueron sus brazos que la envolvieron aún más. Apartó el rostro de su cuello y enfocó los llorosos ojos azules en los de ella. Una sonrisa despampanante retozaba en sus labios. Una pequeña carcajada se escapó de ellos antes de que le estampara un beso.

Envolviéndola aún más, la levantó del suelo y comenzó a girar con ella en el jardín. Anna se aferró a él tanto como pudo mientras lo acompañaba en el concierto de carcajadas. Cuando finalmente se detuvo y la devolvió al suelo, él se le apartó y comenzó a gritar mientras lanzaba golpes al aire. Se llevó ambas manos a la cabeza antes de devolverse hacia ella.

―¿Voy a ser padre? ―le preguntó. La voz le temblaba por la emoción―. Anna, ¿de verdad voy a ser padre?

Ella se mordió los labios antes de hablar.

―Sí, mi amor.

―De acuerdo, pero dilo.

―Charles, vas a ser padre. Estoy embarazada.

―¡Sí! ―gritó mientras levantaba los brazos―. ¡Dios mío, sí!

Se le aproximó con tanta rapidez que no supo cuan cerca lo tenía hasta que su boca poseyó la suya en un beso dulce, pero que contenía toda su felicidad y alegría en un estallido de pasión amante. Anna se aferró a él mientras disfrutaba de aquella cálida felicidad que podía, finalmente, compartir con el hombre que amaba. Sus largos brazos la envolvían en actitud protectora, pero a pesar de que le hubiese encantado que aquel momento fuese eterno, él se le separó y se dejó caer de rodillas. Presionó la nariz contra su vientre y cerró los ojos para después depositarle un beso. Anna sintió un extraño cosquilleo cuando Charles le acarició el pequeño bulto con los pulgares.

―Anna, es el milagro que siempre deseamos ―masculló él―. No puedo creer que esté aquí.

―Es lo que pasa cuando tienes sexo.

―Y es algo en lo que somos buenos.

―Es cierto.

Él se echó a reír, pero le puso pausa a esa faena para iniciar el constante estallido de besos contra su vientre.

En el momento que comprendió qué estaba pasando realmente, un estallido de calor se desató por todo su cuerpo, como una adrenalina que estalla a mil por hora mientras traía cada pequeño músculo en su cuerpo a la vida. Aun con todas las veces que ella le había confirmado la verdad le costaba creérselo. Iba a ser padre. Años atrás no había querido pensar en matrimonio, esposa e hijos. Se distraía bastante yendo de fiesta en fiesta. Pero una falsa rubia hizo mella hasta despertar su deseo por una familia. Las responsabilidades que había adquirido a partir de la obtención de su título como Príncipe de Gales habían mantenido su cabeza ocupada.

Una vez más, aquella falsa rubia, ahora con un largo y bellísimo cabello castaño que la hacía verse aún más guapa, volvía a encender la mella por aquel deseo que acababa de cumplirse. Un bebé, algo muy de ella y muy suyo. Un bebé hecho con aquel amor tan bello que se tenían. Solo con ella podía comportarse como un niño, hacer o decir estupideces y, cuando el peso del título era demasiado, confesarle todos sus miedos y frustraciones. Era la única mujer con la que podía caer en el círculo vicioso más dulce: despertar con ella en la cama, hacer el amor, dar un paseo por el jardín, tomar un té entre bromas y chistes y, cuando la noche finalmente regresa, hacer el amor otra vez.

Formar una vida y una familia con ella despertaba en él una alegría y orgullo que le impedían encontrar las palabras adecuadas para expresar su contentura. Solo podía envolverla y besarla, tocarla y acariciarla. Hacerle sentir con sus manos y gestos lo mucho que la amaba.

Deslizó la nariz hacia arriba por su vientre hasta que sus ojos húmedos por las lágrimas de felicidad encontraron el par atento de ojos verdes que lo observaban. Cada día se veía más bella, y el pecho le dolía por el cúmulo de emociones que desataba en él. Una sola mirada y arrasaría con el mundo solo por ella.

Se puso en pie con lentitud. Sus manos acunaron el rostro de ella y fue acercando sus labios a los de ella para poseerle la boca. Aquel beso lo mandó al infierno, pero el siguiente lo devolvió al cielo.

―Eres maravillosa ―musitó después de un rato, cuando se obligó a separarse un poco para recuperar el aliento―. Aún no me lo creo, Anna ¡Un bebé! ¿Pero cuánto tiempo tienes?

―Poco más de diez semanas.

―Oh, Dios. Son casi tres meses. Eso significa que fue... ―abrió los ojos tanto como le fue posible―. Estábamos en Hawái celebrando tu cumpleaños. El calor de la playa y las olas debe haber ayudado. Suerte para nosotros estábamos en un lugar apartado.

Ella se echó a reír.

―¿Estás tan feliz como yo?

―¿Bromeas, Anna? Dime si hay algo mejor que recibir la noticia de que vas a ser padre y con la mujer más sexy del mundo. Tendré un hijo con la mujer de la que estoy perdidamente enamorado.

A Anna se le humedecieron los ojos.

―Te amo muchísimo, Charles.

―Yo te amo a ti, preciosa ―apartó una mano de su cabello y la apoyó sobre su vientre―. A ambos ―le obsequió una deslumbrante sonrisa―. No solo eres la esposa del futuro rey. También serás la madre del futuro rey.

―¿Y si es niña? Existe la Ley Sálica y...

―Siempre se puede hacer una reforma. Si nuestro primogénito resulta ser una niña, vamos a luchar por sus derechos, así no será preeminenciada por los herederos varones. Es lo justo. La Ley Sálica podría considerarse sexista y Reino Unido es mucho más que un pueblo con ideas discriminatorias. Por ahora, solo deberíamos disfrutar de esta preciosa noticia. Nuestro primer bebé está en camino.

Ella le sonrió también.

―Tienes razón. Después de todo necesitábamos un heredero para el príncipe. Es una suerte que el hombre que amo y el príncipe de Gales sean la misma persona.

Él le estampó un beso, y envolviéndose uno en los brazos del otro, disfrutaron el amanecer de una nueva etapa en sus vidas.


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