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Capítulo setenta y uno | VO


La cena continuó de la misma forma en que había iniciado: entre risas y charlas amenas. La familia, aún en la mesa, había terminado de cenar. Todos los cubiertos estaban sobre los platos vacios. Entre todos se había formado una algarabía en medio de la charla amena de la que Charles pudo disfrutar en silencio. Contemplando con alegría, la manera en que ambas familias simpatizaban amablemente, como si se hubiesen conocido de toda la vida. En algunas ocasiones levantaba la copa y daba un trago a su jugo de naranja. Anna mantenía el alcohol lejos de él ya que, por su tratamiento, no podía consumirlo.

Escuchó la fuerte carcajada de Abraham, seguidas por las de Anna y Alice. Un chiste familiar, según pudo entender. Valerie se recostó del hombro de John y rio también. Los demás invitados acompañaron las carcajadas con las suyas.

De repente, la única risa que se escuchó fue la de Anna. El resto, aunque sonrientes, decidieron detener toda su atención en él y en Anna.

—A ver, ustedes dos —Alice fue la primera en hablar—. Ha sido una cena muy agradable, pero aún no tocamos el asunto que nos interesa.

Charles vio que los demás asentían. Parecía un acto planeado, en el que incluso su padre quiso participar. Un rubor brillante adornó las mejillas de Anna. Sonriendo, extendió su mano hasta la de ella y la apretó un poco.

—Bueno —comenzó él a decir—. La verdad es que escoger la fecha no fue tan difícil, principalmente porque Anna hizo la mayor parte del trabajo. Revisamos las que no estaba disponibles e hicimos una lista de las que sí hasta que hayamos la perfecta. Como ya he dicho, no fue tan complicado. Creo que, con solo verla, supimos que era la indicada.

Los dos sonrieron y, mirándose brevemente, dijeron:

—Escogimos el 21 de julio.

—¿Del 2015? —preguntó—. Vamos, chicos. Es poca información. Me urge saber todos los detalles. Mi cotillera interior es insaciable. Ya deberían saberlo.

—Aún no sabemos en qué año —respondió Anna.

—¿Pero cuál es el sentido de escoger el día pero no el año?

—Bueno, Alice, es que hay mucho que considerar. Está lo de las lecciones. No sé cuánto tiempo vaya a tomarme. Si decidimos casarnos en un año y no estoy lista...

—Por ahora tenemos el día —la interrumpió Charles—. En el transcurso de la semana planificaremos lo de las lecciones y analizaremos cuanto tiempo podrían tomarnos culminar con ellas.

Alice se encogió de hombros.

—No me malinterpreten. De verdad me alegra que ya tengan una fecha, o al menos algo así, es solo que no sé por qué no se tomaron más tiempo. Digo, podríamos haber tenido esta cena en una semana cuando también hubiesen decidido el año ¿Es que a caso hay algo especial en ese día, el 21 de julio, que ameritaba una cena tan expedita?

Anna y Charles compartieron una rápida mirada cómplice.

El rey, al final de la mesa, simplemente se echó a reír. Una vez que se recuperó de su descompostura, dijo:

—Es el día en que se conocieron, ¿no es así?

Los dos se echaron a reír al saberse descubiertos. Anna apretó un poco la mano de Charles y sonrió.

—Creemos que es la fecha perfecta porque, sí, fue cuando nos conocimos. Tal vez no todo fue perfecto ese día. Yo fui una gran bocaza y el fue un total cretino, pero todo ha cambiado a partir de ese día, y es lo que lo convierte en algo perfecto.

—Estoy totalmente de acuerdo con la parte de «bocaza floja» —bromeó él.

—Y yo con la parte de «cretino» —contraatacó ella.

Charles vio al padre de Anna asentir.

—Yo debo admitirlo —comenzó a decir—. Soy un padre celoso, y no solo con mis hijas. Celo mucho también a Abraham.

El aludido asintió frenéticamente.

—Solo quiero ver a mis hijos felices —entrelazó su mano con la de Valerie, que descansaba sobre la mesa—. Quiero que tengan lo que he tenido yo, y mucho más. Al principio, toda esta locura me parecía increíblemente disparatada, pero quería confiar en que Anna sabía donde estaba metiéndose. Es una mujer inteligente que sabe lo que quiere, y si casarse contigo es lo que ella más desea, pues ¿yo que puedo decir? Mi bendición ya la tienen.

Charles inclinó la cabeza levemente, agradeciéndole, sonriente.

Entonces se fijó en su padre, que simplemente lo miraba con una amplia sonrisa que pocas veces había visto en los últimos meses.

—Me dijiste que no te casarías —le recordó—. Recuerdo muy bien esa conversación tan tensa que tuvimos ese día, y también recuerdo que rechazaste el trono y el matrimonio con una furia que despertó mi parte más irascible.

Charles se encogió de hombros y señaló a Anna.

—Ella tiene la culpa.

La aludida lo miró con los ojos entrecerrados. El resto en la mesa se echó a reír.

—Creo que la noticia de tu boda me sorprendió más a mí que a nadie. Cuando me pediste el anillo de tu madre debí imaginarme el para qué lo querías. Después de todo, ¿cuántos usos podías darle a un anillo de compromiso? Pero la sola idea de que te casaras, cuando hacía muy pocas semanas me dijiste que jamás lo harías... Bueno, no me permitió encender la fe. La ironía más grande es que decidieras casarte con la misma mujer que te enfurecía y te sacaba de quicio.

El rey miró a Anna sin desbaratar la radiante sonrisa.

—Yo te agradezco muchas más cosas de las que podría admitir. A pesar de todo lo que ha sucedido en las últimas semanas, mi familia nunca había estado tan unida como ahora. Tú nos has reunido a todos como una sola y gran familia. No puedo pedir una mejor compañera para mi hijo que tú.

Anna agradeció sus palabras con una sonrisa. A su lado, escuchó el llanto ahogado de su hermana.

—Bueno, ya basta —protestó Alice—. Hagan un brindis o algo, porque si empiezo a llorar arruinaré mi maquillaje y tardé mucho en arreglarme.

Se alzó un coro de risas que fue sucedida por un rápido brindis. Peete sirvió un postre especial que había preparado para la cena. Las conversaciones amenas continuaron hasta pasadas las diez de la noche. El rey se despidió personalmente de cada uno y marchó de vuelta a Buckingham junto a Tessie y las gemelas. El resto de la familia se trasladó hasta la sala. Después de casi media hora escuchó su teléfono sonar. El nombre de Gray se mostraba en la pantalla. Se disculpó y abandonó la sala.

—Gracias por haber venido a la cena —bromeó él al responder.

—Te dije que tal vez no iba a poder llegar, así que no me estés jodiendo.

—De acuerdo, tranquilo. A todas estas, ¿por qué no viniste? Me llamaste para avisarme, pero no me diste explicaciones.

—¿Ahora tengo que darte explicaciones? ¿Eres mi amigo o mi marido?

—No, pero creí que asistirías a una cena tan importante como esta.

—¿Y sí anunciaste la fecha?

—Pues sí. Aún no sabemos el año, pero la boda será un 21 de julio.

—Vaya, mi aniversario de bodas es el 23 de julio.

—¿Se felicito desde ya o busco un abogado para tu divorcio?

—¿Yo para qué me voy a divorciar? No, hermano. A estas alturas es mejor que admita que no hay nada en este mundo que me aparte de Darcey.

—Dios, debí grabar eso.

—Cállate.

Charles se echó a reír.

—Hay una cosa de la que quiero hablarte —habló Gray—. Me lo pensé mucho, porque no quiero joderte la cena.

Charles dejó escapar un resoplido.

—¿Ahora qué sucedió?

—Nos reunimos en casa para trabajar. La verdad es que avanzamos mucho, pero hay algunas cosas que surgieron y...

—Gray, no me andes con rodeos.

—Mira, Charles... ¿Recuerdas el hombre del hospital? Digo, tú no lo viste. El que tropezó con Anna.

—¿Ya sabes quién es ese imbécil?

Charles tomó su silencio como un sí.

—¿Y bien? ¿Quién es?

—Aún no tenemos su nombre, pero tenemos la sospecha de que se trata del mismo hombre que visitó a Carter en prisión el mismo día el incidente en la gala benéfica. El hombre que aparece en el video del hospital tiene el mismo logo que el hombre que Carter vio.

—Entonces él sabe quién es, ¿no es así?

—Estamos esperando una información que nos ayudará a identificarlo.

Mientras lo escuchaba hablar, Charles se agitó el pelo con la mano derecha. Se remojó los labios un par de veces y, mirando hacia sus pies, inició una serie de golpeteos contra el suelo con su pie derecho.

—¿Charles? —lo oyó llamarlo—. ¿Hola? ¿Sigues escuchándome?

—Sí.

—¿Estás bien?

—Gray, ¿crees que ese hombre fue el que inició todo esto? Ya sabemos que ese chico, Jeff, conducía el auto durante el atentado en contra de Anna, ¿pero crees que ese otro hombre fuera el que le ordenó que lo hiciera?

—No estamos seguros, pero es posible. A estas alturas todo es posible.

Charles dejó escapar una maldición.

—¿Sabes lo que eso implica? Gray, ese hombre caminó junto a Anna en los pasillos del hospital. Lo del café no fue un accidente.

Tiró con fuerza de su pelo mientras intentaba controlar su ahora agitada respiración.

—Bueno, es obvio que no lo fue. Escucha, yo no quise contarte para inquietarte. Lo que quiero pedirte es que, por favor, eviten salir de la propiedad unos días.

—¿En serio? ¿Me dices eso y pretendes que no me inquiete?

—De acuerdo, lo siento. Es solo precaución. Más que nada es una intuición.

—¿A qué te refieres?

—¿No te parece extraño que este hombre estuviera en el mismo hospital que ustedes? El mismo hospital donde Jeff estaba. Hay tres horas de diferencia entre Westminster y Longforth. Las coincidencias no existen. Ese hombre no estaba de paseo en el pueblo casualmente. Fue allí porque tenía asuntos de interés, ya sea Anna, tú o Jeff. Por eso es que te llamo. Quiero que eviten las salidas, y de hacerlo vayan con todos los guardias posibles. Christopher se comunicará con el rey para informarle.

Gray debió percibir su angustia a través del silencio, porque dijo:

—Charles, estamos redoblando esfuerzos para resolver esto.

—¿Y por qué no parece suficiente? ¿Yo como le digo esto a Anna sin alterarla?

—Necesita saberlo para que tome sus precauciones. Estamos más cerca cada vez. Juro que un día de estos te despertaré y diré que lo atrapamos. Mientras tanto, es mejor tomar precauciones ¿De acuerdo? Pensar positivo nunca está demás, idiota.

Charles suspiró profundamente.

—Supongo que tienes razón —Charles se congeló al escuchar a la familia acercarse—. Ya voy a colgar. Hablaremos mañana.

Terminó la llamada antes de escuchar su respuesta. Guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón e hizo acopio de todas sus energías para sonreír. Anna se le acercó y le envolvió los brazos alrededor de la cintura.

—¿Ya nos vamos a la cama, precioso? —le preguntó ella.

—¡Adelantar la luna de miel! —vitoreó Alice—. Esa idea sí me gusta.

—Nosotros iremos a dormir, tarada.

—Ya basta ustedes dos —protestó su padre—. Todo el mundo a dormir y fin del tema.

Se desató una oleada de despedidas y risas. Anna esperó a que su familia se marchara para hablar.

—¿Con quién hablabas?

Anna descubrió un pequeño destello en sus ojos, un ligero cambio en sus gestos que solo ella era capaz de notar.

—¿Todo está bien?

Él tragó en seco.

—Sí. Hablaba con Gray. Darcey no se estaba sintiendo muy bien y por eso no pudieron asistir.

—¿Es grave? Tus gestos gritan que es grave.

—No, no es grave. Es solo que me hubiese gustado que ambos estuvieran en la cena.

—Bueno, podemos hacer otra cena para avisar el año y así calmamos a la cotillera dentro de mi hermana.

Los dos se echaron a reír. Anna le tomó la mano y lo condujo hacia la habitación.

Mientras él se duchaba, Anna se deshizo de los tacones, el vestido y el maquillaje, dejándose puesta únicamente la ropa interior. Se acomodó sobre la cama mientras esperaba.

Charles abandonó el baño diez minutos más tarde. La ropa elegante había desaparecido. En su lugar, usaba ahora unos largos pantalones de pijama, y nada más. El cabello azabache seguía un poco mojado. A Anna le pareció increíblemente sexy. Él se sentó en la cama y cubrió la herida con un nuevo y seco vendaje.

—¿No piensas ducharte? —le preguntó mientras afinaba los últimos detalles del vendado.

—¿No te gustaría un desayuno italiano?

Él enarcó la ceja.

—¿A esta hora?

—No, mañana. Alice nos estaba hablando de un restaurante italiano que visitó hace unos años. Podríamos ir a desayunar allí, o tal vez a almorzar.

Charles adoptó un gesto que a ella le parecía un regaño.

—¿Yo que he dicho?

—¿Hablas de abandonar la propiedad?

—Pues sí.

—No. Si quieres un desayuno italiano, podemos pedir algo a domicilio.

Ella hizo una mueca.

—Está bien. Tampoco es que me muero por salir. Pediremos algo en la mañana.

Él asintió en silencio. Se levantó de la cama y se dirigió hacia la puerta.

—¿A dónde vas?

Pero él ya había abandonado la habitación, por lo que no obtuvo respuesta.

Volvió a la habitación minutos más tarde, cargando en su mano izquierda una botella de vino ya descorchada y en la derecha una copa. Anna frunció el ceño ante aquello.

—¿Para qué has traído eso? Estás bajo un tratamiento médico y no puedes tomar.

—Lo sé, pero no es para mí —le dijo mientras echaba un poco del líquido púrpura en la copa—. Ya has probado el vodka y el champagne. Quiero ver cómo te manejas con el vino.

—¿A caso quieres emborracharme?

—No.

—Pues es lo que parece.

Él se echó a reír, y por alguna razón Anna disfrutaba mucho de aquello. Quizá porque en ese momento estaba gozando de su compañía después de haber temido por días que lo perdería. La punzada de desesperación volvió a asestarle un fuerte golpe en el pecho. Fueron días horribles después de todo, donde apenas podía dormir o echarse algo a la boca. Volver a London Dry le dio ese soplo de tranquilidad que necesitaba desesperadamente.

Pero más que cualquier otra cosa, le hacía sentirse mejor el tenerlo de pie frente a ella, sonriéndole, como si esos días de infierno nunca hubiesen ocurrido.

Charles le extendió la copa, y ella se tomó un momento para pensar si era una buena idea. Había algo en él que le hacía cuestionar las intenciones escondidas detrás de esa copa de vino. Quizá era la picardía masculina que irradiaba o la sonrisa de niño travieso que tenía estampada en la boca. Lo que estuviese tramando lo descubriría en el transcurso de la conversación.

Estiró la mano hacia la copa y la aceptó. Él le obsequió una sonrisa aún más amplia.

—Sé que estás tramando algo —le dijo ella—. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Y yo que podría tramar, mujer?

—No lo sé, pero el día de mi cumpleaños no me querías dejar tomar, y ahora me sirves una copa de vino.

—¿Qué hay de malo en eso?

—No lo sé.

Lo vio entrecerrar un poco los ojos, y después le volvió a sonreír.

—¿Qué haré yo con tus no lo sé?

—No lo sé —sonrió también.

Ninguno hizo ruido alguno por algunos minutos. Solo se miraron: ella sentada en la cama y él de pie, mirándola. Pronto, a Anna se le hizo difícil ignorar ese fuerte tirón en su vientre. Al principio no era más que una débil llamaradas, algo cálido pero agradable, pero su insistente mirada convirtió aquello en lava, que podría destruirla por dentro con un simple roce.

Tragó en seco para calmarse. La copa de vino en su mano le pareció de repente una magnífica oportunidad para desviar sus emociones y dirigirlos a la calma.

Le dio dos largos tragos al vino. Charles abrió los ojos como platos, pero jamás dejó caer su bella sonrisa.

—Es por eso que no toleras el alcohol, Anna, porque das largos tragos y sin tomar pausas.

—Yo te culpo a ti.

El destello de la confusión parpadeó en sus ojos.

—¿A mí por qué?

Anna dejó escapar una risita antes de beber un poco más del vino. Tal vez se había dado cuenta de la tontería que había cometido, porque él le arrebató la copa al quinto trago.

—De acuerdo, esto no está yendo como lo había planeado.

Anna limpió el resto del vino en sus labios con la lengua.

—Es la primera vez que tomo vino —le dijo ella.

—¿Otra primera cosa virgen de ti para mí? —bromeó él.

—Tal vez.

Él se alejó unos pasos. Lo vio encaminarse hacia la pequeña mesa de noche donde descansaba su teléfono. Lo tomó y dejó perdida en él su atención unos segundos.

Anna escuchó una suave melodía que comenzaba a sonar. Devolvió el teléfono a la mesa y se le acercó, extendiendo su mano izquierda hacia ella.

—¿Podría usted, bella mujer, concederme este baile?

Ella le sonrió.

—Pero solo llevo ropa interior.

—Intentaré controlar mis manos.

La expresión incrédula en el rostro de ella lo hizo reír.

—¿Qué? ¿A caso no me crees?

—Tú sosteniéndome una copa de vino no me permite confiar.

—¿En serio? ¿Pero qué tiene de malo tal cosa?

—Que no me dejas tomar ¿Y ahora hasta me sirves una copa?

Él se encogió de hombros. Dejó la copa sobre la pequeña mesa y volvió a acercársele.

—Vamos, Anna, que se acaba la canción.

No lo pensó más, y tomando su mano se puso en pie. En un parpadeo, tuvo el brazo derecho de él envolviéndole la cintura. Con un poco de escepticismo, acomodó ella su mano izquierda sobre su pecho, muy cerca de la herida. Pero su mano derecha estaba en la izquierda de él, y no pudo dejar de mirarlas, porque parecían acoplarse perfectamente. Como si hubiesen sido hechas para encajar. Se encontró dando pequeñas vueltas alrededor de la habitación al ritmo de la suave melodía.

Una vez que condujo sus ojos hacia los de él, una pequeña parte de ella se desarmó, porque en ellos estaba ese brillo coqueto que tanto amaba, que la enloquecía. Le costó mucho concentrarse solo en su baile. Sobre todo, le costó callar las protestas de dicha de su cuerpo, por tenerlo tan cerca y porque, aunque le encantaba, él tenía una coquetería masculina que le hacía perder la cabeza.

—¿Lo ves? —lo escuchó decir—. Mis manos saben comportarse.

—¿Y eso cuánto va a durar?

—¿En serio? ¿No hay ni un poco de confianza?

Ella le sonrió. Anna se remojó los labios con la lengua, y vio un súbito cambio en su gesto jovial.

—Eres muy lista, mujer, y sabes cuáles son esos pequeños gestos que haces que me enloquecen.

—No sé de qué estás hablando.

—Yo creo que sí.

—Tú tampoco estás jugando limpio.

Anna lo vio enarcar una de sus gruesas cejas. Después, simplemente lo escuchó reír. Continuaron dando vueltas por la habitación, pero siempre manteniéndose cerca, piel contra piel, sin separarse siquiera un segundo. Aunque no ejercía fuerza alguna con su brazo derecho, él se las arregló para mantener sus movimientos al ritmo de la música.

Y de repente lo tuvo más cerca, y Anna pensó que aquello no era posible. Charles rozó su nariz contra la suya. A ella le costó lo suyo concentrarse en algo que no fuera el viril perfume de su piel, en la calidez de su piel, en la divina textura de su piel al frotarse con la suya. Todas aquellas sensaciones entremezcladas fueron más de lo que pudiese soportar. Sabía que en cualquier momento podría derrumbarse.

Entonces él habló.

—Te echo de menos.

A Anna le costó respirar por un momento, porque aunque su nariz continuaba tocando la de él, sus ojos azules estaban fijos en su boca, como si en silencio demandara poseerla.

—Yo también te echo de menos —le confesó ella—. Dios, yo que le prometí al universo que jamás me acostaría contigo, y ahora estoy muriendo por hacerlo.

—Jamás dormiste con el mujeriego, Anna —ahora sus ojos estaban fijos en los suyos—. Te prometo que el hombre que conociste en el taxi y aquel con el que tuviste sexo en la casa de campo ya no son los mismos.

—Lo sé y, en cualquier caso, ambos son míos.

Ella lo vio sonreír.

—Lo son.

Anna le sonrió, y él le derrumbó la sonrisa con un beso.

Y lo que pasó después fue un despliegue de emociones, expuestas ahora en brasa ardiente, donde ambos querían quemarse a gusto.

Anna se aferró a él con cuidado para no herir su brazo, envolviendo un brazo en torno a su cintura y el otro alrededor del cuello. Sintió sus manos en su espalda, apretándola contra él, y en un parpadeo sintió también como el resto de su ropa desaparecía entre suaves tirones y juguetonas caricias.

Sus manos siguieron su juego también, y sin dejar de mirar sus abiertos ojos le ayudó a deshacerse de las dos piezas de ropa que aun se adherían a él. Ambos se detuvieron y no hicieron nada más que contemplar la desnudez del otro como si se tratase de la primera vez. Pero si podía ser sincera consigo misma, siempre que estaba con él, de alguna u otra forma, se sentía como una primera vez.

Sonriéndole como un maldito zorro que tiene fija a su presa, se abalanzó hacia ella y le aferró la cintura con ambos brazos. Lo sintió asaltarle la boca mientras sus manos subían y bajaban por su espalda. Sus caricias lograron encender aún más su deseo.

En ese mar de emociones no puso hacer nada salvo gemir contra su boca, porque él encendía su fuego de una manera que la volvía loca.

—¿No estaremos siendo un par de inconscientes? —musitó ella, apenas separando su boca de la de él.

—¿Por qué?

—Por tu brazo ¿Y si te lastimas?

—Eso no va a pasar.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque hacer el amor contigo jamás me ha hecho algún daño.

Él silenció las siguientes protestas con un beso, y no se apartó de su boca hasta que a ambos les costó respirar.

No supo qué lo enloquecía más: la forma tan única que ella tenía de besar, la increíble suavidad de su piel o el calor que su cuerpo emanaba. Tal vez iba más allá, algo que solo él lograba ver: la belleza de su alma y todo ese mar de emociones que la hacían tan trascendental en su vida. Porque su amor tenía un dulce perfume que, con el paso del tiempo, se había vuelto su favorito.

Le envolvió la cintura con ambas manos y la levantó del suelo. La llevó hasta la cama y, escalando con impaciencia sobre ella, dejó que sus manos aventuraran sobre la llanura de su tez. El calor de su piel le llegó muy dentro, adormeciendo cualquier angustia o preocupación acumulada en los últimos días. Si en algún momento despertó el dolor en su brazo, podía jurar que no lo había sentido.

Él instaló su boca en el hueco de la base de su garganta, hambriento como nunca antes lo había estado. Hambriento por su piel y por sus besos.

Mientras recorría su piel, se deleitó con el suave perfume que emanaba. Sintió un estremecimiento ante el calor que sintió emanar también de su cuerpo. Desde hace mucho tiempo había deseado tener ese contacto cercano, y casi le parecía increíble que después de tanto tiempo la tenía tan cerca de él.

Sus labios hicieron un recorrido por la montaña de sus senos, y disfrutaron la suave y cálida textura de su piel. El calor de su cuerpo se hizo más fuerte, así como la suya. El sabor de su piel era único, posicionándose como su elixir favorito. Pronto, sintió la borrachera de placer asestarle un par de golpes de urgencia.

Cuando sintió la fricción entre sus caderas, Charles no pudo contenerlo más. La apretó contra él y lentamente fue abriendo sus piernas con sus rodillas. La escuchó gemir y fue más de lo que pudo soportar. Los sonidos que ella emitía lo llevaban hasta el máximo. Se sintió desesperado, como un muchacho imberbe que no había tenido compañía intima desde hace mucho tiempo. Tal vez lo que lo hacía sentirse de esa manera fueron todos los momentos de tensión acumulados durante los últimos días. Unos días que le habían parecido interminables que habían sido muy difíciles y dolores para ambos. Días que sabía eran difíciles de olvidar, pero que de alguna manera agradecía, porque ese accidente los hizo más fuerte, los unió más que nunca y demostró, una vez más, que su amor y el lazo que habían formado era irrompible.

Perdidos contra piel mientras hacían el amor, ninguno fue capaz de percatarse del hombre que, inhalando con fuerza de su cigarrillo corriente, los observaba escondido en el jardín.

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