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Capítulo veintiuno | VO

―¿No has recibido respuesta del Parlamento?

Charles parecía particularmente inquieto ese día, pensó el rey mientras despegaba por séptima vez en una hora la vista del periódico. Hace cuatro días tuvo lugar la reunión con el Parlamento. Su primer pensamiento al abandonar la sala fue que todo iba a desvanecerse. El Primer Ministro dio todas las razones que pudo para efectuar de inmediato la idea de que Charles Queen, el irresponsable, no estaba preparado en ningún ámbito para ser rey, ni siquiera durante un corto tiempo.

Habría tenido una esperanza mayor si la señorita Anna Mawson hubiese ido en calidad de su testigo, pero su hijo se había negado rotundamente a permitirlo, lo que despertó en él una sospecha bastante prudente y correcta dada las circunstancias: Tessie estaba cada vez más en lo correcto afirmando que el terco de Charles había encontrado ―¡al fin!― la horna correcta para su zapato.

―Deben continuar deliberando la situación ―volvió a su lectura.

El silencio duró lo que le tomó hacer tres respiraciones.

―No lo aceptarán ―dijo Charles―. La única parte de mí que lo lamenta es aquella que es tu hijo.

El rey sonrió divertido.

―Cada parte de ti es mi hijo, Charles. No puedo tenerte por partes, ¿o sí?

―¿Quién podría saberlo?

―Me parece que no estás de buen humor.

Edward escuchó la pequeña protesta casi silenciosa de su hijo.

―¿Por qué habría de estar malhumorado? Es una excelente mañana.

Apenas lo comprendió, el rey sonrió sin apartar sus ojos de la nota periodística.

―Anna Mawson no ha llegado.

Charles soltó un bufido.

―¿Crees que mi malhumor se deba a que son casi las diez de la mañana y aún no ha llegado? ―se levantó tan de golpe de la silla que esta estuvo a punto de caer al suelo―. Creo que iré a nadar un poco.

―¿Me lo dices con el propósito de avisarme o para contarle a la señorita Mawson donde encontrarte cuando llegue?

Le obsequió una mirada ceñuda antes de salir.

Anna se reprendió por tercera vez apenas empezó a bajar nuevamente las largas escaleras. Cerró las manos en puños y respiró profundamente. Se sentía un poco mareada desde anoche, con algunas nauseas. Supuso que algo le había caído mal. Respirar el aire limpio le ayudaba muchísimo.

―Hazlo ya, cobarde ―murmuró para sí misma.

¿Por qué se le hacía tan difícil aquello? Subir las escaleras, colarse en una reunión del Parlamento, interceder por el rey y por su hijo. Podrían arrestarla, por supuesto, pero estaba segura de poder cargar con ello si tal sacrificio rinde frutos al final.

¿Exactamente que iba a decir? Había pensado en las palabras correctas durante toda la noche porque, como ya parecía costumbre, dormir se le hacía difícil. Parte porque Charles se veía bastante preocupado por su padre y parte porque se veía decepcionado de sí mismo aunque no lo dijera en voz alta.

Respiró profundamente y comenzó a subir las escaleras hacia el imponente edificio, haciendo resonar los tacones con cada paso que diera. El primer obstáculo se encontraba justo delante de ella: seguridad.

Un hombre alto, tanto que le recordó a una montaña, frenó su andar con un solo movimiento.

―Identificación, señora ―la voz gruesa le erizó el vello.

―¿La de conducir? ―bromeó, pero los ojos del guardia no parecían divertidos.

―Sin identificación no puedo permitirle la entrada, señora.

―Señorita ―le corrigió―. Soy una mujer soltera en un compromiso cerca de un veinticinco porciento legal.

El guardia parpadeó una sola vez.

―Apuesto a que no te interesa ―lo señaló antes de continuar―. Sé que estás haciendo tu trabajo, pero necesito hablar con el Primer Ministro. Vengo de parte del rey Edward y quiero...

―Le pido que se marche, señora, o tendré que...

―Arrestarme, sí, lo sé, pero...

Anna visualizó al hombre vestido de traje gris caminando rimbombante por un largo pasillo que parecía dar a la nada. De inmediato lo reconoció.

Hizo ademan de marcharse. Mirando por encima del hombro, vio que el guardia ya le había quitado la vista de encima, así que volvió a darse la vuelta y entró corriendo al edificio.

―¡Primer Ministro! ―gritó, haciendo escándalo con sus tacones al correr―. ¡Por favor, espere, Primer Ministro!

No tardó en notar al guardia correr tras ella. Debía darse prisa o la alcanzaría.

―¡Primer Ministro! ―volvió a intentar.

El hombre de traje giró hacia ella finalmente cuanto los pesados, grandes y gruesos brazos del guardia la rodearon para sacarla de allí.

―¡Suéltame! ―protestó―. ¡Ya, déjame en paz!

Anna observó al hombre de traje acercarse.

―¿Qué está sucediendo aquí? ―la señaló con el sobre que llevaba en la mano―. ¿Quién es esta mujer?

―Soy Anna Mawson, trabajo para el rey ―respondió quedamente, dificultada por el forcejeo con el guardia.

El hombre de traje hizo una seña para que la liberaran. Anna se acomodó el magullado vestido blanco antes de hablar.

―Lamento esta entrada tan abrupta, señor, pero es urgente que hable con usted.

―¿La ha enviado el rey? Porque no recuerdo haber recibido una misiva anunciándome su visita.

―No, señor. He venido por mi cuenta. Hace unos días se llevó una reunión con él y el Parlamento para discutir el pequeño asunto sobre su sucesión transitoria.

El Primer Ministro hizo un gesto arrogante.

―Pequeño no es un calificativo apropiado para definir el problema en el que el rey intenta introducirnos. Tal como le he dicho a Su Majestad, el príncipe Charles Queen no es un candidato apropiado. Por otro lado, su primo, Cameron Queen...

Anna rechinó los dientes.

―Con todo respeto, señor. Es claro que diferimos en la definición de lo apropiado. Y con respecto al príncipe Cameron, es aún más claro que tenemos distintas opiniones acerca de él.

El Primer Ministro se cogió las manos a la espalda. Ella continuó hablando, ignorando aquel gesto de completa indiferencia.

―Reino Unido no posee una Constitución verdadera por razones que usted y yo conocemos a la perfección, usted porque es político y yo porque amo la historia, pero nos rigen algunas cartas de derecho como a otros países. También existe un documento donde señala las responsabilidades que tiene un rey. Un par de artículos más abajo, específicamente el artículo 58, dice que en caso de enfermedad, solo el primogénito o primogénita del rey puede sustituirlo el tiempo que la recuperación de su padecimiento lo requiera. Por lo tanto, el príncipe Cameron no tiene el derecho de sustituir al rey y ni usted ni nadie puede alterar nuestras leyes a favor de lo que usted cree lo correcto.

El Primer Ministro respiró hondo por la nariz.

―Señorita, la Carta Magna y el Acta de Unión indican, y cito, en uno de sus artículos: Se le otorga al Parlamento la facultad de determinar la línea de sucesión al trono británico.

Anna enfiló sus armas de batalla.

―Es por ese motivo que el rey solicita de su aprobación, pero como ya le he dicho, según el artículo 58, el hijo mayor de los primeros cuatro hijos, de 21 años de edad o mayores, que en este caso no aplica dado que Charles es el único hijo, tiene derecho a sustituir a su padre. El término correcto es regencia, y a modo de refrescarle la memoria, dicho termino es un período de modo transitorio donde una figura perteneciente a la familia real, en la mayoría de los casos, ejerce el poder en nombre del monarca ya sea porque sea muy joven o muy viejo o, en este caso, padezca de alguna enfermedad que le impida cumplir con sus obligaciones reales ―se acomodó los risos rubios hacia atrás―. Podríamos seguir así todo el día, señor, pero le aseguro que terminaré venciéndolo. No me tomé el atrevimiento de venir si no supiera de lo que estoy hablando.

Para sorpresa suya, el hombre trajeado le hizo lo que parecía una reverencia.

―Debo admitir que es una mujer muy inteligente ―estiró uno de los brazos hacia el largo pasillo―. Me gustaría terminar esta conversación en un lugar un poco más privado.

Anna comprendió a qué se refería cuando observó a casi todo el personal observándolos.

―Por supuesto ―convino de inmediato.

Observó al trajeado caminar hacia el pasillo.

―Dios ―masculló―. Debería estudiar leyes.

Los minutos saltaron tan rápido que se convirtieron en horas. Después de un baño con agua tibia unos escasos veinte minutos más tarde de haber abandonado la piscina, Charles revisó nuevamente el reloj. La una de la tarde. Increíble. ¿Qué pudo haberla retrasado por cinco horas? ¿Y por qué no habrá llamado? Quizá le ha sucedido algo. Maldita sea, ¿Cómo podía saberlo? Esa mujer no tenía un teléfono celular. Francamente, ¿quién podría no tenerlo en pleno siglo veintiuno?

Se acomodó la chaqueta de cuero, guardó el teléfono y las llaves del auto y se marchó de la habitación como un bólido. Debió haber tomado la decisión de buscarla en su casa en primer lugar. Tal vez el taxi la ha dejado en cualquier lugar y no ha podido llegar a pie, tal vez esté herida o perdida en algún lado. La sola idea de saberla en peligro le eriza el vello de todo el cuerpo.

Cualquier idea de peligro desaparece al bajar las escaleras, cuando la ve de pie al final de las mismas con un brillo inmenso en los enormes ojos verdes.

―¿Dónde has estado? ―la regaña, la voz gruñona―. Me tenías preocupado.

Ella parece ignorar sus inquietudes; sube las escaleras con la misma rapidez que él empleó para bajarlas, colgándosele al instante del cuello. Charles corresponde a aquel gesto con la misma vehemencia. Entierra la nariz en su cuello e inhala el maravilloso aroma de su piel.

―¿Te encuentras bien? ―le pregunta, esta vez empleando un tono más suave.

―Sí, sí, por supuesto ―se separó de él quedamente―. Tengo algo que contarte.

Charles no había reparado en el enorme sobre que ella llevaba en las manos.

―¿Qué es? ―curioseó.

Anna expuso toda la dentadura.

―Es una carta firmada por el Primer Ministro en nombre de todo el Parlamento ―extendió el sobre hacia él―. Han aceptado la regencia, Charles.

Incapaz de creérselo, le arrebata el sobre y libera el largo papel de aquella prisión. Los ojos azules viajaron por su contenido tantas veces que Anna perdió la cuenta.

―Firmado dos de agosto del dos mil catorce ―leyó―. Pero eso es hoy ―posó los ojos en Anna―. ¿Cómo es que tienes esto?

Anna pasó a contarle lo que había hecho, relatándole detalladamente la pequeña batalla legal que había tenido con el Primer Ministro. Los ojos de Charles se maravillaron durante el relato, y durante ese pequeño lapso de tiempo la vio con nuevos ojos, porque existía una única palabra para describirla a ella y todo lo que representa: un milagro.

El largo papel y el sobre cayeron al suelo, porque sus grandes brazos querían llevar a cabo una mejor labor: envolver aquel pequeño cuerpo para acercarla y besarla, un exiguo pago por lo que había hecho.

―Tenemos que contárselo a mi padre ―le dijo separándosele. La tomó de la mano, después de recoger los papeles del suelo, para guiarla escaleras arriba, pero ella lo detuvo.

―Me duele un poco la cabeza. Compré unas aspirinas para tomármelas. ¿Podría alcanzarte después?

Él la miró con el ceño fruncido.

―¿Te sientes bien?

―Llevo un par de días sintiéndome un poco enferma, pero no es nada. Seguramente es que no he dormido bien.

―Entonces pide que te suban el agua a mi habitación y descansa un poco.

Ella no pudo evitar sonreír.

―Se te está volviendo costumbre mantenerme en tu habitación.

―De cuatro días, tres te has quedado conmigo. Por lo general eso no sucede. Aunque debo admitir que me gusta llevarte a la cama.

―¿Al príncipe no se le permite subir a una mujer a su habitación?

―Mi padre lo tiene prohibido ―le pincha la barbilla con los dedos―. Por alguna razón que no termino de comprender no ha protestado en las ocasiones que te has quedado.

A Anna se le llenó de esperanza el corazón.

―Intentaré no tardarme.

Él la vio girarse hacia la cocina, pero la detuvo.

―Es más fácil subir y pedir agua desde la habitación. Te tardarías menos. Toma el consejo de alguien que ha vivido aquí toda su vida.

―Bueno ―sonrió burlona―. Lo tomaré entonces.

Charles fue el primero en comenzar a subir las escaleras, porque apenas dio un paso, Anna sintió que todo a su alrededor daba vueltas. Se sujetó del barandal de las escaleras para no tropezarse y caer. Charles era un borrón blanco y negro frente a ella, incapaz de distinguirlo completamente. Las piernas comenzaron a pesarle y los tacones parecían ahora un arma de destrucción masiva. Ni siquiera el agarre en el barandal parecía suficiente para sostenerla.

Charles no escuchó los tacones, lo que para él fue suficiente para preocuparse. Se dio la vuelta y la descubrió en el primer escalón, pálida, sosteniéndose del barandal como si de ello dependiera su vida.

―¿Anna? ―bajó las escaleras alarmado, sosteniéndola escasos segundos antes de que se desmayara―. ¡Anna!

La llevó hasta el suelo con él, acomodándola en sus brazos. Aunque intentó reanimarla, sus intentos fueron inútiles. Se las ingenió para sacar el teléfono del bolsillo, y llamar al médico. En cuanto respondió, Charles ni siquiera le permitió hablar.

―Doctor Gibert, voy en este instante al hospital. Necesito, por favor, que tenga alguna camilla para atender a una persona apenas llegue.

Colgó, guardó el teléfono nuevamente en el bolsillo y cargando a Anna en brazos corrió a toda velocidad hacia el estacionamiento interno.

Tal como había ordenado, al llegar estaba disponible una camilla donde acomodó a Anna. Mientras aguardaba impaciente en la sala de espera, notó que sus manos temblaban ¿Por qué lo hacía? Era muy probable que solo sea un desmayo común; quizá una baja de azúcar, quizá no alcanzó a desayunar, quizá solo se movió demasiado rápido. No parecía algo grave, excepto por la palidez que cubrió su piel con rudeza.

¿Entonces por qué estaba tan condenadamente preocupado? Le parecía muy probable que solo había exagerado. Anna solo necesitaría ser reanimada, tomarse algo para el dolor de cabeza y listo. Pero él la había llevado a emergencias como si hubiese sido algo grave.

No habían pasado ni quince minutos cuando Gibert, el médico familiar, le anunció que podía pasar a verla.

Quince minutos la habían cambiado un poco, porque no llevaba el vestido blanco sino una aburrida bata de hospital, el cabello rubio estaba atado en una trenza y en su mano izquierda tenía puesta una vía. Aún estaba pálida, pero al menos estaba despierta. Se le acercó a la camilla, sentándose en el asiento contiguo a la misma para tomarle la mano libre.

―¿Te sientes mejor? ―le preguntó con ojos dulces.

Los pequeños y cansados ojos verdes parpadearon un par de veces.

―Cuando dijiste que te gustaba llevarme a la cama imaginé otro tipo de preferencia.

Ah, bromeaba. Entonces estaba mejor.

―¿Por qué me trajiste a un hospital?

―Porque te desmayaste.

Aquello parecía divertirle.

―¿Me trajiste a emergencias por un desmayo? ―soltó una carcajada, pero parecía activar nuevamente el dolor de cabeza, por lo que cesó de inmediato.

―Crees que exageré ―musitó él, sonriéndole.

―Creo que lo hizo el médico ―levantó la mano con la vía―. ¿Esto para qué es?

―Son antivirales para contrarrestar el virus.

Anna dio un pequeño salto cuando escuchó aquella gruesa voz desconocida. Charles se apartó un poco para mirar al hombre canoso de mirada amable.

―Anna, este es Gibert, el médico de la familia. Gibert, ella es Anna, mi novia.

Anna agradeció no estar conectada a un holter, porque Charles habría sido consciente de cómo latía su corazón cuando la llamaba de esa forma.

―El motivo del desmayo han sido las defensas bajas ―explicó el doctor―. Lo que tiene es un virus que suele durar entre veinticuatro a cuarentaiocho horas. Los antivirales que le estamos inyectando contrarrestan los síntomas: nauseas, dolor de cabeza, mareos, vómitos. No los elimina, pero si los reduce. Le recomiendo consumir líquidos y comida ligera por cuarentaiocho horas. Si los síntomas continúan, tal vez debería volver al hospital. Evite tomar aspirinas, porque licuan la sangre. No Advil, pero sí Panadol o Tylenol. La vía le será retirada cuando no quede una sola gota del suero. Entonces le daremos el alta.

Charles asintió, como si acabara de memorizarse aquellas indicaciones.

El médico desapareció de la pequeña habitación después de pedirle a Charles que le enviara saludos a su padre.

―¿Quién es el exagerado ahora, madame? ―bromeó.

Anna lo fulminó con la mirada.

―Guárdate tus aristocracias para tu regencia, Su Excelencia. Y para soportar las pedanterías de tu petulante primo.

Charles enarcó una de sus gruesas cejas.

―Tengo que llamar a mi padre para avisarle, ya que no pude hacerlo en persona. No me tardo.

Anna encontró aquel comentario gracioso, porque lo único que él hizo fue alejarse hasta la puerta que estaba a medio metro. Cuando dejó de hablar, Anna sintió que los parpados le pesaban. Le dio un vistazo al suero y se percató de que sería un camino largo antes de que acabara, así que se acomodó en la cama, le echó un último vistazo a Charles, cerró los ojos y a los pocos minutos se quedó dormida.

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