Epílogo | Borrador SP
Al mirar por la ventana, Inglaterra se veía igual de fría y nostálgica que siempre, pero esa mañana, una pincelada de color se cernió entre las nubes y, a pesar del cielo gris que había derramado la noche anterior la blanquecina nieve sobre el jardín, Anna lo describió como un buen día.
Siempre era un buen día cuando estaba junto a él.
Charles yacía bocabajo sobre la cama. No llevaba camiseta, solo el largo pantalón de su piyama, como era usual. Las puntas de su cabello parecían señalar a mil direcciones diferentes de lo despeinado que estaba. Su rostro tenía un semblante pacífico, el gesto de un hombre que se va a la cama en paz consigo mismo. A Anna le encantaba verlo dormir. Parecía un niño teniendo un sueño maravilloso. A veces le entraban ganas de sentarse junto a él y recorrer con la punta de sus dedos una a una sus facciones, su nariz, sus pómulos, sus labios... Pero él se despertaba con una facilidad increíble. Cuando ella se quedaba dormida, ni una bomba nuclear conseguía despertarla.
Oh, pero de esas tenía varias en casa.
Se recostó del espaldar de la cama con los brazos descansando sobre sus muslos. La tranquilidad de la habitación se vio interrumpida por el reguero de pasos al invadir el pasillo que no cesaron hasta detenerse frente a la habitación. Con un estruendo que la hizo dar un salto, la puerta se abrió, dando paso a tres escandalosos niños que corrían hacia la cama.
―¡PAPÁ! ―gritaron a la vez.
Una enorme sonrisa se estampó en el rostro de Anna mientras los observaba lanzarse al colchón para llegar a él. Le escalaron encima como si se tratase de una montaña, y Anna tuvo que morderse el labio para no echarse a reír. Finalmente, cediendo a las zarandeadas y a los gritos, Charles se movió en la cama y abrió los ojos.
―¡FELIZ CUMPLEAÑOS! ―gritaron los niños
Aún medio dormido, la sonrisa que Charles les obsequió era una de las cosas más hermosas que tenía la dicha de ver todos los días. Se movió perezoso y una vez que le abrió los brazos, los niños se le lanzaron encima.
Anna se movió a un lado y observó la escena que le derretía el corazón cada mañana.
Los tres eran una copia exactamente igual a él: el cabello muy negro y rizado, los ojos azules pequeños y brillantes y la sonrisa torcida que tanto le encantaba. Incluso cuando reían se parecían a él.
Los niños tenían cinco años, y a Anna le costaba creer cuanto habían crecido ya. Le parecía que hacía tan poco eran unos bebés que no paraban de llorar y los perseguían a ambos por toda la casa.
Simon era el mayor, nacido veinte minutos antes que el último. De los tres, era el que más se parecía a Charles, y aunque aún era muy pequeño le gustaba que su padre le leyera poesía. No estaba segura de sobrevivir a dos poetas en la familia. Al final del día, iba a terminar derretida y rendida ante ellos.
Olive, su bella Olive, era la niñita de en medio, y había nacido nueve minutos después que Simon. Era coquetísima como ninguna, y cuando miraba a Charles fijamente, azul contra azul, mientras le sonreía y movía las pestañas incluso más rápido de lo que podía hacerlo ella siendo adulta, al pobre hombre le temblaban las rodillas y accedía a todo lo que le pidiera.
Finalmente estaba William, el niño más tierno, pero también el que más había heredado los genes Mawson. Era una bomba andante, y tenía que arrancárselo de los brazos de Alice para que no arruinara su personalidad encantadora. Él sí que se había tomado su tiempo en nacer. Casi deseó haber accedido a la cesárea.
Olive le estampó un beso en la mejilla, y fue en ese momento cuando Charles despertó por completo.
―Papá ―la niña comenzó a juguetear con el pelo de su padre―. ¿Puedo ir yo por Caleb?
Él le enarcó una ceja mientras le sonreía.
―Caleb está muy pequeño, princesa. Deja que mamá lo traiga y lo sostienes aquí en la cama.
―¿Yo también puedo, verdad? ―Simon se cruzó de brazos mientras hacía un puchero―. A Olive siempre le toca todo lo divertido.
―¡No es cierto! ―protestó la niña―. ¡Ustedes me tocaron como hermanos y no son divertidos!
―¡Mamá! ―gritó William―. ¡Olive lo está haciendo otra vez!
Sí, tres bombas nucleares.
Anna se echó a reír mientras le agitaba el pelo al pequeño William.
―Ya los voy a dejar por locos ―musitó a son de broma―. Caleb no es un juguete, es su hermano.
―¿Lo podemos cambiar por una niña? ―Olive sonrió como si hubiese sido una buena idea.
―Pero que no salga tan fea como tú ―se burló William.
―¡Vuelve a decirme fea y te muerdo! ―la niña habría saltado sobre él si Charles no la hubiese sostenido.
―Olive, ya basta ―la regañó―. Tengo suficiente con tu madre.
Anna entrecerró los ojos en actitud ofendida.
―¿Conmigo?
Charles se encogió de hombros.
―Yo, eh...
Los niños se echaron a reír.
―¡Mamá muerde duro! ―Simon comenzó a aplaudir mientras reía―. ¿Verdad, mami?
―Yo me sé un tipo de venganza mejor que las mordidas.
―¿Qué puede doler más que una mordida?
Algo que no es apto para niños, pensó. Charles le sonrió con burla. Sabía que se le había soltado la lengua.
―¿No darle desayuno de cumpleaños? ―dijo aferrándose a ello como una vía de escape.
A Olive no pareció gustarle oír aquello.
―¡No puedes dejar a mi papá sin comer!
―Mamá ―intervino Simon―. Comer es algo básico que todos necesitamos. No puedes removerle ese derecho.
―Simon, cariño, me entenderás cuando seas mayor.
Él miró a su padre como si la mujer que acababa de hablarle estuviese loca. Oh, Dios. Era tan parecido a Charles.
Alzó ambas manos por encima de la cabeza, rendida.
―Bien, bien. Mejor iré por Caleb.
―¡Yo quiero ir contigo! ―gritó William.
―Venga, pues ―extendió los brazos hacia él―. ¡Ven a mí, mi pequeño saltamontes!
El niño saltó en la cama y ella lo atrapó con un poco de dificultad.
―Vaya, niño ―le estampó un sonoro beso en la mejilla―. Estás pesado.
―Papá dijo que tú también ―comentó alegre.
Anna miró fijamente a Charles.
―Pero así te ves más guapa ―se defendió él mientras se encogía, aún más, de hombros.
―Di a luz hace tres meses ¿Cómo quieres que me vea?
―Sabes que para mí siempre te ves preciosa.
―¡Qué lindo! ―chilló Olive. Se metió entre los brazos de su padre y lo abrazó con fuerza―. Papá, ¿mi novio será como tú?
Anna lo vio tensarse al escuchar aquello.
―Mi princesa no tendrá novios. Son malos, feos y escupen moco.
La niña hizo una mueca de asco.
―¡Papá, que asco! Mi tía Haylee tiene novio ¿Y si se enferma?
―Le pondrán una inyección.
Olive abrió los ojos como platos.
―¡No me gustan, no me gustan! ¡Yo jamás tendré novio solo para que no me inyecten!
―Charles, eso se oye horrible ―susurró Anna―. Tiene un doble sentido.
―¡Mierda! ―gruñó por lo bajo al comprenderlo―. Pero la niña no lo sabe.
Agitó la cabeza, divertida, y con William en brazos se encaminó a la habitación contigua. Estaba pintada de suaves colores amarillos y azules, decorado con coches y coronas y con dos ventanas que solo se abrían un par de minutos al día para ventilar la habitación. No quería que el frío enfermara al pequeño recién nacido Caleb.
En la cuna, el niño aún seguía durmiendo. Le pareció extraño que no se hubiera levantado a gritos ya. Tenía unos pulmones que era mejor bendecirles. William puso su manita sobre el barandal y vio a su hermano dormir.
―Mamá, ¿crees que a Caleb le gusten tanto los autos como a mí? A Simon le gusta leer y Olive es tonta.
―William, no la llames así. Es tu hermana ―le dio un beso en la mejilla―. A mí me encantan los autos ¿Puedo ser tu copiloto?
―¿De veras corrías autos?
―Sí.
―¿Y te gustaba?
―Mucho.
―¿Por qué ya no corres?
Anna le obsequió una sonrisa torcida.
―Bueno, cariño. Mamá pasó por cosas difíciles y ya no pudo seguir haciéndolo, pero eso no me hace sentir triste.
―¿Por papá?
―Por mi familia ―le pinchó la pequeña nariz con los dedos suavemente―. Son lo más importante para mí.
El pequeño de la cuna comenzó a llorar.
―¡Caleb está despierto!
William comenzó a retorcerse para que Anna lo soltara. Al hacerlo, salió disparado hacia la habitación de su padre. Metió las manos en la cuna y tomó al pequeño niño entre sus brazos con mucho cuidado. Su cuerpecito estaba caliente y olía bien.
―Oh, no ―se le arrugó la nariz―. Retiro lo dicho. Hay que cambiarte.
Después del curso intensivo para cambiar pañales que había tenido tras un embarazo de trillizos, cambiar a uno solo fue pan comido. Lo vistió con un trajecito verde con un estampado que decía «el galán de la familia».
―Cosita mía ―musitó con voz de niña mientras regaba un montón de besos por las mejillas del bebé―. Claro que eres el galán de la familia. Te comería enterito.
Inhaló su cuello y sonrió.
―Que rico hueles, mi príncipe ¿Quieres ver a papi?
Caleb sonrió, y la dulce muequita le estampó una sonrisa aún más amplia en la cara. Le besó la nariz y marchó con él hacia su destino.
El escándalo de las risas y los pasos fuertes se escuchaba desde afuera, y como si fuera un ruido de su agrado, Caleb comenzó a mover las manitas.
―Cosita ―le sacó la lengua―. Aunque sé que me darás dolor de cabeza como tus hermanos, no puedo dejar de verte tan adorable. Tú sí obedéceme y no crezcas.
Cuando abrió la puerta, Charles corría detrás de los niños mientras se reía. Cada vez que estaba por atraparlos, se le escabullían entre los brazos o por debajo de las piernas. El cabello desordenado lo hacía verse muy sexy. Ya le caía por encima de los ojos y la barba corta lo hacía verse mayor a sus treinta y cinco años.
Caleb movió sus pequeñas manos mientras otra vez, como si se supiera cerca de su padre. La sonora carcajada de ella la atención de la familia. Los niños comenzaron a saltar mientras aplaudían.
―¡Caleb! ―gritaron.
Charles se le acercó y tomó al pequeño entre sus brazos. Su cuerpecito parecía perderse entre sus largos brazos que lo acunaban con cariño. El niño lo miró fijamente y él, como siempre hacía cuando alguno de sus hijos le daba esa mirada, sonrió y le dio un beso en la frente.
―Hola, Lelel ―musitó él―. Dios, estás enorme ¿Seguro que solo tienes tres meses? ¿Cómo haces para crecer tan rápido?
Olive extendió los brazos hacia el bebé.
―¿Puedo cargarlo? ¡Por favooooooor!
―Bueno ―Anna puso las manos en la cadera―, pero esto tiene que ser rápido. Aún no sirven el desayuno y ustedes deben ducharse.
―Me duché anoche ―William hizo un puchero antes de sonreír―. Eso debe contar.
Charles la miró, divertido.
―Ni se te ocurra ―lo reprendió.
―Es igual a ti ―se burló de todas formas.
Anna comentó a contar en voz alta.
―Tienen un minuto. Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete...
Olive parecía a punto de entrar en pánico.
―¡Ya siéntate, papá, que se nos acaba el tiempo!
Charles dejó escapar una carcajada mientras obedecía la orden.
Cuando el plazo terminó y los niños hubiesen sostenido un rato a Caleb, Anna los mandó a ducharse y después a bajar al comedor.
―¡No pidan que les sirvan el desayuno todavía! ¡Y recuerden que al mediodía viene toda la familia y no quiero que anden de niños groseros que luego dicen que es mi mala influencia!
―¡Sí, mamá!
Anna se desplomó en la cama al verlos abandonar la habitación. Sus ojos se enfocaron en el padre amoroso que aún tenía a su pequeño en brazos. La mirada que le obsequiaba le derritió el corazón. Charles era un buen padre. Quizá un poco consentidor y fácil de convencer ―muy fácil, demasiado―, pero amaba a sus hijos de una manera que solo ella podía comprender.
―Tiene tus ojos ―le hizo caricias en las mejillas y Caleb, en respuesta, le sonrió―. Te pareces a mami, mi niño. Oh, sí, tienes los ojos de la mujer más bonita.
Anna le sonrió embobada y descansó su cabeza sobre su hombro derecho. De reojo, vio la cicatriz que le había dejado su herida de bala. A él no le importaba, le daba igual, y siempre se refería a ella como un «gran lunar», pero a ella le gustaba verla como la prueba irrefutable del amor que ambos se tenían, como un obstáculo, porque recordar que por su culpa estuvo a punto de perderlo hacía años aún le dolía.
―No te he dicho feliz cumpleaños ―musitó ella.
Vio de reojo como acomodaba al niño contra su pecho.
―Los trillizos ponen el mundo patas arriba. Ya verás como estarán en el almuerzo.
―Luego me toca perseguirlos por toda la casa.
―Deja que lo hagan los perros.
―¿En serio?
―Charlie, Queenie y sus pequeños y adorables cachorritos persiguen a esos niños a donde sea.
―Pero van a estar los de Alice, los de Zowie, los de Abraham, los de Gray y la de Cameron.
Charles lo meditó unos segundos.
―Tal vez deberíamos mantener a los perros en una habitación donde estén a salvo.
Anna se echó a reír.
―Charles ―lo llamó.
Él fijó su atención en ella.
―Feliz cumpleaños, mi amor.
Se estiró un poco y le estampó un beso en la boca. Él lo alargó un poco más, ampliando esa magia que hacía cuanto pudo, el suficiente para hacerla desfallecer.
―Diez años después y aún me encantas, precioso ―musitó embobada, acariciándole los labios con los suyos.
Él sonrió sin apartarte.
―En cinco meses cumpliremos siete años de casados. Pensar que antes ni siquiera quería casarme.
―Y ya vamos por el cuarto hijo.
Los dos observaron al bebé medio dormido en los brazos de su padre.
―Sí que los hacemos lindos ―comentó él.
―Le ponemos empeño ―convino ella.
Ambos se echaron a reír.
―Hay que ir a mantener en control a aquellos tres ―le dijo él―. ¿Quieres que me adelante?
―Por favor. Tengo que alimentar a Caleb.
Se puso en pie y le cedió al pequeño. Anna abrió un poco su camiseta y lo acercó hasta su pecho. Moviendo las pequeñas manos, el niño encontró lo que buscaba. Anna dio un respingo cuando comenzó a succionar.
―Oh, creo que a él le gustan mucho tus pechos ―Charles se rascó la barbilla―. A mí en lo personal me encantan.
―Pervertido ―acarició con suavidad el cabello castaño de Caleb―. No oigas a papá. Es un sucio.
Charles se echó a reír. Le depositó un rápido beso en la boca y se marchó al comedor.
La casa estaba a punto de reventar. La familia ya no era pequeña ni se componía de un par de miembros. Ahora era una extensa composición de personas que abarrotaban cada rincón del salón. La mayoría estaba reunida en el centro charlando. Sus padres y los de Charles compartían anécdotas sobre París. Edward y Tessie viajaban a menudo y se quedaban en un apartamento que le había pertenecido a Charles años atrás. Las gemelas estaban allí también, cada una con sus respectivas parejas. Al ver a Haylee sonriéndole a su novio, Anna no pudo evitar recordar la conversación de Charles y Olive.
Alice intentaba echarse un trago de agua a la boca mientras peleaba con Mía, su hija.
―Pero mamá, ¡Jonathan hace trampa!
―Mía, si él te encuentra no es hacer trampa. Así son las escondidillas.
―Pero tío Abraham le dice donde me estoy escondiendo.
Alice le lanzó una mirada iracunda a su hermano. El niño a su lado, Jonathan, y él se echaron a reír
―¡Eres un tramposo al igual que tu hijo! ¿Cuál de los dos tiene siete años, eh?
―Yo tengo nueve ―dijo Mía―. No jugaré con ese niño.
―Es tu primo, tampoco hagas un drama.
Un destello rubio pasó corriendo.
―¡Alex! ―Mía y Jonathan corrieron tras el niño.
Gray entró a la habitación con Darcey tomada de su mano.
―¡Alex, si rompes algo te rompo a ti!
―¡Gray! ―lo reprendió Darcey―. Ni pienses que te dejaré golpearlo.
―No lo haré, pero él no tiene por qué saberlo. A lo mejor con un susto se comportará.
―No sé por qué te quejas ¡Es igual a ti!
Simon, William y Olive se unieron a la carrera junto a Mía, Jonathan y Alex. En cuanto Charles vio a Gray, lo saludó con la mano. Anna envolvió a Darcey en un rápido abrazo.
―Mi Dios ―gruñó Gray―. Con tanto niño en el mismo sitio, me dan ganas de gritar.
Charles le sonrió.
―También me da gusto verte.
―Pero me ves todos los días. Soy tu jefe de seguridad.
―Te dije que dejaras la placa en la entrada.
―Tal vez cuando me jubile.
Anna le sonrió a Darcey.
―¿Cómo llevas el embarazo?
Gray torció la boca como si fuera víctima de un gran sufrimiento. Ella lo golpeó en el costado.
―Mi humor es muy cambiante y si consideramos que Gray no es muy paciente...
―Anoche se levantó y comenzó a caerme a golpes porque según ella le estaba siendo infiel.
―Mencionó el nombre de una mujer mientras sonreía viendo al teléfono ―se defendió ella.
―Dios, mujer ¡Es uno de los nombres que me envió mi madre para la niña!
―Ya te dije que no le pondré Dorothea.
―Mierda, mujer. Yo tampoco quiero ese nombre. Por eso sonreía, porque era ridículo.
Charles y Anna se echaron una rápida mirada.
―De acuerdo ―comenzó a decir ella―. Comenzaremos a servir el almuerzo en cuanto el resto de los invitados llegue.
―¿Será que me puedes adelantar algo de la comida? ―pidió Darcey―. Me muero de hambre.
―Claro. Gray sabe dónde está la cocina.
Él le señaló el camino. Cuando estuvo un poco alejada, se volteó hacia ellos y les dijo:
―Si esa mujer no da a luz pronto, mi cabeza va a explotar.
Darcey lo llamó y él se marchó corriendo. Una vez que estuvieron fuera de su campo de visión, ambos se echaron a reír.
Anna no quiso desaprovechar ese momento que tuvieron a solas. Se le acercó y le envolvió la cintura con los brazos. Él le acarició la parte baja de los hombros con las manos mientras la veía fijamente a los grandes, brillosos y avasalladores ojos verdes. Dios, era tan bella...
―7 de enero, compañero ―musitó ella―. Hoy es tu día.
―Bueno... ―sonrió―. Todos los días son mis días contigo. Eres mi buena suerte.
―Oh, pero yo también tuve mucha suerte. No todos los días una se consigue a un buen amante que le de niños tan bonitos como los que yo tengo.
Él torció la boca de forma juguetona.
―Hablando de ellos, ¿dónde están?
―Simon, Olive y William están con Mía, Jonathan y Alex. Caleb está con la Tía Zowie.
―Oh, es cierto ¿Ya viste a Julie? Está hermosísima. Se parece a montones a Zowie.
―Pero Natalie se parece a Peete.
―Es cierto ―la observó de forma pensativa―. Sería lindo si tuviéramos otra niña.
Anna lo miró como si se hubiese vuelto loco.
―Quieto, galán. Di a luz hace tres meses. Respeta.
Él se echó a reír.
―No me estoy refiriendo a algo pronto, pero tampoco tan lejano. Una hermana para Olive, ¿no sería bonito?
―Si lo que quieres es tener veinte hijos, avísame con tiempo.
Charles enarcó una ceja.
―¿Puedo? Eso implicaría muchísimo sexo.
―Tú sí que eres...
―¡Tío Charles!
Una niña de ocho años se abrió paso por entre la multitud mientras corría hacia Charles. Él la recibió con los brazos abiertos y una amplia sonrisa. La niña saltó y la atrapó en el aire.
―Muñeca ―le dio un fuerte abrazo. Cuando se le separó un poco, sus ojos chocolate brillaban con alegría infantil―. Nena, estás hermosa.
El cabello rojizo estaba atado en un apretado moño, pero los rizos de la coleta lucían despampanantes. Anna deseó haber tenido una cámara para fotografiar tan bello momento.
―Te compramos un regalo súper grande ―chilló la niña―. Mi papi dijo que te iba a encantar.
―Estoy seguro que sí ¿Y Cameron dónde está?
El pelirrojo se detuvo junto a Anna.
―Feliz cumpleaños, primo.
Anna, que no se había dado cuenta de su presencia, dio un salto cuando habló.
―¡Cristo, Cameron! Al menos respira para saber que estás ahí.
El aludido se echó a reír. Cuando Anna se repuso del susto, le sonrió tanto a él como a su acompañante. Samantha era una mujer muy bella con su largo cabello rubio y sus ojos avellana. Era casi tan alta como Cameron, aunque gracias a los tacones que llevaba le había ganado en altura. Al mirarla, no cabían dudas de que era capaz de conquistar cualquier corazón.
Ciertamente, conquistó el del frío, orgulloso y problemático escocés que la llevaba del brazo.
Después del incidente con su padre y que decidiera viajar a Estados Unidos para unirse a un grupo de control de la ira ―probablemente sentía la necesidad de irse al otro lado del mundo para aclarar sus ideas en un nuevo ambiente―, ninguno habló con el otro durante un año. Charles no había querido insistirle. Sabía que era una situación difícil y que necesitaba espacio, pero eso no restaba la preocupación que creía en él.
Entonces, un día llamó.
Estaba listo para volver a Inglaterra y, si Charles también lo estaba, darle una oportunidad a su relación. Su tío y su primo eran la única familia que tenía y no quería seguir perdiendo el tiempo. Una vez de vuelta, Cameron no pudo seguir ocultando una gran verdad.
Se había enamorado de una participante del grupo, una mujer que también había tenido problemas con la ira y que, al igual que él, precisaba de ayuda para afrontar los errores de su pasado. Ambos se sirvieron de apoyo ante tan difícil situación, y cuando menos se lo esperó, cayó rendido ante ella.
Un año después se casaron. Anna nunca lo conoció tan bien, tan feliz, y después de haber visto como el haberse enterado de las cosas horribles que hizo su padre lo llevó al borde de la locura, creyó que había una posibilidad de que nunca se repusiese.
Pero se había equivocado. Ambos hacían una hermosa pareja, y la prueba estaba en la bellísima niña que Charles sostenía en brazos.
Anna vio al Doctor Gibert y a su esposa, los padres de Gray, entrar a la sala.
―Bueno, bueno, bueno. Ahora sí somos todos ―anunció―. Creo que ya podremos ir acomodándonos. Gracias a Dios tenemos un gran salón para crear una mesa gigante. Si no, no cabríamos todos.
―Bueno, yo quisiera... ―Cameron se rascó la nuca―. El regalo está afuera y si llega a mojarse...
―Oh ―Charles dio un salto en su lugar al comprenderlo―. ¿Quieres que lo subamos?
―Hay dos empleados afuera. Puedo pedirles que lo hagan ―le sonrió a la pequeña de cabello rojizo―. Madeleine, ven conmigo, cariño. Para que le demos el regalo juntos.
La niña se le lanzó encima a su padre, y ambos desaparecieron entre la multitud. Minutos más tarde, dos hombres cargaban un enorme panel de madera de unos seis metros de alto. Estaba cubierto por una cortina morada. La colocaron verticalmente sobre una de las paredes disponibles y luego se marcharon. La familia se conglomeró en torno a aquello.
Cameron, con la niña en brazos, se puso en pie junto al panel.
―Bueno ―se aclaró la garganta para espantar su nerviosismo―. No soy muy dado al sentimentalismo y todos saben por qué. Por mucho tiempo he intentado dejar atrás esa personalidad que se me fue impuesta por situaciones con las que aún estoy trabajando. Es un plan de trabajo continuo que no planeo abandonar por el bien de mi pequeña.
Madeleine sonrió con orgullo, y a Anna le pareció la escena más tierna que los había visto interpretar.
―Esto ―señaló el panel tras él― no es solo un regalo de cumpleaños. Creo que nos refleja a todos; refleja lo que somos ahora y en lo que nos convertimos cuando dejas que el amor entre a tu vida. Por eso creo que es perfecto.
Miró a la niña en sus brazos y le sonrió.
―Nena, ¿me harías los honores?
La niña asintió. Tiró con cuidado de la cortina, y los invitados contuvieron el aliento en cuando el regalo quedó expuesto.
No era un panel. Era un cuadro de seis metros, pintado a mano, de toda la familia, de una gran y muy feliz familia. Allí no faltaba nadie. Sus padres, sus hermanos, Zowie y Peete, cada uno con sus respectivos hijos. Gray, su esposa, su hija e incluso sus padres. El padre de Charles, Tessie, las gemelas y sus parejas. Cameron, Samantha y su hija. Ella y Charles, sus trillizos y el pequeño Caleb en brazos de ella, los perros y los cachorros a sus pies, y detrás de su esposo una bella mujer de largo cabello negro y ojos azules.
La madre de Charles.
A Anna se le ahogó un sollozo al percatarse de que detrás de Cameron también estaba su madre pintada. Quizá ninguna estaba con vida, quizá ninguna estaba allí físicamente para disfrutar de la gran familia, pero sus memorias y el amor que emanaban sí, como un manto protector.
―Necesitarás una foto familiar para la nueva Casa Real ―comentó Cameron, sonriéndole con timidez.
Charles luchó cuanto pudo con el llanto, y al final sonrió victorioso.
―Tenías razón, Cameron. Me encanta.
Se le acercó para darle un abrazo.
Cuando la conmoción de tan bello regalo culminó, la familia comenzó a acomodarse en la larga mesa para almorzar. Charles se mantuvo de pie frente a la pintura, y Anna le rodeó la cintura con el brazo izquierdo.
―Es un cuadro muy bello ―le dijo ella con una sonrisa.
―Lo es ―respondió él―. Tan bien una muy bella vida.
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